Compasión.
Sabemos
que Dios es el misericordioso, el compasivo, el que trata a sus criaturas con
amorosa providencia, pero no conviene dejarle a él solo todo el trabajo, atento
como está a la misma vez a sostener los mundos y encender las constelaciones. E
impartir la dudosa y lenta justicia, tema que puede estarse retrasando
precisamente a causa del mucho trabajo acumulado con esto de la compasiva
misericordia.
Seamos
compasivos por nuestra propia cuenta, al menos durante un tiempo de prueba, por
ejemplo mil años, del 2.001 al 3.000, a ver qué pasa. Igual sucede que nos van
mejor las cosas y decidimos quedarnos compasivos ya para siempre, y en el peor
de los casos, si no funciona como se espera, pues nos volvemos de nuevo
brutales, injustos, crueles, violentos, sanguinarios, feroces y corrientes.
La
compasión a probar puede ser un consenso que no resulte pesado de admitir por
la generalidad de las bestias humanas. Por ejemplo, no matar niños, ni por
acción (caza), ni por omisión (hambre); consentir que los ancianos vivan algo
parecido a la vida; no patear al caído, respetar las reglas del juego,
detenerse una vez adquirida mil veces la riqueza que se pueda consumir en cien
vidas; aprovechar la fuerza sólo para machacar una vez a los débiles, llevando
cuenta rigurosa de los que ya han sido machacados y por quién... Cosas así, que
no comprometan y nos hagan un poco más compasivos.
Y
quizá no fuese cosa difícil, a pesar de que ya se sabe que siempre hay
excepciones. Pero se podrían crear reservas salvajes para no compasivos y
permitir que allí entre ellos se hiciesen justicia. Incluso podíamos ser
generosos y dejar en le reserva todo el hambre, la miseria y la corrupción
disponibles, para que tuviesen cerca sus amados juguetes.
Desprecio.
Se
deduce inevitablemente del análisis riguroso de la realidad, sobre todo de los
seres humanos y de la sociedad que forman. Un número de necios tan desorbitado
y crecido que la marea de necedad es por completo imparable (‘Los dioses, los propios dioses...’); el
entero diseño de las instituciones creado a imagen y semejanza suya, y para su
servicio; obligado quien quiera conseguir algo a halagar la estupidez y ponerse
a su altura; rebajada la grandeza a estratos de estulticia, hundida la razón
bajo criterios de incoherencia, prostituído el arte a comercios de rampante mal
gusto, prohibida la soledad del que desea apartarse de tales mezquindades...
¿Cómo evitar el desprecio?
Podemos
recusar con elegancia moral el desprecio brutal del que no repara en las
humanas miserias, o el desprecio soberbio del que nunca observa la viga en su
propio ojo. Incluso quizá el desprecio elitista del que arruga la nariz ante el
olor a muchedumbre. Pero es necesario depreciar lo despreciable si
verdaderamente queremos que la humana colectividad se vaya elevando poco a poco
a niveles de excelencia, si no creemos estar ya en el último nivel y cima de
los tiempos.
Pasto
de los necios astutos, los necios tontos deben ser combatidos con el desprecio,
fustigados con él y a ser posible derrotados, para que no nos veamos obligados
a comulgar con sus cuadradas ruedas de molino.
Y como la naturaleza humana es, a pesar de los pesares, mimética e ingenua, comenzar con el desprecio por el propio solar, buscando en nosotros mismos y desechando rincones de crédula ignorancia, de tópicos inconsistentes, de ‘verdades’ informes. El desprecio bien entendido empieza por uno mismo, y es más compasivo.