Bondad.

 

No dudo yo que exista verdaderamente alguna muestra microscópica de esta virtud, tal vez en algún museo donde se dediquen a conservar curiosidades extintas, o que en algún corazón aislado (algún preso solitario y miserable, algún eremita enloquecido por los soles y las lunas implacables, algún náufrago olvidado, gente así) queden ciertos residuos en espera de una higiene a fondo, con los últimos productos detergentes que la técnica pone a nuestra disposición, pero que la bondad misma en cantidades apreciables, incluso en stoks de reserva, exista, eso desde luego está completamente descartado.

Tampoco existen manuales que enseñen su uso, siquiera como curiosidades bibliográficas para coleccionistas, de forma que no se puede saber muy bien para qué servía, o cuáles eran las cantidades exactas en que había que mezclarla con otros ingredientes (¿qué ingredientes?) para las recetas en que... (¿en que qué? ¿qué recetas?).

En fin, se trata de pura arqueología.

Los libros de historia hablan a veces (pocas, aisladamente, siempre de modo no significativo) de ‘buena gente’, pero parecen usar la expresión en sentido de ‘gente corriente’, ‘gente usual, del pueblo’ (similitud que no se entiende porque la gente corriente, corrientemente, de buena no tiene nada y se guisan sin ella, fuera lo que fuera esa especia).

Me siento atrapado por la obligación de hablar de esta virtud como de todas las otras que aparecen en este librillo, pero las demás, raras o no, tenían contenido. Ésta... la verdad es que no sé de qué va (ya se habrá notado, me imagino). Bueno, pues al parecer hubo una vez una cosa que se llamaba bondad, que no sabemos para qué servía y que ya no hay.  (Espero que sea con ‘b’, ¿o es vondad?).

 

Maldad.

 

¡Qué nombre sonoro tiene esta virtud! ¡Y qué prensa! Hace milenios que no se habla de otra cosa. Es tal vez lo más extendido, triunfante, brillante, conocido, deseado, alabado, no hay ser viviente o cristalino que no la lleve en el corazón, tres de cada dos latidos dedicados a su alabanza, ¡qué fertilidad y qué dominio!

Si además reconocemos que la maldad suele ir acompañada por la astucia, fielmente escoltada por eficaces tácticas y brillantes estrategias, y que sabe sembrar para recoger el mil por uno, hay que descubrirse en su presencia. De verdad de verdad que, en cuestiones de promoción comercial, la maldad es una maravilla.

Por otro lado es un lenguaje universal, el único verdaderamente universal que existe. Hablando lenguas no siempre te entienden, pero saca tu diccionario de bolsillo mal-chino-chino-mal, o mal-inglés-inglés-mal, o mal-swahili-swahili-mal, y no habrá lugar del mundo donde no puedas ir (de hecho no se necesita diccionario, el mal de cada cual se entiende directamente con el mal de los otros, es un pequeño traductor simultáneo que llevamos en la mirada).

A mí me gusta, en principio, el mal de los otros, yo que siempre me siento a disgusto con la rareza ajena, que soy misántropo en el extenso sentido de la palabra, noto que al menos su mal lo comprendo, es primo del mío, muchas veces hermano, cuando siento el desprecio que me mira gemelo de aquél con que yo miro, pues oye, me encuentro un poco como en casa, noto el parentesco. Pero a la postre no me puedo reconciliar con el mal, ni ajeno ni propio, un último reducto púrpura me lo hace hieles y, en el fondo, odioso: ésa su hermandad indisoluble con la podrida injusticia. Si se pudiese ser justo y malo, yo el primero.