VIRTUDES

[Fragmentos filosóficos del

LIBRO DE HORAS]

 

Miguel Cobaleda

 

 


Registro de la Propiedad Intelectual.-  nº: 620-SA de 10- Diciembre-1996

 


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Valor.

 

El valiente teme, porque es hombre y siente la ferocidad de la sombra, pero su temor no le hace débil, no le hace traidor.

El valor se demuestra cuando se muestra, y no es condición constante, que quien ahora lo es, ahora deja de serlo, pues el espíritu siente menos resistencia en unos momentos que en otros.

El valeroso puede serlo en medio de gran escenario, cuando la pública atención se centra en su gesta. Suele ser hombre.

Pero también puede serlo en la soledad absoluta y en el silencio total, que es cuando la sombra verdaderamente sale a cazar con sus perros. Suele ser mujer.

Es el valor (de otros) completamente necesario para la vida, pues pocas son las cosas que se hubieran conseguido sin él, en este escenario feroz lleno de implacables enemigos. Ha civilizado el mundo y ha trazado sus senderos, roturado las selvas y amansado las ariscas montañas.

Algo hay siempre de acerada abnegación en el corazón del valiente.

Cuando el valiente está vivo, se le agradece pero no se le paga. Y se prefiere que permanezca lejos.

Cuando el valiente está muerto, se le llama héroe. Y no importa tener cerca una de sus estatuas.

Si deseas ser valiente, no lo dejes para cuando sea absolutamente necesario. Ya es absolutamente necesario, la sombra nunca se detiene.

 

Cobardía.

 

Tiene nombres muy diversos la cobardía, según se pretenda defenderla o denigrarla. Puede ser instinto de conservación, puede ser debilidad de ánimo, prudencia, falta de entereza, razonada medida de la jerarquía de los valores, ausencia de la precisa cantidad de riñones... y otras muchas metáforas más o menos tendenciosas.

Pero lo que nunca es la cobardía es cobardía, porque en esta sociedad en que cada quien desea para sí una seguridad que pretende que le consigan los otros, la literatura sobre los cobardes es tan hipócrita y tan densa, que hace falta valor para atreverse a ser cobarde.

En todo caso recuerda: * Si te llaman cobarde, es que quieren que te arriesgues por ellos. * Si se maltrata públicamente la cobardía, quien lo hace es un pastor que pretende que sean otros los que defiendan del lobo a sus ovejas. * Si se hace un oficio del valor, los maestros del gremio, sin riesgos, desean sacar tajada.

Y además ¿no es acaso cobarde la naturaleza, donde todas las especies calculan y miden los riesgos, donde el mar cede ante el viento, el viento ante el sol, el sol ante la sombra? ¿No lo son los dioses, que nos han interpuesto entre la muerte y ellos? ¿La misma muerte, que sólo a traición mata y nunca se ofrece a un combate igualado?

Sé cobarde sin dudarlo, te conviene. Sé cobarde para hurtarte de los riesgos que sirven a terceros. Sé cobarde para morir por lo tuyos y no por los que no lo son. Sé cobarde para abofetear al sol, para insultar al viento, si ves que puedes ganar más que perder. Sé cobarde para sacarle los ojos a la muerte y llorar con ellos lágrimas que la ablanden. Pero sé un cobarde diferente: no le exijas valor a otros, como hacen tantos cobardes verdaderos; sólo a tu razón, para que rompa la sombra.

 

Humildad.

 

Nunca dejes que te venza la humildad, paloma astuta como serpiente, capaz de aprovechar la más pequeña arruga de la coraza del alma para hacerse un nido y dominar la cumbre. Ha sido entrenada por el más sagaz y hábil de todos los halconeros, y ahora persigue halcones y sabe de antemano todas sus fintas.

Es blanca por fuera, pero en su hipócrita y traidora condición, se ha atrevido a ser también blanca por dentro, y se cierra de tal modo a su destino, que no hay fuerza capaz de hacerla cambiar de rumbo. Como que los rumbos la temen, porque los vuelve de basalto.

Es una melodía que casi no llega a los oídos, de tan suave y temblorosa que al principio se muestra. Pero poco a poco (no la asusta el tiempo) va subiendo y subiendo las octavas de su tono, la intensidad se pliega a sus designios y aumenta, y cuando quieres librarte de ese rugido feroz, ya todos los tejidos de tu alma tiemblan, trepidan sin escape con todo el universo, cegadora la belleza de los ángeles furiosos que sienten cómo estallan también sus tímpanos.

Se dice que fue traída de oriente por un dios viajero, se comenta si acaso nació de las aguas primeras, un rumor achaca su origen a la envidia que el orgullo engendró en la vanidad (este relato la hace, pues, hermana de los ‘Férotes’)... cuentos, historias, ¿quién sabe?... No parece hecha de material que muera, es que como el sílice que puebla las arenas. Y a la postre da igual cuál haya sido su fuente, o si quizá es eterna y anterior a la historia: tenemos que vivir en su propio cubil.

No dejes, pues, de intentar ser humilde por todo cuanto te digo. Y recuerda además que es la máscara mejor si quieres ocultar al mundo tu terrible orgullo.

 

Orgullo.

 

Ya quisiera el orgullo poder ser orgulloso, pero vive en unos pechos y late en unos corazones de tan plebeya condición y tan torpe artificio, que debe conformarse con profesar de humilde.

Porque muchos se piensan que virtudes y vicios quedan dentro de sus propios rediles, que la libertad es libre, la verdad verdadera, la humildad humilde, lasciva la lascivia, orgulloso el orgullo. Pero no, una cosa es el alma donde la esencia habita, otra la esencia misma en su abstracción pura.

Y así el orgullo nunca ha podido hacerse el orgulloso, de lo que tiene querencia por merecer la honra de parecerse a su estirpe. Y no podrá verse satisfecho, pues si algún espíritu elevado se compadeciera de su frustrado destino y le acogiese en un pecho honrado y comedido, de propósito firme y preclaros principios, no podría el orgullo disfrazado de humildad presentarse ante su gente. Es problema insoluble que cada máscara esté enmascarada del otro.

Piensa tú, lector, si el orgullo te conviene, pero medita la cuestión con rigor y sin prisa. Puedes tener el orgullo a prueba un tiempo en tu alma, en algún retirado gabinete interior donde nadie lo sepa y no te comprometa; y decidir muy luego si le quieres como huésped eterno o tan sólo como visita ocasional para momentos graves.

Y en caso de permanente adopción, no olvides que necesita mucho equipaje y no todos tenemos el mérito o el talento, la belleza o la gracia de la que pueda el orgullo ocuparse mientras nos vive y habita.

Pues patético es el caso de tantos anfitriones de un orgullo inmenso, que nada tienen con qué alimentar la bestia insaciable crecida día a día en su íntimo cubil y que ruge en esos pechos sin encontrar destino.

 

Prudencia.

 

Honor a los prudentes, poseedores de una cualidad que los distingue entre todos los otros seres del universo, les hace diferentes e insignes. La prudencia no mancha las manos de púrpura, ni se precipita en el abismo de los riesgos innecesarios, no actúa sin razones ni razona sin lógica, no procede sin causa ni propone sin previsión. Medita sus empresas bajo todos los aspectos y estudia sus horizontes desde todos los ángulos. Pocas son las veces que yerra el prudente, y cuando yerra, su equivocación no le es generalmente imputable.

Hace que fermenten las otras esencias del comportamiento, la da cauce al valor, cielo despejado a la sabiduría, le pone alas a la esperanza, cimientos a la fidelidad, camino seguro a la constancia, hogar duradero a la alegría. Está aliada con el azar de modo permanente, y la muerte y ella se tratan con grave respeto.

Los antiguos y sagrados libros veneran a la mujer prudente y al prudente varón, los ponen como ejemplos a seguir y encomian este hábito sobre otros muchos. Si te vuelves prudente (no calculador), si te orientas por la prudencia (no por la frialdad del ánimo), si sabes en todo momento distinguir la medida prudencial (no el astuto beneficio), mucho tendrás ganado en todos los órdenes de la vida y de la convivencia, pues desde la ley hasta la costumbre consideran la prudencia guía segura de los actos.

Aunque pasa con ella, como con tantas otras, que es primeramente buena para el que la posee, y sólo de forma delegada y vicaria con los otros que a su lado se encuentren, a los que a veces llega nada más el fleco escasamente abrigador de sus deshilachados perfiles. Y nos libren los dioses de un perverso prudente.

 

Temeridad.

 

Los temerarios no solamente se pierden a sí mismos, pierden a los que están cerca y no pueden evitar la ola voraz del riesgo sin medida. No te acerques a ellos aunque sea preciso. Mala virtud es ésta para sufrirla en los otros. Ignora que existe una íntima trabazón causal de las cosas, y no la tiene en cuenta. Desprecia los signos que marcan el filo del abismo. Olvida las advertencias señaladas de púrpura en los mapas. Y no cree que el corazón sea capaz de sentirse atemorizado. Por eso es sensato evitar a los temerarios, y temerario seguirles.

Pero no toda temeridad es ruinosa, porque llamamos con este nombre esencias diferentes: la cautelosa temeridad del cobarde, la astuta temeridad del que arriesga lo de otros, la temeridad rigurosamente medida y pesada con que la prudencia avanza hacia más allá de sí misma, muchos otros abstractos que, dentro de su campo de acción, puedes seguir sin peligro.

Es axioma sapiencial importante que no todo es ello mismo, no toda sabiduría es sabia, no toda prudencia prudente, no toda temeridad temeraria, no toda verdad verdadera, e igualmente con el resto de los contenidos de la acción. Por eso, si se razona con rigor y de forma pausada, y se entiende el tema, le es posible al valiente ser a vaces cobarde, al sabio ser a veces necio, al honesto ser a veces injusto, sin perder por ello las coordenadas de su hábito habitual.

Tienes ya, por tanto, la guía necesaria para conocer esta virtud de la temeridad en su atrevida condición: sé temerario cuando la temeridad no sea ella misma, no lo seas cuando lo sea. Porque los premios que otorga a quien pierde y los castigos que infiere a quien gana no se distinguen bien los unos de los otros. Y el juez es siempre el mismo.

 

Justicia.

 

No hay otra virtud, ella es la única. Incluso si no existe, cosa probable y aterradora.

Toda una corte de usurpadoras reina en su ausencia: la caridad, la piedad, la misericordia, la filantropía, la compasión, la lástima, la clemencia, la ‘humanidad’... Se pavonean sobre el trono que por derecho corresponde a la justicia, y son alabadas, bendecidas, aplaudidas, ensalzadas, llevándose los honores que no se han ganado. Mientras la justicia, ausente, desterrada del reino de la vida, vaga por las sombras y los sueños de los miserables recorriendo caminos alejados y probablemente infinitos, desde los que tal vez nunca pueda regresar al hogar.

La vida humana no es humana, y ni siquiera es vida, estando la justicia exilada y lejana. Los derechos son palabras que los humildes gimen y excusas que los propotentes esgrimen, y no hay un solo rincón en este planeta desgraciado donde la justicia sea respetada o defendida.

La justicia hace que los hombres sean hombres y los eleva a la suprema condición para la que fueron creados. La justicia no tiene que ser amable porque es justa, no precisa ser misericordiosa porque impide que nadie necesite misericordia. No olvida el nombre de ninguno de sus hijos, penetra e ilumina las intenciones de los hombres, traza los equilibrios y corrige los metros, destruye la mentira y la falsa promesa, derrota a la soberbia, encadena al poder, restituye derechos, consagra el respeto, se hace fuerte contra la fuerza, suprime la traición, rae para siempre del alma social la lepra en que consiste la injusta riqueza.

Así es la justicia, ésa es la esencia que el hombre necesita y no tiene, porque la justicia es lo más hermoso que existe, pero no existe.

 

Injusticia.

 

No hay otra virtud, ella es la única. Su reinado esplendoroso no está seriamente amenazado por nadie.

Toda una caterva de intrigantes atenta contra su reino: la caridad, la piedad, la misericordia, la filantropía, la compasión, la lástima, la clemencia, la ‘humanidad’... Se confabulan y conspiran, e incluso son alabadas, bendecidas, aplaudidas, ensalzadas, llevándose los honores que no se han ganado. Pero la injusticia se mantiene firme en su trono, cuenta a los suyos por miles aunque cuente a sus enemigos por millones, y sabe que vale mucho más un puño de acero que un enjambre de pálidos miserables.

