MIGUEL COBALEDA
XXV L LXXV IR AL FINAL DEL LIBRO
Obra
completa
ISBN:
84-699-0539-2
Registro
de la Propiedad Intelectual: nº 00-1998-14945- de 10-6-1998
Depósito
legal: nº S-626-1999
Revisando por
excepción mis escritos, especialmente los últimos libros, me salta a la vista
de golpe lo invisible, es decir: una ausencia, pero tan evidente y notoria, que
me urge llenar prontamente ese vacío. Nunca me he ocupado de los dioses, tema
esencial y que sin embargo he descuidado en mis textos.
¡Oh, claro, los
dioses en mis escritos salen siempre!... Pero una cosa es un recurso literario,
una metáfora del destino o del azar, y otra muy diferente una teodicea
pormenorizada, pues no es lo mismo decir ‘tus
ojos son tan azules como el mar’ que redactar un tratado de
oceanología.
Estas páginas tratan
de remediar ese descuido en la medida en que es posible conseguir que los
dioses hablen de sí mismos (y sean veraces). Como la naturaleza de tales
protagonistas es tan independiente y unívoca, cada texto es en sí mismo un todo
aislado, no se refiere ni relaciona con los otros, sean anteriores o posteriores,
y no pertenece a estructuras donde otros también se integren y de cuya
coherencia sean deudores. La coherencia y los dioses...
Cero
Vi
la orilla de un mar infinito que no tenía orillas y en la cual se juntaban un
cielo y una tierra de transparente nada. El mar estaba en calma y en calma
estaba el cielo, reposaba la tierra en su más tranquilo ser.
Y
vi un anciano sin edad y sin tiempo que dibujaba en la arena dibujos infinitos.
Y cada dibujo era un mundo y cada mundo un tiempo y cada tiempo un espacio y cada
espacio un evo y cada evo un universo.
Y
vi en cada universo un firmamento estrellado en un soporte eterno, y cada
estrella se adornaba con planetas de fuego y en un planeta muerto de una
estrella muerta pude ver la orilla de un mar infinito que no tenía orillas y en
la cual se juntaban un cielo y una tierra de transparente nada. El mar estaba
en calma y en calma estaba el cielo, reposaba la tierra en su más tranquilo
ser.
Y
vi un anciano sin edad y sin tiempo que dibujaba en la arena dibujos infinitos.
Y cada dibujo era un mundo y cada mundo un tiempo y cada tiempo un espacio y
cada espacio un evo y cada evo un universo.
Yo
lo vi, todo lo vi yo en medio de mi ceguera.
I
Estaba
yo colocado de observador de redenciones en un planeta de mierda, ya no sé cuál,
el tercero de no sé qué estrella de mediana magnitud, un sitio horrible donde
la redención en cuestión estaba muerta y enterrada y quizá nunca la hubo
(creían que la justicia era cosa de jueces...) cuando me sucedió algo
impensable y mágico, que nunca he podido olvidar: de repente unas gentes que se
llamaban algo así como zíngaros errantes, aparecieron bajo mis ventanas
produciendo música.
Pero
qué música.
Mala,
que conste, mala, ni siquiera de ese Bach de cuya creación e inspiración tanto
presume mi amigo el dios 908@*4"Dµ@<4@H, pero constreñida en el vehículo de unos
decibelios tan brutales que no solamente mis oídos, las paredes, los aires, los
cristales, los huesos (al fin supe para qué los huesos, fruto de un diseño
imperfecto que incluso había tenido que asignarlos al sistema sanguíneo, y de
repente supe por qué los huesos, para qué los huesos, que vibraban y me hacían
temblar desde hasta, hasta desde), todo se acompasaba a ese ritmo milagroso y
frenético, qué música, ni siquiera supe cuál, de tan alta, de tan potente, de
tan atronadora.
Hombre
mío, qué portento.
Así
que dejé mi puesto de observación, qué importaba la marcha de una redención de
tercera en un mundo de tercera, como si se iba todo al tacho, ya lo estaba, y
me fui, solo y solitario, a un universo vacío de mi propia invención y creación
aislada. Inventé una música infinita y la hice sonar a lo bestia sobre montes y
cañadas, sobre océanos y estrellas, removiendo los aires en masas sin término,
trepidando rocas milenarias hasta deshacer su estructura por arte del ritmo,
qué inefable placer sentado a solas en medio del sonido, y sonando a mi lado
toda partícula y montaña y constelación y océano... sonando en mi dentro,
dentro de mí, dentro de un alma tan sensible que... pero a qué vienen estas
explicaciones para sordos...
Baste
decir que la frenética melodía, subiendo y subiendo a instancias de mi furia y
desenfreno, acabó por reducir a migas el universo entero, hacerlo una masa
esponjosa y maleable de sonido y de ritmo, del que luego, no sé cuándo, se
produjeron estrellas y mundos y cometas y planetas y, para no perder ni un
instante el placer de semejante música, me fui de observador de redenciones a
uno de sus pedruscos apagados y errantes, donde creé exprofeso unos zíngaros
errantes que hago aparecer de vez en cuando bajo mis ventanas. La redención de
este sitio no sé cómo va, no me ocupo, que dure mucho, mientras haya música...
II
Tengo
mala fama entre mis compañeros dioses y diosas: soy el pesado que siempre habla
de los hombres. Los hombres para arriba, los hombres para abajo, tema eterno
del que nunca sé desprenderme, que sale en todos mis escritos, al que a la
postre todo se reduce. Los hombres equivalen al argumento único, son, claro está,
el misterioso amor, el no menos misterioso tiempo, la misteriosa y tenebrosa
muerte que tantos de los míos buscan con afán y nunca encuentran.
Los
hombres, los hombres con su pasado, su hoy y su mañana, los hombres y sus
recuerdos, los hombres y su amor y su odio, los hombres y la felicidad, los
hombres y el destino, los hombres y la muerte... Temas todos que los dioses ni
conocemos ni entendemos, tan lejanos como somos y estamos de ser hombres... Lo
aceptarían mis amigos como una charla de tertulia, una vez, una sola vez, pero
siempre... Al parecer yo siempre estoy con el tema, nunca se me cae de la boca,
nunca lo dejo, cualquier asunto lo reduzco al hombre, sea el tema que sea
siempre saco al hombre, los hombres, mejor dicho, pues resulta que suelo citarlos
en plural, soy uno de esos asquerosos polihumanistas que hace mil evos que no
están de moda.
¿Qué
puedo decir?... La verdad es que no sé cuál es la razón, surgen de forma
natural en todas las ocasiones, no tengo sensación de traerlos forzadamente a los
temas de la conversación o a los argumentos de los escritos, su presencia se ve
cimentada dentro de estructuras en donde cobran pleno sentido sin que yo
violente las cosas. ¿Se habla de la eternidad, asunto siempre presente en las
conversaciones de los dioses?... Pues qué más natural que hablar de los hombres
y del tiempo, su antes, su ahora y su luego, esa nebulosa división que los hace
tan misteriosos e inefables. ¿Se habla del sentido de la existencia?... Pues
qué más a colación que el tema de la felicidad y del destino, temas humanos por
excelencia. ¿Se habla de la relación que tenemos-no-tenemos entre nosotros?...
