Esperanza.

 

No hay virtud mejor que la esperanza (si buscas en otros cuadernillos verás que se dice lo mismo de otras), ni ancla más firme para resistir la noche y su tiniebla. Carente de la frialdad de la justicia, del ardor de la caridad, del metro de la templanza, del opaco cristal de la humildad, del deslumbrante brillo del valor, la esperanza sin embargo, amable como la brisa pero firme como el cimiento del mundo, resiste cuando cede el brazo de los titanes, cuando se cierran los ojos de los dioses, cuando se cansa el mar.

Y está siempre a nuestro lado. ¿De quién o de qué, de qué amigo, de qué divinidad, de qué ti mismo, puedes decir otro tanto?

El espíritu tenebroso a quien le cupo en suerte tenerla de enemiga, creyó ser tarea fácil al verla tan devota, tan callada, tan de abrigada y dulce lana con que forrar las almas. Pero cuando se hizo presente en toda su fuerza, viose que el asombrado enemigo no podía, ni tampoco auxiliado por otros siete espíritus peores que él, ni tampoco ayudados por todos los poderes del cielo y de la tierra, prestos a probar hasta dónde llegaba semejante resistencia. Quebradas hilachas de los atrevidos podéis encontrar a los pies de la incólume esperanza, que no se ensoberbece ni se paga de su propio valor, simplemente es cuando ninguna otra cosa sigue siendo.

Yo la colecciono en unos álbumes de piel de alma que guardo en un nicho secreto de mi corazón, y tengo ya de muchas variedades, algunas muy raras y de exótico y extraño esperar. Pero la que más me gusta, la joya de mi colección (aunque me dice un experto que no es valiosa ni especialmente original) es una esperanza en la sabiduría de la raza humana. (Es preciosa también una pequeñita en el amor de mis amigos).

 

Desesperanza.

 

Esta muy desgraciada virtud ni siquiera existe, porque todo el mundo sabe que lo contrario de la esperanza es la desesperación. Tiene la pobre echadas multitud de instancias ante el Consejo Supremo de Virtudes y Vicios, sección de nuevas inscripciones, pero no parece que haya nada que hacer.

¿Es que acaso no tiene contenido, es innecesaria, la desesperación ocupa por completo su nicho ecológico?... No, no es eso, esta tímida actitud del hombre es buena y servicial cuando la esperanza muere entre tan espantosas ráfagas de odio que el corazón, cansado, sólo quiere una ausencia tranquila; entonces no le vale la furia de la desesperación, no desea volver a segar los rebrotes del odio, limpiar otra vez los cauces de la sangre; entonces la desesperanza acude en silencio, doncella de suave y limpio recato, muda, de ojos de apagada y húmeda luz. Y se instala cerquita de las acequias del alma, y va cerrando poco a poco las compuertas de madera con su mano blanca de transparente cristal. Apaga las estrellas de una en una, cierra para siempre los ojos de los hijos, deja que los vientos regresen mustios a sus lejanos cubiles, corta las redes del amor y la amistad, poco a poco, suavecito suavecito, con sus ojos de húmeda luz, con sus manos de blanco cristal.

Nunca hace ruido, no llama a los jueces, no trama venganzas, se esmera en su callado y eficiente trabajo, difícil encontrar secretaria mejor, más servicial, más honesta. Se contenta con lo que buenamente se le ofrezca, bebe y come de la misma mesa, se deja morir en la cancela cuando su amo muere, sin lamentos ni quejas, acurrucada en poco espacio para no entorpecer el paso. La justicia ha dispuesto que la siga siempre un ángel que ajuste las cuentas.