La vida humana no sería humana, y ni siquiera sería vida, si la injusticia no existiese dando cauce a la ambición y a la inventiva de los más capaces, más inteligentes y más fuertes. Los derechos son palabras que los humildes gimen y excusas que los débiles esgrimen, pero si fuesen respetados por los amos, los amos mismos se convertirían en esclavos, desapareciendo para siempre todo progreso.

La injusticia hace que algunos hombres (los que todo lo emprenden e impulsan) sean hombres, y los eleva a la suprema condición para la que fueron creados. La injusticia no tiene que ser amable porque perdería su fuerza y condición, no precisa ser misericordiosa porque nunca tiene que pedir misericordia. No olvida el nombre de ninguno de sus hijos, penetra e ilumina las intenciones de los hombres, traza los equilibrios y corrige los metros, concreta el alcance de palabras y promesas, derrota a la estupidez, encadena a la masa, impone derechos, consagra el respeto, se hace fuerte con la fuerza, suprime la debilidad, rae para siempre del alma social la lepra en que consiste la torpe pobreza.

 

Caridad.

 

Si no tienes caridad no eres nada, así que te conviene tener caridad, por lo cual serás alabado y bendecido y ensalzado. Pero guárdate de sustituir la justicia so pretexto de que ya eres caritativo, porque entonces toda alabanza y bendición caerán sobre ti como el tornado que deshace el débil chamizo. Y no me olvidaré.

Si buscas un adorno a tus actos, que quede hermoso ante los ojos de los dioses y los hombres, sé caritativo. Pero nunca en lugar de la justicia, porque caerá sobre ti el feroz pedrisco de la más absoluta condena.

Si ya eres bondadoso, y ya eres comprensivo, y ya eres piadoso, Y YA ERES JUSTO, sé caritativo y todos honrarán tu nombre y tu memoria. No sobra ser caritativo, en este mundo bien podemos hacer un hueco para toda la caridad que tú estés dispuesto a sentir y ejercitar. Por otra parte la caridad, el amor, es la base mejor del cauce social, la funda de suave terciopelo que forra los sólidos cimientos de la convivencia entre los hombres. Es generosa, no se engríe, es paciente, perdona sin límites, comprende sin límites, espera sin límites. Y demás. Es muy buena virtud la caridad, de lo mejor, hay textos que hablan de ella maravillas. Cuando ya hayas dado lo que en justicia corresponde, cuando sólo hayas tomado lo que corresponda en justicia, sigue dando por pura caridad, adelante, es cosa buena, el amor nunca sobra: ama a tus enemigos, ama a los desconocidos, ama a los prójimos, incluso si eres tan original pues ama a tus amigos. Muy santo y muy bueno.

Pero no se te ocurra tener tanta caridad que te olvides de la justicia, porque en verdad en verdad te digo, que si no tienes justicia no eres nada, por mucha caridad que tengas, y esa nada que eres será perseguida por las furias hasta el fin del fin. Bien por la caridad: tras la justicia.

 

Indiferencia.

 

Rara virtud es la indiferencia, fría y lejana, impropia de los cálidos y bulliciosos seres humanos, especialmente si la contraponemos al amor, como hacemos en esta reflexión sapiencial: casi no parece una virtud. Pasar junto al pobre con indiferencia, pasar junto al herido con indiferencia, junto al humilde con indiferencia, junto al inocente con indiferencia... Y no digamos nada si también pasas con indiferencia junto al rico y al poderoso y no amas en absoluto al brillante directivo y al amo del mundo que puede hacer mucho por ti: eso es rarísimo.

Porque indiferencias matizadas, bien medidas y pesadas, de eso sí que hay; el juez que es indiferentemente imparcial ante el acusado oscuro no bien apadrinado; la institución sanitaria clínicamente indiferente ante un moribundo cuyo seguro caducó o no viene acompañado por los avales necesarios; la profesional indiferencia ante el vigésimo de la fila, o el solicitante número cuarenta y siete; la maquinaria administrativa o política que se muestran técnicamente indiferentes ante los habitantes del asilo, que ya casi nunca salen a votar; de todo esto hay bastante, en este sentido sí es una virtud frecuente la indiferencia. Viene dentro del mismo estilo de vida que estamos consagrando ahora mismo. No está nada de moda el amor, pero sí está muy de moda la indiferencia.

Así pues ¿en qué quedamos? ¿Hay indiferencia o no la hay? ¿Hay amor o falta de amor en este mundo nuestro? Busca en el fondo de tu corazón y respóndete tú mismo. Y no lo dejes para mañana, el tema es urgente; porque somos habitantes de un único reino, y si ese reino es el páramo de la absoluta indiferencia, entonces es que ya hemos sido sentenciados a un infierno más terrible que la peor condena: la sombría soledad, la furiosa discordia, la helada noche sin fin.

 

Compasión.

 

Sabemos que Dios es el misericordioso, el compasivo, el que trata a sus criaturas con amorosa providencia, pero no conviene dejarle a él solo todo el trabajo, atento como está a la misma vez a sostener los mundos y encender las constelaciones. E impartir la dudosa y lenta justicia, tema que puede estarse retrasando precisamente a causa del mucho trabajo acumulado con esto de la compasiva misericordia.

Seamos compasivos por nuestra propia cuenta, al menos durante un tiempo de prueba, por ejemplo mil años, del 2.001 al 3.000, a ver qué pasa. Igual sucede que nos van mejor las cosas y decidimos quedarnos compasivos ya para siempre, y en el peor de los casos, si no funciona como se espera, pues nos volvemos de nuevo brutales, injustos, crueles, violentos, sanguinarios, feroces y corrientes.

La compasión a probar puede ser un consenso que no resulte pesado de admitir por la generalidad de las bestias humanas. Por ejemplo, no matar niños, ni por acción (caza), ni por omisión (hambre); consentir que los ancianos vivan algo parecido a la vida; no patear al caído, respetar las reglas del juego, detenerse una vez adquirida mil veces la riqueza que se pueda consumir en cien vidas; aprovechar la fuerza sólo para machacar una vez a los débiles, llevando cuenta rigurosa de los que ya han sido machacados y por quién... Cosas así, que no comprometan y nos hagan un poco más compasivos.

Y quizá no fuese cosa difícil, a pesar de que ya se sabe que siempre hay excepciones. Pero se podrían crear reservas salvajes para no compasivos y permitir que allí entre ellos se hiciesen justicia. Incluso podíamos ser generosos y dejar en le reserva todo el hambre, la miseria y la corrupción disponibles, para que tuviesen cerca sus amados juguetes.

 

Desprecio.

 

Se deduce inevitablemente del análisis riguroso de la realidad, sobre todo de los seres humanos y de la sociedad que forman. Un número de necios tan desorbitado y crecido que la marea de necedad es por completo imparable (‘Los dioses, los propios dioses...’); el entero diseño de las instituciones creado a imagen y semejanza suya, y para su servicio; obligado quien quiera conseguir algo a halagar la estupidez y ponerse a su altura; rebajada la grandeza a estratos de estulticia, hundida la razón bajo criterios de incoherencia, prostituído el arte a comercios de rampante mal gusto, prohibida la soledad del que desea apartarse de tales mezquindades... ¿Cómo evitar el desprecio?

Podemos recusar con elegancia moral el desprecio brutal del que no repara en las humanas miserias, o el desprecio soberbio del que nunca observa la viga en su propio ojo. Incluso quizá el desprecio elitista del que arruga la nariz ante el olor a muchedumbre. Pero es necesario depreciar lo despreciable si verdaderamente queremos que la humana colectividad se vaya elevando poco a poco a niveles de excelencia, si no creemos estar ya en el último nivel y cima de los tiempos.

Pasto de los necios astutos, los necios tontos deben ser combatidos con el desprecio, fustigados con él y a ser posible derrotados, para que no nos veamos obligados a comulgar con sus cuadradas ruedas de molino.

Y como la naturaleza humana es, a pesar de los pesares, mimética e ingenua, comenzar con el desprecio por el propio solar, buscando en nosotros mismos y desechando rincones de crédula ignorancia, de tópicos inconsistentes, de ‘verdades’ informes. El desprecio bien entendido empieza por uno mismo, y es más compasivo.

 

Fidelidad.

 

Es virtud muy diferente de analizar en los dos casos en que es posible tratar el tema: a) la fidelidad como virtud a tener con los otros; b) la fidelidad de los otros hacia ti.

El caso ‘b’ está clarísimo, es deseable cuanta más fidelidad mejor, porque aumenta la amistad, mejora el flujo del afecto entre amigos, posibilita un nivel más elevado de la relación humana, contribuye a la cooperación para mejores y más difíciles empresas, hace que el nivel de comunicación se vuelva más versátil y profundo, produce emociones positivas, respalda las decisiones difíciles, engendra horizontes más amplios tanto en lo individual como en lo colectivo, permite mejores oportunidades ante las espectativas del entorno, impulsa a riesgos más nobles para metas más altas.

El caso ‘a’ es, por el contrario, confuso y difícil, porque no siempre nuestro juicio sobre los otros es correcto (pueden ser criptotraidores), quizá no sea asumible el riesgo de una fidelidad sin cautelas, tal vez queden en entredicho nuestras mejores intenciones, es posible que debamos retroceder en el peor momento, se corre el peligro de ver pisados los más delicados afectos, no debemos descuidar la defensa de nuestra dignidad personal, etc., etc.

La fidelidad en sí misma, como ente abstracto, es hermosa emoción y encomiable actitud, debe ser predicada en los púlpitos y promocionada en las escuelas, puestos los nombres de los más fieles en el cuadro de honor de la vida, mostrados como el ejemplo mejor. Y quizá formar una sociedad de defensa de la especie, porque son claros candidatos a que sus disecadas cabezas figuren en el salón de trofeos de cualquier traidor malnacido.

 

Traición.

 

Al ser una entidad relativa a la expectativa creada, y juntamente con el hecho de ser muy común, deberíamos decir que la traición es imposible y no existe. En efecto, traición es lo que cualquiera espera de los demás, y por lo tanto, si traicionan, no nos sorprenden. Pero la traición se supone que sorprende siempre y que nunca es esperada.

No es contradictorio este asunto. Casi nada es contradictorio cuando se comprende a fondo a los seres humanos. Si fuesen reales cosas como la amistad y la lealtad, comunes cosas como la fidelidad y la verdad, la traición sorprendería por su rareza tanto como por su esencia y dolorosa condición. Pero no es infrecuente, sino frecuente, lo que hace que ya no resulte rara. Aunque dolorosa, al parecer, lo es siempre.

Y no es uno, sino muchos, los multiformes aspectos que adopta para adaptarse a las más diferentes circunstancias. Pues aunque en el fondo siempre se trata de la misma virtud, no es igual que un amigo se pase al bando contrario por dinero, que la mentira superficial con que se disculpa el que ha faltado contigo a compromiso menor.

Siempre es un puñal y siempre por la espalda, es decir, siempre es agresión, herida, daño, y siempre cuando menos protegido estás, o mirando hacia asuntos de otra urgencia, o en la zona en que la agresión causa más destrozos, el alma si se tiene. La herida, por cierto, nunca cura, incluso aunque cicatrice: le quedan adheridas unas minúsculas partículas de la relación traicionada (como grumos mixtos de afecto y desafecto), y se infectan periódicamente a tenor del flujo mismo de la vida, de forma que, al vivir, te duelen. Con el tiempo se cierra de modo superficial, pero queda -latiendo en la memoria- el pus.

Y no hay otra cura que traicionar tú primero.

 

Templanza.

 

Controlemos nuestros apetitos si queremos vivir en una sociedad organizada y feliz. ¿Acaso podemos todos, en todo momento, sin tener en cuenta a los otros, entregarnos a la más inmoderada lujuria, a la gula más soez, a la destemplanza más grosera? Si las normas del sano comportamiento cumplen alguna función, es precisamente ésa, lograr una contención pública y social de los más bajos apetitos.

No hagas ante tu porquero lo que no harías ante tu rey. No por el porquero mismo, sino por ti, por tu propia elegancia interior, no por el qué dirán, sino por el qué dirás tú ante tu solitario espejo.

