Primero le puso con cuidado la amplia servilleta alrededor del cuello, atada con un nudo sencillo, holgadamente extendida sobe el pecho y casi hasta los hombros. Se alejó un poco para mirar el efecto, como la modista que diese el último repaso al exigente atavío de una novia. Cuando estuvo a su gusto, procedió, con la misma cuidada meticulosidad, a desanudar la servilleta, a doblarla muy lentamente y a ponerla a un lado. Aún la cogió, la desdobló como intranquila, volvió a doblarla de nuevo, otra vez la puso al lado. Respiró satisfecha después de tan detallados manejos.

Luego se fue y regresó enseguida con un humeante plato de sopa de cebolla. El aguachirle aceitoso permitía apenas que se vieran unos cuantos cascos de cebolla de los que la mitad estaban sin hacer y la otra mitad pasados, y que asomaban por encima de su línea de flotación como calaveras descoloridas en una charca somera. Cuando la puso ante él, siempre extremando la pulcritud de los gestos, el hombre sintió un amago de vómito, por el olor o el aspecto, y ella reaccionó con un gesto -breve pero terminante- de satisfacción.

Enseguida se arrodilló en el suelo delante del hombre, se sentó sobre sus propios talones, y se retiró el parche oscuro de su ojo derecho, levantándolo un poco hacia la frente y dejando al descubierto el negro hueco de bordes cicatrizados; el gesto era similar al sempiterno ademán de las mujeres cuando se maquillan los párpados o rizan las pestañas, sobre todo si se igualan la raya con una segura pasada de su propio dedo después de haberse perfilado con el lápiz de cera negra.

Luego cogió la cuchara que estaba en la mesa, la miró como si fuese un objeto desconocido, nunca visto ni creado antes de ese instante, la ponderó un momento para percatarse también de los otros lados del volumen cóncavo y, enarbolada luego en forma de banderola o insignia o guión, cogió una jícara de la sopa verdosa y la acercó a los labios masculinos forzando su prieta y cerrada línea defensiva.

– ¿Te ha gustado el final de mi novela? ¿Te ha gustado, eh?–Las palabras brotaban como peones que quieren a toda costa proteger a su amo de la suerte que le espera. Desde el lejano estómago asqueado subían las órdenes para ese último intento inútil.

– ¿Ya la has terminado?... ¡No me has leído ese final! – Podía esperar, dilatar el tiempo del placer es la parte más placentera del mismo.

– Que sí, que te lo acabo de leer...

– Pues no lo recuerdo, habré estado distraída... ¿Por qué no me lo lees otra vez?

– Pero atiende, mujer, atiende, que se me va a secar la boca de leer y releer una vez y otra vez... Si esperas un momento aunque se enfríe la sopa...

– Sí. Ahora te escucho, venga.

– “Y cayeron sin otra palabra en el abismo de roca sobre las fuentes del río. Durante un instante se cruzaron en su descenso con los ojos flotantes, verdes los dos, jade muerto; irisaban la luz del incipiente ocaso produciendo un efecto vibrátil, fantástico. Pero esa escena sólo duró un momento; pronto fue sustituida por la sensación de humedad, al menos en la conciencia del viejo, que pensó haber llegado finalmente a las aguas del río. Mas luego lo pensó mejor y, mientras dejaba escapar cansinamente su último aliento, comprendió que era su propia sangre la que empapaba el suelo.”

– ¡Pero ése no es el final...! Yo había creído... No, ése no es el final. Tú no estás muerto, estás aquí conmigo, el final de tu novela no ha sucedido todavía.

– Pues me ha parecido... Desde la roca, sobre el cauce... Incluso he podido ver que...

– No. Ésos eran Laura y Federico, que se han arrojado al abismo para volar sobre las aguas, pero que finalmente no han sabido hacerlo y se han estrellado contra las rocas. Tú no, tú estás vivo aquí conmigo. Gracias a Dios. – Toda satisfacción tiene que tener, para ser genuina, una porción de orgullo, de labor conseguida. Ahora la había; puede que Dios fuera, en efecto, el primer motor de la cadena, pero la mujer había contribuido lo bastante al último resultado como para estar legítimamente contenta.

