La desesperación absoluta es muy contradictoria: a la vez te produce un intenso sudor frío y te inunda de chorros calientes de otra clase de sudor; te vuelve completamente loco en medio de la más sólida cordura; te orienta y te desorienta; te hace naufragar en un mar de reflexiones para acercarte luego a su orilla y, traspasando los límites de sí misma, convertirte en un hombre de acción.

El joven había caminado a ciegas, febril, insensible, a través del pinar durante casi toda la noche, sin senderos ni lunas, pisando pinocha de voz amortiguada por la humedad del relente, a punto de caer cientos de veces o de perder definitivamente un rumbo que nunca había trazado del todo en la carta sin meridianos del torbellino de su espíritu. Pero fuese que la propia desazón le sirviera de brújula, o que los desesperados tengan imantada hacia oriente la aguja de su desgarrado corazón, lo cierto es que los pasos inconscientes habían estado siendo lúcidos, seguros en cada zancada y certeros en la dirección general, sin desviarse ni titubear durante los muchos kilómetros -más de treinta- de la exasperada correría.

Un frío que se originaba en los huesos templaba los sudores del incesante ejercicio -se había echado al camino al atardecer, ocho horas antes, y no se había detenido ni una sola vez-, y en el estado vagamente consciente en que se perdía su lógica, estaba acaso más orientado que desorientado, aunque ambas cosas las estaba a la vez, en asuntos diferentes y en los mismos asuntos.

Sumido, pues, en su reducto de firme frialdad desesperada, no sintió bajo los pies el cambio de suelo al dejar la pinocha y pasar al camino, el aire de la noche seguía oliendo al perfume de la miera, encajonado por densas paredes de pinos resineros a uno y otro lado de las márgenes del sendero de tierra por donde ahora caminaba. Dicho ha quedado que la desesperación le servía de brújula, remediando con mecánica obstinación las posibles torpezas de su inconsciencia, porque había seguido un rumbo atento a propósitos que el joven no comprendía con absoluta claridad. Así, por ejemplo, el largo trayecto nocturno le había hecho trazar una derrota sesgada que atravesaba la masa de bosque sin acercarse a lugar habitado alguno, aunque el pinar en su conjunto, lejos de ser una mancha regular en el mapa, era un laberinto de entradas y salidas en cuyos recodos se abrían constantemente aldeas y caseríos de mayor o menor demografía. Y, por lo mismo, había a la vez seguido y evitado el curso del río... ¿Seguido y evitado?... Puesto que iba en busca de las fuentes sagradas del Cega, la brújula íntima que le empujaba y dirigía le había llevado en curso paralelo al de la corriente, pero a distancia, siempre a distancia, pues su exasperación estaba, al parecer, entretejida con un difuso miedo -o acaso remordimiento- que sus propósitos alimentaban por el designio que maquinaba en ‘contra’ -y ésta era la esencia de la cuestión- de la naturaleza del río. Conocía, más allá de toda limitación del destino, la fuerza inconmovible de su resolución, pero a la vez se sentía culpable por el cruel atentado que se disponía a cometer ‘contra la persona del río’ y, como si fuese a traicionar sin piedad la confianza fraterna de un amigo del alma, imaginaba al río yaciendo tranquilo en la debilidad de la inocencia, ajeno por completo a sus despiadados propósitos; le dotaba de alma y sensibilidad, de personalidad y carácter y se alegraba, sin ser no obstante completamente consciente del hecho, de que sus pasos evitasen durante todo el trayecto una cercanía al cauce que hubiese removido los lodos más hondos de su espíritu.

El camino de tierra se abría ahora, por fin, a un paisaje más despejado que notaba por la diferente calidad del aire y la dispersión de los aromas resinosos, pues sus ojos seguían sin serle de ninguna utilidad, cerrada todavía la noche aunque acaso presentida la no distante aurora. Supo que estaba ya en la llanada que era anuncio de su destino, porque a un punto en el centro de ese llano se dirigía, a un grano abrupto que en la lisa espalda de la región había crecido como un forúnculo de roca y peña bravía en medio de la nada de una tierra plana, enrasada con los bordes mismos del horizonte.

