§ 1 Siete Lujanes
Un pequeño gemido, quizá, por parte de las mujeres, pero no:
silencio absoluto bajo el sol del oriente.
En medio del campo
de minas, atado a una cruz de madera, con los ojos muy abiertos, Esteban del
Sacramento Luján Merino, legatario del Colectivo de Comuneros del Valle, veía
mejor que nadie el amanecer porque su cabeza sujeta estaba enfocada al naciente
y no podía volverla a ningún otro lado.
Sí que había mapa,
por tanto, pues quienes allí plantaron la cruz no habían hecho estallar mina
ninguna.
Juana Expósito
Concepción, su mujer, y Nélida Luján Merino, su hermana, acallaban los gemidos
desde la orilla de aquel río de muerte, dejando que el horror manase por sus
ojos. Los siete Lujanes, todos machos, formaban una sola mudez y un odio
compacto.
Esteban del Sacramento Luján Expósito dio un paso firme hacia la cruz en el mismo momento en que uno de sus hermanos pequeños, Omar Benjamín, le retenía del brazo:
– ¿Es seguro?
– Es necesario.
– Deja que yo vaya.
– Soy el mayor.
– Por eso.
Soltándose suavemente, se dirigió con firmeza hacia el
martirio de su padre. La quinta pisada le mató, los cascotes de tierra
ensangrentada llegaron, aunque ya sin fuerza para herir, a los pies de Juana.
Ahora sí un gemido, un sonlloro continuo y estremecedor que acentuó la piedra en
el rostro de los seis varones.
Juan de Juana Luján Expósito pudo dar ocho pasos antes de que
le matase la mina que llevaba en la panza escrito su nombre. Quiso la suerte de
esta partida que el cuerpo cayera junto al de su hermano, en la misma posición,
paralelo, roto por idénticas costuras, como haciéndole sombra...
Manuel Alejandro
Luján Expósito, único habitante de Valdoro en tener dos apodos, se convirtió de
golpe en el único que no tenía ninguno. Los viejos le habían llamado hasta
entonces Nolo el de la Juana, sus amigos le decían el Chino Sandro.
Pero ya para siempre fue -in memoriam- Manuel Alejandro, porque su gesto
final demostró que era un hombre, meta que casi ningún hombre logra aunque lo
intente (al menos hasta que el valle nos enseñó luego a todos), y se hizo
acreedor a un respeto inmutable. Fue el primero de los siete Lujanes que
comprendió la táctica precisa y, para salvar a su padre, no se encaminó a
salvarle, sino a hacer estallar la mina que abriese camino a los hermanos
siguientes. La buscó despacio, la encontró disimulada pero somera, se dejó caer
de rodillas ante ella y la golpeó furioso hasta que el fulgor le deshizo en mil
pedazos.
Néstor de Todos los
Santos consiguió "la mitad" de su propósito...: a medio camino de la cruz de
madera lo levantó por los aires una tromba gris que después lo dejó caer
blandamente en los surcos, ya muerto.
Salvador Silvestre
consintió que su madre y su tía le mantuviesen retenido un instante, atado de
brazos por el amor y el espanto, mientras él se despedía con los ojos de su
novia Coranda Nélida Avellaneda Luján, prima carnal para cuyo matrimonio ya no
tendría que pedir dispensa. En ese momento el pueblo –completo a la vera del
valle– abrió rueda en torno a la muchacha que, sin alzar grito ni mano, se dejó
derramar en lágrimas. Silbador logró terminar su silbo antes de que la
muerte lo silenciara.
El pueblo de
Valdoro, sin quererlo, fue injusto con Atanasio Luján El Nasio, lo fueron
sin maldad, pero lo fueron. Se estaba haciendo costumbre esa corrida de Lujanes
y esperaron su muerte con la seguridad que da el hábito. Además, él no era ni el
primero ni el último. No llegó a ser preciso reprimir bostezos, pero hubo mucha
gente de buena memoria que no pudo luego decir a dónde fueron a caer sus
pedazos.
Omar Benjamín salió casi antes de que su mellizo muriera, una urgencia extraña le estaba empujando. Tal vez no reincidir en las terribles despedidas que su madre, ya loca, intentaba entre desmayo y desmayo; la falta de costumbre de andar sin su mielgo; acaso que el sol se estaba poniendo –en lo que murieron seis Lujanes se había consumido el día–; o que la muerte contagia... Su paso rapidísimo de lagartijo moreno pareció librarle de todas las trampas y, antes de que la gente saliera del asombro, estaba junto a su padre luchando con las ligaduras. No tenía navaja ni maña, tampoco tenía paciencia. Dejó su empeño, desenclavó la cruz y, aunque estaba lastrada por el peso del hombre, la enarboló como hace el cura en la procesión del Cristo. Por entre los agujeros de las minas, evitando pisar los cuerpos de sus hermanos, se abrió paso hasta la orilla, donde depositó suavemente la carga a los pies de las mujeres, harto derruidas ya como para hacer las cuentas del negocio del día: ganancias y pérdidas.
(Capítulo 1º de la novela EL CARBÓN Y EL ESTUCO, de Miguel Cobaleda).