Permanencia.

 

Todo cambia, nada permanece, decía el viejo de Éfeso, nada cambia, todo permanece, le respondía el de Elea. Siguen discutiendo sin ponerse de acuerdo después de dos milenios y medio de argumentarse el uno al otro. Los humildes súbditos esperamos pacientes la solución final que decidan adoptar.

¿Cambian las cosas? Parece una evidencia. ¿Permanecen? La evidencia parece decir que, en todo caso, poco tiempo. Sí que tenemos una tendencia a la infinitud de lo estático, pero todas las carnes, del cuerpo y del alma, se nos van pudriendo tiempo a tiempo. Nos hacemos la ilusión de que permanecen los más queridos amores, recuerdos de lo que no permaneció y tiene que ser recordado, amigos que fueron, y que siguen siendo pero en distante nostalgia, instituciones centenarias que producen el espejismo de que los muros del tiempo quedan contenidos. Pero en cada deseo de permanencia notamos cómo las alimañas de la caducidad ponen sus huevos, crecen, cambian, cambian, cambian.

Si acaso la permanencia es una virtud (y no sé si defenderla en ese  carácter) lo es con la esperanza de que medre con mayor eficacia, no con la contemplación de la plenitud, y menos ahora que ya sabemos la transitoriedad de los soles, la curvatura del espacio, la angustiosa posibilidad de que el tiempo mismo se contraiga y agote.

Cuanto más rápido es el cambio que la historia actual le imprime a todo, cuanto menos duran las modas, las creencias, las instituciones, las formas de vivir, más ávido es el corazón de permanencias que, quizá, ni necesita ni existen. En verdad no sé si queremos vivir eternamente, yo sé que la eternidad que quiero, la de mis sentimientos más firmes, ya existe, prevalecerán contra todo cambio más allá de las eternidades.

 

Cambio.

 

Mal puedo saber si el cambio es virtud, cuando no sabía si lo era la permanencia. Sé que el cambio es universal, que todo a su ley se doblega, que las edades se pliegan sobre sí mismas con las propias edades, que las estrellas se desdibujan con otras estrellas, que las montañas son un suspiro, más leves que el viento, el sol brilla un instante en medio de la nada, su noche está próxima.

¿Me gusta?... ¿Tiene sentido averiguar si te gustan cosas que de ninguna manera puedes cambiar?... ¡Cambiar!, ésa es la palabra, se trata de saber si me gustaría cambiar la palabra cambiar... Vivo ahora un tiempo en que sé con certeza que el yo de ayer no me gusta hoy. No sé si ayer me gustaba, no sé si mañana me gustará el de hoy, pero me alegro que ese yo se haya cambiado por éste. No todo lo que existe me gusta, nunca me gustaría, creo. Trato de imaginar el paraíso que la raza humana puede construir si quiere y me digo a mí mismo que, en ese caso, mejor que ya nada cambiase nunca: no me creo, desconfío de mi torpe retórica. Cuando me pongo lírico con todo mi ser, una parte pequeña de mi ser que no se pone lírica, no me cree nada.

Sí que hay cosas que no quisiera ver cambiadas, pero qué difícil y perezoso me resulta hacer su catálogo... en parte porque las cosas que en realidad no quiero que cambien, sé que no cambiarán, no dependen del tiempo, ni de la voluntad de los dioses, fuentes ambas de volubles caprichos. Y lo demás ¿por qué no? La eternidad es larga, me imagino bien un cambio de aires de vez en cuando, de jugada, de juego, de baraja e incluso de compañeros de mesa. Sabiendo que seguiré amando a los míos ¿qué mal hay en cambiar por otro este universo, la luz por la sombra, la vida por la muerte? La siguiente vez me pido ser un nómada de la estepa (y en todo caso ágrafo).