Dogmaticidad.

 

Raro es el pensador que no cree saberlo todo, estar en la verdad completa y absoluta, tener el breviario (escrito por él) de la certeza en la mano, estar en situación de ilustrar a los poderes celestiales sobre la realidad de la creación para que puedan, siguiendo esas instrucciones, crear. Raro es, si es que hay alguno.

Por eso el escepticismo les gusta tan poco (les disgusta tanto), que hasta se sienten con ánimos de ofender a los escépticos como si fuesen los retrasados mentales del pensamiento. La virtud del dogmatismo, tan eclesiástica por otra parte, está muy vinculada a los poderes establecidos y consolidados, cuanto más establecidos más dogmáticos, pues no se debe dejar grieta alguna en el elevado edificio de las creencias que los propios dioses han emitido (y emiten, y emiten, que los chamanes hablan cada domingo, cada sábado, de los nuevos mensajes).

¿En qué se funda la certeza del dogmatismo? ¿Es solamente esa sensación de tener línea directa con el alma del mundo? ¿Es la sólida confianza en los propios poderes mentales? ¿El saber que, a diferencia del resto de los mortales, uno está a salvo del error, de la sombra, de la niebla, del abismo?... Porque en criaturas que cada dos pasos meten tres veces la pata, el dogmatismo es extraño, digámoslo claramente. Si fuésemos de los que nunca tropiezan... pero a ver qué hijo de madre humana resiste diez minutos sin hacer, decir, pensar una barbaridad, un despropósito, un crimen. Yo más bien creo que, en algunos, la grotesca magnificación de los perfiles fantasmales de su ego, les da una como resonancia de sus propios vacuos interiores, y esos ecos reflexivos les impiden oír la música real de las esferas, por lo que confunden lo que saben de su trivial nadedad con lo que hay que saber del mundo, y claro...

 

Escepticismo.

 

Escasa, infrecuente, rara es esta virtud que casi todos los pensadores vituperan (y que no reputan por virtud, sino por nefando y estúpido vicio). Si tienes la gracia de poseerla (desgracia dirían casi todos), finge que no la tienes, muéstrate dogmático, inventa cualquier necedad y manténla firme, que te llamen terco pero no dudoso, pues al terco se le confía la vida, pero al escéptico se le quema en la hoguera (luego de muerto para que no haya dudas).

Es tarea del escéptico dudarlo todo él solo, pues habiendo pocos, muy pocos, la inmensa tarea de dudar de lo dudable recae en esos pocos, que tienen un trabajo sobrehumano al que ni siquiera les ayudan sus propios dioses, ya que el escéptico, entre otras dudas, tiene que dudar de los dioses, los suyos los primeros, y no se sabe de ningún dios que esté dispuesto a ayudar a quienes dudan oficialmente de su existencia, que en eso se distinguen los dioses de los escépticos (una de las pocas cosas gratas del escepticismo, por cierto).

Hay que dudar por cada lugar común (infinitos, la verdad) que los dogmáticos crean y la mente popular admite, siguiendo como ovejas los cauces de esos interesados mataderos. Hay que dudar de cada misterio, de cada revelación, de cada refrán, de cada evidencia, de cada certeza, de cada... Sísifo, puro sísifo.

Y luego está ese argumentillo tan famoso según el cual el escéptico es idiota porque dice que la verdad no existe y al decirlo pretende que lo que dice es verdad. Bueno, pues nada, la verdad existe, venga, que me digan dónde, que quiero dejar de ser uno de esos idiotas y sumarme al carro triunfal de los dogmas establecidos. Bueno... no sé si quiero... creo que quiero... no... creo que dudo... Si al menos fuese verdad que dudo...