Se detuvo de pronto el joven como si hubiera topado con un muro de acero. Incluso sus manos fueron al rostro en gesto de consuelo y caricia para una herida inexistente, pues nada le había detenido que no estuviera anclado al fondo de su propio corazón. Un temblor repentino le sacudió los huesos y le hizo castañetear los dientes como presa de un frío incontrolable o de un ataque de nervios. Tuvo que obligarse a respirar con tranquila monotonía, se frotó los brazos con sus manos, dio sobre el suelo varios saltos y cabriolas de atleta que calienta sus músculos, se restregó los ojos con furia, como si pudiera con ese gesto retirar de las inservibles córneas la sombra restante, y pudo poco a poco calmar lo que fuese que le estaba conmoviendo, furia, ahogo, pánico, remordimiento, odio o amor.

Se sentó con las piernas cruzadas y en el regazo casi circular que compuso, depositó el macuto o bolsa de lona embreada que al hombro cargaba y que se dispuso a vaciar con meticulosa precisión. Herramientas de pesado fierro salieron más que otra cosa, útiles de cavar o laborar la tierra, acaso alguna prenda de vestir, pequeños bultos encapsulados en aluminio que pudieran ser alimentos, y un papel voluminoso y plegado al que se asió de golpe como el náufrago al salvavidas. Se trataba de un mapa o plano de la propia región por la que andaba y se comportó con ese objeto de una manera tan irracional que él mismo comprendió lo absurdo de su proceder e intentó de nuevo calmarse respirando despacio. En efecto, la desazón que la oscuridad de la noche no le había producido en las dificultades auténticas del paisaje real, se las producía ahora al no dejarle consultar la carta, como si desconocer el camino en el mapa fuese mucho más grave y peligroso que desconocerlo en el terreno, lo cual probaba quizá que era hombre más de imágenes que de sensaciones, más de fantasías que de realidades, más de pensamientos que de actos. La mecánica de su remedio le fue tranquilizando, siquiera de forma superficial, hasta que pudo sostener el plano sin que le temblasen las manos, aunque seguía, claro está, sin poder ver sus dibujos en mitad de la sombra. Sosegado de esta forma, dejó de pretender lo imposible, consultar el papel, y empezó a abanicarse suavemente con él, impulsando hacia su rostro el aire diáfano de la última noche que bostezaba ya con claridades presentidas en el punto al que había estado dirigida su marcha.

Fue entonces cuando algo que hizo despertó a las adormecidas chicharras del pinar y enmudeció los chirridos amorosos de los grillos: sin saberlo acaso él mismo, sin que nada en la naturaleza circundante lo anunciara o propiciase, empezó a producir desde su pecho -todo el asunto resultó ser ajeno a las cuerdas fonadoras de su laringe- un como gemido salvaje, un ruido creciente pero inhumano, algo más adecuado a la congoja de las montañas que a las penas del hombre, que levantó los ecos del bosque cercano igual que los de las distantes estrellas... Puesto que solamente los pinos, los insectos, el polvo del sendero, los astros citados, nadie humano, oyeron semejante bramido, y no son testigos locuaces aunque lo sean fiables, acaso no se produjera tal cosa y forme parte el asunto del mágico relato. Con todo, el viento mismo que no existía en la quietud de la noche se levantó airado, estremecido, retado, lo que fuese, por el sonido en aumento y empezó a revolverse con remolinos cada vez más furiosos que encerraron al joven y a su alarido en el núcleo de un tornado inmóvil, espantadas las cosas por verse de pronto alterado el orden general de los sucesos habituales.

La duración del fenómeno es irrelevante, pudo ser un brevísimo instante, pudo durar un día completo y terminar en el exacto momento de la noche siguiente, es imposible decidirlo. Lo cierto es que acabó de forma más repentina incluso de lo que había comenzado, se aquietaron los grillos, las chicharras, los vientos, las estrellas... y de nuevo volvió el silencio, esta vez completo, al teatro de esta historia.

