Siempre es misterioso

que otro ser humano se fije en ti,

qué rasgo, qué gesto, qué perfil

le llaman la atención,

qué sombra, qué luz, qué sonrisa,

qué tono de voz,

qué silencio

hacen que se vuelva,

tu imagen grabada en el alma,

y ya para siempre,

acaso un siempre breve,

ese semblante le quede

cincelado en los surcos interiores de la memoria.

Especialmente cuando esa imagen es la mía,

de tan triste y pobre recordación,

tan desvaída y contrahermosa,

entonces tan imberbe y brumosa,

sin pasado aún y sin futuro siempre,

mozuelo perdido en la bronca niebla

de viejos soldados heridos y muertos,

campamentos ahítos de tristezas,

de campañas que ya se han perdido

sin llegar a ser reñidas,

vueltos todos como la vida en regreso

de batallas en que la derrota

fue el único suceso, la solitaria aventura.

Siempre es extraño que unos ojos se fijen

un instante en tus ojos

y ahí se queden para siempre,

eso es el amor, a veces ocurre,

pero más raro todavía cuando es el amigo,

gratuito tesoro que a los dioses escapa

y que hace la vida del hombre

digna de ser algo más que un horizonte de plomo.

Allí estaba aquel viejo, no sé qué edad la suya,

mucho más, muy anterior a mis tempranos recuerdos,

me miraba de soslayo por entre tiendas y esquinas,

al fin me di cuenta, pensé lo de siempre,

pero en sus ojos -fijaos si es raro-

en su mirada entera solamente había alma,

nada carne, nada cuerpo, nada tiempo, nada deseo,

era una mirada de atenta y concentrada reserva,

y supe desde el principio que miraba otra cosa,

un mí más interior que los que yo mismo conocía,

a lo mejor estaba dotado de esos ojos eternos

que pueden ver el futuro a través de tu piel

y saben quién eres cuando tú no lo sabes.

No me dirigía la palabra,

ni siquiera se acercaba hasta mí,

me hacía notar su presencia con esa mirada silenciosa,

desde lejos cerca, desde cerca lejos,

por entre esquinas y tiendas,

a caballo detrás de otros rostros,

en las marchas nocturnas su perfil de repente

iluminado por la luna, la sombra brillante de sus ojos

siempre vigilando mi espalda.

Siempre supe, lo supe siempre,

que estaba allí de mi parte, era amigo incesante,

qué misterioso resulta

que alguien entre todos los que existen

se fije en ti de repente,

qué gesto, qué perfil, qué silencio,

y una tu alma a la suya a través del tiempo y la memoria

y se declare tu amigo y tu hermano.

Un pudor como de amante secreto

me hizo callar la amistad misteriosa,

el viejo soldado hermético,

la veterana y fiel compañía,

mínimos favores enormes,

una rama que se aparta leve antes de azotar tu rostro desprevenido,

un sorbo de cantimplora limpia cuando la sed a todos agobia,

un bocado dejado en el espeto a tiempo y a desgana aparente,

como quien no se hace notar pero cuida y atiende,

espada limpia, escudo bruñido, calzado seco,

manos nocturnas que arropan y miman,

una madre inesperada en medio del infierno,

una sombra que no se despega de tu espalda,

un custodio que te ha jurado la sangre de dioses bienhechores

que debe de haber, debe de haberlos, cómo se explica, si no,

el regalo infinito,

un amigo en la niebla,

un amigo repentino y perpetuo.

Y el misterio de su mero milagro...

allí me hice hombre, creo,

no cuando la madre parióme en el vino y el grito,

no cuando el pastor me molió tantas veces las espaldas,

no cuando la mujer me inició en secretos que siempre lo son y nunca se desvelan,

no cuando el RAT me salvó y me perdió, para la inocencia, para la ternura,

y me trajo a su castro de sangre y violencia,

no cuando los asaltos y muertes,

las violaciones y los incendios,

los acechos, las razias, los escalos, las torres de asalto,

las balistas escupiendo sus moscas de acero,

las catapultas sembrando sus huevos de muerte,

no cuando el horror incesante y de plomo

de una vida de soldado mercenario,

siempre distinto pero el mismo asedio,

siempre el mismo pero distinto humo

de la pólvora y el alma y el incendio.

Me hice hombre bajo aquella mirada amiga

que siempre vigilaba mi seguridad,

o en los largos momentos en que la sorpresa

me hizo preguntarme y abrió mi cabeza

a otras auroras, queriendo saber, queriendo entender

el por qué yo, por qué a mí,

qué gesto de mi mano,

que decisión de mi coraje,

o qué capricho del azar,

me procuraron amigo como mi amigo,

presencia como la suya, mirada como su mirada,

don tan gratuito.

Porque en medio de mi bestial ignorancia

de soldado y mendigo y pastor y vagabundo,

supe valorar la amistad que se me brindó,

asombrarme por ella como no merecida,

y agradecerla a los dioses, al destino, a la suerte,

al sol del mediodía o a la luna misteriosa.

Y me acostumbré a tener siempre las espaldas bien guardadas,

los camaradas en campaña se fueron asombrando

de mi temeraria valentía, de mi despreocupado arrojo,

del ímpetu con que me adelantaba a todos

en las más peligrosas cargas,

o escalaba antes que nadie las más erizadas torres,

o me apuntaba atrevido a las escaramuzas más siniestras y peligrosas.