Pues qué más lógico que hablar del amor, del odio, de la amistad, del rencor,
todos esos asuntos que los dioses ignoramos y los hombres manejan a diario,
como si fuesen algo...
A
mí siempre me parece que el tema de los hombres viene a cuento, no es que lo
saque yo, es que sale él solo. Dicen mis amigos que yo tengo vocación de
hombre, y se ríen de mí al decirlo porque, claro, todos los dioses tenemos
vocación de hombre, no faltaba más, menuda diferencia entre ellos y nosotros.
Pero en medio de su broma aciertan sin saberlo, porque sí que la tengo y la
tengo del todo: me gustaría ser hombre aunque hubiese de seguir siendo eterno,
me gustaría ser hombre aunque tuviese desde ahora que renunciar a la muerte y
al tiempo y a todos los otros temas humanos. ¿Qué sentido tiene, entonces, lo
que digo? ¿Quisiera ser hombre sin serlo? No: quiero ser hombre y para serlo no
me importa tener que aguantarme con este miserable estado de dios, ser hombre
aunque no pueda morir y tenga que serlo eternamente.
III
Siempre
me ha gustado escribir por mí mismo las crónicas de mis propios universos y los
relatos de mis propias redenciones. Disfruto con ello, aunque no es ésa la
razón, sino que me parece que así resulta todo más auténtico, tengo la
sensación de que de este modo me ocupo de mis mundos de forma más personal.
Pero otros dioses no piensan lo mismo. Uno de mis amigos, que odia escribir
hasta negarse a la simple correspondencia amistosa, encarga de las crónicas y
los relatos a diversos profetas a los que dicta palabras, inspira conceptos y
usa en general como amanuenses y testigos.
Nunca
he estado de acuerdo con semejante sistema, disperso, peligroso y propio de un
creador haragán (o ágrafo). Y le da problemas. Por ejemplo, los profetas no
siempre siguen la inspiración y muchas veces añaden e interpolan por su cuenta.
Además, esos testigos son múltiples porque mueren y tienen que ser sucedidos
por otros profetas con diferentes gustos y caprichos interpoladores. Muchos son
sujetos desaprensivos que incluyen en los escritos sagrados sus propios
intereses y obsesiones, se dejan comprar por el poder y usan su influencia como
amanuenses del dios para corregir los propósitos de éste.
En
su mundo han surgido religiones múltiples con dioses diferentes (o nombres
diversos del mismo, que viene a ser igual), y en cada religión sectas distintas
y matices dentro de las sectas. Cada quien se erige en defensor de una verdad
religiosa única, se pelean unos contra otros y se matan en nombre de un dios
que suponen diferente y es el mismo, aunque haragán (o ágrafo).
Si
se lo comento con un cierto escándalo, me tranquiliza, me hace ver que la culpa
no es suya, sino de los necios hombres de su mundo (que él ha creado como son)
y de los soberbios, venales e ignorantes profetas que los instruyen (y que ha
elegido él como ha querido). Cuando ve que no me convence del todo, se encoge
de hombros y me dice “Yo soy como soy”
(o “Yo soy el que soy”, no
recuerdo bien la frase exacta.).
Al
fin termina por cansarse de esas redenciones-barullo típicas de los universos
que crea, y se olvida de ellos y deja que se vayan al desastre. Algún día se
arrepentirá.
IV
Tengo
una amiga, diosa de gran belleza y valor, que se empeña en prohijar humanos, a
pesar de la terrible soledad que cada muerte le produce. Los consejos que le
doy no le hacen mella, está convencida de su ‘deber’, como dice, de su
obsesión, como le digo yo.
Antes
de que nazcan los adopta, siempre sin saber qué seres son, si sanos o enfermos,
si destinados a la felicidad o destinados a la desgracia, si su suerte será la
esclavitud o el poder y la gloria. Y les ama con todo su enorme amor de diosa,
los protege, sigue cada minuto sus pasos, las alegrías y tristezas de sus
sórdidas, miserables historias. Y enluta su noble y valiente corazón cada vez
que, indefectiblemente, mueren. Es la única de todos nosotros que, quizá
entendiendo como si fuese humana lo que la muerte significa, no la busca ni se
afana tras ese imposible, sino que la odia y combate; algunos de sus protegidos
han vivido tan largos años que al final le han suplicado acabar y ha tenido que
dejarlos ir a pesar de la agonía de su amoroso corazón de madre.
A
veces justifica un universo entero y toda una redención por el simple hecho de
que sirvan de marco a uno de sus elegidos. Ahora tiene un hijo ciego, sordo,
vegetal, que se pudre lentamente en una institución de caridad, y la diosa
mantiene su mundo en la existencia mientras, y sólo mientras, ese mudo e
inconsciente ser siga con vida.
V
Como
tenemos siete vidas (siete oportunidades, siete eternidades) los dioses y los
gatos somos seres solitarios. Raras veces resulta el amor entre dios y diosa
(cuidado: no digo yo que no resulte nunca). La frase ritual es: “hasta que el tedio os separe”, que
conlleva la mezcla de dos cuestiones diferentes, ‘qué es el tedio’ y ‘cuánto
tedio es bastante tedio’.
En
lo que concierne a la primera ¿quitar tu mirada un instante de los ojos de tu
amada diosa para vigilar de reojo si germinan o no las redenciones que tengas
plantadas, es ya tedio?, o el tedio solamente lo es en verdad cuando olvidas
durante evos hasta el nombre mismo de la diosa de tus ‘amores’...
En
cuanto a la segunda, no olvidemos que la duración de los dioses es la
eternidad, de forma que caben ingentes cantidades de tedio incluso en un solo y
miserable evo.
Claro,
los hombres lo tienen sencillo porque cuentan con el cuerpo al menos para dos
cosas extraordinarias. Por un lado el sexo, lo cual le da al amor un escape
fácil (la mayor parte del amor entre seres humanos es sexo puro y ni una gota
de nada más); y por otro lado la muerte. Es que con muerte... ¡así cualquiera!
Y
no es que a los dioses no les gustase intentarlo, pero son pocos los que se
atreven con un amor eterno al que solamente el tedio puede poner fin.
VI
Puesto
que los dioses somos eternos no podemos ser engendrados ni engendrar, por lo
cual supongo que los hombres nos imaginan como unos eunucos viejísimos.
