Así que nos marchamos juntos, Blancalon y yo,

y seguimos juntos un tiempo por esos anchos caminos,

hasta el momento justo en que tuvo digno comienzo

mi vida militar. En un bosque espeso fue,

una mañana tibia de sol entreverado por hojas de eucalipto,

de roble, de abedul, de hayas y pinabetos.

Atravesábamos aprisa veredas sin dibujo

afanosos por llegar a sitio habitado,

cuando una partida de feroces rufianes

en silencio y por las bravas se nos echaron encima,

nos redujeron a golpes y a puñadas y enseguida

estuvimos a su merced, indefensos y atados.

Llevaba la voz cantante, aunque mejor fuera decir el gesto cantante,

de tan silencioso y hasta mudo que parecía el patrón,

un pelirrojo largo de pecas como moras,

ajustado jubón de color imposible,

y con ademanes precisos que no necesitaban sonido ninguno

hizo saber a sus hombres al tiempo que a nosotros

el proceder más adecuado al objeto que nos destinaba.

Aquella buena gente se disponía a usar,

indistinta, repetida y sucesivamente,

nuestros dos blancos culos de moza y de muchacho,

pero no por la violencia y cansándose en el trance,

sino bien atados y aparejados de cómodo,

con un palo horizontal en forma de espeto

sobre el cual nos doblaron con las nalgas al aire,

abiertas por tensos cueros que de los tobillos iban

a vientos clavados como de tienda en el suelo.

Y las manos al otro lado atacadas a tierra

por igual procedimiento muy prolijo y meticuloso.

Pelirrojo Exacto maneaba las órdenes

que sus esbirros restantes cumplían diestramente,

y no tardamos en estar completamente disponibles,

abiertos, a debida altura, orificios y enfocados,

a pesar de mis rugidos temerosos y engallados

y de los fuertes berridos con que Blancalon pretendía

convencer a los hombres de su total disposición,

por oficio y por capricho, que hacía innecesaria

tanta afrenta y atadura y humillación.

Se disponía el jefe, con las bragas bajadas,

a empezar y acaso me haya siempre quedado la duda

de si era yo o era ella el aperitivo primero,

cuando un galope nos dejó en suspenso,

relajamos supongo los dos nuestros anos,

los esbirros atentos a la novedad que aparecía...

Y así, entre mis nalgas, con el cuello torcido,

vi por vez primera, desde abajo hacia arriba,

subido en su corcel negro de batalla,

al RAT que fue mi amo durante tanto tiempo,

Reesel Águila Tuerta, Señor de Landominium,

rodeado entonces por fieles coraceros

y aguardando todos que los cansados caballos

dejaran de resollar y se aquietara el bosque.

Bajó luego el RAT de su montura, sereno,

con aquella majestad de la que hablan las crónicas

y que yo tanto le admiré en años venideros,

se acercó a nosotros, indagó pormenores,

una mirada certera le dijo nuestras edades, circunstancias y afanes,

caló mi mocedad, mi desamparo, mi espanto,

como caló igualmente la vieja profesión mercenaria de la hembra,

sacó su espadón y de un solo tajo

separó del tronco la cabeza del pelirrojo,

con lo cual que me alegré infinito, aunque su sangre

nos salpicó las nalgas y a mí, de tan caliente,

mano me pareció con que el muerto me tocaba;

y diciendo a los restantes:

la puta os la quedáis pero el mozo es mío,

las primicias son del RAT, que no se os olvide”,

regresó a su caballo y me llevaron consigo,

aún en el espeto y con las nalgas al aire,

de Blancalon nunca supe,

así entré en la milicia y seguí siendo virgen

más o menos, un poco, algo virgen,

un tiempo.

Me salieron pecas, parece, en el culo,

yo no me las veo, me lo han dicho a veces quienes sí las han visto,

el pelirrojo al fin me las pegó con su sangre,

o que nunca me lavo, a lo mejor no son pecas.

 

***

 

Pero tal vez ahora deba ya hablaros

de mi vida militar a lo largo de tanto tiempo.

Nada se puede comparar

a la espera,

quiero decir la espera antes de la batalla,

la noche, la pálida e incierta madrugada,

cuando ningún alimento tolera estómagos

ni esperanzas.

Aprendí sobre todo a esperar

aunque es cosa que nunca termina de aprenderse,

cómo los camaradas permanecen silenciosos,

en medio de falsa y estridente algarabía,

y el miedo adopta formas diferentes

pero huele siempre igual y ácido.

Mas si ya habéis esperado

no necesitáis que nadie os lo explique,

y si no ha sido así

entonces ninguna explicación os servirá de nada.

¿Cuántas han sido, en total, esas noches?

Antes del asalto, o del campo de batalla,

antes del asedio, la escaramuza, el ataque,

te pagan por matar y morir si llega el caso,

pero nadie quiere que le paguen por la espera,

la espera se hace gratis, es regalo de la casa,

como la sangre primera

y la última.

Ya os dije que no entraré en detalles,

que sólo el hilo general os diré de mi relato,

no hablaré por tanto de combates, batallas, fortalezas tomadas, castillos derruídos,

la cuenta incesante de tanto muerto y herido,

la sangre, cada gota, empapando la tierra,

todas con nombre propio y apodo y apellido;

en mi recuerdo se funden y confunden y anulan,

son una sola bruma de incendios y alaridos,

entrechocar de aceros, gemir de moribundos,

el olor de pólvora, desesperación y muerte,

hasta no saber asignar cada nombre

a un suceso concreto,

un solitario perfil del horror conteniendo todos los horrores menudos,

y el desfile fantasmal de caballos sin jinete,

porque a la postre sólo cuatro jinetes conservan la montura...