El joven se levantó despacio, cargó de nuevo al hombro su macuto sin soltar de la mano el mapa y se dirigió otra vez hacia el oriente que le había estado llamando desde tantas horas atrás.

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 Dicen que fue Anaximandro de Mileto el primero en dibujar la tierra sobre una tabla, el primer cartógrafo de la historia. Hubiera sido interesante poder comparar su tabla con esta carta física moderna, tan detallada, tan hermosa, tan fascinante.

Los mapas están entre las obras más atrevidas y bellas del hombre, expresan la despectiva osadía con que los humanos copian la obra natural, displicentes, como quien no la mejora porque ahora mismo está perezoso, pero lo hará en cuanto se le pase la transitoria cancamurria. Aunque, desde luego, una carta, por detallada que sea, no lo explica todo. Podría, claro: sería el mapa borgiano tan inmenso como la inmensidad, superponible a la realidad como las fantasías de los dioses, pero no podría llevarse doblado en la faltriquera, con la pala y el pico de cavar y la paleta de tintes.

En cualquier caso, este mapa presente explica lo bastante, sus líneas curvas cerradas, tan apretadas en este pequeño sector, delatan la misteriosa serranía donde tiene su nacimiento el río y manan las sagradas fuentes que lo crean. Luego esas rayas se espacian hasta desaparecer, quedando vagas manchas de suave descenso de color, las inmensas llanadas que su cauce recorre entre las incertidumbres de poder ir por cualquier sitio, escolar en su primer día de vacaciones, indeciso entre tantos destinos sin trazar. Pero en la sierra se acercan tanto las unas a las otras que da vértigo, ya allí sobre el papel mismo, lejos del terreno, porque se intuyen quebrados abismos, elevadas crestas, roquedales feroces e hirsutos. ¿De qué materiales?... Las montañas no suelen hacerse de otra cosa que no sean las rocas más duras. Ya hayan nacido de los vómitos volcánicos, ya de los plegamientos azarosos de las erráticas placas continentales, lo cierto es que suelen ser la cosa más dura parida por el señor dios, la prueba es que los ríos no las cortan, y si las cortan, cuchillos romos pero tercos, tardan una, dos, tres eternidades y además se van siempre por el valle.

Así este río recóndito, de embrión secreto y misterioso, que ha escogido el camino fácil y ni siquiera ha intentado arañar los... ¿los qué, los granitos, basaltos, mármoles, areniscas?... de su entorno, mamón perezoso que se deja discurrir por donde no hay piedra, elevación, cuesta arriba, desafío. Muy santo y muy sagrado en su origen, pero muy facilón y blandengue en su indolente carácter.

Se trata de un abrupto circo casi completo -el casi es lo que presta ocasión de pereza a la indolencia citada- en cuyo centro exacto manan fuentes como del aire, a media altura, surgidas desde la nada, valga decir desde el misterio, y segregan, mamas cristalinas y etéreas, un agua diáfana, translúcida, incolora, que ni siquiera en sus primeros arrebatos burbujeantes se blanquea de espumas, hace los festones y los ribetes de puntillas de sus bordes en las mismas sutilezas contra-opacas como fabricada con cristal y acaso lo sea. Da la impresión de un encaje tejido a base de transparencias, no parece posible que se vuelva luego río tumultuoso y hasta grueso, y se tiene tendencia a no creer que ocurra realmente lo que se está viendo. Los misterios son así: realidades que nos parecen irreales porque escapan a los conocidos perfiles de lo habitual y desobedecen las leyes que nos hemos acostumbrado a pensar que son inviolables aunque, claro, quien las hace las deshace y quien no las hace no tiene por qué obedecerlas, si no es un estúpido necio engañado por un amo astuto que legisla a su conveniencia.