Existe una como elegancia de gestos espirituales que diseñan un perfil de comportamiento elevado, una nobleza de actitudes que parece desechar ciertos actos como no pertenecientes a esta jerarquía, para hacerlos en privado (muy privado, quizá no hacerlos). Y si esta piedra de toque espiritual aconseja retirarlo al cerco íntimo de lo oculto, ¿no será conveniente, tal vez, retirarlo del todo del hacer habitual? Si no queda elegante que te embriagues como una bestia ante los apenados ojos de tu santa madre ¿por qué no dejar la embriaguez totalmente, incluso en el santuario de tu soledad? ¿Acaso no te estás viendo siempre a ti mismo? Si no llevas a tus más sucias barraganas cuando visitas al obispo para sobar allí las empercudidas oquedades, ¿no sería bueno prescindir de semejantes regodeos incluso en las privadas habitaciones de tus instintos? Porque hay en nosotros nobles y elevados impulsos que decaen y hasta dimiten cuando nos dejamos ir en la inercia de los oscuros cómplices de la carne.

Ahora bien, si tus barraganas se lavan y perfuman (Afrodisias, 200.000 el cuartillo), o si te embriagas con Vega Sicilia del 63, entonces no.

 

Intemperancia.

 

Muy mal vista socialmente esta extendida virtud. Y ambas cosas a la vez dan un extraña mezcla, pues si está tan mal vista ¿por qué es tan frecuente? Porque gusta en uno mismo pero fastidia en los otros. No importa si te tienen tus amigos que llevar borracho a casa, pero no es un plato de gusto llevar a su casa borracho a un amigo. ¿Es la embriaguez el único exceso de la intemperancia? Nooo, ni mucho menos: lujurias variadas (nunca muy variadas), gulas que oscilan entre el diseño y la simple cantidad, caprichos de las variadas almas del cuerpo (atención: no el elevado auriga que controla el tiro) que lo menos que puede decirse de ellos es que son groseros y bajunos, apetitos que, ya sólo por ser apetitos, no deberían figurar en la lista de apetitos de la gente bien educada.

La intemperancia es, sencillamente, de mal gusto. Sé orgulloso, infiel, malnacido, ladrón, traidor a los tuyos, mendaz, chaquetero, despectivo, salaz, vengativo... y la corte de admiradores podrá hacer su trabajo sin problemas. Pero sé intemperante, y te volverán la cara. Clava puñales por la espalda pero no vomites sobre la alfombra: ésta es la lección de la virtud que nos ocupa. ¿Por qué?... ¿Quién lo sabe?... Quizá por la contumaz predicación de sujetos que, atentos a las terribles soberbias del espíritu, a la ambición de poder y de gloria, no han tenido tiempo ni gónada que dedicar al instinto. Si todo tu afán es el dominio de las almas de otros, tal vez tengas que impedir el franco uso de sus cuerpos, liberadores cauces por donde evacuan las almas sus heces malolientes. Si te tropiezas con alguien que desdeña saborear junto a ti un vaso de vino y hablar de mórbidas redondeces, cuidado: sirve a un dios que odia y envidia el cuerpo que no tiene.

 

Esperanza.

 

No hay virtud mejor que la esperanza (si buscas en otros cuadernillos verás que se dice lo mismo de otras), ni ancla más firme para resistir la noche y su tiniebla. Carente de la frialdad de la justicia, del ardor de la caridad, del metro de la templanza, del opaco cristal de la humildad, del deslumbrante brillo del valor, la esperanza sin embargo, amable como la brisa pero firme como el cimiento del mundo, resiste cuando cede el brazo de los titanes, cuando se cierran los ojos de los dioses, cuando se cansa el mar.

Y está siempre a nuestro lado. ¿De quién o de qué, de qué amigo, de qué divinidad, de qué ti mismo, puedes decir otro tanto?

El espíritu tenebroso a quien le cupo en suerte tenerla de enemiga, creyó ser tarea fácil al verla tan devota, tan callada, tan de abrigada y dulce lana con que forrar las almas. Pero cuando se hizo presente en toda su fuerza, vióse que el asombrado enemigo no podía, ni tampoco auxiliado por otros siete espíritus peores que él, ni tampoco ayudados por todos los poderes del cielo y de la tierra, prestos a probar hasta dónde llegaba semejante resistencia. Quebradas hilachas de los atrevidos podéis encontrar a los pies de la incólume esperanza, que no se ensoberbece ni se paga de su propio valor, simplemente es cuando ninguna otra cosa sigue siendo.

Yo la colecciono en unos álbumes de piel de alma que guardo en un nicho secreto de mi corazón, y tengo ya de muchas variedades, algunas muy raras y de exótico y extraño esperar. Pero la que más me gusta, la joya de mi colección (aunque me dice un experto que no es valiosa ni especialmente original) es una esperanza en la sabiduría de la raza humana. (Es preciosa también una pequeñita en el amor de mis amigos).

 

Desesperanza.

 

Esta muy desgraciada virtud ni siquiera existe, porque todo el mundo sabe que lo contrario de la esperanza es la desesperación. Tiene la pobre echadas multitud de instancias ante el Consejo Supremo de Virtudes y Vicios, sección de nuevas inscripciones, pero no parece que haya nada que hacer.

¿Es que acaso no tiene contenido, es innecesaria, la desesperación ocupa por completo su nicho ecológico?... No, no es eso, esta tímida actitud del hombre es buena y servicial cuando la esperanza muere entre tan espantosas ráfagas de odio que el corazón, cansado, sólo quiere una ausencia tranquila; entonces no le vale la furia de la desesperación, no desea volver a segar los rebrotes del odio, limpiar otra vez los cauces de la sangre; entonces la desesperanza acude en silencio, doncella de suave y limpio recato, muda, de ojos de apagada y húmeda luz. Y se instala cerquita de las acequias del alma, y va cerrando poco a poco las compuertas de madera con su mano blanca de transparente cristal. Apaga las estrellas de una en una, cierra para siempre los ojos de los hijos, deja que los vientos regresen mustios a sus lejanos cubiles, corta las redes del amor y la amistad, poco a poco, suavecito suavecito, con sus ojos de húmeda luz, con sus manos de blanco cristal.

Nunca hace ruido, no llama a los jueces, no trama venganzas, se esmera en su callado y eficiente trabajo, difícil encontrar secretaria mejor, más servicial, más honesta. Se contenta con lo que buenamente se le ofrezca, bebe y come de la misma mesa, se deja morir en la cancela cuando su amo muere, sin lamentos ni quejas, acurrucada en poco espacio para no entorpecer el paso. La justicia ha dispuesto que la siga siempre un ángel que ajuste las cuentas.

 

Alegría.

 

No me alegra la alegría, no sé qué me pasa con ella, desconfío de su risa permanente, de sus ojos luminosos, del siempre limpio horizonte, tengo la sensación de que no sabe que existe la muerte (o no le importa por alguna razón misteriosa que no quiero saber).

He conocido alegres que me daban escalofríos, una especie de horror en la médula misma, como pequeñas corrientes de pánico y ganas de irme a echar con los tristes una partida de arcanos mayores y menores. Quizá lo más terrible es que ¡estaban seguros! (nadie sabe de qué, ellos no lo decían, tampoco lo sabrían, no estarían seguros de su seguridad), de cosas tenebrosas, de que el tiempo tiene luego otro tiempo detrás (que no se acaba: no imagino qué alegre sentimiento puede producir este espanto), de que hay un ser inmortal que ha muerto por nosotros, de que los dioses nos aman, de que el aire y el sol son dones gratuitos... Nunca he sido capaz de entender al alegre, no me parece sano, temo que me contagie, son los únicos enfermos que me dan escrúpulo.

Yo creo que la alegría es un invento maligno, una droga estupefacta para dormir las vidas, hacerlas más dóciles al esquile y ordeñe, que consientan tranquilas ir al matadero. Los perros guardianes que saben de los lobos acechando en la tiniebla lo que están es atentos, vigilantes, sombríos, nunca están alegres, la risa desconcierta, suena demasiado, adormece la vista y el oído, reduce la eficacia del precavido olfato.

Cuando se acaba este ciclo y en la próxima historia me toque hacer de muerte, querré que mis presas estén siempre alegres, que pueda acercarme sin que recelen a las fogatas descuidadas de sus caravanas, cuando bailan y ríen y no piensan en mí. Podré entonces llevarme sin ruido a sus crías, a ver qué alegre risa les da por la mañana.

 

Tristeza.

 

Si te coge por su cuenta esta virtud terrible, te vas a pasar la vida con los ojos borrosos por lágrimas que no entenderás la mayor parte del tiempo. Verás los horizontes desdibujados por esa húmeda película y tendrás el alma blanda, desgobernada, escurrida, sin capacidad para agarrarse a la verdad de las cosas. Como nazcas triste pídeles a tus dioses que te den pañuelos.

Aunque por otro lado la tristeza es cómoda: llorando sin pena verdadera los dolores de los otros, acaba uno por no darle importancia a los suyos, y lo que no va en lágrimas va en suspiros y es una forma sana de hacer ejercicio con los pulmones. Otra cosa sería, que no es, si fuese uno a sentir de veras tristeza por tantas penas ajenas que no importan nada.

Los tristes son muy buenos compañeros, siempre tienen historias que contar y las cuentan con buenas mañas de actores consumados (sobre que, como ni a ellos ni a ti os va un ardite en ese dolor retórico, todo es disfrutar de la función entre jipidos y mocos, muy entretenido). Y cabe incluso la posibilidad de encontrarse con alguno de esos tristes fabulosos que, evitando el facilón recurso a la lágrima, todo lo confían al elegante gesto del que ha sido derrotado por la sombra después de duro combate. Remedan la cojera del alma que se retira vencida pero orgullosa de una épica contienda, hablan con sentencias que parecen arrancadas de antiguos libros sagrados para consumo de héroes, escriben a veces baladas sobre el destino y la muerte, elegíacamente desasidas del mundo, y, en fin, constituyen la cima del triste espectáculo. Como actores de comedias o autores de libros raros, esos tristes valen su peso en oro (aunque hay que tomarlos en pequeñas dosis y a una distancia de prudente cuarentena). Y no olvidar que los tristes son alegres a ratos.

 

Camaradería.

 

Te guste esta virtud o no te guste, la tomes por donde es suave y amable o por donde quema y exige, lo cierto es que no se puede bajar al infierno sin ella.

Sí se puede vivir sin ella si la vida es tranquila y no pide heroísmos, si vas y vienes a tu seguro trabajo, si educas a tus hijos, atiendes a tus amigos, dejas pasar el tiempo, escuchas a Haendel, das de comer a los gansos... Porque esa aventura no requiere conmilitones, basta con dejarse acompañar por la familia. Pero si proyectas atreverte al horror, entonces no dejes de buscarte los mejores camaradas. Para bajar los corredores de la sombra, necesitas alguien que te guarde las espaldas, que tenga el ojo tan vigilante como el tuyo, que sepa que tu vida vale en ese trance tanto como vale la suya, que sólo a dos se sale, nunca solo, del centro terrible de la nada. Alguien que con sus manos te haga tener cuatro manos, alguien que con su valor duplique el tuyo, un solo corazón de doble tamaño, enemigos ambos de los mismos enemigos, acordes, exactos, en la puntual y secreta flecha del destino.

Con nadie como con tus camaradas podrás luego comentar, o no comentar, el camino que os trajo del infierno, sus peligrosas volutas, los pedazos de alma que quedaron atrás, prendidos en las garras de enemigos sin nombre, ¿de quién el alma? de todos a la vez, los camaradas la comparten, viven todos por un alma colectiva que combate junta y se salva junta. Con nadie podrás sentirte, sin palabras, en actos y emociones puros, tan unido, tan solidario, tan íntimo al abrigo de otras devociones y afectos.

Si proyectas hacer uno de esos viajes que espantan al espanto, subir a los infiernos, bajar a los cielos, no dejes de buscar buenos camaradas.

 

Soledad.

 

Quizá sea la más hermosa de todas las virtudes, quizá sea tan hermosa que a lo mejor no es una virtud, sino un estado, una emoción, dovela esencial de los arquitrabes del alma. Suprime la soledad y suprimirás el soplo del espíritu. Pero claro, es odiosa.