Aunque
mis compañeros dioses y diosas lo que más envidian de los hombres es el tiempo,
esa increíble cualidad de la muerte (a la que muchos conocidos míos dedican sus
obsesiones, y la buscan sin descanso, fingiendo incluso ser de raras
naturalezas ‘mortales’ y haciéndose pasar por lo que no son para morir... y
resucitar, claro, y volver a morir... hay gente para todo), pues bien, a pesar
de semejante moda, yo, lo que envidio de verdad de los hombres, es poder tener
una familia.
Me
gustaría, qué sé yo, tener una esposa y unos hijos, vivir una vida apacible en
medio de un tranquilo y corto avatar, ser yo mismo entre los míos, amarles y
ser amado por ellos (sea lo que sea ese amar de que los hombres hablan y los
dioses no comprendemos)... Por ejemplo, me imagino con frecuencia que estoy
casado con una humana mujer y hemos engendrado entre los dos un hijo humano, y
dejamos pasar los días en medio de la tranquila paz y del misterioso amor,
vemos el atardecer cogidos de las manos, nos sentamos juntos bajo la sombra
calada de las parras, tocamos a Haendel en el piano y echamos de comer a los
gansos... Fundar con esa humana mujer una felicidad sin adjetivos, de las que
constituyen eje y arquitrabe de constelaciones y mundos, amar su alma como mía,
acariciar su mi cuerpo en la apasionada juvejez de nuestros días...Y una tarde
lejana pero cercana ver que llega para mí la hora de la muerte (a lo mejor sí
que estoy también obsesionado con ella, como los demás, aunque no me lo
parezca) y en el momento de dar el paso, con mis frías manos entre las manos
amorosas del hijo, preguntarle y que sean mis últimas palabras ¿eres feliz, hijo mío?, para saber en su
respuesta antes de morir si este maldito universo tiene, por fin, sentido.
VII
Me
llegaron tres soldados veteranos con una víctima para holocausto. Se trataba de
propiciar la suerte en la batalla próxima. O en la anterior, no recuerdo bien,
los viejos soldados hacen a veces las súplicas a toro pasado, quizá confían más
en sus espadas que en nosotros. Estaba yo precisamente mirando el ara de mi
templo, llena de polvo y de arañas muertas, y considerando la posibilidad de
abandonar aquel santuario o de buscar al menos quien lo cuidara. La víctima era
una chiquilla como de quince años, muy bella y asustada, hija de los tres veteranos
(se ve que la súplica era fervorosa) y se proponían seriamente holocausto
verdadero. No se entretuvieron mucho: mientras uno, sujetándola, le apartaba el
pelo del cuello y preparaba la espada, otro ponía bajo la previsible fuente de
sangre un cáliz de azabache y rubíes, extraña combinación que yo nunca había
visto, y el tercero juntaba leña para una hoguera póstuma.
Me
hice visible y procedí a tener una conversación con aquellos cuatro tan
entrañables seres. Mientras la chiquilla, más asustada todavía por mi presencia
que por la muerte, se reducía a un silencio lleno de ojos enormes, los tres
veteranos, que al pronto habían echado mano a la espada (se ve que no tenían
hábito de dioses vistos, salvo por víctima interpuesta) pero que enseguida se
hicieron al prodigio con esa llaneza de los viejos veteranos, entraron en
razones y entendieron las mías.
En
primer lugar holocausto ¿acaso es posible?... Les convencí de que no, que
cuando menos lo piensas se escapa un cabello que se suelta, huye y no se quema,
o una gota de sangre que escurre a la tierra y en ella se seca. Y qué sentido
tiene, ni qué eficacia, un holocausto que no es holocausto. En fin, que los
dioses no somos tan cicateros ni sanguinarios, a veces nos conformamos sin
sacrificio, y que por qué no le preguntábamos a la niña, etc., etc. Dudaban aún
cuando recurrí al truco del tiempo (siempre se me olvida que esta gente vive
entre pasados presentes y presentes futuros) y les hice saber de antemano que
con víctima o sin ella iban a morir en batallas sucesivas, de uno en uno,
primero el del cáliz, luego el de la espada, por fin el de la hoguera. Tanto
que dicen mis compañeros de esa cosa humana que llaman la muerte: no se
asustaron nada, se avinieron a razones y me dejaron la chiquilla para que se
hiciera cargo de la limpieza y cuidado de mi templo y mi altar.
Mucho
tiempo después me acordé del tema, la vieja sacristana lo tenía todo muy
limpio, vivía solitaria sin descuidar su tarea pero no me dedicaba devoción
especial, le ofrecí algún favor, al fin y al cabo era una vida entera de
servicios, me dijo mi dios solamente quiero
que olvides mi nombre, no sé quién limpia mi templo, está muy
cuidado, o estaba, a veces tengo la extraña sensación de que en algún evo
pasado alguien estuvo consagrado a mí, tres viejos soldados a los que toda
batalla respeta vienen de vez en cuando, se sientan como si esperasen, miran
los rincones como si buscasen, pero no me buscan a mí.
VIII
Estaba
recorriendo, a deshora, a desgana, húmedo el sobaco de cansancio y desaliento,
las calles de uno de los barrios de mi olimpo provincial cuando la vi desde
lejos es decir que tuve oportunidad de verla bien con su exagerada minifalda
pero ya lo he dicho estoy -estaba ese día- cansado (y viejo) y hace evos que no
miro piernas de diosas, son todas iguales o bien hinchadas y feas, y estaba
además ocupado en cálculos sórdidos sobre no sé qué asuntos de mi herida
vanidad constantemente o que ya no distingo bien a media luz o qué caramba los
evos no pasan en balde y ha dejado de interesarme si las diosas podrían llegado
el caso ser buenas corredoras y escapar con eficiencia de los depredadores con
susmis hijos (qué otra razón podría haberme hecho mirar con tanta afición los
gemelos y los muslos de las diosas) en fin, que no la miré. Pero un poco antes
de cruzarme, ¡hombre mío, era vieja!, no muy muy que resultase ridícula la
minifalda y obsceno el paisaje de variz pero sí lo bastante como para tener
evos de sobra, pobre diosa, pobre. Gracias a Hombre estuve a tiempo de
dirigirle una mirada llena de lascivia que recorrió la parte que sí se veía e
hizo mohines quasi obscenos sobre la que no se veía, todo muy explícito y
descarado. Y la diosa, pues a su papel, levantó una voz chabacana y
barriobajera sobre los dioses, su salida y desvergonzada condición, lo que
tienen que soportar las sufridas diosas de tanto machismo y justo al cruzarnos
sus labios susurraron suavemente un ‘gracias’ mientras la boca despotricaba y
seguía. Tengo que mirar más a menudo las nalgas de las diosas, reconforta y
calienta mis siete divinos corazones.
IX
Los
dioses imitamos el comportamiento de los Hombres en mayor medida de lo que
éstos suponen. Por ejemplo, hemos creado el Instituto del Cáncer, y le hemos
entregado nuestros mejores cerebros y una ingente cantidad de medios. Todo
inútil: no hemos conseguido producirlo.