– ¿Laura y Federico?... ¿Estás segura, Alada?

– Yo no soy Alada, soy Paula. Estoy segura.

– No lo comprendo... ¿es que estaban enamorados?

– Sí, pero no el uno del otro.

– Entonces...

– Les ha unido su desgracia común, por eso han intentado volar juntos, ya venían juntos desde lejos, desde un odio lejano. Quizá no sepas que Laura estaba... estuvo embarazada.

– Laura no existe...

– En la errática senda de su altruismo, Federico quiso alguna vez hacerse cargo de todo, creo que era una forma de encontrar sentido a su paisaje lunar de laberintos sin norte. ¿Pensó que, lo mismo que era de Laura, igualmente hubiese podido ser mío ese hijo perdido en la niebla de los futuribles ciegos?...

– No estaba en la lista. Su curso entero, el 2º F, era irreal, quimérico.

– El fuerte guiso de emociones que nos ha ido entrelazando a todos nosotros estaba destinado a extinguirse en su propia cerrazón autista cuando se abrió paso una esperanza contra toda esperanza, ¡cómo no desear apropiarse siquiera un poco de esa luz en medio de la nada!... Él nunca aspiró a ser padre de nadie: yo he sido-soy-seré su única hembra posible en la inmensidad del tiempo, y cuando yacimos juntos no quiso-no pudo-no supo hacerme suya, pero se agarró a esa brizna de futuro con la desesperada terquedad del que no tiene ninguno. Cuando Laura lo abortó como otro eslabón más en su cadena de locura y autodevastación, Federico adoptó a ese hijo imposible y nos obligó con su gesto a referirnos a él conforme a una realidad ficticia pero compacta, solidísima; de tal modo que la propia Laura aceptó haber sido la madre de un hijo de ambos; lo engendraron en su fantasía y lo mantuvieron a salvo entre los dos cuando volaron finalmente sobre ese abismo que los acoge...

– Estaba, pero no era. Nadie era...

– ¿Sabes tú si mueren como los otros los hijos soñados? Dicen que no, ojalá sea cierto...

– El agua permanecía muy serena, no me ha recordado el día en que se precipitó furiosamente por vez primera siguiendo ese cauce nuevo.

– Es que ahora ya no es nuevo, ahora es viejo.

– No soy viejo.

– ¡Oh, sí! Claro que sí: viejo y loco y prisionero. Pero venga, no hablemos tanto y vamos a ver si te tomas la sopa. Una cucharadita... Otra más... huuuummmm... ésta por mamá... para que duerma tranquila en su tumba de agua... así... ésta por Alada... aaaajjáááaa... para que sus alas le sirvan de algo y aprenda a volar... muy bien... poquito a poco... ¿verdad que está asquerosa?

– Me gustaría que recordaras que esta sopa de cebolla no me gusta.

– ¡Si lo recuerdo, nunca se me olvida!... ¿Crees que te daría sopa verde de cebolla todas las noches, todas, todas las noches, si no recordase que la odias?... ¿Sientes cómo te resbala por la barbilla?

– Sí... límpiame con la servilleta, Alada, por favor, la tienes a tu lado.

– Siempre la pongo aquí para que los dos la veamos. Siento no poder limpiarte con ella, de verdad que sí, porque me da náuseas esa baba verde que te escurre desde las comisuras, mezcla de sopa y saliva y moco... pero no puedo, claro, si no te fastidiase tanto tener sucios los labios...

– ¿Es de cebolla esta sopa, Alada?

– No soy Alada, soy Paula. Sí, es tu sopa de cebolla de siempre. La que te da arcadas, ¿recuerdas? – Constantemente tenía activada la voz interior que reitera ‘paciencia’, ‘paciencia’, en casos parecidos. Pero no la necesitaba para nada, ni la paciencia ni la voz, porque el caso realmente no era parecido.

– Eres muy buena conmigo. No te importa repetirme las cosas cuando se me olvidan.

– A los familiares de los enfermos como tú nos insisten en que seamos pacientes; la enfermedad produce constantemente un olvido de lo inmediato, y los que os cuidamos tenemos que repetiros una y otra y otra vez las mismas cosas. ¿Ves?... esta servilleta, por ejemplo, está aquí para no ser usada.