Prefieren los hombres ir acompañados de sus peores enemigos, ceder trozos de vida, de historia, de aventura, a un común soez y espeso que desama todo lo que vale, antes que cargar con su pequeña cuota de soledad, la pura y delicada doncella que nunca dejará de ser virgen en su pozo interior. Como apestada la ven, leprosa la sienten, negra de terrores y nieblas, el diablo es mejor que estar a solas...

Todo lo excelso en la soledad germina, tú ti mismo más hondo (si es que quieres tenerlo) en la soledad habita, deberás ir a solas a recoger tu cosecha, el sonido esencial que desvela universos suena en la soledad y nunca en otra parte, la luz que todo alumbra es grano de soledad que brota en el solo candelabro del alma. Pero claro, es odiosa.

Se tienen los amigos para engañar su voz, se tienen los hijos para olvidar su acento, se tienen los amores para que no nos encuentre, es claro que nadie, si no fuese por ella, tendría esas cargas horribles y densas, amigos, hijos, amores: lo que hay que hacer para no recibir a la soledad de amante... (Aunque a veces es pegajosa, adherente, leal hasta lo absurdo, enamoradiza, más fiel que la íntima y definitiva nada).

Se instala un buen día sin que nadie la llame, se viene con sus bártulos y su magro equipaje, se te sienta en algún oscuro rincón del pecho y ahí se queda, a lo mejor para siempre (busca esta palabra: ‘siempre’ en un diccionario, no creas que la sabes sólo porque la has oído). Entiendo el horror de muchos: a partir de entonces tienen que estar consigo mismos.

 

Renuncia.

 

Mucho gusta esta virtud a todo el mundo cuando son los otros los que la practican, pues siendo la ambición mucho mayor que lo ambicionado, cuantos más sean los estúp..., los generosos que renuncian, más trozo de pastel corresponde a los demás.

Y muy variada que es esta bella vritud, pues resulta infinito el número de cosas a las que es posible renunciar, aunque muchas no son aconsejables porque nadie se beneficia y da lo mismo. Pero otras sí.

Por ejemplo a los bienes materiales del mundo, lo cual además deviene premiado por una elevación de las miras del espíritu. O, al revés, se renuncia a la elevación de las miras del espíritu y entonces le premian a uno con una mayor capacidad para la rapiña y apropiación de los bienes materiales del mundo.

Renuncia a la gloria, la fama, el eco del renombre en la posteridad, y esto no se sabe muy bien con qué se premia, porque si de algo no sabemos nada en absoluto es de la posteridad. O renuncia a la propia posteridad, y esto se premia con un sano presente (aquí se encierran sentidos que mejor sería meditar despacio).

No hay ética o moral que se precien, que no prediquen la renuncia a algo, desde la riqueza al sexo, desde la venganza al poder. Y las razones que esgrimen son siempre convincentes, aunque no tanto como para que las sigan los propios predicadores. Yo mismo predico que es bueno renunciar al poder, aunque sólo mis amigos parecen entender las razones que explico...

Pero la renuncia no está extendida, esa es la verdad, por mucho que se hable de ella en los púlpitos. Con una posible excepción que a todos nos honra: la justicia, a eso casi todo el mundo ha renunciado.

 

Ambición.

 

La ambición a secas no se sabe si es virtud o vicio, porque eso nadie dice tenerlo. Lo que tiene la gente es una noble ambición, o una sana ambición (quedando pues una ambición innoble e insana que, sin embargo, no existe, como acabamos de ver).

La sana y noble ambición es muchas veces, muchísimas, lo único sano y noble de aquéllos que la tienen, que por lo demás son infectos gusanos de podrido corazón, capaces de hacer cualquier cosa y cometer felonías o desmanes con tal de ver cumplidos los objetivos de su sana y noble etc., etc. (y por ello se les perdona, pues el fin justifica los medios cuando se trata de este tipo de gente).

No resulta fácil el análisis de la misma, por cuanto los que no la tenemos, sobre no ser ambiciosos, parece que estamos afectados de alguna patología mental (en general somos tontos, según el valorativo juicio de los ambiciosos), por lo cual esta virtud se acompaña, además, de cierta sabiduría y se eleva al nivel de las virtudes intelectuales, con lo que el catálogo aristotélico pasa de cinco a seis: el arte, la prudencia, la intuición, la ciencia, la sabiduría y la ambición.

Reputadísima, pues, y muy elogiada, sin ella no habría habido grandes empresas, conquistas, imperios, hazañas así, que tanto han elevado el nivel de la civilización humana a base de nobleza y salud.

La ambición repercute además (percute y vuelve a percutir) sobre todos aquéllos que debemos colaborar en los planes del virtuoso, pues una cosa segura de la ambición es que hay que llevarla a la sillita de la reina, aunque bien se nos paga después con la parte fiscal de la hazaña o la conquista. Sólo tiene de malo que no haya más que la posean, pues es grato de ver a los ambiciosos ambiciándose los unos a los otros.

 

Memoria.

 

Esta es una virtud que todo el mundo quiere tener, pero no en su aspecto virtuoso, sino en su aspecto instrumental. Por ejemplo, no quieren recordar los favores que deben a sus amigos, pero quieren recordar todos los datos que necesitan para su negocio. No quieren recordar los actos del pasado que se contradicen con su imagen presente, pero quieren recordar los instantes escasos en que se sintieron superiores, buenos, heroicos, abnegados, sublimes. Es, pues, una virtud que se quiere tener de amante, pero con la que no se quiere estar casado.

Y sí que es un poco ambigua, sí, preceptor que te dice siempre lo que estás haciendo mal, nunca lo poco que consigas hacer bien. Te recuerda tus fallos, pero pocas veces tus aciertos, a la vez que los compara con los fallos y te hace saber que desconfía de que las cosas vayan a mejorar (en fin, al menos la mía, que es una...).

Cuando se tiene mucha, es gozosísima, porque pasa por ser inteligencia sin serlo (esto es: sin sus cargas y responsabilidades), aprovechando la inteligencia de los genios que hicieron las ideas y recopilaron los datos. Llega al final del trabajo, con su traje impoluto, se lleva los resultados y los presenta al jefe, quedando bien sin dar golpe. Pero siempre hay que controlarla porque propende a los extremos: o es perezosa, esquiva, nebulosa, y te hace andar todo el rato inventando la rueda, o es altiva, soberbia, y te atosiga con oleadas que te provocan hartazgos y náuseas (fíjate, si te está recordando a ti mismo todo el rato...).

Si no existe en absoluto, siempre existe un poco para darte quehacer, de modo que no te sirve para nada útil, pero te va soltando pistas sobre tus propios cubiles hediondos, en fin, como el esclavo de la cuadriga, para que recuerdes que eres hombre. A mí la mía, tan flaca pero tan desabrida, tan floja y tan exigente, me cae fatal.

 

Olvido.

 

Tiene fama de dar mucha paz, pero también da muchos quebraderos de cabeza. Esta virtud sí que la tengo, a espuertas. Y habría mucho que decir al respecto. Demasiada paz, me parece.

Ciertamente tiene aspectos positivos cuando te hace olvidar las faenas de tus amigos (casi nunca lo hace), tus propios errores (que yo sepa, jamás), los sinsabores de la existencia (a ver quién se cree esto), y demás asuntos en este sentido (siempre hay que dar, en los textos de la reflexión sapiencial, una de cal y otra de arena, aunque a veces...).

Pero si te olvidas de tu propio nombre, de cuántos hijos tienes, de si eres cristiano o musulmán, de si el sol sale por el sur o por el norte, eso ya es pasarse de virtuoso. Nadie quiere tanta virtud en una sola vasija, qué caramba.

Dicen que el olvido es solamente la falta de memoria, pero el mío es algo más consistente, tiene su propia entidad, jugamos juntos al juego de la vida, me hace trampas fiado en que yo no recuerdo las jugadas, me habla de los míos, casi siempre mal, aunque me parece que no le creo porque sé que me miente (nada recuerdo yo de todo lo que me cuenta). Pone parches de sombra en medio de mis luces, me obliga a vadear ríos sin señalarme los puentes, y por toda explicación de su tramposa osadía, me dice que tengo un yo tan feroz y agresivo, que si no se me apaga puedo quemar el tiempo.

Sé que tiene amigos, incluso en el interior de mí mismo, que sabe de mis movimientos antes de que los haga, y también después, cuando ya no los recuerdo. Sin que yo pueda evitarlo siembra desprecio en mis propios surcos, y los abona con mentiras (supongo) para que paste una amiga que mantiene en mi alma, una apestosa aliada a la que llama muerte.

 

Energía.

 

¿Basta el tiempo que existe para las cosas que han de ser hechas? ¡No, no basta! ¿Basta la fuerza de que disponemos? ¡No, hay que ejercitarse para conseguir otro tanto! ¿Es finito el número de las tareas que nos esperan? ¡No, es más que infinito!

Y así sucesivamente. La energía no sabe lo que es el cansancio, lo que es la desolación. Cree firmemente que el universo tendrá solución (otros dicen salvación) si le echamos mucho trabajo, muchos ‘arrestos’. Así como los crédulos creen que la hormiga moverá la montaña si tiene fe, los enérgicos creen que la moverá si empuja lo bastante. Y se pasan el tiempo empujando montañas, estrellas, mares, injusticias.

Lo menos que se puede decir de ella es que es una virtud incansable, y cuidado con esto, que algo hay de cierto, lo mismo cualquier día consiguen cualquier cosa. ¿Mover la montaña?... Bueno, pues eso tal vez no, porque para mover montañas hay que dejar por un momento de empujar a lo enérgico, pararse a pensar, inventar sistemas y con ellos moverlas. Porque una de las pegas de la enérgica actitud es que, al creer que empujar basta, no se detiene a ensayar otros procedimientos. Pero empujando con firmeza y sin dejarlo, algo se acaba produciendo siempre, quizá la frustración del alma que en sí misma se consume y consuma. ¿Qué se puede entonces conseguir con la pura energía? ¿Estoy acaso sosteniendo que no sirve para nada? Es un extremo, malo como todos en su alejada terquedad, pero bueno si se compone y colabora con otros métodos. Así como no es bueno prescindir completamente de ella, pues la sola idea sin energía jamás empieza ni termina nada, la energía al servicio del propósito es la mejor aliada, la mejor ayuda, el único cauce.  Pero dirigida por la idea, que para mundos hechos a base de pura energía sin concepto, nos basta con éste que han hecho los dioses.

 

Desolación.

 

Esta palabra siempre me hace pensar en el paisaje del fin del mundo, una orilla parda gris de un océano muerto, podrido, sin olas, bajo un cielo inmutable y plomizo. Tal como suena, suena mal, pero si acabases de pasar cinco días de juerga incesante en esa misma playa, tuvieses la resaca más aguda del carcaj, y el corazón harto de emociones vacías, la playa silenciosa y el mar inmutable te parecerían el paraíso.

¿Me gusta la desolación? Porque va siendo hora de que yo me haga algunas preguntas. Bueno, pues quizá. Me produce una nostalgia creativa, me tranquiliza no sé qué glándula que nunca noto pero que no dejo de notar, allí en el fondo con su sordo runrún. Y me peina a suavepelo la hirsuta, encrespada, cabellera del alma. No me gusta que sea así (participo un poco de la idea según la cual la desolación se tiene merecida su mala prensa), pero es así. ¿Por qué? ¿Porque soy raro y miserable y pienso con alguna tripa reseca? Tal vez. ¿Porque mi sino es el hijo tarado del más hediondo de los sinos? Puede ser. ¿Porque nunca me tomo la molestia de molestarme? Quizá.

O porque la desolación, siempre rodeada de sí misma, derrotada antes de la batalla, olvidada antes de conocida, muerta al nacer, lucha no obstante con silenciosa obstinación, no se da por vencida, es enérgica a su modo pasivo y sin energía, no se queja pero no se rompe, no alcanza la victoria pero no se rinde, y es lo único que inunda la nada, hace en eso un trabajo mejor que la luz.

Se dice que es séquito frecuente de la muerte, pero a mí eso me parece literatura. Si a la desolación le quitamos la lírica, lo que queda es un metal acerado, humilde pero durísimo, gris quizá, pero no sin belleza. Muchas vidas están hechas de él. Bien hechas.

 

Actividad.