X
Uno
de mis amigos pertenece al grupo DM, ‘Dioses en busca de la Muerte’ y hace ya
evos que decidió dejar las asambleas y dedicarse a los hechos. Confiando en una
cosa que él llama factor ‘g’, que según parece es muy efectiva matando hombres,
ha decidido tirarse desde lo alto hacia lo bajo para estrellarse y morir.
Claro, como los dioses somos inmortales y eternos, la altura tiene que ser
infinita, por lo cual mi amigo se encuentra en una situación un tanto ambigua:
ahora mismo no sabe si ya está cayendo y seguirá cayendo infinitos evos, si
está todavía subiendo para llegar a la altura desde la que tirarse, y seguirá
subiendo evos infinitos, o si está detenido, eternamente detenido, en un punto
medio entre el infinito arriba y el infinito abajo. Como el paisaje no cambia y
mi amigo está ahí, sin que podamos saber si es un ahí cayente, un ahí subiente
o un ahí permanente, todos le hemos sugerido que lo deje, pero él asegura que
su situación es precisamente la muerte. No sé, yo voy de vez en cuando a
hacerle compañía y caemos los dos un rato mientras charlamos de esto y de
aquello.
XI
Yo
le llamo cariñosamente ‘Divimetro’, porque es amigo, pero entre ciertos grupos
de dioses se le conoce con un apodo bastante más cruel.
Todo
empezó cuando hizo un universo usando desechos y cosas viejas de otro anterior
cuya redención había fallado. Muchos de los instrumentos antiguos funcionaron
tal cual, como mares, estrellas, montañas (a veces llenas de vestigios de la
redención anterior, muy confuso todo para las pobres gentes), ríos, y hasta
tormentas y nieves y demás (nunca lo entenderé, con lo que yo disfruto creando
cada vez unos meteoros diferentes...). Pero cierta miserable y mínima
herramienta fue la causa de una especie de desastre redentor (y administrativo sive judicial) que originó además el mote
con el que muchos se burlan de su desidia. En uno de los planetas de ese mundo
habían dejado, herrumbrosa y olvidada, una vieja cinta métrica de fleje de
cinco metros de longitud, aunque no, pues al metro primero la herrumbre le
había carcomido diez centímetros y ya sólo era una cinta métrica de cuatro
noventa.
Confiado
en su buena suerte habitual y que no habría de notarse diferencia mayor, todo
lo medible lo midió con ese metro, empezando a veces por el extremo entero,
donde el primer metro lo era en verdad, a veces por el extremo gastado donde el
metro primero era de noventa centímetros. Así fueron los seres de creación tan
chapucera: unos altos y otros bajos, unos listos y otros tontos, unos con
suerte y otros sin ella, unos felices y otros desgraciados, unos reales y otros
meramente posibles, buenos y malos, blancos y negros, hombres y hembras, un
catálogo infinito de diferencias y desigualdades.
Y
aún fueron peor las cosas cuando les entregó el metro para que se administrasen
por sí mismos. Era de ver cómo los gobernantes y los jueces usaban para ellos
el extremo completo y para el pueblo el gastado (en asuntos de medir la
felicidad, la riqueza y el poder), o el gastado para ellos y el completo para
el pueblo (en temas de desgracia, miseria y penalidad). Cuando pretende
enseñarme cómo van sus universos, al llegar a ése miro para otro lado y con la
mano oculta siembro metros enteros sin que él se dé cuenta. Me inspira lástima
ese mundo y rabia el perezoso dios que lo providencia, y me entran ganas de
llamarle con el apodo oficial: ‘Precio de
saldo’ (4,90).
XII
Mala
cosa es el aburrimiento cuando se dispone de una eternidad para que crezca...
Recuerdo la época en que estuvo de moda regalarse entre dioses cachorros
humanos, y recuerdo cuando la moda pasó e infinidad de cachorros y humanos
adultos quedaron abandonados a sus propios recursos en medio de un tiempo
sombrío y sin providencia. Sus ojos aterrados, sus miserables destinos, sus
muertes estúpidas, su infinita tristeza... Algunos de nosotros, más
providenciales o menos desalmados, tuvimos que crear instituciones de refugio,
pero no mundos auténticos, no verdaderas redenciones, pues los humanos
abandonados por los dioses a su suerte luego ya no confían y dejan de
reproducirse. Solamente pudimos proporcionarles un poco de calor divino en sus
últimos días (y acallar de paso nuestra negra conciencia de snobs malnacidos).
XIII
He
creado un universo y ha fallado totalmente sin que logre yo saber por qué. Hice
como siempre estrellas y planetas, puse luego las debidas condiciones vitales y
encendí la chispa para que todo rodase, para empezar en los mares la cadena de
la vida, la evolución de las especies, la aparición del hombre. Todo según
cálculos bien hechos, soy un dios con vasta experiencia en la creación de
mundos, tengo en mi haber una infinita cantidad de redenciones triunfantes.
Pero algo que ignoro ha salido mal, aquí están los seres y todo funciona, la
vida se rebulle en especies innumerables, los soles brillan y los planetas
giran y todos los elementos concuerdan con el plano. Incluso los hombres están
aquí, una mirada aparente no descubre fallos, únicamente ocurre que no existen
las almas. Hay luz y agua, aire y clorofila, inteligencia y vida, se sustituyen
las generaciones y se suceden los evos, pero ni una sola partícula de alma ha
encendido su chispa en este mundo fantasmal. No sé si pararlo o dejarlo, en
realidad dará lo mismo, desde luego redención aquí no necesitan.
XIV
Nunca
se apagarán los ecos de la terrible batalla entre dioses, que nadie sabe cuándo
empezó y nadie recuerda su causa. Pero las huellas de aquel desastre espantoso
no se borrarán de la memoria. Durante evos interminables los universos fueron
abandonados y las redenciones se dejaron sin providencias, las estrellas se
consumieron, los planetas se desintegraron, la esencia de las cosas volvió a su
huevo primigenio mientras los dioses descargaban los unos contra los otros
cóleras y furores que se habían ido gestando a lo largo de las eternidades.
Allí
se olvidaron las alianzas y las amistades, todo dios contra todo dios y contra
toda diosa, toda diosa contra toda diosa y contra todo dios, nadie camarada de
nadie, la furia levantando oleadas en la escamosa piel de la nada, los pechos
reventando de odios antiguos e infinitos como granos de la arena de que se hace
la luz.
Cada
mandoble inmenso desollaba las auras de dioses tan airados que seguían
golpeando cuando ya su enemigo había cambiado de contrincante. Cada rugido de
furia encrespaba el éter en que la propia sustancia de la batalla se cernía. Y
duró tanto aquel combate que la propia eternidad, rezagada, hubo de esforzarse
para alcanzar el paso de los dioses rabiosos.