De todas formas el murallón circundante es de tan feroz apariencia, que acaba uno por darle la razón al río de no haber intentado cortar esa piedra milenaria y pechodios de dura, a saber qué basaltos crueles encierra en sus entrañas, teniendo sobre todo la mansa salida hacia el valle amable y sonriente. Pero los ríos no son hombres. Ni siquiera son hombres desesperados, clase especial donde las haya, aunque hay quien sostiene -con cierto fundamento- que todos los hombres son de esa clase y no hay otra, pues la desesperación define a los seres humanos, futuros hechos de pasado.

De todos modos, y volviendo a lo anterior, se queda uno como intranquilo, como que algo más habrá que decir de la fuente misma, de su nacer del aire, aunque ¿qué?... ¿Qué decir?... A media altura, como a metro o metro veinte del suelo, en medio de la nada surge, brota, mana, ‘aparece’ agua en borboteante rumor, pero agua agua, agua tangible, húmeda, fresca, incolora, inodora, insípida -mucho en este caso: se trata de un agua que te informa, por contraste, que toda agua que hayas probado antes sí tenía sabor-. ¿Mana, brota?... Los verbos habituales se quedan un poco pasmados, como la goma vieja, ante este misterio ingrávido y moderado -tampoco se trata, al fin y al cabo, de apariciones celestiales- que no se sabe bien con qué términos expresar. Luego cae a tierra en chorro, no como lluvia, sino como caño, y empieza el río, regato en ese momento primitivo, a discurrir hacia el valle por entre las grietas más fáciles y menos ásperas del terreno. En fin, no hay más: eso es todo. Salvo que surge en medio de la nada, claro, pero y qué.

Esta inquietud de no haber sobado lo bastante el tema del misterio ha interrumpido la ruta principal del asunto: que los hombres desesperados, es decir los hombres, no son ríos. En medio del circo de roca brutal y altiva, basalto, peñasco-retrato de la terquedad obtusa de la naturaleza primitiva, el hombre desesperado razona al contrario que las leyes físicas, deja lo fácil a su espalda y se enfrenta al farallón imponente que le envuelve y aprisiona, incubando en su mente enferma -todos los hombres desesperados, esto es los hombres, tienen la mente enferma; ‘toda’ mente es enferma, por definición- el propósito absurdo de abrirse camino a través de la peña, romper la roca, desmigar el basalto, hacer lo que no hace la perezosa naturaleza de las aguas, abrirle al río, a su pesar, un nuevo cauce hacia atrás, hacia arriba, hacia el pasado, a ver si no es la vida un fluir hacia sus fuentes, o qué. Acaso el farallón no sea el reto, quizá el reto esté ya plantado desde siempre en el fondo del corazón del hombre, tal vez ese farallón opere desde los más remotos sueños del dement... del hombre, que lo tiene enquistado en su memoria antes de haber sido engendrado. ¿No habremos sido pensados, cuando el universo era todavía un huevo sin incubar, para venir un día a romper este farallón, hendirlo en dos trozos, y toda nuestra historia se justifique solamente por este instante?... Demuestra que no, si puedes.

Mejor procedamos a situar al hombre desesperado de que se habla aquí en medio del circo de peñas, con la fuente misteriosa a su espalda, el regato perdiéndose sin que él le preste atención, fijos los ojos en la muralla de piedra, deslizando silencioso y lento el saco informe que de sus hombros contiene sobre el suelo varios útiles de hierro acero madera envueltos aún en lona embreada sordo el repique de su caer sobre la yerba marrón que, recordemos ¿o es futuro?, los verdes no existen aún sobre la tierra -y que la noche todo lo amarrona-, picos, palas, cosas de cavar, instrumental poco sofisticado, de nada sirve aquí moderna maquinaria, si vamos a proceder a un cambio del curso de las aguas, habrá de hacerse por medios ancestrales a brazo a pecho a espalda a sudor y a sangre, lo de siempre, no hay otro modo.