 

Bien, es muy buena cosa, hay que levantarse pronto por la mañana, ponerse de inmediato a componer el mundo (no dejarlo un instante, el mundo se descompone a tal velocidad que, si lo abandonas un momento, ya entra en coma), subir, bajar, entrar, salir, traer, llevar, hacer, deshacer, rehacer, todos los verbos que encuentres, cuantos más verbos mejor. Pero cuidado con los verbos, que los hay muy sospechosos, quintacolumnistas de la pereza que se han colado en el lenguaje, no se les debe permitir que medren: verbos como ‘pensar’, ‘descansar’, ‘esperar’, engendros (súcubos) de la molicie que no debieran ser verbos, como mucho adverbios.

Los hombres hemos sido puestos en el universo para controlar y dominar a los restantes seres de la naturaleza, y eso solamente puede hacerse a base de mucha actividad, controlando todo, llevando listas y catálogos y sabiendo cuántos son los árboles de cada bosque, cuántas las gotas de cada océano, cuántas las águilas de cada cumbre. En caso contrario pueden quedar árboles sin quemar, gotas sin pudrir, águilas sin cegar...

Ya se ve que no soy muy partidario ¿verdad?... Esta maldita virtud me carga, me parece que se inventa su propio cauce, que se levanta a sí misma por el cuello de su propia camisa, que acaba uno siendo activo para poder hacer todas las cosas innecesarias que la actividad, crecida sobre su propio frenesí, se ha ido inventando. No puedo evitar esta frase: la naturaleza ha tardado un millón de años en hacer al hombre que, activa y diligentemente, en un simple siglo está acabando con la madre naturaleza. Corriendo, corriendo, corriendo, a ningún destino.

Pero en fin, contra pereza diligencia.

 

Pereza.

 

Ni se te ocurra hacer hoy lo que puedas dejar para mañana: difícil encontrar mejor consejo que éste (difícil ya encontrar éste mismo, porque la maravillosa virtud de la pereza tiene muchos detractores, y el consejo está muy mal visto). Pero teniendo como tenemos ante nuestros ojos el dilatado horizonte del tiempo ¿por qué no pensar dos y hasta tres millones de veces cada decisión que se haya de tomar, dejándola para un luego eternamente diferido, como mayor medida de seguridad en un mundo donde el hacer sanciona consecuencias?

Por hacer, pasa. Los que odian la pereza dicen: ‘por no hacer, también pasa’. Pero es un pasar menos contundente por el no hacer que por el hacer. No es lo mismo matar que mirar cómo se mata, negar que ver negar, cometer que omitir. Y la pereza, tan cauta, está siempre de parte del omitir, nunca de parte del cometer. Además, el que omite nunca es cómplice del que comete: ‘¡sí, con su aquiescencia!’, dicen los activos. Pero no, eso es no conocer a la pereza: aquiescer es hacer, y la pereza omite.

También está el tema de que la pereza, si fuese acaso la reina del mundo, nos habría dejado huérfanos de las quintas sinfonías, de las venus de milo, de los partenones, de... Dos respuestas: primera, a la vez nos habría ahorrado otros horrores, váyase lo uno por lo otro, hasta yo preferiría haberme quedado sin los dostoyevskis si me hubiese quedado también sin los stalins. Segunda, es muy posible que la creación más elevada salga de la pereza y no de la actividad, del reposo sin tiempo más que del frenesí de la acción inmediata. Además, los activos frenéticos que tienen siempre mil cosas esperando ser hechas, nunca tienen, como una de esas cosas, el pensar. Pensar es de perezosos, a mí me gusta.

 

Admiración.

 

Admirables son los espíritus que se admiran, porque hoy esta virtud casi no se practica.

Asombrosos son los soles ¿verdad?, tan grandes que se extienden por espacios imposibles de imaginar, con temperaturas y tamaños que no caben en las cifras, de todos los brillos y todos los colores, infinitos en el ámbito infinito. ¿Admirados?... Poca gente se admira de su maravilla, como hay tantos...

Admirable es la vida ¿no es cierto?, de tan rica y diversa variedad que su inventario es un catálogo inacabable, desde el halcón al buitre, desde el león a la mosca, desde el elefante a la mariposa, desde la yerba al hombre... ¿Admirada?... Pocos son los espíritus que la encuentran admirable, hay tanta...

Se asombran de que tú te asombres por su falta de asombro. No entienden a qué te refieres, nada les llama la atención, no penetran la esencia de lo que a ti te resulta admirable. Seres que en su belleza inimitable, en su función precisa, en su poder inagotable, en su diseño genial, merecen todos los asombros, apenas si encienden en esos espíritus una lucecita de pálida atención.

Me parecen a mí, en cambio, tan grandes los motivos para el asombro, que solamente me detiene mi limitada capacidad, y ni siquiera, pues aunque la maravilla de los soles o de la vida exceden, naturalmente, mis posibilidades, más allá de las mismas deseo seguir admirando, me asombro de la infinitud que se me escapa, lamento la pérdida de lo que supera mis talentos, reconozco la excelencia y me levanto hacia ella. En cierto sentido se podría decir, más allá de dioses, vidas y soles, que mi admiración es mayor que lo que hay de admirable.

 

Desinterés.

 

Cuidado con esta palabra porque tiene varios sentidos. Uno de ellos, la generosidad o escaso apego a los bienes de este mundo, es sentido fácil de eliminar, porque esta virtud no la hay, no la ha habido y se sabe positivamente que nunca la habrá. Nosotros usamos aquí el término en otra de sus acepciones, para indicar falta de interés por aquello que resulta interesante, escasa motivación del espíritu hacia la admiración de lo admirable, vaciedad del alma en lo que se refiere al asombro por lo asombroso.

En este sentido la inmensa mayoría de la gente posee esta virtud, el desinterés, a espuertas, hasta ser quizá la más frecuente (más aún que la reputada envidia, me parece). Porque se pueden acumular maravillas incontables ante la vista de las gentes, que el resultado serán hastiados bostezos y mirar la hora (gesto ritual de elegante aburrimiento).

Y es que no se puede meter el mar en un vaso pequeño.

Si el ojo no se admira de la luz, la deja como tema marginal de trivial importancia, la usa sin asombro, ni tan sólo la menosprecia, sino que la ignora, alguna explicación debe de tener el hecho, tan extraño en sí mismo (aunque tan frecuente). Yo me lo explico del siguiente modo: el ojo, en su momento primitivo e ingenuo, está en la luz, no se ha desasido de ella, no ha vuelto sobre sí, no ha regresado para ser y no solamente para ser ojo; pero mientras esté en esa circunstancia, en la luz, sin regresar a serse, no puede admirarse de esa luz porque la luz no se admira a sí misma, para ello es precisa una distancia y un verse desde el ojo. Sólo cuando la luz se vea desde el ojo, no cuando el ojo esté donde la luz, podrá tener lugar la admiración, la contemplación admirada de la luz por el ojo.

 

Misericordia.

 

Dicen que no hay de esta virtud tan hermosa, y tan necesaria, aunque se habla mucho de ella y se extraña su ausencia. Las gentes viven hacia dentro de sí mismas, las familias, los pueblos, las naciones, nadie mira a los otros, a los ojos de los otros, a las tristezas de los otros, a las tragedias de los otros, e incluso si a veces se aparenta mirar, siempre es a través de una cuenta bancaria para necesitados del tercer mundo. Y nunca se sabe qué tristeza concreta tiene una concreta mirada, en suma: que no hay misericordia.

Pero ya en otro sitio del presente librillo se ha hablado de la compasión, y de lo que aquí tratamos es de la misericordia activa, la que, en vista de la situación aterradora del hombre en esta vida (llena de seres humanos feroces), se propone ayudar a que ese estado de cosas mejore, haciendo y planeando y ejecutando y emprendiendo: ¿tampoco hay de ésta? La verdad es que cada causa social tiene su cuenta bancaria, cada afligido exiliado su organización no gubernamental, cada minoría étnica su tribunal internacional de derechos. Sí que hay misericordia de ésta, el mundo está plagado de sucursales de la misma, hay momentos que tienen que reñir para poder tocar cada una a un marginado, y ciertos conflictos bélicos se hacen exprofeso para que haya huérfanos mocosos con moscas para todo el mundo. Hay especialistas en colectas de caridad para genocidios (es decir, para supervivientes de; los genocidios mismos se financian por otras fuentes), espectáculos donde los artistas trabajan de forma gratuita y el dinero va a parar... (es decir, ‘se destina’, a dónde vaya a parar es otro tema) a víctimas de diásporas y masacres. Todo ello son formas de la misericordia activa, es pura mala fe decir que de ésta, como de la otra, tampoco hay.

 

Crueldad.

 

De esta virtud todo el mundo dice que hay demasiada, que sobra, que no se necesita tanta, pero la verdad es que casi nadie deja de aportar su granito de arena al inmenso montón, y los encargados ya no saben cómo repartirla equitativamente (si es que alguna vez han querido ser de verdad equitativos en este reparto).

Hay ciertos sectores de la población tradicionalmente destinatarios de la mayor parte de la misma, incluso de los excedentes de cupo, y los encargados habituales del reparto, por la inercia de la costumbre, suelen tratar de encauzar más y más crueldad a dichos sectores, aunque en ocasiones se produce un verdadero atasco de crueldad desenfrenada en los mismos. Los llamados grupos marginados, exiliados y sujetos pasivos de genocidios y masacres, se quedan con una gran parte del total, sin duda por influencias ilegales, cohechos, clientelismo, y todas esas lacras políticas y administrativas que hacen que todo vaya a parar siempre a los mismos.

Pero quiero aquí hacer referencia expresa a los pequeñas empresas privadas (casi siempre unipersonales) de crueldad, porque a menudo hablamos de los grandes consorcios multinacionales, y en ocasiones es conveniente mirar más de cerca y a lo nuestro. En este aspecto es fácil encontrar ejemplos notables, las pequeñas alimañas que desprecian al prójimo y se lo hacen notar, maltratan al subordinado para que quede clara su autoridad, extorsionan al débil, pisotean al caído, abusan de su pequeño poder, siembran rencor o simplemente no hacen el servicio de justicia que nada les costaría y al otro le es esencial. Lástima que estas muestras pasen desapercibidas para los grandes medios de masas, aunque son tantas que quién podría dedicarles a todas atención, máxime estando cada uno ocupado con las suyas.

 

Sabiduría.

 

¡Pobre e infrecuente virtud, qué solitaria, incomprendida, extraña eres en este mundo de necedad rampante!

Valorando las esencias en lugar de los denarios, los esfuerzos en lugar de las glorias, los talentos en lugar de las famas, las virtudes en lugar de los vicios, las ternuras en lugar de los desprecios, las ideas en vez de los tópicos... ¿cómo vas a medrar en este sumidero de estúpidos?

Prefieres construir mejor que destruir, pensar antes que repetir, creas y enciendes donde el reglamento y la sombra todo lo embrollan y ciegan. Y ni siquiera tienes enemigos dignos de tu elevada condición, pues el necio es necio y ni siquiera es tu enemigo, lo sería el sabio que vendiese su sabiduría para comprar necedad, pero ese sabio no existe porque no sería sabio, es meramente el listo que conduce a los necios al redil de sus intereses y al matadero de sus cohechos. ¡Verte reducida a enfrentarte al listo, qué tristeza tan humillante te han procurado los dioses, hermosa sabiduría de tan elegante altivez!

Me consuela saber que eres esquiva, que, si los necios no te buscan, de todos modos no te encontrarían aunque te buscasen, porque no habitas donde ellos construyen sus chozas, ni fluyes por los cauces de sus miserables arroyos. Inmaculada, blanca, distante, felizmente entregada a los pocos que saben seducirte, contemplo con fervor tu imagen de dorada maravilla y la venero en lo más profundo de mi corazón, con ese respeto hacia lo sagrado que salva al hombre de sus miserias por desastrosas que sean.

Y no dudes de que tienes en mí la excepción de todas las reglas, pues, siendo necio, te amo, te busco, sé dónde te encuentras, como el ciego adora la luz que nunca le mira, ciega del ciego.

 

Necedad.

 

Lo peor y lo mejor que se puede decir de esta abundante virtud es que con frecuencia pasa por ser sabiduría, no me pregunten cómo, quizá por la fuerza del número, por ser los mismos necios jueces y jurados de su propia necedad.