Muchas
son las imágenes que recuerdo, como fotos fijas, de aquel acontecimiento, pero
la que más me angustia es una en que dos dioses, agotados después de luchar sin
término, se apoyan finalmente uno en otro y, desolados más allá de toda
desesperación, lloran sin consuelo por no poder matarse mutuamente.
XV
Hay
ciertos grupos de dioses que son anánzropos,
no creen en la existencia del hombre. Sostienen con cierto fundamento que todo
lo relativo al hombre (existencia, esencia, atributos) son temas carentes de
sentido, argumentos literarios, cuentos de antropólogos desocupados o
simplemente trasuntos de los temores, deseos e insatisfacciones de los dioses.
Por ejemplo: el tema de la muerte, en el que más insisten, y el tema del bien,
que usan como argumento preferente.
Por
lo que se refiere al primero, y ya lo hemos dicho en otros textos, sostienen
que la muerte es imposible, y ni siquiera tiene cabida dentro de esa duración
(reputada absurda por ellos) que se llama tiempo, dividida ex profeso en tres
secciones discontinuas pero continuas, ya que si la muerte del ente actual no
está en el pasado y no está en el presente, puesto que el futuro por definición
no existe, no existirá en absoluto. Argumentan que el tiempo es un concepto
imaginario que ninguna criatura podría protagonizar, y que de todos modos la
muerte no tendría cabida en él ni como acabamiento de él.
Por
lo que se refiere a lo segundo, presentan objeciones serias en cuanto al hombre
como sumo mal, que no podría consentir, si existiera, partícula alguna de bien,
pero es cierto y evidente que el bien existe, ergo...
“Quia si unum contrariorum fuerit infinitum, totaliter
destruetur aliud. Sed hoc intelligitur in hoc
nomine Homo, scilicet quod sit quoddam malum
infinitum. Si ergo Homo esset, nullum bonum inveniretur. Invenitur autem bonum in mundo. Ergo Homo non est.”
Este
clásico argumento, el más viejo y el más fuerte que esgrimen los anánzropos, tiene diversas refutaciones
por parte de los viejos antropólogos clásicos, pero nunca ha perdido su fuerza
de convicción, que apela a una especie de sentido común y de inveterado
sentimiento sobre el bien en el mundo y su incompatible presencia con el
hombre.
XVI
No
suelen aguantar mis nervios la visita a un asilo de dioses: esas miradas
perdidas en un infinito a la vez exterior, interior e inexistente; desgranar
con dedos incansables la tonta gestualidad que hace evos que carece de sentido;
labios que musitan sílabas rotas, sonidos sin sonido, palabras sin palabra; dar
vueltas y vueltas a una noria que no tendrá final... Y jóvenes dioses
sirvientes, llenos de fingida y eficiente alegría profesional, llamando a cada
paciente por su nombre de pila, trayendo y llevando sopas que se adivinan
carentes de sustancia, de pesadas y sólidas grasas que podrían hacer reventar
(y sería un alivio) estómagos demasiado cansados por eternidades sin cuento.
En
fin, dioses esperando nada. No la juventud, impensable para un dios y siempre
más lejana que los más lejanos recuerdos. No la vida misma, hilvanada durante
tantos y tantos evos que ya su telar ha dejado de tejer aunque siga tejiendo. Y
no la muerte, que no es posible y no tiene sentido.
¿Qué
hacen los viejos dioses en un asilo de dioses, mientras juegan al parchís con
fichas transparentes y comen sopa sin grasa sujetando a sus cuellos arrugados
baberos de infantes imposibles? ¿En qué piensan? ¿Qué añoran sin desearlo, qué
buscan sin esperanza, qué universos que no crearon recuerdan haber creado y
desean descrear?... Y ni siquiera la muerte, si existiese, daría significado y
terminación a estas terribles instituciones: la muerte siempre sería anterior a
los asilos, nadie vivo viviría en ellos.
XVII
Aunque
son contrarios a la costumbre de un dios con una diosa, a veces los triángulos
funcionan. Dios con dios y diosa, o diosa con diosa y dios. Yo conozco uno que
fue, fueron, felices un tiempo. Eran tres dioses hermanos hijos del mismo dios,
una diosecilla menuda, joven y cantarina, una diosa mayor, llena de sentido
común y de enérgicas actitudes, y el hermano del medio, un dios bello como un
hombre, aunque algo falto de energía y carácter. Para mí tengo que las dos
diosas estaban más enamoradas de él que él de ellas, bien fuere que su humana
belleza atrajese los femeninos corazones, bien que el pálido charrán, más
cándido que avisado, se dejase querer con esa indolencia de los guapos y esa
languidez de los débiles.
Muy
compenetrados por ser familia, y muy juguetones, inventaron un kamasutra
triangular entero de placeres casi corporales, y hasta probaron el sexo puro y
duro en cuerpos humanos que se vistieron para consumar orgías tan calientes que
los viejos dioses las desaprobaron con rubor mirando hacia otros lados.
Pero
la cosa no duró más allá de unos cuantos evos; trató de engañar a la mayor con
la pequeña, a la pequeña con la mayor, hasta que al final, entendiéndose entre
ellas como remedio menos malo, le dejaron a un lado aprovechando el momento en
que estaba metido en un cuerpo humano, feo como un dios; y solitario y errante
recorre el infinito sin hembra ni diosa que le tenga ternura. Ellas se apañan
solas, pero creo que le echan de menos, su lánguida dejadez, su hermosura
humana, tan decadente, tan perecedera, tan excitante.
XVIII
Al
saber perdida la batalla, le dejaron solo. Habían confiado al dios marcado
aquella retaguardia peligrosa, era de toda confianza, fuerte, valeroso,
incansable, fiel. ¿Tener marcada la faz con aquella quemadura perdurable
engendraba en su alma esas cualidades? ¿Le hacía acaso insensible al miedo, al
cansancio, a la traición?... ¡Quién lo sabe! Lo cierto es que habían elegido
bien, pues si todos los puestos fallaron, él no falló, si el enemigo se hizo
con todos los fuertes, no con el suyo, si llegó a ser la huida la única solución,
su valor y constancia la hicieron posible sosteniendo la retaguardia hasta que
todos se salvaron.
Nadie
recuerda la causa de su rostro marcado, la terrible erosión que dejó en la piel
del dios una quemadura tan definitiva, los evos tienen esta característica:
cuando pasan demasiados, ya no se recuerdan los anteriores. Pero yo sí
recuerdo, nunca se me olvidará: en una batalla fue, peleando furiosamente
contra todos los enemigos, cuando le dejaron solo mientras todos huían, la
salvación general a su esfuerzo solitario y valeroso se debió únicamente, pero
a costa de que se escribiese en su frente semejante relato de fuego y de
sangre. Esa cicatriz que ni exhibe ni oculta le convierte a mis ojos en el
héroe más grandioso de toda la eternidad, acaricio su huella con mi dedo cuando
me tiene en su regazo y me explica cómo se actúa cuando se quiere ser
auténtico. Yo le escucho y le sigo, pero la lección más segura es el surco
quemado de su viejo rostro valiente.