Deja el joven hombre también en el suelo, con cuidado y hasta miedo, el mapa, el plano, la carta que le ha servido para llegar hasta aquí y que siente como misterioso trasunto del propio paisaje, máscara hecha acaso por la misma naturaleza para disfrazarse ante el extraño y desvelarse ante el íntimo. El mapa, abandonado de pronto a sí mismo, cobra vida propia y se orienta, como la aguja imantada de una brújula, buscando el norte de su propia realidad original, gira -será el viento- hasta que cada señal de su dibujo coincide con la orientación verdadera de las características del terreno, cada curva de nivel con el oriente que la ilumina, cada recodo del regato con el ángulo que lo define, menos los verdes, que no coinciden porque no los hay en el paisaje y tampoco los hay en el mapa. Y aunque la carta no pertenece al mundo astral y no tiene las estrellas marcadas en sus cuarteles del cielo, donde estuvieran están proyectando sobre el mundo las sombras de sus luces. Las cosas parecen a punto.

Porque ahora el relato ha de volverse, forzosamente, sencillo.

En primer lugar la escena, como sabemos, está ocurriendo al final de la noche, los contornos del risco que el hombre desesperado contempla, a la primera luz que los perfila los contempla, cuando los rayos iniciales de la primera madrugada los recorren amorosos con dedos amarillos y naranjas, rosa fuego.  Casi todo es sombra excepto el rubí furioso de esa luz inicial que rasga la tiniebla como si no fuera su gemela, la negrura de la masa de roca se extiende hacia poniente de forma infinita, inundando el planeta todavía, incrédula aún de que su negro reinado no vaya a ser eterno, la frente, los ojos, nada más, del hombre están encendidos por la aurora, el resto de su rostro y de su figura no se nos revelan, no sabemos, por ejemplo, cuál sea el firme y apretado trazo de su boca, cerrada, candada, encepada por dientes tan resueltos que los labios son líneas rectas de pálida decisión de piedra, pero no lo sabemos pues se ocultan todavía bajo la raya; no conocemos el trazo terco de su mentón, tan cuadrado por la presión feroz de los maseteros que parece próximo a crujir hacer crujir los aires, pero no lo sabemos porque se oculta todavía bajo la raya; sus hombros encogidos y relajados, tensos por el esfuerzo titánico que de ellos se espera, relajados porque conocen de antemano de lo que son capaces, no lo sabemos; la cintura elástica y sólida, tronco que ha de servir para que gire el mundo en su bisagra de acero, no lo sabemos; esas columnas que sostienen y fundamentan toda la firmeza, ancladas al suelo como si cada paso hincase en las entrañas del mundo un cimiento eterno. No lo sabemos. Quizá sean así, pero no lo sabemos.

Tampoco podemos catalogar o listar los tramos del proceso porque no se ajustarán a un ritmo repetido, se sobrepasarán a sí mismos, no podrán ser contenidos en un protocolo que se deba seguir idénticamente en cada ciclo. Escalar la montaña, por ejemplo, no llevará solamente una mañana, de forma que pudiésemos pautar así todo el desarrollo: escalar por la mañana, comer en la cima y descansar un momento, comenzar el despiece a primeras horas de la tarde, cesar en el despiece cuando el ocaso, descender con las últimas luces, retirar los escombros con las primeras tinieblas, descansar durante la noche, escalar por la mañana, comer en la cima y descansar un momento... No. La escalada, por ejemplo: ¿sólo una mañana?... Más, seguramente. Los escombros luego: ¿en unos momentos se retiran?... Hay que llevarlos lejos, no se trata de levantar otra montaña junto a la montaña que se despieza, sino de abrirle ancho nuevo cauce a las aguas perezosas. Y que los propios días son distintos los unos de los otros, no siempre tienen la misma sombra, no siempre la luz dura lo mismo... No, no se puede pautar un protocolo minucioso. La tarea es sencilla pero hay que olvidarse del tiempo. Un gesto después de otro, dure cada uno lo que dure, no se acomete una empresa como ésta teniendo en cuenta límites de tiempo, plazos de terminación, vencimientos de etapas... Es de la clase de empresas que se empiezan hoy. Y punto. Luego la eternidad dirá lo que han durado, no va el hombre desesperado a andar calculando plazos.