El proceso de siembra, germinación y aumento de la necedad es muy sencillo (y explosivo). El necio que se hace notar, ante muchísmos necios se presenta que, como comprenden, reconocen y sienten esa cualidad como propia, la encomian, admiran, alaban, fomentan y prodigan. Nueva (pero igualmente siniestra) ley de Malthus, si la población crece geométricamente, la necedad crece en potencias de sí misma, porque diez necios más diez necios no son veinte necios, sino diez elevado a la diez, diez mil millones de necios.

Como la ira, no tiene contrario. Ni antídoto, ni curación, ni remedio, ni más actitud ante ella que la resignación o el clemente suicidio. Y yo recomiendo éste último como mejor salida y de mayor oportunidad, porque vivir en el océano de la necedad infinita... eso es tarea que los dioses, los propios dioses, han preferido abandonar en nuestras pacientes manos.

Si tuviese que fundamentar mi pesimismo, cosa que tantas veces se me solicita, ni la maldad, ni el odio, ni la venganza usaría como argumentos y mucho menos la cariñosa muerte: es la necedad la que me asusta, de la necedad espero lo peor, la necedad será, estoy seguro, la que acabe dando al traste con este planeta y esta especie.

Y el espantoso terror de verte ir volviendo necio tú mismo, poco a poco, a fuerza de vivir rodeado... no sé, creo que eso no se lo deseo ni a mi peor enemigo (que no se puede volver necio porque ya lo es).

 

Constancia.

 

Pocas virtudes como ésta, se arriesgan a que las confundan con rivales desairadas, pues la constancia muchas veces pasa por terquedad, por contumacia, por recalcitrancia, hasta por necedad e incapacidad para cambiar al bien. En efecto, frases como ‘de sabios es cambiar de opinión’ o ‘de malos amigos es no dar el brazo a torcer’, condenan a la constancia a un confuso limbo de no bien apreciadas actitudes.

Parece que la constancia depende mucho de que la primera decisión haya sido acertada, pues siéndolo, la constancia en mantenerla es virtuosa y hasta heroica, pero no siéndolo, la constancia se vuelve necia terquedad que sólo lleva al desastre.

Es, pues, una virtud que no depende de sí misma para ser virtuosa y que puede tenerla el sabio, que entonces es, además de sabio, constante, pero no puede tenerla el necio, que además de necio es terco y carece de constancia. Puede tenerla el bueno en su bondad, agraciada con este adorno, pero no puede tenerla el malo, contumaz en su malevolencia.

Yo de mí sé decir que no sé qué decir, pues no me aclaro al respecto, y nunca estoy contento cuando soy constante (siempre me critico de terco y recalcitrante), y nunca estoy contento cuando no soy constante, pues creo que los hombres deben mantenerse firmes. Y no le vayas a preguntar al vecino, que, como la constancia en tu caso a él no le cuesta nada, te aconseja constancia en lo que te perjudica y dejación en lo que te beneficiaría (haga usted la prueba).

No me suelen gustar las salidas que tiran por la calle de enmedio, pero yo en este asunto aconsejaría mirar bien atento los propios intereses y ser constante en defenderlos, dejando para la defensa de los intereses ajenos el apellido de terquedad, dando en ellos el brazo a torcer.

 

Volubilidad.

 

Tiene buena prensa esta virtud, es de sabios cambiar de opinión, demuestra ser generoso y no terco quien sabe dar su brazo a torcer, se acomoda a los cambios del tiempo y se adapta a su sociedad, puede ser a la vez firme en sus odios pero versátil en sus afectos... En fin, que tiene muchas ventajas.

Como algunas otras que se analizan en este librillo, la volubilidad es de aquéllas que se aprecia mucho en uno mismo pero se prefiere que los demás no la tengan en alto grado, o la tengan sólo de forma transitoria y mientras se alcance algún ajuste. Yo siempre la he considerado del otro grupo, el que no contiene aquéllas como la humildad y la generosidad, que todos queremos que las tengan los demás, pero preferimos carecer de las mismas.

Y es que no es sensato pedir a los dioses virtudes indiscriminadamente (aparte el hecho de que hay que ganárselas a pulso, los dioses raras veces conceden virtudes como ésta que nos ocupa, más generosos son con la humildad, la piedad, la misericordia, que al que le tocan, le tocan), pero la volubilidad se puede pedir sin empacho, porque lo peor que te puede pasar es que no te la den. ¿Acaso no es mala muchas veces? dirá el timorato. Yo creo que nunca es mala, porque para no cambiar de opinión cuando no cambiar te favorece, para eso no se necesitan virtudes ni demasiadas luces.

Y que el tiempo es muy suyo y hace voluble al más terco, porque le convence, le cambia, le explica nuevas versiones de viejas actitudes, viejas versiones de actitudes nuevas, le transmuta proyectos en recuerdos, amores en odios, impulsos en rutinas, frenesíes en olvidos. Aunque a la postre todos somos constantes en la última mueca.

 

Ternura.

 

¡A ver cómo hago yo esta vez para ser un poquitín sarcástico con esta virtud, como en otros casos! Precisamente con la ternura, una de mis preferidas... no me va a ser posible.

Si tuviese que elegir una virtud (después de la justicia, atención, después de la justicia) sería la ternura, quizá la virtud más grata a mi corazón, con la que más me complazco, la que más calienta los viejos huesos cansados del interior de mi alma. Es suave pero fuerte, humilde pero eficaz, callada pero incesante, leve pero sólida. Si quieres hacer un edificio, sobre el valor, sin duda. Si quieres hacer un universo, sobre la ternura.

Los dioses y yo, que nos las echamos a graciosos los unos contra los otros (aunque sus gracias son un poquitín más pesadas que las mías), no saríamos capaces de reírnos a costa de la ternura aunque sea fácil con ella pillar desprevenido al adversario (más ellos a mí, que yo a ellos). Es que la ternura es... no sé, pero que piensas que no existe y entonces todo lo demás, por bello y luminoso que sea, te importa una mierda (perdón, no encuentro sinónimo biensonante que me valga). Y que parecen necesitar ternura todos los seres de esta tierra, desde las mariposas a las montañas, por muchas que sean las otras cosas que también necesiten. La ternura (def.: ‘suavidad con que el amor del más alto se inclina sobre el más pequeño’) adorna el cariño y lo convierte en el íntimo goce que siente al rozarse la piel de dos almas, quizá la única ‘sensación’ que está al alcance de los espíritus inmateriales.

Cuando a veces me doy cuenta de que no siento ternura, me entra un desprecio enorme por esos malnacidos que no son capaces de inspirarme tan bello sentimiento.

 

Frialdad.

 

Hay gente que no quiere que haya más gente en el mundo, desearían ser ellos los únicos habitantes del planeta (y del tiempo), todo roce humano les desasosiega, no se rozan, el solo pensamiento de que su alma toque otra alma les produce vértigo, una cosa muy acerada y fría, una costra de hielo que se les deposita en los ojos del corazón y con la que miran ya siempre a los otros.

Más gélida que el propio desprecio, la frialdad se cimenta sobre él, pero lo trasciende, hasta el punto de que los frianos, sabedores del terrible desapego que sienten por los prójimos, llegan incluso a notar un pálido reflejo de piedad por sus víctimas, la que sentiría el entomólogo que mete en formol al insecto irisado.

¡Cualquiera sabe de dónde puede haber salido una virtud tan remota y criodespectiva! Ni cómo pueden haber sobrevivido generación tras generación los que la poseen, ajenos al humano calor, desafectos de las humanas pasiones. Yo imagino algún dios creador que verdaderamente haya hecho a algunos a su imagen y semejanza, remotos en su desprecio supremo, inalcanzables en su nevado e impoluto fulgor.

No es que no se pueda convivir con los frianos, es que no están aquí, sino en otro mundo distinto, nos hablan a través de algún artefacto del alma que distancia las emociones, podemos oir sus palabras y ellos las nuestras, pero no nos llega el sentimiento que las impregna (ninguno las impregna) ni a ellos el nuestro. Una escafandra de piedra transparente (se llama cristal) oculta sus latidos a nuestros corazones.

Y esa piedra cristalina es dura, resistente, no se quiebra ni cuartea por mucho que te empeñes desde dentro en desgastarla con las uñas o los dientes. Yo ahora estoy probando con un picahielos de humildad, pero...

 

Credulidad.

 

Suele considerarse que el crédulo, el ingenuo, es buena persona, sujeto benévolo de buen continente, y, al ser poco suspicaz, se le cree poco capaz de engendrar suspicacias.

Yo pienso que, más que bueno, el crédulo es tonto, incapaz de seguir hasta sus últimas consecuencias un razonamiento sencillo, como el que sigue: si has ofendido a tu vecino, se vengará. No es bonhomía, es necedad, no es negarse a creer en la maldad humana, es no conocerse a sí mismo e ignorar al prójimo, en fin, dificultad para la argumentación deductiva y su complementaria universalización inductiva.

¿Cómo puede evitarse llamar tonto a quien, ladrón, no espera ser robado; engañador, no se teme engaños; agresor, no recela agresiones? Pero cuidado, que si bien todo crédulo es tonto, no todo tonto es crédulo, grave confusión sería acerca de la suposición de los términos, mucho más extenso tonto que crédulo. Y al hacer este simple análisis lógico, de repente sospecho que me estoy equivocando, pues es verdad doctamente autorizada y universalmente reconocida que los tontos nunca se perjudican... ¿no se contradice esto con que los crédulos sean tontos? ¿Qué dice la estadística sobre los crédulos en cuanto a si se perjudican o no?...

Más de una vez me ocurre que, extrapolando la línea de mis procesos lógicos, llego a conclusiones impensadas que me asombran y superan los supuestos, como ahora en que ya no sé si los crédulos son tontos, porque siempre he pensado que yo no soy tonto, que por lo tanto no soy crédulo y que, en consecuencia, salgo siempre perjudicado. Lo siento, me he embarullado, me parece que no sé qué son los crédulos (aunque tontos sí, porque, feroces como humanos, no temen fieras).

 

Suspicacia.

 

Benditos sean los suspicaces porque ellos alcanzarán seguridad, aunque no por mucha suspicacia deja de sorprenderlos la muerte.

No deberíamos ponerla entre las virtudes (ni entre los vicios) porque la suspicacia no se adquiere, se nace así, es como una sombra de la personalidad que siempre te acompaña, incluso cuando no hace sol. La experiencia lo que consigue es que el crédulo tome conciencia de su estado, pero no se cambia en estos asuntos, también el suspicaz lo es hasta la eternidad (de la que duda y sospecha).

No deja de tener la suspicacia cierta salvaje belleza, montaraz y heroica, como de antiguos titanes que viven solitarios su feral aventura, perfilada como está por recuerdos de ofensas que tal vez no se produjeron, rodeada por proyectos de agresiones que quizá no se producirán, envuelta siempre en un manto de nebulosos temores.

Y no todo suspicaz lo es en grado supremo, ni en igual medida, pues si algunos lo más que llegan es a creer que las estrellas se proponen perjudicar su concreto destino, otros, superhombres de la sospecha, recelan que el tiempo quiera estafarles, retirando de su cuenta minutos y hasta horas subrepticiamente. El suspicaz tiene, es cierto, mucho trabajo, aunque es casi siempre trabajo baldío, ¡cómo serán de hábiles las artimañas de la sombra que la mayoría de las veces no podemos precavernos!

Darle dos veces la vuelta a un huevo para ver si está lleno antes de comprarlo (y morder las monedas que te dan de vuelta para sentir si son legítimas) son solamente manifestaciones folklóricas del suspicaz. Lo que verdaderamente distingue su comportamiento y su esencia es creer que el universo entero ha constituido un consorcio cuyo único objetivo es engañarle a él. Véase, pues, cuán en lo cierto se halla el suspicaz.

 

Confianza.

 

Hace muy poco, enseguida si vas hacia atrás, enseguida si vas hacia adelante, hemos tratado de la suspicacia y de la credulidad, podrían parecer virtudes idénticas la desconfianza y la confianza.  Pero a mí se me antojan muy diferentes, éstas últimas hacen referencia a la humana relación de una forma más honda y personal, más directa, que aquéllas. El confiado, alegre y despreocupado, puede con facilidad caminar al lado del abismo, aun sobre el abismo propio, dependiendo de la trivial promesa que le haya hecho el primer desconocido, con la seguridad del que nada teme no ya de la maldad ajena, ni siquiera (y esto es grave) de la ajena estupidez, no por inocente menos aterradora y peligrosa.

