Energía.

 

¿Basta el tiempo que existe para las cosas que han de ser hechas? ¡No, no basta! ¿Basta la fuerza de que disponemos? ¡No, hay que ejercitarse para conseguir otro tanto! ¿Es finito el número de las tareas que nos esperan? ¡No, es más que infinito!

Y así sucesivamente. La energía no sabe lo que es el cansancio, lo que es la desolación. Cree firmemente que el universo tendrá solución (otros dicen salvación) si le echamos mucho trabajo, muchos ‘arrestos’. Así como los crédulos creen que la hormiga moverá la montaña si tiene fe, los enérgicos creen que la moverá si empuja lo bastante. Y se pasan el tiempo empujando montañas, estrellas, mares, injusticias.

Lo menos que se puede decir de ella es que es una virtud incansable, y cuidado con esto, que algo hay de cierto, lo mismo cualquier día consiguen cualquier cosa. ¿Mover la montaña?... Bueno, pues eso tal vez no, porque para mover montañas hay que dejar por un momento de empujar a lo enérgico, pararse a pensar, inventar sistemas y con ellos moverlas. Porque una de las pegas de la enérgica actitud es que, al creer que empujar basta, no se detiene a ensayar otros procedimientos. Pero empujando con firmeza y sin dejarlo, algo se acaba produciendo siempre, quizá la frustración del alma que en sí misma se consume y consuma. ¿Qué se puede entonces conseguir con la pura energía? ¿Estoy acaso sosteniendo que no sirve para nada? Es un extremo, malo como todos en su alejada terquedad, pero bueno si se compone y colabora con otros métodos. Así como no es bueno prescindir completamente de ella, pues la sola idea sin energía jamás empieza ni termina nada, la energía al servicio del propósito es la mejor aliada, la mejor ayuda, el único cauce.  Pero dirigida por la idea, que para mundos hechos a base de pura energía sin concepto, nos basta con éste que han hecho los dioses.

 

Desolación.

 

Esta palabra siempre me hace pensar en el paisaje del fin del mundo, una orilla parda gris de un océano muerto, podrido, sin olas, bajo un cielo inmutable y plomizo. Tal como suena, suena mal, pero si acabases de pasar cinco días de juerga incesante en esa misma playa, tuvieses la resaca más aguda del carcaj, y el corazón harto de emociones vacías, la playa silenciosa y el mar inmutable te parecerían el paraíso.

¿Me gusta la desolación? Porque va siendo hora de que yo me haga algunas preguntas. Bueno, pues quizá. Me produce una nostalgia creativa, me tranquiliza no sé qué glándula que nunca noto pero que no dejo de notar, allí en el fondo con su sordo runrún. Y me peina a suavepelo la hirsuta, encrespada, cabellera del alma. No me gusta que sea así (participo un poco de la idea según la cual la desolación se tiene merecida su mala prensa), pero es así. ¿Por qué? ¿Porque soy raro y miserable y pienso con alguna tripa reseca? Tal vez. ¿Porque mi sino es el hijo tarado del más hediondo de los sinos? Puede ser. ¿Porque nunca me tomo la molestia de molestarme? Quizá.

O porque la desolación, siempre rodeada de sí misma, derrotada antes de la batalla, olvidada antes de conocida, muerta al nacer, lucha no obstante con silenciosa obstinación, no se da por vencida, es enérgica a su modo pasivo y sin energía, no se queja pero no se rompe, no alcanza la victoria pero no se rinde, y es lo único que inunda la nada, hace en eso un trabajo mejor que la luz.

Se dice que es séquito frecuente de la muerte, pero a mí eso me parece literatura. Si a la desolación le quitamos la lírica, lo que queda es un metal acerado, humilde pero durísimo, gris quizá, pero no sin belleza. Muchas vidas están hechas de él. Bien hechas.