Renuncia.

 

Mucho gusta esta virtud a todo el mundo cuando son los otros los que la practican, pues siendo la ambición mucho mayor que lo ambicionado, cuantos más sean los estúp..., los generosos que renuncian, más trozo de pastel corresponde a los demás.

Y muy variada que es esta bella vritud, pues resulta infinito el número de cosas a las que es posible renunciar, aunque muchas no son aconsejables porque nadie se beneficia y da lo mismo. Pero otras sí.

Por ejemplo a los bienes materiales del mundo, lo cual además deviene premiado por una elevación de las miras del espíritu. O, al revés, se renuncia a la elevación de las miras del espíritu y entonces le premian a uno con una mayor capacidad para la rapiña y apropiación de los bienes materiales del mundo.

Renuncia a la gloria, la fama, el eco del renombre en la posteridad, y esto no se sabe muy bien con qué se premia, porque si de algo no sabemos nada en absoluto es de la posteridad. O renuncia a la propia posteridad, y esto se premia con un sano presente (aquí se encierran sentidos que mejor sería meditar despacio).

No hay ética o moral que se precien, que no prediquen la renuncia a algo, desde la riqueza al sexo, desde la venganza al poder. Y las razones que esgrimen son siempre convincentes, aunque no tanto como para que las sigan los propios predicadores. Yo mismo predico que es bueno renunciar al poder, aunque sólo mis amigos parecen entender las razones que explico...

Pero la renuncia no está extendida, esa es la verdad, por mucho que se hable de ella en los púlpitos. Con una posible excepción que a todos nos honra: la justicia, a eso casi todo el mundo ha renunciado.

 

Ambición.

 

La ambición a secas no se sabe si es virtud o vicio, porque eso nadie dice tenerlo. Lo que tiene la gente es una noble ambición, o una sana ambición (quedando pues una ambición innoble e insana que, sin embargo, no existe, como acabamos de ver).

La sana y noble ambición es muchas veces, muchísimas, lo único sano y noble de aquéllos que la tienen, que por lo demás son infectos gusanos de podrido corazón, capaces de hacer cualquier cosa y cometer felonías o desmanes con tal de ver cumplidos los objetivos de su sana y noble etc., etc. (y por ello se les perdona, pues el fin justifica los medios cuando se trata de este tipo de gente).

No resulta fácil el análisis de la misma, por cuanto los que no la tenemos, sobre no ser ambiciosos, parece que estamos afectados de alguna patología mental (en general somos tontos, según el valorativo juicio de los ambiciosos), por lo cual esta virtud se acompaña, además, de cierta sabiduría y se eleva al nivel de las virtudes intelectuales, con lo que el catálogo aristotélico pasa de cinco a seis: el arte, la prudencia, la intuición, la ciencia, la sabiduría y la ambición.

Reputadísima, pues, y muy elogiada, sin ella no habría habido grandes empresas, conquistas, imperios, hazañas así, que tanto han elevado el nivel de la civilización humana a base de nobleza y salud.

La ambición repercute además (percute y vuelve a percutir) sobre todos aquéllos que debemos colaborar en los planes del virtuoso, pues una cosa segura de la ambición es que hay que llevarla a la sillita de la reina, aunque bien se nos paga después con la parte fiscal de la hazaña o la conquista. Sólo tiene de malo que no haya más que la posean, pues es grato de ver a los ambiciosos ambiciándose los unos a los otros.