Memoria.
Esta
es una virtud que todo el mundo quiere tener, pero no en su aspecto virtuoso,
sino en su aspecto instrumental. Por ejemplo, no quieren recordar los favores
que deben a sus amigos, pero quieren recordar todos los datos que necesitan
para su negocio. No quieren recordar los actos del pasado que se contradicen
con su imagen presente, pero quieren recordar los instantes escasos en que se
sintieron superiores, buenos, heroicos, abnegados, sublimes. Es, pues, una
virtud que se quiere tener de amante, pero con la que no se quiere estar
casado.
Y
sí que es un poco ambigua, sí, preceptor que te dice siempre lo que estás
haciendo mal, nunca lo poco que consigas hacer bien. Te recuerda tus fallos,
pero pocas veces tus aciertos, a la vez que los compara con los fallos y te
hace saber que desconfía de que las cosas vayan a mejorar (en fin, al menos la
mía, que es una...).
Cuando
se tiene mucha, es gozosísima, porque pasa por ser inteligencia sin serlo (esto
es: sin sus cargas y responsabilidades), aprovechando la inteligencia de los
genios que hicieron las ideas y recopilaron los datos. Llega al final del
trabajo, con su traje impoluto, se lleva los resultados y los presenta al jefe,
quedando bien sin dar golpe. Pero siempre hay que controlarla porque propende a
los extremos: o es perezosa, esquiva, nebulosa, y te hace andar todo el rato
inventando la rueda, o es altiva, soberbia, y te atosiga con oleadas que te
provocan hartazgos y náuseas (fíjate, si te está recordando a ti mismo todo el
rato...).
Si
no existe en absoluto, siempre existe un poco para darte quehacer, de modo que
no te sirve para nada útil, pero te va soltando pistas sobre tus propios
cubiles hediondos, en fin, como el esclavo de la cuadriga, para que recuerdes
que eres hombre. A mí la mía, tan flaca pero tan desabrida, tan floja y tan
exigente, me cae fatal.
Olvido.
Tiene
fama de dar mucha paz, pero también da muchos quebraderos de cabeza. Esta virtud
sí que la tengo, a espuertas. Y habría mucho que decir al respecto. Demasiada
paz, me parece.
Ciertamente
tiene aspectos positivos cuando te hace olvidar las faenas de tus amigos (casi
nunca lo hace), tus propios errores (que yo sepa, jamás), los sinsabores de la
existencia (a ver quién se cree esto), y demás asuntos en este sentido (siempre
hay que dar, en los textos de la reflexión sapiencial, una de cal y otra de
arena, aunque a veces...).
Pero
si te olvidas de tu propio nombre, de cuántos hijos tienes, de si eres
cristiano o musulmán, de si el sol sale por el sur o por el norte, eso ya es
pasarse de virtuoso. Nadie quiere tanta virtud en una sola vasija, qué caramba.
Dicen
que el olvido es solamente la falta de memoria, pero el mío es algo más consistente,
tiene su propia entidad, jugamos juntos al juego de la vida, me hace trampas
fiado en que yo no recuerdo las jugadas, me habla de los míos, casi siempre
mal, aunque me parece que no le creo porque sé que me miente (nada recuerdo yo
de todo lo que me cuenta). Pone parches de sombra en medio de mis luces, me
obliga a vadear ríos sin señalarme los puentes, y por toda explicación de su
tramposa osadía, me dice que tengo un yo tan feroz y agresivo, que si no se me
apaga puedo quemar el tiempo.
Sé que tiene amigos, incluso en el interior de mí mismo, que sabe de mis movimientos antes de que los haga, y también después, cuando ya no los recuerdo. Sin que yo pueda evitarlo siembra desprecio en mis propios surcos, y los abona con mentiras (supongo) para que paste una amiga que mantiene en mi alma, una apestosa aliada a la que llama muerte.