XIX
El
dios ciego recorría despacio las vastísimas inmensidades de los olimpos ayudado
por un lazarillo diminuto e infantil que no le descuidaba ni un instante y
gracias al cual jamás tropezaban sus pies vacilantes en los muchos escalones
que alteran la nunca rasa superficie de los cielos.
Es
posible que sus ojos negros no llegasen a contemplar, al menos en los últimos
evos de evos cuando ya eran inservibles por marchitos, las maravillas más o
menos esplendentes de que gozar pueden los dioses videntes. Y también es
posible que su paso, torpe aunque auxiliado sin fallos por el humilde y mínimo
lazarillo, tardase eternidades sin cuento en recorrer todos los rincones, pero
y qué, si las yemas de sus dedos eran capaces de apreciar cada estructura del
cosmos, cada torbellino del caos, cada detalle de las cosas que son y de las
cosas que no son. Y qué, si la mano silenciosa, tierna, suave, solícita de su
pequeño amigo y servidor nunca se separaba de la suya y era luz entre la
sombra, ternura y delicadeza en medio de la vastedad de las proporciones
universales. Y qué.
Alegre
a pesar de su ceguera, admirado por poder rozar con su mano incontables
maravillas, íntimamente feliz al sentir entre sus manos el calor de la mano
pequeña que le guiaba, nunca supo el ciego dios que su lazarillo ya no estaba,
que ese calor tenue y delicado solamente de sus propias manos procedía, cómo
iba saber el dios ciego, con sus ojos ciegos, que el lázaro solícito y amigo
que tanto le había conducido por entre las volutas de la inmensidad, era un ser
humano sujeto a la muerte y ya con ella...
No
se lo decimos. Cuando con cualquiera de nosotros se cruza, le saludamos a él y
fingimos saludar al niño, para qué desengañarle y dejar su viejo corazón
huérfano de las pocas luces que le quedan. Y además, cuando se aleja con su
paso lento sujetando entre sus manos una sombra que hace mucho que ya no
existe, la sombra parece guiarle y asegurar sus pasos, y quizá le sigue amando
más allá de la muerte, qué sabemos los dioses de la muerte y del amor...
XX
Muchos
pensamos que el dios más importante es Cuentahombres, el que se sabe todos los
nombres y todos los destinos y ni una sola gota de sangre humana está fuera de
su contabilidad o ignorada de su memoria. Porque si ese dios no existiera u
olvidase su trabajo ¿qué sería de todos los hombres que ha trasegado la muerte
y qué de sus nombres e historias y memorias? ¿Y qué sería de los dioses si los
hombres no hubiesen existido o no fuesen recordados? ¿Somos acaso algo más que
ese prolijo y desmesurado registro?...
Por
eso muchos de nosotros ayudamos a Cuentahombres con gusto en su tarea, yo mismo
me ocupo de un archivo en donde catalogo cada gota de alma derramada de los que
mueren antes de que los decretos lo decreten. Ni yo mismo recuerdo cuántas son
ya las almas archivadas, no sé si los dioses estamos acertados en eso de buscar
con tanto afán la muerte. Cosa de hombres es, quizá debamos dejar que lo siga
siendo.
A
veces pienso si no habrá también un hombre Cuentadioses que lleve en sus
registros noticia detallada de cada uno de los dioses que, a solas en el océano
furioso de una eternidad sin alteraciones, son -somos- pasto de un olvido que
no tendrá redención ni final ni catálogo. Y si le ayudarán sus amigos, y si
alguno de ellos dudará del buen juicio de los hombres que busquen con afán la
inmortalidad divina.
Pero
quizá los hombres son simples catalogadores de dioses como nosotros somos
simples registradores de hombres. Y acaso morir-eternizar sean simplemente
cambiar de archivo.
XXI
Como
sintió que su lampo perdía fuerza, y de la brillante y eléctrica blancura que
en otro evo tuviese había llegado a azulear y deslucirse hasta quedar meramente
como un aura del color del aciano, desteñida y pobre, decidió aquel dios
intensificar sus creaciones, por si era descuido de providencia o falta de
suficientes universos. Pero no.
Menudeó
las redenciones y los milagros, insólitas ternuras de dios blando que mal
podían aumentar el resplandor de su gloria, habida cuenta de que la gloria de
los dioses más resplandece con el metal y el cristal que con la misericordia y
la indulgencia. Pero no.
Se
dejó mecer por las corrientes de la eternidad como un poeta romántico que va de
taberna en taberna emborrachando a su musa para matar sus talentos, harto de
belleza y de arte. Pero no.
Y
ya cansado me pidió consejo.
Ahora
tiene luz y reflectancia para dar y tomar, le dije que metiese a un hombre en
una jaula estrecha y lo viese tranquilo y paciente ir muriendo de soledad y
sombra (y hambre, de paso). Cada minuto menos de su vida ha dado aumento al
reflejo de poder del dios, cada terror silencioso ha pulido el espejo divino,
nunca comprenden que de donde los unos pierden, ganamos los otros.
[No sé si incluir o
no este texto en mi historia
de la los dioses, a veces pienso que desdice del conjunto, presenta
de nosotros un aspecto negativo, y además su último párrafo es peligroso. Quizá
sea mejor una versión distinta:]
Recorría
los espacios infinitos como un errante mendigo, titiritero, músico de feria y
de camino, acompañado por un ayudante que bailaba al son del caramillo y al que
encerraba por la noche en una jaula de palos con ruedas de piedra. Su figura,
tirando de la jaula y a paso lento, era familiar en todos los contornos, pero
su música era tan pobre y deslucida, la armonía de las esferas estaba tan lejos
de habitarla, que muchas veces no lograba ni su propio sustento, y en el
fatigado anochecer, el bailarín y el músico compartían el hambre o el seco
mendrugo de misericordias sordas. Cuando arreciaban vientos o tormentas, el
bailarín le hacía sitio bajo el agujereado techo de la jaula y, aunque pequeño
el espacio y traspasado de corrientes, por unos momentos compartían también el
mismo hogar ambulante.
Si
se le preguntaba por la jaula sin puerta ni cerrojo, o le criticaban el
esfuerzo inmenso de ir arrastrando a su compañero, respondía vagamente, si
acaso respondía, que no podía prescindir de su amigo ni de la jaula ni de nada,
que un músico no lo es si nadie baila su música, que un dios no puede serlo si
no tira de un hombre por los caminos del mundo, que la libertad no tiene sentido
si no lleva colgada una jaula, y que quién sabría a esas alturas distinguir lo
uno de lo otro como para decir en qué sitio exacto estaba trazada la raya.
