Alegría.
No
me alegra la alegría, no sé qué me pasa con ella, desconfío de su risa
permanente, de sus ojos luminosos, del siempre limpio horizonte, tengo la
sensación de que no sabe que existe la muerte (o no le importa por alguna razón
misteriosa que no quiero saber).
He
conocido alegres que me daban escalofríos, una especie de horror en la médula
misma, como pequeñas corrientes de pánico y ganas de irme a echar con los
tristes una partida de arcanos mayores y menores. Quizá lo más terrible es que
¡estaban seguros! (nadie sabe de qué, ellos no lo decían, tampoco lo sabrían,
no estarían seguros de su seguridad), de cosas tenebrosas, de que el tiempo
tiene luego otro tiempo detrás (que no se acaba: no imagino qué alegre
sentimiento puede producir este espanto), de que hay un ser inmortal que ha
muerto por nosotros, de que los dioses nos aman, de que el aire y el sol son
dones gratuitos... Nunca he sido capaz de entender al alegre, no me parece
sano, temo que me contagie, son los únicos enfermos que me dan escrúpulo.
Yo
creo que la alegría es un invento maligno, una droga estupefacta para dormir
las vidas, hacerlas más dóciles al esquile y ordeñe, que consientan tranquilas
ir al matadero. Los perros guardianes que saben de los lobos acechando en la
tiniebla lo que están es atentos, vigilantes, sombríos, nunca están alegres, la
risa desconcierta, suena demasiado, adormece la vista y el oído, reduce la
eficacia del precavido olfato.
Cuando
se acaba este ciclo y en la próxima historia me toque hacer de muerte, querré
que mis presas estén siempre alegres, que pueda acercarme sin que recelen a las
fogatas descuidadas de sus caravanas, cuando bailan y ríen y no piensan en mí.
Podré entonces llevarme sin ruido a sus crías, a ver qué alegre risa les da por
la mañana.
Tristeza.
Si
te coge por su cuenta esta virtud terrible, te vas a pasar la vida con los ojos
borrosos por lágrimas que no entenderás la mayor parte del tiempo. Verás los
horizontes desdibujados por esa húmeda película y tendrás el alma blanda,
desgobernada, escurrida, sin capacidad para agarrarse a la verdad de las cosas.
Como nazcas triste pídeles a tus dioses que te den pañuelos.
Aunque
por otro lado la tristeza es cómoda: llorando sin pena verdadera los dolores de
los otros, acaba uno por no darle importancia a los suyos, y lo que no va en
lágrimas va en suspiros y es una forma sana de hacer ejercicio con los
pulmones. Otra cosa sería, que no es, si fuese uno a sentir de veras tristeza
por tantas penas ajenas que no importan nada.
Los
tristes son muy buenos compañeros, siempre tienen historias que contar y las
cuentan con buenas mañas de actores consumados (sobre que, como ni a ellos ni a
ti os va un ardite en ese dolor retórico, todo es disfrutar de la función entre
jipidos y mocos, muy entretenido). Y cabe incluso la posibilidad de encontrarse
con alguno de esos tristes fabulosos que, evitando el facilón recurso a la
lágrima, todo lo confían al elegante gesto del que ha sido derrotado por la
sombra después de duro combate. Remedan la cojera del alma que se retira
vencida pero orgullosa de una épica contienda, hablan con sentencias que
parecen arrancadas de antiguos libros sagrados para consumo de héroes, escriben
a veces baladas sobre el destino y la muerte, elegíacamente desasidas del
mundo, y, en fin, constituyen la cima del triste espectáculo. Como actores de
comedias o autores de libros raros, esos tristes valen su peso en oro (aunque
hay que tomarlos en pequeñas dosis y a una distancia de prudente cuarentena). Y
no olvidar que los tristes son alegres a ratos.