Continencia.

 

Los que han tenido la inmensa suerte de poseer esta rara virtud (que consiste no en no desear, sino en no consentirse los deseos), son fáciles de descubrir entre todos los mortales por la grave dignidad de sus cenicientos semblantes, el empaque altivo de sus endiosados espíritus y la clara conciencia de ser los elegidos (preferidos) por un dios cristalino del que son ellos los severos sacerdotes.

No vive la continencia solitaria en su mansión, sino que convive con y se ayuda de dos siervos leales, la intransigencia y el proselitismo. El continente necesita convencer y juzgar, y es él el que juzga cuándo ha convencido, dictamina sobre los convencimientos y siembra nuevos prosélitos. No es tarea sencilla, que la molicie lasciva arrastra mucho, y el continente debe emplear en el apostolado toda la sequedad de su sedienta oratoria. En cuanto a la intransigencia, es ingrediente esencial del guiso continente, pues si se permitiera la continencia el más mínimo portillo, por allí se desangrarían sus venas plomizas, quedándose exangüe, llena de color, sin la grisalla habitual de sus latidos.

Háblase aquí, claro es, de la continencia convencida, libre y asumida, no de aquélla otra de obligada mutilación por las edades, soledades, enfermedades y otras ‘dades’ de inevitable estreñimiento, que ésta no es virtud y de ella quiere su continente huir, sintiéndose prisionero, hacia lascivias añoradas y amorosas. El censo de continentes de buen grado es notoriamente escaso, cítanse cifras ridículas por algunos autores, e incluso sostiene cierta escuela que, de buen grado de buen grado, continente no hay ninguno, todos son, a su pesar, contenidos. No nos pronunciamos aquí, en espera de mejores estudios, aunque la continencia genuina no parece ser numerosa. (Ni genuina). (Ni continencia).

 

Lascivia.

 

Felices los que poseen esta entrañable virtud, felices y envidiados, cuánta gente lamenta no poseerla, sin duda es cauce de grandes satisfacciones.

Y además alegra poder hablar de ella, en este caso no existen reticencias  o velados sarcasmos, críticas encubiertas. Esta es virtud sana, limpia, abierta, clara y distinta, inequívoca. Su objeto es su objetivo, su camino es su norma, desea lo que desea y en conseguirlo se consuma. No es complicada, no encierra siniestras sutilezas, admite a cualquiera en su club de confesos, no distingue de razas, de credos, de edades (de esto un poco más...). Es muy agradecida.

Y tiene contenido, que a otras hay alargarles el hilo de su esencia para poder sentir un poco de sustancia. Aquí no, la lascivia maneja por sí misma enjundia y materia, es virtud de tocar y coger (en edición sudaca cambiar ese verbo, o no cambiarlo). La iconografía astringente imagina al lascivo con el ojo enramado (cuando la verdad es que ver tranquiliza la conjuntiva), con el belfo caído (lo cierto es que el placer relaja los músculos, también los de la boca), desnutrida y seca la médula espinal (en realidad se nutre de aromas y esencias). El lascivo es, a pesar de tan negra leyenda, jovial y amistoso, alegre (cuidado y atención: el lascivo no es rijoso, no hace de su virtud una prisión hedionda), camarada y leal. Triste es en cambio el continente del continente, flor que se ha dejado secar en su propio desprecio el color y el aroma.

Os envidio a vosotros, lascivos de ahora: cuando yo era joven no había becas para lascivos, no pude matricularme en ninguna escuela, y he tenido que aprender lascivia por mi cuenta, en la calle con amigos, soy un simple autodidacta.