– ¿Por qué, Alada?

– Porque tú deseas usarla. Soy Paula, no soy Alada. – Muchas noches la despertaba de golpe su propia voz diciendo esas palabras: “soy Paula, no soy Alada”. Una noche terrible que nunca olvidaría, y por la cual ahora temía la llegada del sueño, la voz dijo exactamente lo contrario.

– He visto a Federico volar sobre las aguas. Llevaba a Laura fuertemente abrazada, ¿eran amantes?

– No. Simplemente compañeros en la misma academia de vuelo sin motor.

– ¿Están aprendiendo a volar?

– Van poco a poco.

– Laura parecía feliz.

– Al fin lo parecía, es cierto. – Una leve sorpresa matizó su tono. En efecto, acababa de descubrir ese elemento de felicidad, bien que mínimo, en alguno de los actores de la obra. ¡Qué extraño haberlo notado tan tarde...! Pero era agua pasada. Y la felicidad no es eso, claro.

– Llevas el parche negro sobre la frente.

– Sí, – inconscientemente acercó la mano a su cabeza, manchando el parche oscuro con una gota de líquido verde que resbalaba de la cuchara– aunque no veas lo incómodo que es, pero como a ti te produce horror ver los bordes negros de mi cuenca vacía, pues me tengo que aguantar... Es como si todo el viento furioso de la noche se concentrase, parecido a la punta agudísima de una lanza infinita, y me penetrase hasta lo más profundo del alma, atravesando el cráneo, el cerebro, la razón. Duele tanto que las manos me tiemblan ¿ves? pero como a ti te aterra, pues a fastidiarme se ha dicho. No siempre se pueden arreglar las cosas a gusto de todos. Si es por ti, entonces no me importa.

– He visto a tu ojo de piedra cuando bajaba desde el risco para despeñarme sobre las rocas. Flotaba como un fuego verde entre los pliegues de la nada.

– Allí lo dejé hace tiempo, sí. ¿Te dijo algo?

– No... estaba silencioso, pensativo. Creo que no le gusta ser un ojo ciego, verde en la noche. ¿No podrías volver a colocarlo en su sitio?

– Podría, pero ¿para qué?... Ese ojo ha visto ya todo lo que tenía que ver, y yo tampoco quiero más. No: me gusta así, aunque me duela el viento en la cabeza. – Esta vez hablaba consigo misma, se estaba contando un cuento y se lo estaba creyendo. ¿Un cuento Paula? ¿Sí?... Noooo...

– Federico la abrazaba como si no fuese ella.

– Como si fuese yo. Pero yo estoy aquí contigo, dándote de cenar. Casi te has terminando tu sopa de cebolla. Otra cucharadita... así...

– Y Laura estaba muerta.

– Claro, las rocas son definitivamente duras.

– Antes: estaba muerta antes de llegar al fondo. Mientras caía.

– ¡Ah, pues puede!... No se me había ocurrido... A lo mejor la mató él de antemano, por piedad. La gente hace cosas por piedad.

– ¿Piedad?

– Sí, la piedad es una palabra afilada. Se usa para herir y matar. Cuando está bien buida y aguzada, entonces se le pone mango y mata bien. Pero hay que ponerle mango, porque si se usa desnuda es muy traidora. – Se miró las manos sin moverlas, como si las cicatrices dejadas por la piedad fuesen visibles a flor de piel.

– ¿Por qué han saltado juntos?

– Venían juntos desde hace tiempo. Regresaban desde un mismo infierno.

– ¿Por qué han saltado?

