[EX: § 91 La carta

Sra. Dña. Alma Suárez Carmona

Redactora Jefe del periódico “Luna Diario”

Redacción de “Luna Diario”

Madrid

España

 

Distinguida amiga y respetada Sra. Dña. Alma Suárez Carmona:

Vivo en la aldea de Valdoro, mi nombre es Coranda Nélida Avellaneda Luján y soy secretaria del Común, aunque hago también en la pequeña escuela del pueblo labores de maestra, a falta de alguien mejor que pueda suplirme en éste mi segundo cometido (secundario porque no me gano con él la vida, pero favorito en cuanto a mis preferencias y dedicación).

La razón de mi carta es enviarle a usted -en páginas que le adjunto- la historia de nuestro amigo Miguel, cuyos apellidos ignoro, pero que fue en España redactor del “Luna Diario” y que vino a estas tierras hace mucho tiempo, entregando en ellas lo que nos atrevemos a creer que fue su mejor afán y su más intrépido comportamiento. Miguel ha fallecido recientemente en heroicas circunstancias, que deseo relatarle a usted, confiando en que sean de su interés, así como la historia contenida en esos folios, y que fue transcrita por mí a partir de las paredes de un palafito de corozo donde Miguel vivió en Valdoro desde su llegada hasta el día de su muerte. Si lee estas páginas, sabrá lo que quiero decir con la expresión: “transcrita a partir de las paredes” aunque, con todo, no es exactamente verdadera, pues la cabaña de Miguel, muerto él y deshabitada, se ha ido resquebrajando en muy escaso tiempo, desprendiéndose los trozos de estuco como en una nevada literaria que ha dejado la tablazón del suelo y los alrededores, junto a la propia barraca, escarchados de una misteriosa y quebrada antología que he podido transcribir gracias a la ayuda paciente e ingeniosa de mis pequeños alumnos. Con perseverancia digna de las buenas gentes de esta tierra, con el entusiasmo de sus pocos años, alentados por el acicate de aprender a leer en una historia que es a la vez puzzle, yeso y creación literaria, y, en fin, con la ayuda de mi memoria, que nos ha servido de guía en muchas ocasiones, mis alumnos han ido recogiendo, limpiando y reconstruyendo el enorme fresco que Miguel había escrito en las paredes, el techo y el suelo de su cabaña; en un terreno adyacente que se ha depurado y nivelado, confiando francamente en la calma de este clima, donde la lluvia es infrecuente y el viento parece haber enmudecido para siempre después de los últimos acontecimientos, hemos ido componiendo las piezas del maravilloso rompecabezas que es, en cierta medida, nuestra propia historia y una poética descripción del heroísmo de nuestra gente, que ha conformado con su sangre los recientes sucesos y, espero, el futuro luminoso que, gracias a Miguel y a todos ellos, por fin nos aguarda.

Cuando lea el argumento, sabrá el origen y el contenido, así como los propósitos, de la guerra en cuya batalla final mi primo Omar Benjamín, Miguel y varios otros de entre los treinta y dos hombres que intervinieron, alcanzaron su objetivo al mismo tiempo que su muerte. Pero incluso si no llegase a leerlo, a la postre poco importan (por mucho que se diga que las motivaciones causan los actos) los móviles que llevaron a estos treinta y dos héroes a protagonizar su hazaña. Espero que confíe en mi palabra y le baste el breve relato de su heroicidad última para comprender qué clase de hombres fueron y lo orgullosos que en Valdoro nos sentimos de ellos, especialmente yo, emparentada con alguno y compañera y amante de Miguel, que dio su último suspiro entre mis brazos.

La noche de aquel día y el día de aquella noche las mujeres de la aldea esperamos en la misma orilla de acá del valle de la muerte, cuando los hombres lo atravesaron por los pasos de baile para ir hacia su objetivo. Nada puedo decirle (que no estuviese escrito en las paredes del palafito) del desarrollo de la propia batalla, ya que no asistí a ella, pero sí de su final cuando nuestros hombres supervivientes, entre ellos Omar y Miguel, volvieron de regreso después de haber vencido y conjurado para siempre la maldad de los aniquilados enemigos. Ahora bien, lo que he de decirle supone un misterio, al menos en los términos habituales de la lógica humana que rige nuestras vidas: aunque algunos de los supervivientes procedieron a retornar siguiendo de nuevo el sendero -de todos conocido- de los pasos de baile, algunos otros, entre los cuales estaban Omar y Miguel, atravesaron el valle por los muchos pedazos de tierra quieta que aún quedaban intactos, determinados a morir por alguna causa que está más allá de la lógica que antes cité, pero que podría ser entendida si pensamos que eran hombres que nunca dejaban sin pagar una deuda, sin agradecer un favor, sin cumplir un compromiso, sin entregar a la providencia el precio exacto de sus divinos favores. Decididos a satisfacer la tarifa de la victoria para que nunca en el futuro se volviese derrota, o deseosos acaso de erradicar para siempre las restantes flores de muerte que aún minaban el valle, varios de aquellos héroes erraron por la tierra quieta desoyendo nuestros lamentos, nuestros gritos de súplica -por amantes y esposos y padres e hijos suplicábamos-, las amonestaciones de la prudencia, la voz del instinto, el canto del amor... Y fueron haciendo estallar las minas y acogiendo en sus pechos, en sus rostros, en sus miembros, los últimos pedazos de la metralla del destino. Bendita sea su intrépida memoria. Mi primo Omar recibió en la mano, donde una antigua herida habíale abierto el futuro en forma de hueco estrellado, un impacto que le volvió luminoso a partir de ahí, hasta que se disolvió -luego no pudimos hallar su cadáver- en una difusa lluvia de partículas de luz que se repartieron por el valle como luciérnagas. Miguel sintió alguna metralla en la pierna y siguió renqueando su camino mientras mi aliento se interrumpía, hasta que un proyectil que seguramente llevaba escrito su nombre desde el  principio de los tiempos, le penetró en el pecho abriendo un cráter tan amplio que pude ver la noche a su través. La fuerza del propio impacto lo lanzó a mis brazos, y nos derrumbamos sobre el terreno, donde su sangre y mi sangre se vertieron al tiempo porque nuestros corazones dejaron de latir en el mismo instante. No dijo nada, ya la niebla de la muerte enturbiaba sus ojos, pero le aseguro que en su rostro había, por fin, una serenidad de descanso y de perdón. Mucho tiempo después brazos piadosos separaron mis miembros y me llevaron a rastras, arrebatándome de su cadáver, lo que, claro está, no han podido, ni habrá poder que pueda, hacer con su memoria.

Descansa con nuestros héroes en una tumba del cementerio. El valle está por fin limpio de flores de muerte. Los niños han terminado su puzzle y veneran el recuerdo del español que vino desde tierras remotas a salvar nuestro destino. Y yo le envío, con estas páginas, mi cariño fraterno y mi amistad sincera. Si quisiera llegarse hasta este perdido valle y le quedaran en el corazón lágrimas sin uso, visitaríamos las sepulturas de los héroes y lloraríamos juntas por todos nuestros muertos. Suya siempre Coranda Nélida Avellaneda Luján, maestra de Valdoro.]