Así fue mi vida con la gente del RAT,

cada día igual, cada noche distinta,

todos los muertos son tus camaradas,

todos tus camaradas acaban siendo muertos;

camarada de nadie, recuerdo que se diluye

en la memoria de sangre colectiva y heroica.

Dejadme que os relate una sola aventura

que sirva de señal o jalón o miliario

en esta sucesión de señales continuas,

la última quizá, tal vez la primera,

una de tantas, todas, confundidas y únicas.

En medio de un páramo -sueño desolado

de un loco ciego, desesperado y visionario-

en el risco que rompía y agrietaba los llanos,

una singular fortaleza de piedra gris y ébano,

recuerdo en los arcos, los dinteles, tirantes

de muros y paños y lienzos de muralla,

los correajes de la negra madera sujetando la piedra,

y erizadas almenas de enemigos tan feroces

-al menos en los terrores de nuestra fantasía-

que nos sentíamos impotentes y débiles

ante esos muros de niebla sin edad y sin grieta.

Al caer de los días y a prudente distancia

de flechas y dardos y pelotas de hierro,

fuimos construyendo foso y cerco y barbacana,

vigilados de cerca por enemigos a quienes el sitio

no parecía inmutar ni intimidar ni entorpecer,

que seguían su vida íntima y segura

como si nosotros no estuviéremos acechando sus piedras.

No recuerdo los meses de aquella inmensa espera,

acaso el horror pueda dilatar el tiempo,

al fin en derredor aquella fortaleza

de otra fortaleza mayor y más segura

se había revestido como quien se arma de acero,

no parecía el cerco algo enemigo y extraño

llevado a cabo por fuera como agresión y ofensa

por fuerzas exteriores de intenciones perversas,

parecía al contrario armadura y escudo

que desde dentro hubiesen añadido a sus torres,

y el páramo y el risco seguían su monótona

existencia de luz fría, cristalina, inmutable.

En todo ese tiempo nunca hubo batalla,

ni los sitiados salieron a romper el cerco

ni nosotros nos pusimos a tiro de sus armas,

salvo el sordo rumor de ir levantando obra

ningún grito sonaba

¡qué terror infinito

ese silencio espeso, manando de la piedra!

Cuando al fin comprendimos que el tiempo se acababa

(y nunca parecía acabarse en aquella gris paramera,

si es que era tiempo lo que discurría

sin pasar ni cambiar la arena en los relojes,

como el agua tan fina se desliza por la piedra

y no turba su sólida solidez inmutable)

o comprendimos acaso que no se acabaría,

que los sitiados estaban más allá del alcance,

en otro espacio, otro tiempo, en el revés del recuerdo,

en las zonas oscuras de imágenes sin vida,

entonces

sin esperar la orden de ataque, frenéticos,

silenciosos, desesperados, llevados por un viento

que no soplaba fuera, sino en los corazones,

al galope furioso de caballos de noche

atravesamos como diablos, sin un grito, en silencio,

la tierra de nadie entre el cerco y el castillo,

y abatimos, hundimos, golpeamos, rompimos,

desmontamos como furias las piedras de las piedras,

prendimos fuego con nuestro aliento al ébano que armaba

los entresijos inmensos de aquel mundo y un jadeo

finalmente cansado

detenernos nos hizo.

Hubiera transcurrido la eternidad entera

en la violencia salvaje, en la implacable furia,

y un soplo sin duración nos habría parecido,

soplo fue, desde el infierno de nuestras almas ardientes

notamos su espesa quemazón ramonearnos prolija los tallos de la esperanza.

No sé quién más listo, alguien más avisado

notó la rareza del solemne momento:

el humo..., el sudor..., la agria saliva..., sí,

la fatiga..., las greñas cayendo aceitosas sobre ojos inflamados,

el pecho a reventar del galope, el asalto, el cansancio infinito

de haber reducido a escombros la milenaria piedra...

¿pero sangre?...

Ni una gota de sangre en los filos de las espadas,

ni esos regatos someros que va empapando la tierra

y son prenda segura de haber habido batalla,

ni sangre, ni muertos, ni moribundos, ni heridos,

ni huérfanos, viudas, gemebundos ecos

que tanto acostumbramos y son parte del oficio.

Aquella fortaleza no contenía un alma,

peor aún, más terrible: ningún cuerpo tampoco,

estaba vacía, limpia como el cauce

lavado por una corriente más antigua que el mundo.

Y ante nuestros ojos horrorizados los escombros se deshacían,

la piedra y el ébano ardiendo en montones

se iban diluyendo como no habiendo sido,

las torres, los salones, los paños de muralla,

las altivas almenas, los amenazantes saeteros,

todo se iba desmenuzando lentamente,

retrocediendo a un antes del antes, se disolvían sin que nada

quedara, ni un residuo

para atestiguarle a nuestro recuerdo el no haber soñado.

Al caer de aquel día un ejército victorioso

se retiró vencido, en desbandada, roto,

por la llanura infinita de un páramo liso

en que ni un risco solitario elevaba sus perfiles.

Que así están hechos los recuerdos del soldado,

mezcladas la cosa realidad y la cosa espejismo,

la sangre verdadera y la sangre imaginada,

en la nariz el humo de incendios futuros,

quién de vosotros puede estar seguro

de vivir o simplemente soñar haber vivido...