– ¿Cada uno? – Habría que pensarlo alguna vez, por supuesto, y responder al tema; no por nada, no por necesidad: por simple curiosidad académica. O por rematar el asunto. –¿Cuál era el motivo de cada uno?... Bueno, Federico me ha amado toda la vida, desde mi recuerdo más lejano, pero tú te has interpuesto en nuestro camino y has hecho imposible ese amor. Transformó el cauce del río para modificar ese destino, pero tus leyendas son falsas, mentiras completas, y no pudo cambiar nada, sólo el horizonte de las aguas. Cuando tú hablas, parece que tus palabras dicen cosas, tiene uno la sensación de que se ajustan a la realidad verdadera, la contienen, especialmente esas leyendas que son como antiquísimas verdades llenas de sentido. Pero no, sólo es habilidad y teatro, embustes bien urdidos, bellamente dichos. Así que luego se estrella uno contra la pared de piedra de las cosas y tus leyendas sólo son viento y patraña. No sé, a lo mejor no pudo ya resistir más este desgarrón de mi rostro, de mi carne, de mi alma. O quiso alcanzar ese ojo de piedra para devolvérmelo... No sé, no sé por qué la gente se lanza al abismo...

– Laura iba con él. Estaba dormida.

– Estaba muerta. Dormida fue la otra vez ¿recuerdas?, cuando se desbordó el río azul y tú la llevaste en brazos días y noches a través de las aguas desatadas, y lanzaste a mamá a la muerte para no tener que responder preguntas. –Señalaba la nítida flor maligna como un maestro que usa el puntero sobre un mapa ciego. Los ojos del hombre siguieron el gesto sin darse cuenta, pero el mapa del odio estaba colgado en otra percha, en otra aula, en otro tiempo.

– ¿Por qué iba Laura con él? ¿Eran amantes?

– Si me pongo en su lugar, abrazada al muchacho y bajando vertiginosamente desde la cima del risco, entonces entiendo un poco sus motivos. Me parece que se lanzó para acabar de una vez. Como te amaba tanto

– ¿Laura me amaba?

– Desfiguró mi rostro. –Veamos si existe argumento más convincente, decía su expresión monocular y espantosa.

– Me parece que lo hizo para evitarte algo peor...

– Sí, ella también se decía eso mismo a sí misma. Pero nunca pudo creérselo. Como te amaba tanto, estaba fatigada de odiarte. O al revés. Y se entregó a la nada.

– ¿Qué es el revés?

– El revés es la parte de atrás de las cosas, del amor, del espejo, del tiempo.

– Pero los viejos no inspiramos amor.

– No. Y los locos tampoco lo inspiráis. Asco, lo que inspiráis los viejos locos es asco.–Cuando le explicaba cosas como a un niño retrasado, su voz adquiría la rasposa suavidad que era un préstamo, un plagio, y pronunciaba las palabras con mucha lentitud, casi silabeando.–Es un gran misterio el origen de los sentimientos. Laura estaba sentenciada, desde que voló por primera vez sobre las fuentes del río, a volver a volar sobre ellas otra vez para siempre. Y quizá no estaba dormida y también ella dejó que la madre fuese entregada a la sombra. El sueño es algo muy extraño, a veces cuando despertamos resulta que no habíamos estado dormidos.

– Pero tú estás aquí conmigo, Alada.

– Soy Paula, no soy Alada. Estoy aquí para acompañarte, para que no olvides.

– ¿Me cuidarás, verdad?

– Claro, no puedo dejar que te pase nada. Si te pasase algo, algo bueno, que te murieses, por ejemplo ¿qué iba a hacer yo el resto del tiempo infinito? ¿Yo sola para siempre, sin ti? No sé volar, ni siquiera podría acercarme a mi ojo de piedra y volver a mirar el revés de las cosas.

– ¿Qué es el revés?

– Es la parte de atrás de los seres; por ejemplo este hueco de mi cara. Ven, trae tu mano.

– Me da miedo...

– Claro, tonto, por eso... Estira el dedo, se puede meter hasta dentro ¿ves?... Eso es el revés, mi revés.

– Deberías ponerte el parche ahí, no sobre la frente... ¿Te ha gustado el final de mi novela?

– No es el final. Gracias a Dios no es el final.

– ¿No me dejarás nunca?

– Nunca, no te preocupes. Siempre estaré a tu lado. Yo te cuidaré. – No tengo otra vida, pensó, ojalá comprendas que tú eres todo lo que me queda.

– ¿He cenado ya?

– No, pero ya es la hora. Voy a traerte tu sopa de cebolla.