La escalada se prolongó, por cierto, el día entero, pero se trataba de ir marcando senderos, sembrar ayudas para el futuro, dejar las clavijas como escalones fijos, facilitar para otras veces las escaladas siguientes, trazar la ruta de una vez por todas. Nunca volvería a ser un trabajo tan duro, con el correr de los días acabaría incluso convirtiéndose en un paseo grato, relajado, un esfuerzo muscular discreto, diferente del necesario para el despiece y, por tanto, más un descanso que un cansancio.

Dejó que su estómago endurecido por músculos agotados y estremecido por vértigos y abismos, se contentase con unos pocos caramelos muy azucarados y el agua de la cantimplora que el propio río había llenado al amanecer. La sobrante la tiró hacia el abismo, primeras gotas en seguir un destino diferente, pues quería inaugurar cuanto antes el nuevo cauce del río...

El alba le encontró con el pico entre las manos, ya sangrantes, iniciando callo, y menudos trozos de granito, brillando sus micas al centelleo de la aurora, cayendo entre murmullos hasta el pie de la montaña. El sol del mediodía notó -creyó ir notando- la arruga finísima de una nueva grieta que la cumbre mostraba, esta vez trabajo de la mano del hombre.

Se dejó caer deslizándose por la cuerda con las últimas rasgadas luces del ocaso y halló ser su cansancio tan estremecedor y definitivo que, donde la cuerda le dejó, penetró en lo más profundo de un sueño mineral, su cama mullida fueron los menudos cascotes de la roca que su propia mano había estado mandando al abismo durante todo el día.

La retirada de los escombros fue, inesperadamente, más ardua, dura, tediosa, que todos los otros aspectos del trabajo. ¿Se trivializa la enormidad cuando se relatan minuciosamente sus pormenores? ¿Tiene pormenores la enormidad?... Hago demasiadas preguntas para ser yo quien está relatando el relato. Si tengo lagunas, o sencillamente no sé, entonces mejor me callo, pero ¿hacer preguntas?... No había llevado consigo recipientes apropiados para transportar a hombros trozos de montaña, quizá no sabía dónde conseguir receptáculos de esa clase, qué establecimiento comercial los expendía. Tuvo que meter el escombro de peña en la bolsa de lona embreada que servía para la herramienta y algún pedazo suelto de montaña en el atado faldón de la camisa. Que no era forma de trasegar de a pocos la cumbre, pero al no tener a mano capachos más apropiados, se arregló por el momento con estos pobres expedientes. Cuando se vio obligado más tarde a acudir a poblado, acabó procurándose una ancha, larga y dura piel de res que colocaba lisa sobre el suelo y llenaba de piedras, tirando luego de ella a la rastra como un buey por medio de unos cordones trenzados que uncía a su frente y anclaba también a sus manos.

No sólo más ardua y tediosa, también fue la tarea más larga: no podía ser cativo con la distancia; con el correr del tiempo y sus trabajos, el escombro de sierra iría aumentando en altura y en diámetro, formando su pequeña estribación o no tan pequeña, que la entraña de los montes monte es al fin y al cabo y hasta a lo peor se esponja y da de sí, una vez descomprimida, digamos. Hubo de retirar los fragmentos a una distancia más bien remota, horas de viaje de ida, horas de viaje de vuelta, menos cargado pero más demolido, demoler montañas derruye.

Por otra parte, si había de cambiar el curso de las aguas y obligar al río a buscarse destinos alternativos, no sólo era preciso abrir el cauce nuevo, era también necesario cerrar el antiguo, y los cascotes tendrían que ir sirviendo para esa función. Cambiar los ríos significa abrirle nuevas entrañas a la tierra y cegarle las entrañas viejas. Pero el recodo donde ‘hidrodinámica y geológicamente’ tenía sentido proceder a esa operación, estaba distante, ya sabemos que la llanada era tan suave que casi no obligaba a curva ninguna. En fin, se trataba de coger el cilindro casi entero de montaña, por cuya única abertura discurrían las aguas, y girarlo sobre sí mismo para que cerrase por donde abría y abriese por donde cerraba. Lo que pasa es que la mano del hombre no es lo bastante grande como para hacerlo con un solo gesto.

