Ternura.
¡A
ver cómo hago yo esta vez para ser un poquitín sarcástico con esta virtud, como
en otros casos! Precisamente con la ternura, una de mis preferidas... no me va
a ser posible.
Si
tuviese que elegir una virtud (después de la justicia, atención, después de la
justicia) sería la ternura, quizá la virtud más grata a mi corazón, con la que
más me complazco, la que más calienta los viejos huesos cansados del interior
de mi alma. Es suave pero fuerte, humilde pero eficaz, callada pero incesante,
leve pero sólida. Si quieres hacer un edificio, sobre el valor, sin duda. Si
quieres hacer un universo, sobre la ternura.
Los
dioses y yo, que nos las echamos a graciosos los unos contra los otros (aunque
sus gracias son un poquitín más pesadas que las mías), no saríamos capaces de
reírnos a costa de la ternura aunque sea fácil con ella pillar desprevenido al
adversario (más ellos a mí, que yo a ellos). Es que la ternura es... no sé,
pero que piensas que no existe y entonces todo lo demás, por bello y luminoso
que sea, te importa una mierda (perdón, no encuentro sinónimo biensonante que
me valga). Y que parecen necesitar ternura todos los seres de esta tierra,
desde las mariposas a las montañas, por muchas que sean las otras cosas que
también necesiten. La ternura (def.: ‘suavidad con que el amor del más alto se
inclina sobre el más pequeño’) adorna el cariño y lo convierte en el íntimo
goce que siente al rozarse la piel de dos almas, quizá la única ‘sensación’ que
está al alcance de los espíritus inmateriales.
Cuando
a veces me doy cuenta de que no siento ternura, me entra un desprecio enorme
por esos malnacidos que no son capaces de inspirarme tan bello sentimiento.
Frialdad.
Hay
gente que no quiere que haya más gente en el mundo, desearían ser ellos los
únicos habitantes del planeta (y del tiempo), todo roce humano les desasosiega,
no se rozan, el solo pensamiento de que su alma toque otra alma les produce
vértigo, una cosa muy acerada y fría, una costra de hielo que se les deposita
en los ojos del corazón y con la que miran ya siempre a los otros.
Más
gélida que el propio desprecio, la frialdad se cimenta sobre él, pero lo trasciende,
hasta el punto de que los frianos, sabedores del terrible desapego que sienten
por los prójimos, llegan incluso a notar un pálido reflejo de piedad por sus
víctimas, la que sentiría el entomólogo que mete en formol al insecto irisado.
¡Cualquiera
sabe de dónde puede haber salido una virtud tan remota y criodespectiva! Ni
cómo pueden haber sobrevivido generación tras generación los que la poseen,
ajenos al humano calor, desafectos de las humanas pasiones. Yo imagino algún
dios creador que verdaderamente haya hecho a algunos a su imagen y semejanza,
remotos en su desprecio supremo, inalcanzables en su nevado e impoluto fulgor.
No
es que no se pueda convivir con los frianos, es que no están aquí, sino en otro
mundo distinto, nos hablan a través de algún artefacto del alma que distancia
las emociones, podemos oir sus palabras y ellos las nuestras, pero no nos llega
el sentimiento que las impregna (ninguno las impregna) ni a ellos el nuestro.
Una escafandra de piedra transparente (se llama cristal) oculta sus latidos a
nuestros corazones.
Y esa piedra cristalina es dura, resistente, no se quiebra ni cuartea por mucho que te empeñes desde dentro en desgastarla con las uñas o los dientes. Yo ahora estoy probando con un picahielos de humildad, pero...