Me parieron en un banco

de una taberna de pueblo,

mal acallados con vino los desgarros y los gritos de mi madre

que me llamaba, por el dolor, supongo,

mal nacido y otros mimos hermosos

antes de que hubiese siquiera

llegado a asomar mi cabeza,

y me prometía una rápida y misericordiosa

liturgia de estrangulaciones,

maldiciendo su suerte y a un soldado de fortuna

a quien rencorosa achacaba todos sus suplicios,

al tiempo que recomendaba a la partera

-mi madre era lista, pensaba bien en toda circunstancia,

no se dejaba descontrolar por las crisis o los dolores-

que me sacase a trozos, pero rápido,

que daba lo mismo,

que por qué no usaba el cuchillo que estaba tan a mano,

que a quién le importaba en cuántos trozos llegaba

un hijo de puta más

a este mísero mundo,

y que ella ya no podía aguantar,

de modo que me sacaron a paladas,

tirando de este cabezón con que pagué piadoso

las primeras caricias de mi madre,

casi separándome la cabeza del tronco,

y, apenas roto el cordón,

me dejaron por muerto sobre la mesa

llena del vino derramado por las patadas y espasmos.

Así que siempre he creído que fue el propio vino

el que decidió que yo viviera

para poder ahora relataros mi historia.

Cuando ya no se pudo hacer más por ella, pobre,

desangrada sin remedio, y la quitaron de allí

para dejar espacio,

me vieron tan ricamente dormido, saciado y tranquilo

después de tanta ferocidad y de tanta aventura.

Les hizo gracia, parece, la donosura con que chupaba

las tablas chorreantes

y el tabernero, atento al negocio,

me vendió allí mismo al ovejero transhumante

de cuya venta de corderos

había nacido la farra colectiva,

y estaba obligado a cargar con el primer borracho de su convite,

que resulté ser yo,

destetado tan pronto.

Leche de oveja mezclada con vino

fue mi teta durante semanas y meses,

hasta que el pastor se hizo con una nodriza más humana

para mi alimentación y otros menesteres

que hasta ese momento habían proporcionado las ovejas.

Tengo, pues, un hermano de leche

y tuve entonces una familia,

padre, madre, hermano mayor

y una cabaña de seiscientas primas lanudas

que iban cagando tranquilas nuestro errabundo sendero.

 

***

 

Poco se puede contar de mis años primeros:

hacerme valer en el seno amoroso de mi comunidad ambulante,

ganar por la mano las mejores tajadas de queso,

alcanzar antes de su fin la leche más tibia,

vestir durante más tiempo el zamarro más caliente,

trabajar menos que nadie y vivir mejor que ninguno,

fueron todos mis afanes, estorbados casi siempre

por la rapacidad feroz de mi colega

a quien su madre

que me llamaba todo el tiempo asesino de la mía,

daba las mejores tajadas,

toda la leche,

las pieles mejores,

y las más tiernas caricias.

Os contaré una sola escena de aquel tiempo heroico

en que íbamos los cuatro

de valle en valle a donde el hambre y la pereza

de nuestro rebaño nos llevaba.

Acaso tendríamos ya quince y catorce,

altos y fuertes, educados en la vida sana,

alimento desengañado y natural,

ejercicio mesurado y aire sin viciar,

ríos cristalinos para nuestra higiene,

el amoroso y constante ejemplo de dos adultos

que practicaban el amor al menos con la misma frecuencia

con que, equilibrados, nos enseñaban su opuesto,

momento llegó en que ese paradigma incesante

acabó calentando la sangre juvenil

que ya por nuestras venas se desperezaba

y no encontraba en aquellas soledades otro consuelo

que la presencia venerada de la madre

y las esquivas merinas,

no siempre tan bien dispuestas como se pensaría,

ajenas en su mundo interior de hondos pensares rumiativos

a nuestros anhelos más fuertes y urgentes.

A leches y palos había tenido mi padre adoptivo

que enseñar castidad a mi hermano

y se mascaban tensiones en la tienda

mientras los espesos sudores nocturnos

se mezclaban con los incesantes balidos del ganado,

cuando quiso la suerte que llegásemos a poblado por fin,

y, atento a la mejor convivencia familiar,

el generoso pastor de nuestro rebaño

pagó para sus hijos a dos hermosas de la localidad,

que atenuasen y aplacaran los ardores

de nuestras mocedades enhiestas.

Antes de nada deberé deciros

que a mí tres corderos me costó todo el guiso,

pues tuve necesidad de sobornos y untes

con que engrasar las ruedas del asunto que os cuento,

y de dónde puede sacar con qué un pobre pastorcillo

si no es robando los corderos y arriesgando el pellejo.

Las dos prostitutas tenían por mal nombre

Blancalon-Negralon, diz que de dos alondras

tan dispares de pluma como constantes de costumbres

que las acompañaban siempre de tejado en tejado

y se dejaban ver como un reclamo vivo

de qué sería, digo yo, el reclamo.