Nadie podría decir entonces quién era el dios y quién el hombre, quién el
bailarín tullido y quién el flautista asmático, quién el amo y quién el siervo,
quién el inmortal y quién el otro, pues, camaradas de un único destino, la
duración del mismo no implicaba diferencias, y, amigos de infortunio y de
miseria, la muerte no sabría distinguirlos ni tampoco la luz.
XXII
Con
triste desolación el dios y su enamorada dudaban quién de los dos tenía peor
destino, si el dios por perderla (un soplo en la eternidad y ya la muerte la
llamaba) o si ella por morir y perderle también a fin de cuentas. Y se decía el
dios que la inmortalidad sin ella sería una atrocidad tan infinita, que no
podría haber suerte peor, pero la mujer le respondía que al menos su imagen
continuaría con él, mientras el olvido más ciego la sepultaría a ella.
Bien
pagaban entonces haber desoído consejos de dioses y de hombres de no amarse
entre ambos siendo la diferencia tan grande y la duración tan distinta. Pues
puede que el amor compense sacrificios menores, pero una eternidad de vida sin
el objeto amado, una eternidad de muerte sin el amado ser, y todo por un
instante tan breve que el relámpago lo sobrevive...
Ofreció
el dios a la muerte un trueque con su amada, pero la dueña de la segur no pudo
complacerle, con razón: sería expediente a seguir por tanto dios deseoso de
encontrarse con ella. Un simple razonamiento bastó para acallar sus protestas,
es de lógica que la muerte no pueda hacer excepciones.
Se
abrazaron al fin en un último instante, murió en su regazo la mujer para
siempre, deshecho y olvidado está ya el universo que la contuvo y todavía sigue
el pobre dios llevando crisantemos a un punto de la nada en donde breve tiempo
estuvo la tumba. Muchos dioses le compadecen, muchos le envidian.
XXIII
Varios
viejos guerreros se habían citado allí, una encrucijada cualquiera que no tiene
relieve y que sólo se menciona por el encuentro que en ella iba a tener lugar.
Llegaron
cada uno con su arma preferida, todos con el perfil y el rostro lleno de
cicatrices, púrpura y cyan, zafiro y esmeralda, rubí con topacio, azabache
desnudo, de todos los colores y de todas las sangres, de todas las batallas y
de todos los tiempos, viejas heridas que hablaban por sí mismas un idéntico
lenguaje y que se saludaron al verse, a espaldas de los propios guerreros, como
seres que a la postre comparten un linaje.
Nadie
sabe el premio que al vencedor esperaba, quizá ninguno esperaba más premio que
la lucha, nadie sabe de dónde venía cada guerrero, orígenes tan lejanos que a
lo mejor no estaban dentro de los límites, nadie sabe cómo se citaron allí,
quizá el propio palenque les llamó en sus intralmas, donde el soldado siente
que luchar es necesario aunque no sea necesario vivir.
Y
cuando se dio sin darse la señal del comienzo y un clarín sin sordina
cristalizó los aires, las espadas desnudas, desnudas las flechas, las lanzas
desnudas, así todas las armas, de acero, de bronce, de cristal, de palabra, de
concepto y de forma, de puño y de mirada, cada cual con la suya, todas
enarboladas por pechos valerosos, entonces me sentí por fin en mi sitio, supe
que había llegado, estaba en mi destino, todas las otras preguntas dejaron de
importarme, si era dios o era hombre, si vivir o morir, si la eternidad o el
tiempo, si el pasado o el futuro: en los ojos reconocí a todos mis camaradas,
con mi arma en la mano me lancé contra todos al tiempo que todos se lanzaban
contra mí, dejé que mil aceros me acariciasen el alma como el rostro sudoroso
la brisa de la noche, herí y me hirieron, el río de nuestras sangres, blanco
por la mezcla de todos los colores, se volvió mar infinito y naufragamos en él.
Desde su fondo miro la transparencia del mundo y no me determino a despertar de
una vez, no quiero saber si soy dios y estoy vivo, si soy hombre y estoy
muerto, que la señal de la lucha suene de nuevo, luchar y naufragar es un buen
destino.
XXIV
Es
cosa extraña la amistad, aunque hermosa tal vez. Quién podría explicar la
amistad entre aquellos dos seres tan dispares, quién podría haber supuesto
semejante cosa de antemano... Nadie, nadie habría podido, pero su amistad era
verdadera, quizá haya sido la única cosa verdadera que haya existido, si es que
todas estas palabras tienen algún sentido.
Su
final, que en cierta forma fue su principio... no me sé explicar... tiene
tintes épicos y un aura de hermosa dimensión íntima que a muchos nos regocija y
calienta las áridas regiones oscuras que mantiene todo corazón.
Juntos
se fueron, ¡qué aventura para un hombre, qué ocurrencia para un dios! a buscar
oro. ¡Oro! ¿Acaso de verdad era oro lo que buscaban?... ¿No sería más bien la
ocasión de caminar juntos los vastos desiertos y las solitarias parameras de
los diferentes universos, hablando en silenciosa armonía de sus sentimientos
hondos, dejando que la amistad discurriese libre como el riachuelo que se
demora holgazán entre peñas pulidas?... Muchos creemos esto último, ni siquiera
llevaban a lomos de sus viejas mulas los cedazos de lavar arenas, la química de
analizar el mineral, no habrían sabido qué hacer de haber hallado lo que decían
buscar, el oro y la felicidad se buscan sin ánimo de encontrarlos, no se espera
del destino la torpe faena de que nos ponga delante prodigios que no sabríamos
cómo aceptar ni consumir.
Pero
mi historia los busca y los encuentra cuando, agotados por largos días, meses,
de marcha a través de un desierto inusitadamente ilimitado, infinito tal vez,
se ven reducidos a dos secos y torturados despojos. El agua les falta desde
tanto tiempo atrás que sus labios, su lengua, su piel, todo su organismo,
rechina como lija en los gestos más simples, gotas de líquido inexistente y
fantástico pueblan los delirios con que se comunican, pasados aquellos momentos
en que sus ardientes laringes pudieron articular palabras. Tal vez se trata de
un universo de sol y de arena, donde nada más habita ni existe, tal vez la
propia arena es ya ese oro en cuya excusa han salido y les rodea y acoge y
envuelve y sepulta...
Con
un último resto de energía uno de los dos, quién sabe cuál, qué más da el
mínimo detalle, saca de su hatillo o del fardo mulero una horquilla de madera
blanca con la que se dispone a crear y creer el milagro zahorí de hallar hacer
agua en ese mundo inaquo. La tensión de las manos, la vibración del fresno,
cavar febrilmente separando arenas hasta ver aparecer una humedad bienhechora,
un rezumar milagroso, un hilo de misericordia, un río de abundancia, un
torrente de lujuriosa y oceánica aquidad.
