Confianza.
Hace
muy poco, enseguida si vas hacia atrás, enseguida si vas hacia adelante, hemos
tratado de la suspicacia y de la credulidad, podrían parecer virtudes idénticas
la desconfianza y la confianza. Pero a
mí se me antojan muy diferentes, éstas últimas hacen referencia a la humana
relación de una forma más honda y personal, más directa, que aquéllas. El
confiado, alegre y despreocupado, puede con facilidad caminar al lado del
abismo, aun sobre el abismo propio, dependiendo de la trivial promesa que le
haya hecho el primer desconocido, con la seguridad del que nada teme no ya de la
maldad ajena, ni siquiera (y esto es grave) de la ajena estupidez, no por
inocente menos aterradora y peligrosa.
De
la explosión repentina de los soles no se asustaría si el necio que viaja junto
a él por las veredas del tiempo (y que a lo peor es ciego y no ve soles) le
asegura que no pasa nada. De la misma muerte no desconfía si se le aparece,
como suele, razonadora y amable. El confiado no tiene remedio en su confianza,
como el desconfiado no lo tiene en su sospecha. Mejor no tratar de abrirle los
ojos, él cree que los lleva abiertos, aunque nosotros sabemos que sólo le
sirven para sonreir a todos lados, sombra incluida, y sus perros.
Cuidado,
no obstante, con acompañarle en sus empresas, es peligroso y a menudo letal,
aunque no sea suya, quizá, la culpa. Fuere por la seguridad aplastante que
tiene en los otros, fuere por la misericordia que los dioses se empeñan en
emplear con él, lo cierto es que suele acompañarle la suerte, desisten de
engañarle (al ser tan fácil) incluso los más taimados, que se vengan luego en
el vecino más próximo que no lleve puesta la misma tonta sonrisa. No hay cosa
más temible que vivir junto al confiado y creer que su suerte se extiende a los
demás.
Desconfianza.
Hace
muy poco, enseguida si vas hacia atrás, enseguida si vas hacia adelante, hemos
tratado de la suspicacia y de la credulidad, podrían parecer virtudes idénticas
la desconfianza y la confianza. Pero a mí se me antojan muy diferentes, éstas
últimas hacen referencia a la humana relación de una forma más honda y personal,
más directa, que aquéllas.
Desconfiado
es el que no ve a través de los otros y su mirada temerosa se topa con paredes
densas y opacas, por eso no cree que más allá haya horizonte, o que los
prójimos tengan la intención tan abierta como parece. Anda a tientas, como
ciego, pero tampoco se fía de lo que toca, con las manos siempre llenas de
sangre pues tiene que meterlas en los corazones y sentir la cualidad y el
perfil de los latidos. Y aún con eso...
Si el interlocutor no tiene alma, si es piedra, si es astro, si es dios o cristal, entonces esta virtud se retira discreta, apaga sus miradas de través, duerme sus párpados ardientes. Pero si el otro es humano, dotado de ese músculo que se llama espíritu, entonces despierta, se aviva, levanta armero y vigilancia, se ata bien los machos, pone mano en todos los bolsillos y deja de creer dos de cada dos palabras que oye. Los desconfiados son gente muy suya, porfiarles es lo peor, cuanta mayor porfía más virtuoso proceder, más desconfiada lejanía. Y no se crea que mirar hacia otro lado y pretender no estar atento consiga cosa mayor, porque cuanta menor porfía, mayor desconfianza. ¿Cómo vencer entonces esta virtud tan obstinada? Quizá no se pueda, yo, sin mucho convencimiento, recomiendo como mejor remedio darle el mismo trato, pagarle con la misma moneda, no ya por ver de diluir sus temores, sino por venganza simple, que hay procederes y posturas que, pues que no se corrigen, al menos que fastidien también al que los mantiene.