Luego de unas semanas cayó en la cuenta de que hacía días que no estaba comiendo, acaso por no tener nada que comer una vez acabada la provisión que inicialmente había llevado. Tuvo que perder varias jornadas para allegarse a lugar habitado y cargar de nuevo con alimentos, frutos secos, tasajos de cerdo, res y pez, limones duros, fresones verdes, el agua no, gracias sean dadas por los pequeños favores, porque crecía a pie de tajo.

Y esto es, básicamente, todo. Escalar, tajar, bajar, recoger, transportar, escalar, tajar, bajar, recoger, transportar... un día, mil días, un millón de días, pero estas cantidades carecen de sentido al ser las jornadas vasijas transparentes de tiempo y no medirse allí nada en base a ellas, por su metro; que el sol saliese o se pusiera, que no volviera a salir, cumplido su ciclo vital, si es que lo tiene, o que sí volviera, la rápida o lenta procesión de auroras y ocasos resultaba en ese empeño marginalidad trivial e irrelevante. La montaña se iba abriendo en dos, un cuchillo de sudor y locura la iba tajando muy de a pocos, como hace el viento, que luego de un trillón de años ha lijado la piel de la tierra y la ha cambiado de forma.

Una tarde cualquiera empezaron a ocurrir los milagros. Había comida fresca al pie de la escala, preparada, sabrosa, abundante, cuando ya tenía de nuevo que acercarse a poblado a por viandas, cosa que siempre dejaba para más tarde, para cuando la inanición amenazaba la continuidad de la empresa. Receloso y suspicaz la comió con renuencia, no le gustaba que le hicieran más cómoda la tarea, no está escrito que tajar montañas tenga que ser empresa facilona, si se vuelve tal será menester cambiar de oficio, trasladar constelaciones, secar océanos.

Una mañana volvía de alejar escombro, con la bolsa vacía a por más, cuando se cruzó con un atezado y silencioso caminante que cargaba en sus espaldas un enorme serón lleno de trozos de roca y que, sin dirigirle palabra ni mirada, marchaba hacia el lugar de donde él venía. Era consciente, claro, de que las montañas no son, generalmente, propiedad particular, pero esa montaña concreta se había ido volviendo con el tiempo tan suya, especialmente los restos desmenuzados que su propia mano había molido, que estuvo a punto de interpelar al desconocido como a ladrón atrevido y cínico... Pero se detuvo a tiempo, contrito aunque amoscado, cuando comprendió de golpe que el extraño y mudo caminante le estaba haciendo el inmenso favor de compartir con él la tarea más fatigosa de su empresa.

La soledad del roquedal se hizo con los días un lugar demasiado concurrido para su gusto... La escala sujeta por clavijas a la roca iba mejorando poco a poco, evitando rodeos, afirmándose con más solidez, renovando las cuerdas con frecuencia, tallando agarraderos de mayor comodidad. La comida estaba siempre a punto, sana, bien condimentada, variada. Una procesión incesante de porteadores ‘mudos’ apartaban el escombro no bien caía rodando desde la cumbre. Cuando la púa del pico amagaba desgaste, picos nuevos de suaves y ergonómicos mangos estaban preparados y listos, siempre varios para elegir... Temió ver cómo la montaña un buen día comenzaba a tajarse sola, abierto su corazón por la misma generosa contribución que empujaba a todos aquellos desconocidos a ayudarle en su tarea.

Sin saberlo, se había convertido en una especie de santón del valle, los lugareños no se cuestionaban las razones más o menos discutibles que hubiesen empujado al extraño loco solitario a abrirle el pecho a la montaña, ni se preocupaban por la ecología implícita en el asunto o por los objetivos que se propusiera alcanzar con la extraña empresa. ¿Tendrían que llevarse su poblado y sus campos a otro lugar distante cuando el río no circulase ya por su cauce habitual?... ¿Se verían condenados a un destierro incesante, nómadas como las mismas aguas que nunca saben a qué seguro destino son conducidas?... Se limitaban a colaborar con profesional eficiencia, silenciosos, activos, eficaces, sin hacer preguntas, sin hacerse preguntas, sobre todo, eran gente física más que metafísica, no vivían pensando, vivían viviendo.