De la explosión repentina de los soles no se asustaría si el necio que viaja junto a él por las veredas del tiempo (y que a lo peor es ciego y no ve soles) le asegura que no pasa nada. De la misma muerte no desconfía si se le aparece, como suele, razonadora y amable. El confiado no tiene remedio en su confianza, como el desconfiado no lo tiene en su sospecha. Mejor no tratar de abrirle los ojos, él cree que los lleva abiertos, aunque nosotros sabemos que sólo le sirven para sonreir a todos lados, sombra incluida, y sus perros.

Cuidado, no obstante, con acompañarle en sus empresas, es peligroso y a menudo letal, aunque no sea suya, quizá, la culpa. Fuere por la seguridad aplastante que tiene en los otros, fuere por la misericordia que los dioses se empeñan en emplear con él, lo cierto es que suele acompañarle la suerte, desisten de engañarle (al ser tan fácil) incluso los más taimados, que se vengan luego en el vecino más próximo que no lleve puesta la misma tonta sonrisa. No hay cosa más temible que vivir junto al confiado y creer que su suerte se extiende a los demás.

 

Desconfianza.

 

Hace muy poco, enseguida si vas hacia atrás, enseguida si vas hacia adelante, hemos tratado de la suspicacia y de la credulidad, podrían parecer virtudes idénticas la desconfianza y la confianza. Pero a mí se me antojan muy diferentes, éstas últimas hacen referencia a la humana relación de una forma más honda y personal, más directa, que aquéllas.

Desconfiado es el que no ve a través de los otros y su mirada temerosa se topa con paredes densas y opacas, por eso no cree que más allá haya horizonte, o que los prójimos tengan la intención tan abierta como parece. Anda a tientas, como ciego, pero tampoco se fía de lo que toca, con las manos siempre llenas de sangre pues tiene que meterlas en los corazones y sentir la cualidad y el perfil de los latidos. Y aún con eso...

Si el interlocutor no tiene alma, si es piedra, si es astro, si es dios o cristal, entonces esta virtud se retira discreta, apaga sus miradas de través, duerme sus párpados ardientes. Pero si el otro es humano, dotado de ese músculo que se llama espíritu, entonces despierta, se aviva, levanta armero y vigilancia, se ata bien los machos, pone mano en todos los bolsillos y deja de creer dos de cada dos palabras que oye. Los desconfiados son gente muy suya, porfiarles es lo peor, cuanta mayor porfía más virtuoso proceder, más desconfiada lejanía. Y no se crea que mirar hacia otro lado y pretender no estar atento consiga cosa mayor, porque cuanta menor porfía, mayor desconfianza. ¿Cómo vencer entonces esta virtud tan obstinada? Quizá no se pueda, yo, sin mucho convencimiento, recomiendo como mejor remedio darle el mismo trato, pagarle con la misma moneda, no ya por ver de diluir sus temores, sino por venganza simple, que hay procederes y posturas que, pues que no se corrigen, al menos que fastidien también al que los mantiene.

 

Dogmaticidad.

 

Raro es el pensador que no cree saberlo todo, estar en la verdad completa y absoluta, tener el breviario (escrito por él) de la certeza en la mano, estar en situación de ilustrar a los poderes celestiales sobre la realidad de la creación para que puedan, siguiendo esas instrucciones, crear. Raro es, si es que hay alguno.

Por eso el escepticismo les gusta tan poco (les disgusta tanto), que hasta se sienten con ánimos de ofender a los escépticos como si fuesen los retrasados mentales del pensamiento. La virtud del dogmatismo, tan eclesiástica por otra parte, está muy vinculada a los poderes establecidos y consolidados, cuanto más establecidos más dogmáticos, pues no se debe dejar grieta alguna en el elevado edificio de las creencias que los propios dioses han emitido (y emiten, y emiten, que los chamanes hablan cada domingo, cada sábado, de los nuevos mensajes).

¿En qué se funda la certeza del dogmatismo? ¿Es solamente esa sensación de tener línea directa con el alma del mundo? ¿Es la sólida confianza en los propios poderes mentales? ¿El saber que, a diferencia del resto de los mortales, uno está a salvo del error, de la sombra, de la niebla, del abismo?... Porque en criaturas que cada dos pasos meten tres veces la pata, el dogmatismo es extraño, digámoslo claramente. Si fuésemos de los que nunca tropiezan... pero a ver qué hijo de madre humana resiste diez minutos sin hacer, decir, pensar una barbaridad, un despropósito, un crimen. Yo más bien creo que, en algunos, la grotesca magnificación de los perfiles fantasmales de su ego, les da una como resonancia de sus propios vacuos interiores, y esos ecos reflexivos les impiden oír la música real de las esferas, por lo que confunden lo que saben de su trivial nadedad con lo que hay que saber del mundo, y claro...

 

Escepticismo.

 

Escasa, infrecuente, rara es esta virtud que casi todos los pensadores vituperan (y que no reputan por virtud, sino por nefando y estúpido vicio). Si tienes la gracia de poseerla (desgracia dirían casi todos), finge que no la tienes, muéstrate dogmático, inventa cualquier necedad y manténla firme, que te llamen terco pero no dudoso, pues al terco se le confía la vida, pero al escéptico se le quema en la hoguera (luego de muerto para que no haya dudas).

Es tarea del escéptico dudarlo todo él solo, pues habiendo pocos, muy pocos, la inmensa tarea de dudar de lo dudable recae en esos pocos, que tienen un trabajo sobrehumano al que ni siquiera les ayudan sus propios dioses, ya que el escéptico, entre otras dudas, tiene que dudar de los dioses, los suyos los primeros, y no se sabe de ningún dios que esté dispuesto a ayudar a quienes dudan oficialmente de su existencia, que en eso se distinguen los dioses de los escépticos (una de las pocas cosas gratas del escepticismo, por cierto).

Hay que dudar por cada lugar común (infinitos, la verdad) que los dogmáticos crean y la mente popular admite, siguiendo como ovejas los cauces de esos interesados mataderos. Hay que dudar de cada misterio, de cada revelación, de cada refrán, de cada evidencia, de cada certeza, de cada... Sísifo, puro sísifo.

Y luego está ese argumentillo tan famoso según el cual el escéptico es idiota porque dice que la verdad no existe y al decirlo pretende que lo que dice es verdad. Bueno, pues nada, la verdad existe, venga, que me digan dónde, que quiero dejar de ser uno de esos idiotas y sumarme al carro triunfal de los dogmas establecidos. Bueno... no sé si quiero... creo que quiero... no... creo que dudo... Si al menos fuese verdad que dudo...

 

Definición.

 

Se empezaba antes por definir las cosas, el objeto de estudio, el problema planteado, el perfil del territorio, el protocolo del análisis, la generatriz del cuerpo. Van perdiendo las definiciones presencia, importancia, sentido, van dejando de existir, simplemente. Ya nada se define, todo lo más se calcula, nada se precisa, en todo caso se conjetura; gusta a los que gobiernan, juzgan, controlan, quedar en la sombra de la indefinición, en la imprecisión de un limen borroso. Tal vez incluso sea ahora de mal gusto definir y definirse, los ‘puede ser’ han sustituido a los ‘es’.

Pero esta virtud, núcleo de toda metafísica, no queda por ello muy desamparada, pues sigue habiendo reductos que la necesitan, o al menos la usan. Los que se proponen decir ahora digo y decir luego diego, los que saben de antemano que van a decir lo que mañana no querrán haber dicho, los profesionales del ‘no recuerdes mi pasado, lo que digo ahora es lo que cuenta’, esos sí definen, sí concretan, sí consolidan (generalmente en forma de promesas) sus palabras, categóricos, densos y contundentes. Pero nadie, claro está, se los toma en serio: cuanta mayor definición, menor crédito.

¿Desestimamos esta virtud sin disparar en su honor ni una sola salva? ¿Nada vale ahora el hombre de palabra, que se sabe donde está, que dice lo que piensa, que cumple lo que promete, que tiene precisa definición y lugar meticulosamente asignado, del que siempre se sabe lo que se puede esperar? Afirmo que vale mucho, para mí vale todo, es la única clase de gente que merece la pena tratar, quizá los únicos en los que puede confiarse. Pero atención: no confundir aquéllos de los que podemos estar seguros, con aquéllos que están seguros de sí mismos, no son iguales, generalmente son opuestos.

 

Fronteridad.

 

Estar en el borde, ser de la frontera, vivir en la raya que divide los mundos, no ser del uno ni ser del otro, en el brocal del pozo, en el umbral del tiempo, en el puente levadizo que no es paisaje ni es castillo, ser de ninguna raza, de ningún tiempo, de ningún lugar, blanco pero negro, alto pero bajo, un ojo de cada color, viendo con uno la luz que amanece, con el otro la sombra que apaga.

La fronteridad es mi modo de ser, soy muy mío y no soy de grupo alguno, no me entienden y no les entiendo, pelean batallas que no quiero ni ganar ni perder, adoran a dioses que no frecuentan los mismos cielos que los míos. Hablan una lengua que, siendo la misma, es diferente, saben cosas que yo ignoro, yo sé cosas que ellos no quieren saber, mis blasfemias son sus jaculatorias, es frío para mí lo que ellos llaman calor.

Tenemos horizontes tan diferentes que mi paisaje es su tiniebla, su pasado mi futuro, van a donde vengo, y cuando al cruzarnos un instante se decanta el corazón por las miradas de amor, miran ellos de mí lo que yo no quiero que miren, aman en mí lo que no debe ser amado, creen que soy la máscara que ellos mismos me ponen, me contemplo en su espejo y no me reconozco.

Pero como en todas las patrias me va pasando lo mismo, he llegado a pensar que no soy de ninguna, nacido del viento, sin raíz ni anclaje, pues el firme cimiento que me sujeta al mundo, a ninguno de sus mundos me sujeta, o ellos o yo nos estamos alejando en el tren que se aleja.

Un tiempo sufrí por no ser profeta en mi tierra, siempre tan ajeno y ellos tan remotos. Ahora sé por fin que no puedo serlo porque no tengo tierra, vivo en la raya que marca la frontera, cuando señalan lo extraño me señalan a mí.

 

Permanencia.

 

Todo cambia, nada permanece, decía el viejo de Éfeso, nada cambia, todo permanece, le respondía el de Elea. Siguen discutiendo sin ponerse de acuerdo después de dos milenios y medio de argumentarse el uno al otro. Los humildes súbditos esperamos pacientes la solución final que decidan adoptar.

¿Cambian las cosas? Parece una evidencia. ¿Permanecen? La evidencia parece decir que, en todo caso, poco tiempo. Sí que tenemos una tendencia a la infinitud de lo estático, pero todas las carnes, del cuerpo y del alma, se nos van pudriendo tiempo a tiempo. Nos hacemos la ilusión de que permanecen los más queridos amores, recuerdos de lo que no permaneció y tiene que ser recordado, amigos que fueron, y que siguen siendo pero en distante nostalgia, instituciones centenarias que producen el espejismo de que los muros del tiempo quedan contenidos. Pero en cada deseo de permanencia notamos cómo las alimañas de la caducidad ponen sus huevos, crecen, cambian, cambian, cambian.

Si acaso la permanencia es una virtud (y no sé si defenderla en ese  carácter) lo es con la esperanza de que medre con mayor eficacia, no con la contemplación de la plenitud, y menos ahora que ya sabemos la transitoriedad de los soles, la curvatura del espacio, la angustiosa posibilidad de que el tiempo mismo se contraiga y agote.

Cuanto más rápido es el cambio que la historia actual le imprime a todo, cuanto menos duran las modas, las creencias, las instituciones, las formas de vivir, más ávido es el corazón de permanencias que, quizá, ni necesita ni existen. En verdad no sé si queremos vivir eternamente, yo sé que la eternidad que quiero, la de mis sentimientos más firmes, ya existe, prevalecerán contra todo cambio más allá de las eternidades.

 

Cambio.