Pero qué podía temer yo de un destino tan amable

que me procuraba el guardián más celoso y diligente,

atento siempre a mi bien, a que las flechas no me alcanzaran,

las espadas no me hirieran,

las piedras me respetaran,

las feroces harpías de la propia guerra

pasaran a mi lado con los garfios celados, sin herirme,

reverenciando la eficacia inimitable de mi esmerado custodio,

a quien acabé por no ver tan a mi espalda y mi sombra,

incesante, más ajustado a mis miembros que la cota de malla,

más protector que un parapeto de héroes,

firme, certero, némesis de toda némesis,

hasta volverme inmortal, imbatible,

seguro en medio del furor del combate

como en la tienda caliente al caer la noche y vencerme el sueño.

¿Mil veces digo que me salvó la vida?

¿Mil veces me la salvó por cada vez que lo diga?

Ya el RAT me encomendaba toda misión desesperada,

toda acción sin salida,

por descontado se daba que la empresa más loca

era la mía para mí y mi sino,

y loca y todo e infernal y terrible,

salida le daba y éxito y coronación

y nuestras eran siempre las glorias de cada día.

Pero eso sí: a distancia.

Cuando al terminar las batallas una y cien veces mi ánimo,

asombrado, sensible y hasta temeroso por el milagro perpetuo,

se aprestaba a buscar al fiel amigo escudero y darle mil veces las gracias,

como que me huía y rehuía y escapaba y se iba,

seguro entonces -por ver acabada la pelea- de la tranquilidad de mi pellejo,

o no sé qué suerte de pudoroso y recóndito temor llenándole las prisas,

pero lejano, de repente remoto,

más allá de la vista,

más allá de la sombra,

más allá de la palabra.

Le he buscado en vano en las noches de sosiego,

para sentarme junto a él y estarle agradecido,

abrazarle acaso como al mejor camarada,

mecerme en el tibio calor de las fogatas a su lado de hermano,

y escuchar de sus labios qué sé yo qué hazañas

de las que tiene a miles que atesorar su memoria

y en las que muchas veces he sido yo argumento.

Pero en las noches de sosiego es cuando no está,

otros quehaceres le ocupan, le alejan, le entenebran,

cuánto me ha abandonado éste que nunca me abandona,

qué solo me deja éste que nunca me deja.

Y yo bien quiero pagarle y hablarle y estar a su servicio,

que con cien años de honrarle no equilibraría

la cuenta que me tiene y que acaso sea infinita,

pero no ya sólo por agradecer y ser bien nacido,

por el interés también de su amor y compañía,

porque si algo tiene de sabroso

el terrible y sangriento oficio de soldado,

es luego de la batalla reposar las heridas

al calor de las hogueras con camaradas cansados de las mismas fatigas,

hablar juntos callando los horrores del día,

las sencillas y heroicas y manidas gestas

de valor y de esfuerzo

y de sangre compartida.

Me gustaría su rostro curtido a la llama bailante,

su voz que imagino serena y algo bronca...

me hubiera gustado es el tiempo correcto,

pues ahora que os cuento este cuento en mi recuerdo,

las cosas ya no son si acaso fueron nunca

y poco más puedo añadir de aquel amigo fiel

que guardó mi inútil vida en más de cien batallas,

contra el acero y el fuego y el astil y la piedra.

Tras sangrienta pelea en que salvó mi vida

más veces de las que puede contar el lucero del alba,

le cogí por sorpresa antes de que huyese

y le abracé a despecho de toda su reticencia.

Creedme si os digo que puse al fin en aquel abrazo

todo el poder de mi alma agradecida

que su favor había ido convirtiendo

de alma de muchacho en alma de hombre,

y puse mis recuerdos y todas esas vidas

que le estaba debiendo desde tanto tiempo,

y el amor del amigo y el calor del colega

y en fin esa emoción

serena pero fuerte, esencia del soldado,

que es ser camarada y con decirlo cumplo.

No estaba allí,

mi abrazo

la nada abrazó,

el aire escueto,

mientras con los ojos me decía directo

al corazón donde mejor se entiende:

Hijo, tu padre soy, soldado de otras guerras,

pues que al nacer no pude servirte de escudero,

me han permitido venir y acompañarte un trecho;

hombre eres ya y soldado fuerte,

aquí con tu abrazo se acaba mi tiempo,

que la suerte haga ahora por ti mi trabajo,

no dejes que la muerte sepa que me he ido”,

y me dejó para siempre ahora que las lanzas

pueden otra vez permitirse mi pecho.

Y acaso hayan sabido encontrar su camino.

 

***

 

Dejadme que salga silencioso y furtivo

de esta vida de lucha, de combates y heridas.

Tal vez la tropa del RAT se deshiciera

como aquel castillo, diluida en la nada,

tal vez yo me perdiese por los senderos del mundo

absorto en mi soledad, dejando que mi caballo

siguiera rutas apartadas y días sin auroras...

O que haga aquí un alto, una parada, un salto...

Podéis imaginarme recorriendo un pasillo

por donde manos transparentes como dicen del tiempo

me fueran desnudando de todos los arreos,

las manoplas, las coderas, los borceguíes de acero,

el escudo, la espada, la fuerte lanza aguda,

el espaldar, el peto, el yelmo, la coraza,

la cota de malla tejida como seda,

el jubón de fieltro y las calzas de cuero,

la daga de misericordia que en el cinto guardo,

la propia barba, el cabello de soldado aguerrido,

y dejarme al final tan desnudo como el día

en que nací, si es que se nace un día,

cabalgando un caballo que es metáfora viva

de un pasado perdido en la nada del recuerdo.

Imaginad si os gusta que, al verme tan indefenso,

bandidos feroces me hieren y abandonan

en medio de una nada que es ya otro destino.

Y el lejano, no tanto, retiñir de una campana

a cuyo amparo se acoge mi cuerpo desfallecido.

Así estamos, acaso sea el fin de mi historia,

así estamos, acaso sólo sea un segundo principio.