Camaradería.

 

Te guste esta virtud o no te guste, la tomes por donde es suave y amable o por donde quema y exige, lo cierto es que no se puede bajar al infierno sin ella.

Sí se puede vivir sin ella si la vida es tranquila y no pide heroísmos, si vas y vienes a tu seguro trabajo, si educas a tus hijos, atiendes a tus amigos, dejas pasar el tiempo, escuchas a Haendel, das de comer a los gansos... Porque esa aventura no requiere conmilitones, basta con dejarse acompañar por la familia. Pero si proyectas atreverte al horror, entonces no dejes de buscarte los mejores camaradas. Para bajar los corredores de la sombra, necesitas alguien que te guarde las espaldas, que tenga el ojo tan vigilante como el tuyo, que sepa que tu vida vale en ese trance tanto como vale la suya, que sólo a dos se sale, nunca solo, del centro terrible de la nada. Alguien que con sus manos te haga tener cuatro manos, alguien que con su valor duplique el tuyo, un solo corazón de doble tamaño, enemigos ambos de los mismos enemigos, acordes, exactos, en la puntual y secreta flecha del destino.

Con nadie como con tus camaradas podrás luego comentar, o no comentar, el camino que os trajo del infierno, sus peligrosas volutas, los pedazos de alma que quedaron atrás, prendidos en las garras de enemigos sin nombre, ¿de quién el alma? de todos a la vez, los camaradas la comparten, viven todos por un alma colectiva que combate junta y se salva junta. Con nadie podrás sentirte, sin palabras, en actos y emociones puros, tan unido, tan solidario, tan íntimo al abrigo de otras devociones y afectos.

Si proyectas hacer uno de esos viajes que espantan al espanto, subir a los infiernos, bajar a los cielos, no dejes de buscar buenos camaradas.

 

Soledad.

 

Quizá sea la más hermosa de todas las virtudes, quizá sea tan hermosa que a lo mejor no es una virtud, sino un estado, una emoción, dovela esencial de los arquitrabes del alma. Suprime la soledad y suprimirás el soplo del espíritu. Pero claro, es odiosa.

Prefieren los hombres ir acompañados de sus peores enemigos, ceder trozos de vida, de historia, de aventura, a un común soez y espeso que desama todo lo que vale, antes que cargar con su pequeña cuota de soledad, la pura y delicada doncella que nunca dejará de ser virgen en su pozo interior. Como apestada la ven, leprosa la sienten, negra de terrores y nieblas, el diablo es mejor que estar a solas...

Todo lo excelso en la soledad germina, tú ti mismo más hondo (si es que quieres tenerlo) en la soledad habita, deberás ir a solas a recoger tu cosecha, el sonido esencial que desvela universos suena en la soledad y nunca en otra parte, la luz que todo alumbra es grano de soledad que brota en el solo candelabro del alma. Pero claro, es odiosa.

Se tienen los amigos para engañar su voz, se tienen los hijos para olvidar su acento, se tienen los amores para que no nos encuentre, es claro que nadie, si no fuese por ella, tendría esas cargas horribles y densas, amigos, hijos, amores: lo que hay que hacer para no recibir a la soledad de amante... (Aunque a veces es pegajosa, adherente, leal hasta lo absurdo, enamoradiza, más fiel que la íntima y definitiva nada).

Se instala un buen día sin que nadie la llame, se viene con sus bártulos y su magro equipaje, se te sienta en algún oscuro rincón del pecho y ahí se queda, a lo mejor para siempre (busca esta palabra: ‘siempre’ en un diccionario, no creas que la sabes sólo porque la has oído). Entiendo el horror de muchos: a partir de entonces tienen que estar consigo mismos.