Una mañana le encontró el alba detenido, entregado no a su habitual cometido de esgrafiar serranías, sino a una meditación ineludible para dilucidar la actitud futura, reflexión que no podía ya postergarse más. Los obreros voluntarios se detuvieron también, faltos de trabajo, y se diseminaron por las cercanías, todos silenciosos pero al alcance, prestos a volver a su cometido cuando él lo decidiera.

Dejó que transcurriera el día, pesó y sopesó todos los puntos de su locura, los hitos completos del propósito, las circunstancias todas del asunto y, cuando empezaban a acurrucarse las dispersas figuras en torno a los vivos resplandores de varias fogatas, se acercó lentamente al primero que había, tiempo atrás, comenzado a ayudarle acarreando piedras.

– Soy hombre solitario.

– Lo sé. Lo sabemos. Respetamos tu soledad y tu silencio.

– Pero me estáis ayudando...

– Nos honra participar de tu trabajo.

– ¿Sabéis acaso por qué lo hago?

– Nada sabemos.

– ¿Por qué me ayudáis, entonces?

– No necesitamos saber. No queremos saber.

– Pero es una tarea inmensa, carente de sentido.

– Es un trabajo santo.

– ¿Santo?

– Santo, sagrado.

– No te comprendo.

– Inspirado por Dios.

– Ningún dios está tan loco como para cavarle una hendidura a la montaña.

– Los dioses hicieron la montaña. Tú la deshaces. No pretendemos juzgaros.

– Y acaso el cambio del río os perjudique.

– Vivíamos con lo que había, vivimos con lo que hay, viviremos con lo que haya.

– No quisiera contribuir de ningún modo a vuestro mal ni causaros trastornos.

– ¿Quieres decir que estamos estorbando tu propósito?

– No sé lo que quiero decir...

– ¿Necesitas que sepamos por qué lo haces?

– Necesito hacerlo solo.

– Entiendo.

– Esa cumbre es la piel de mi alma, el mapa de mi destino. Tengo que cambiarla, cambiarlo.

– Entiendo.

– Los destinos sólo pueden cambiarse por propia mano, por propio uno mismo. De otro modo no se dejan.

– Entiendo.

– La ayuda es agradecida. Muy hermosa y agradecida. Generosa, hermosa y agradecida. Entibia el alma con un sentimiento de amistad que me hace sentirme mejor, ser mejor, comprender mejor. Pero tengo que hacerlo solo.

– Entiendo... ¿Es la piel de la montaña toda tuya?

– La montaña no es mía en absoluto.

– Quiero decir... ¿hay en ese mapa sitio para otros destinos?

– Cada destino sabe por sí mismo cuál es su senda. Nadie tiene que aconsejarlo ni permitirlo.

– Entiendo.

Desde ese momento cada desconocido comenzó a cavar en la cumbre su propia grieta, todos a la vez, todos solitarios, cada cual a su propio ritmo, grietas más anchas y grietas más torcidas, paralelas unas a otras, convergentes a veces, entrecruzándose en ocasiones, cuál más arisca en sus bordes, cuál más trabajada y pulida. Cuando llegase cada quien a la consumación de su obra, el río habría de hacerse plural y múltiple, muchos cauces, muchos ríos, la fuente misteriosa que nacía de la nada en medio del aire tendría que alimentarlos a todos e inventarse colores para distinguirlos, hijos de la misma madre y de distinto padre.

En la abrupta serranía siempre había alguien abriendo escara, siembre alguien subiendo o bajando, siempre alguien transportando roca, siempre alguien descansando después de la fatigosa enormidad de su tarea, la luna se paraba con frecuencia a contemplar las obras, pero ya nadie acarreaba ni siquiera una chispa de granito del destino ajeno. El destino sólo se cambia por propia mano, no te pueden ayudar a cambiarlo.