 

Mal puedo saber si el cambio es virtud, cuando no sabía si lo era la permanencia. Sé que el cambio es universal, que todo a su ley se doblega, que las edades se pliegan sobre sí mismas con las propias edades, que las estrellas se desdibujan con otras estrellas, que las montañas son un suspiro, más leves que el viento, el sol brilla un instante en medio de la nada, su noche está próxima.

¿Me gusta?... ¿Tiene sentido averiguar si te gustan cosas que de ninguna manera puedes cambiar?... ¡Cambiar!, ésa es la palabra, se trata de saber si me gustaría cambiar la palabra cambiar... Vivo ahora un tiempo en que sé con certeza que el yo de ayer no me gusta hoy. No sé si ayer me gustaba, no sé si mañana me gustará el de hoy, pero me alegro que ese yo se haya cambiado por éste. No todo lo que existe me gusta, nunca me gustaría, creo. Trato de imaginar el paraíso que la raza humana puede construir si quiere y me digo a mí mismo que, en ese caso, mejor que ya nada cambiase nunca: no me creo, desconfío de mi torpe retórica. Cuando me pongo lírico con todo mi ser, una parte pequeña de mi ser que no se pone lírica, no me cree nada.

Sí que hay cosas que no quisiera ver cambiadas, pero qué difícil y perezoso me resulta hacer su catálogo... en parte porque las cosas que en realidad no quiero que cambien, sé que no cambiarán, no dependen del tiempo, ni de la voluntad de los dioses, fuentes ambas de volubles caprichos. Y lo demás ¿por qué no? La eternidad es larga, me imagino bien un cambio de aires de vez en cuando, de jugada, de juego, de baraja e incluso de compañeros de mesa. Sabiendo que seguiré amando a los míos ¿qué mal hay en cambiar por otro este universo, la luz por la sombra, la vida por la muerte? La siguiente vez me pido ser un nómada de la estepa (y en todo caso ágrafo).

 

Utilidad.

 

Si hubiese que definir la sociedad actual habría que usar esta virtud como núcleo de la definición, como la definición misma. La sociedad de hoy quiere y necesita la utilidad, lo útil es, por ello mismo, bueno, lo inútil es, por ello mismo, malo, despreciable, para tirar.

Si dejamos herederos que dejen herederos (en una sociedad tan idiota es dudoso y quizá no sea deseable) que se olviden de nosotros y empiecen a pensar, cuando recuerden que sus abuelos, de ser amos de siervos pasaron a ser siervos de sus propios siervos anteriores (los útiles, los mecanismos, los chismes, los implementos de la técnica actual), y no contentos con ello ostentaron con orgullo sus marcas como códigos de identificación de status y de clase... no tendrán palabras para ofender la estúpida memoria de sus necios abuelos, nosotros.

Pero hoy en día es así, no te compras un abrigo para tapar tu frío, sino para poder llevar bordada en grandes letras Belfarinni Craprinnus, que es la marca del abriguero más chic. No tienes un vehículo, sino un Alfa Romeo, no te forras los pies, sino que calzas Commodus, no comes pan sino Bimbo,... la utilidad se ha vuelto dios de nuestro olimpo y los propios dioses tienen que hacer una publicidad desesperada, llevando y trayendo al sponsorizado de continente en continente, besando suelos y otras técnicas de marketing.

Asediados por instrumentos que también nos quieren comprar el alma y que no necesitamos para nada, vamos siendo cada vez menos señores de nosotros mismos, hasta el punto de que a estas alturas de mi vida literaria, si no dispongo de un ordenador PC con procesador de xxxx Mh y xxxx Mb de RAM, ya no sé crear literatura, la que siempre he llamado ‘mí’ literatura. (¿O nunca supe?).

 

Inutilidad.

 

Es ésta la única virtud para cuya consecución trabajo de modo activo y esforzado, y debería ver al final recompensados mis esfuerzos, pues pocos seres humanos son tan amigos de esta virtud, la creen tan elevada y honrosa de alcanzar, la aprecian tanto, la valoran tan alto y la han investigado tan a fondo.

Como todo análisis profundo y riguroso, concluye con un resultado sencillo aunque de importancia esencial: pues que lo útil es instrumento al servicio de otro, siervo, esclavo propiedad de un señor, éste mismo, el señor, el amo, el supremo es inútil, instrumento para nadie, cénit de la jerarquía del ser.

Pero los que pensamos así (ahora poquísimos) lo tenemos difícil en la actualidad porque lo útil, disfrazado de bueno por una campaña de publicidad interesada, se ha convertido en el único marchamo de calidad. Ser inútil en estos momentos es ser idiota, sospechosamente inhábil, bueno para nada, despreciable, estúpido y ruin.

Con ocultación y nocturnidad me ensayo de inútil, bajo secreto y mintiendo a los amigos me estudio las lecciones, no estoy matriculado en ninguna academia por miedo a la ‘oficialidad’ de los impresos, voy muy poco a poco, haciendo el menor ruido posible. Es un trabajo agotador y produce neurosis, tienes la sensación de estar engañando a los tuyos, te ves en el espejo con autocompasión sarcástica: ‘mira ahí el estúpido inútil’, contagiado un momento de la tendencia dominante.

Pero en el fondo en el fondo estoy muy satisfecho porque veo que avanzo, noto progresos. Por ejemplo, hace ya un tiempo que vengo intercalando textos propios en medio de la verborrea del ordenador (sin que se entere el maldito).

 

Bondad.

 

No dudo yo que exista verdaderamente alguna muestra microscópica de esta virtud, tal vez en algún museo donde se dediquen a conservar curiosidades extintas, o que en algún corazón aislado (algún preso solitario y miserable, algún eremita enloquecido por los soles y las lunas implacables, algún náufrago olvidado, gente así) queden ciertos residuos en espera de una higiene a fondo, con los últimos productos detergentes que la técnica pone a nuestra disposición, pero que la bondad misma en cantidades apreciables, incluso en stoks de reserva, exista, eso desde luego está completamente descartado.

Tampoco existen manuales que enseñen su uso, siquiera como curiosidades bibliográficas para coleccionistas, de forma que no se puede saber muy bien para qué servía, o cuáles eran las cantidades exactas en que había que mezclarla con otros ingredientes (¿qué ingredientes?) para las recetas en que... (¿en que qué? ¿qué recetas?).

En fin, se trata de pura arqueología.

Los libros de historia hablan a veces (pocas, aisladamente, siempre de modo no significativo) de ‘buena gente’, pero parecen usar la expresión en sentido de ‘gente corriente’, ‘gente usual, del pueblo’ (similitud que no se entiende porque la gente corriente, corrientemente, de buena no tiene nada y se guisan sin ella, fuera lo que fuera esa especia).

Me siento atrapado por la obligación de hablar de esta virtud como de todas las otras que aparecen en este librillo, pero las demás, raras o no, tenían contenido. Ésta... la verdad es que no sé de qué va (ya se habrá notado, me imagino). Bueno, pues al parecer hubo una vez una cosa que se llamaba bondad, que no sabemos para qué servía y que ya no hay.  (Espero que sea con ‘b’, ¿o es vondad?).

 

Maldad.

 

¡Qué nombre sonoro tiene esta virtud! ¡Y qué prensa! Hace milenios que no se habla de otra cosa. Es tal vez lo más extendido, triunfante, brillante, conocido, deseado, alabado, no hay ser viviente o cristalino que no la lleve en el corazón, tres de cada dos latidos dedicados a su alabanza, ¡qué fertilidad y qué dominio!

Si además reconocemos que la maldad suele ir acompañada por la astucia, fielmente escoltada por eficaces tácticas y brillantes estrategias, y que sabe sembrar para recoger el mil por uno, hay que descubrirse en su presencia. De verdad de verdad que, en cuestiones de promoción comercial, la maldad es una maravilla.

Por otro lado es un lenguaje universal, el único verdaderamente universal que existe. Hablando lenguas no siempre te entienden, pero saca tu diccionario de bolsillo mal-chino-chino-mal, o mal-inglés-inglés-mal, o mal-swahili-swahili-mal, y no habrá lugar del mundo donde no puedas ir (de hecho no se necesita diccionario, el mal de cada cual se entiende directamente con el mal de los otros, es un pequeño traductor simultáneo que llevamos en la mirada).

A mí me gusta, en principio, el mal de los otros, yo que siempre me siento a disgusto con la rareza ajena, que soy misántropo en el extenso sentido de la palabra, noto que al menos su mal lo comprendo, es primo del mío, muchas veces hermano, cuando siento el desprecio que me mira gemelo de aquél con que yo miro, pues oye, me encuentro un poco como en casa, noto el parentesco. Pero a la postre no me puedo reconciliar con el mal, ni ajeno ni propio, un último reducto púrpura me lo hace hieles y, en el fondo, odioso: ésa su hermandad indisoluble con la podrida injusticia. Si se pudiese ser justo y malo, yo el primero.

 

Continencia.

 

Los que han tenido la inmensa suerte de poseer esta rara virtud (que consiste no en no desear, sino en no consentirse los deseos), son fáciles de descubrir entre todos los mortales por la grave dignidad de sus cenicientos semblantes, el empaque altivo de sus endiosados espíritus y la clara conciencia de ser los elegidos (preferidos) por un dios cristalino del que son ellos los severos sacerdotes.

No vive la continencia solitaria en su mansión, sino que convive con y se ayuda de dos siervos leales, la intransigencia y el proselitismo. El continente necesita convencer y juzgar, y es él el que juzga cuándo ha convencido, dictamina sobre los convencimientos y siembra nuevos prosélitos. No es tarea sencilla, que la molicie lasciva arrastra mucho, y el continente debe emplear en el apostolado toda la sequedad de su sedienta oratoria. En cuanto a la intransigencia, es ingrediente esencial del guiso continente, pues si se permitiera la continencia el más mínimo portillo, por allí se desangrarían sus venas plomizas, quedándose exangüe, llena de color, sin la grisalla habitual de sus latidos.

Háblase aquí, claro es, de la continencia convencida, libre y asumida, no de aquélla otra de obligada mutilación por las edades, soledades, enfermedades y otras ‘dades’ de inevitable estreñimiento, que ésta no es virtud y de ella quiere su continente huir, sintiéndose prisionero, hacia lascivias añoradas y amorosas. El censo de continentes de buen grado es notoriamente escaso, cítanse cifras ridículas por algunos autores, e incluso sostiene cierta escuela que, de buen grado de buen grado, continente no hay ninguno, todos son, a su pesar, contenidos. No nos pronunciamos aquí, en espera de mejores estudios, aunque la continencia genuina no parece ser numerosa. (Ni genuina). (Ni continencia).

 

Lascivia.

 

Felices los que poseen esta entrañable virtud, felices y envidiados, cuánta gente lamenta no poseerla, sin duda es cauce de grandes satisfacciones.

Y además alegra poder hablar de ella, en este caso no existen reticencias  o velados sarcasmos, críticas encubiertas. Esta es virtud sana, limpia, abierta, clara y distinta, inequívoca. Su objeto es su objetivo, su camino es su norma, desea lo que desea y en conseguirlo se consuma. No es complicada, no encierra siniestras sutilezas, admite a cualquiera en su club de confesos, no distingue de razas, de credos, de edades (de esto un poco más...). Es muy agradecida.

Y tiene contenido, que a otras hay alargarles el hilo de su esencia para poder sentir un poco de sustancia. Aquí no, la lascivia maneja por sí misma enjundia y materia, es virtud de tocar y coger (en edición sudaca cambiar ese verbo, o no cambiarlo). La iconografía astringente imagina al lascivo con el ojo enramado (cuando la verdad es que ver tranquiliza la conjuntiva), con el belfo caído (lo cierto es que el placer relaja los músculos, también los de la boca), desnutrida y seca la médula espinal (en realidad se nutre de aromas y esencias). El lascivo es, a pesar de tan negra leyenda, jovial y amistoso, alegre (cuidado y atención: el lascivo no es rijoso, no hace de su virtud una prisión hedionda), camarada y leal. Triste es en cambio el continente del continente, flor que se ha dejado secar en su propio desprecio el color y el aroma.

Os envidio a vosotros, lascivos de ahora: cuando yo era joven no había becas para lascivos, no pude matricularme en ninguna escuela, y he tenido que aprender lascivia por mi cuenta, en la calle con amigos, soy un simple autodidacta.

 

 

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