Contratadas que fueron por el pastor para nuestro servicio,

se apalabró una liturgia prolija, no un simple asalto a cuatro,

una tarde, una noche, tal vez una mañana,

tomar lentamente las cosas muy calientes,

en lo cual estábamos todos de acuerdo

pues el pastor quería que acabásemos saciados

y nosotros nos hallábamos -era vez primera y veníamos de la nada-

más medrosos acaso de lo que se supone.

De no haber sido así no habría yo tenido tiempo

de atar todos los cabos y comprar voluntades,

pero sobre todo de hacerle las oportunas advertencias

al mozo salvaje, aunque ignorante,

que había mamado antes que yo

de la misma teta.

Como no tenía, teníamos, otra experiencia

-propia, se entiende, en nuestras carnes mismas-

que el rebaño de merinas y su monótono lenguaje,

pude al fin convencer al necio de mi colega

de que mujeres y ovejas son especies distintas

que necesitan trato y hasta conversación diferente.

Poco a poco sembré su ánimo

de dudas y detalles y minucias y espantos,

le aseguré que ningún placer sacaría, sacaríamos,

si las hembras no eran tratadas a su gusto y antojo,

que no simplemente se dejan hacer y ahí vale todo,

que requieren tacto, cuidados especiales

y hasta una lubricación que es mejor procurarse

para evitar roces que acaso desollaran

pieles muy sensibles y mataran placeres.

Me inventé muy prolijo una lección entera

de anatomía humana y agujeros muy estrechos,

y en especial hablé de la legendaria estenosis

proverbial en las hembras de profesión mundana

por razón de su oficio, el necio me miraba

cada vez más contrito, con su gozo en un pozo.

Pero, ¡velay, misericordia! que era hermano de leche,

no podía tenerle tanto tiempo asustado,

así que -y por la premura de mis otros asuntos-

enseguida le dije que yo tenía el ungüento

que precisábamos ambos para nuestra inminente aventura,

que me dejara partir a mis solas un rato

y que estaría arreglado para siempre el problema.

Con Negralon convine,

se meaba de risa,

el primer cordero que me costó aquella fiesta,

y que sí, pues que claro, que no faltaba más,

que era amiga de broma y que de qué pomada

se trataba en resumen.

Le hablé de una pintura de color muy rojo,

que a la postre habría de delatar al imbécil

con toda la juerga que podía suponerse,

que ella siguiera la broma con seriedad y como si fuese costumbre,

que yo también fingiría por completar el cuadro.

Pero en el aire estaba mi negocio entre tanto,

pues la verdad es que no sabía

a quién dirigirme o dónde encontrar

el ingrediente secreto de mi pomada mágica,

que a la postre hallé donde perdí el segundo cordero,

en el taller del ebanista, que me dio un bote lleno.

No quiero detallaros toda la alquimia

en que me vi envuelto, y los trucos que inventé

por disfrazar el olor sospechoso del ungüento de marras,

no tanto quizá al necio de mi hermano,

cuanto a la nariz sensible ¿y un poquito escamada?

de Negralon sumida en algún recelo.

Un zumo de grosella o de cárdenas moras,

aceite alcanforado, harina de maíz que espesara la mezcla...

y el... componente base... del truco y de la broma.

De madrugada sería, esperando estaban para cantar los gallos,

cuando los alaridos de la hembra y del necio sembraron la alarma

en toda la casa, en el pueblo, en la zona,

al ver que no había forma de poder desligarse,

la cola había sellado una unión, un matrimonio,

un lo que fuese de cemento muy sólido,

un ‘hasta que la muerte os separe’ en que no había manera

de soltar la trabazón de coito tan firme.

Allí de los gritos, allí de los gemidos,

alborotos, berridos, carcajadas, insultos,

protestas, comezones, súplicas, amenazas...

Y un largo calvario de los dos... colindantes...

hasta ir poco a poco los pellejos aislando

a tirones, aguarrases, raspaduras y lijas.

Ya de por sí son vivas las carnes pudendas,

pero más vivas fueron las del cuento que os cuento,

que escocidos, luego de sueltos,

al regato a toda prisa

a enfriarse los bajos se fueron ambos ‘muebles’

nunca mejor dicho que habían estado armados

con cola de carpintero.

Pero la jarana estaba degenerando en bronca,

yo no había contado con la furia de la huéspeda

-y me refiero a la madre del necio, alarmada

por los gritos de su hijo despellejado en lo vivo-

queriendo cobrarse en mis espaldas de nuevo

lo que tantas veces en otras ocasiones.

El jaleo, los chillidos y risas, el ruido del asunto

al alguacil despertaron de su sueño pagado

¿dije tres corderos cuando los conté al principio?

fingiendo a deshora cumplir con sus deberes...

Y más que no quería seguir aquella vida,

el rebaño infinito de sendero en sendero,

el pastor, la viraga, el necio, las palizas...

Despuntaba muy fuerte y luminosa la mañana

cuando salí -acompañado- huyendo de mí mismo.