Credulidad.

 

Suele considerarse que el crédulo, el ingenuo, es buena persona, sujeto benévolo de buen continente, y, al ser poco suspicaz, se le cree poco capaz de engendrar suspicacias.

Yo pienso que, más que bueno, el crédulo es tonto, incapaz de seguir hasta sus últimas consecuencias un razonamiento sencillo, como el que sigue: si has ofendido a tu vecino, se vengará. No es bonhomía, es necedad, no es negarse a creer en la maldad humana, es no conocerse a sí mismo e ignorar al prójimo, en fin, dificultad para la argumentación deductiva y su complementaria universalización inductiva.

¿Cómo puede evitarse llamar tonto a quien, ladrón, no espera ser robado; engañador, no se teme engaños; agresor, no recela agresiones? Pero cuidado, que si bien todo crédulo es tonto, no todo tonto es crédulo, grave confusión sería acerca de la suposición de los términos, mucho más extenso tonto que crédulo. Y al hacer este simple análisis lógico, de repente sospecho que me estoy equivocando, pues es verdad doctamente autorizada y universalmente reconocida que los tontos nunca se perjudican... ¿no se contradice esto con que los crédulos sean tontos? ¿Qué dice la estadística sobre los crédulos en cuanto a si se perjudican o no?...

Más de una vez me ocurre que, extrapolando la línea de mis procesos lógicos, llego a conclusiones impensadas que me asombran y superan los supuestos, como ahora en que ya no sé si los crédulos son tontos, porque siempre he pensado que yo no soy tonto, que por lo tanto no soy crédulo y que, en consecuencia, salgo siempre perjudicado. Lo siento, me he embarullado, me parece que no sé qué son los crédulos (aunque tontos sí, porque, feroces como humanos, no temen fieras).

 

Suspicacia.

 

Benditos sean los suspicaces porque ellos alcanzarán seguridad, aunque no por mucha suspicacia deja de sorprenderlos la muerte.

No deberíamos ponerla entre las virtudes (ni entre los vicios) porque la suspicacia no se adquiere, se nace así, es como una sombra de la personalidad que siempre te acompaña, incluso cuando no hace sol. La experiencia lo que consigue es que el crédulo tome conciencia de su estado, pero no se cambia en estos asuntos, también el suspicaz lo es hasta la eternidad (de la que duda y sospecha).

No deja de tener la suspicacia cierta salvaje belleza, montaraz y heroica, como de antiguos titanes que viven solitarios su feral aventura, perfilada como está por recuerdos de ofensas que tal vez no se produjeron, rodeada por proyectos de agresiones que quizá no se producirán, envuelta siempre en un manto de nebulosos temores.

Y no todo suspicaz lo es en grado supremo, ni en igual medida, pues si algunos lo más que llegan es a creer que las estrellas se proponen perjudicar su concreto destino, otros, superhombres de la sospecha, recelan que el tiempo quiera estafarles, retirando de su cuenta minutos y hasta horas subrepticiamente. El suspicaz tiene, es cierto, mucho trabajo, aunque es casi siempre trabajo baldío, ¡cómo serán de hábiles las artimañas de la sombra que la mayoría de las veces no podemos precavernos!

Darle dos veces la vuelta a un huevo para ver si está lleno antes de comprarlo (y morder las monedas que te dan de vuelta para sentir si son legítimas) son solamente manifestaciones folklóricas del suspicaz. Lo que verdaderamente distingue su comportamiento y su esencia es creer que el universo entero ha constituido un consorcio cuyo único objetivo es engañarle a él. Véase, pues, cuán en lo cierto se halla el suspicaz.