¿Y
beber, ansioso beber, frenético beber, empapar las abrasadas células, inundar
de húmedo bienestar quemados labios, hirvientes lenguas, leñosos gaznates?...
Pero
comprende el hombre, cuando a punto está de satisfacer la mayor necesidad de su
historia y proporcionarse el mayor placer de su memoria, que el dios compañero,
sediento como él, no puede beber. Los dioses no pueden, no tienen cuerpo, no
pueden beber, sienten la sed en un alma especial diseñada para ello, pero nada
ha sido dispuesto para que la apaguen bebiendo, por qué habrían los dioses de
buscar la muerte si no fuese por cosas así.
Como
no pueden beber los dos, el hombre decide que no bebe ninguno, y allí
permanecen silenciosos, junto al torrente de agua fresca y salvadora, sedientos
para siempre, para siempre amigos, en medio de un desierto de arenas de oro que
inunda sus corazones y deslumbra sus ojos, y mientras el hombre muere quemado
desde dentro por una sed más furiosa que el oleaje del tiempo, a sus labios
solamente llegan las lágrimas de su amigo el dios, derramadas de amor y de
amistad desde ojos que no existen. Ojalá esas lágrimas no hayan sido saladas.
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XXV
No
es buen apodo el de ‘Diosas errantes’ porque no describe adecuadamente las
actividades del alegre grupo de diosas solteronas. Sí que iban y venían mucho
de tertulia en conventillo, de cotilleo en marujeo, entre grandes risotadas
algo ficticias, alegres de no haber perdido, a pesar de todo, la alegría...
Pero sus idas y venidas nunca salían de cierto territorio conocido, del mismo
modo que sus comentarios jamás se aventuraban más allá de ciertos temas
controlados, puede que atrevidos y salaces, pero atados aún a menguada cadena.
Casi
todas tenían, o decían tener, ‘recuerdos’ y si aguantaban con resignación el
mote de ‘Diosas errantes’, jamás hubiesen admitido el de ‘Diosas vírgenes’ que
algún ocurrente malicioso quiso en cierto momento proponer. Y esos recuerdos
eran las más de las veces el tema sabido y sobado de sus conversaciones, aunque
alguna ocasión se atrevían a mayores atrevimientos y, dejando de hablar de
pasados pasados, se arriesgaban a diseñar futuros que poco a poco iban tallando
urgencias en sus ánimos.
Fue
de una de estas, y esa vez tensa y susurrante, conversaciones, de donde salió
el temerario proyecto de crear para ellas solas un universo únicamente de
machos, de salidos y rijosos machos, un mundo priápico y penetrante de falos
incesantemente erectos que hiciesen realidad los famosos recuerdos y dieran
calor y color a las conversaciones futuras.
Y
como de dioses y de diosas es el poder del hacer, como querían lo hicieron y
como deseaban lo gustaron, por turnos y a la vez, a la vez y por turnos,
solitarias y en grupos, que sobraban enhiestas fuentes de esperma en aquel
mundo semental y masculado.
Pasaron
los evos, se fueron cansando, momento llegó en que ninguna diosa errante bajaba
ya a solazarse, al fin comprendieron que la pasión también hastía, escocidas y
hartas se olvidaron de aquel mundo, descrearon o borraron tanta virilidad,
volvieron a sus tertulias, ahora por fin sin recuerdos. Y aunque nadie las
llama nunca ‘Diosas vírgenes’, si la castidad tiene modelos, ellas lo son.
XXVI
Si
se quiere, siempre hay un modo de burlar las leyes. De todos es sabido que los
dioses tenemos completa y absolutamente prohibido crear universos donde los hombres
se enfrenten en guerra los unos contra los otros y se maten en luchas cruentas.
Puesto que la muerte debe ser un ingrediente esencial de los mundos del hombre,
se admite en sus muy diversas formas: como suceso natural, por supuesto, pero
también accidente, asesinato, hambre, etc., etc. Mas nunca mediante guerra.
Creímos necesario establecer un límite y que éste excluyese a la guerra más
allá de sí mismo. Muy poderosas y diversas razones aconsejan tan sabia medida.
Pues
bien, yo sé de un dios que ha encontrado la forma de burlar legalmente la
prohibición bélica. Ha creado dos universos humanos idénticos y solapados y
juega a la guerra azuzando continuamente el uno contra el otro. Los hombres que
los habitan no ven la diferencia, creen todos ser contemporáneos, vecinos y
paisanos de un único mundo, y se matan en guerras constantes de bárbara
ferocidad inextinguible.
El
dios responsable está muy satisfecho con su ingenioso truco, hace apuestas
consigo mismo entre las blancas y las negras, se pasa los evos contando
cadáveres, hace creer a sus súbditos que odia la violencia, pero ayuda
constantemente a los más sanguinarios. Ellos mismos le llaman el ‘El Dios de
las batallas’.
XXVII
No
se me olvida la historia del dios maquillado, siempre delante del espejo ensayando
disfraces y toda infinita y diversa clase de cremas, pinturas y albayaldes.
Era
un dios enamorado de la apariencia, del ser que no se es, del intentar ser
aquello que está lejos de serse, o quizá enamorado de aquello que los hombres
llaman teatro y que consiste en eso mismo, en fingirse otro. Lo cierto es que
se puso un día ante el espejo de focos y empezó a cambiar sus rasgos con toda
clase de afeites, postizos y maquillajes.
¿Mil
evos, cien mil eternidades?... No tiene sentido la pregunta, en la eternidad no
hay más o menos: estuvo toda la duración cambiando su rostro. Hasta que se
cansó, por fin, y comenzó a desandar lo recorrido.
Y
ahora está viviendo el regreso de su aventura, un regreso que quizá nunca se
acabe, pues detrás de cada maquillaje, cuando lo borra y diluye y retira y
lava, siempre otro maquillaje está debajo esperando ser borrado, diluido,
retirado y lavado para ser sustituido por otro y luego por otro y luego por
otro.
O
nunca regresará el dios a su rostro verdadero porque estuvo un infinito
maquillando sus perfiles, o finalmente volverá, detrás de un último albayalde y
de un colorete final, la transparente e invisible faz que tanto le aterraba y
por la que empezó a maquillarse.
XXVIII
Se
dice que en una duración infinita, como es la eternidad, cabe que sucedan
infinitas veces infinitas cosas.
Un
dios eterno podría estar tirando un dado seguro de que al fin habría de salirle
el 1 infinidad de veces, y el 2 infinidad de veces... y el 6 infinidad de
veces. Pero también ocurrirá que habrá infinitos en que jamás salga el 1, o el
2 o el 6, y que eso sucederá infinito número de infinitas veces, agotando hasta
la insensatez la completitud de lo estocástico.
Piensa
cualquier posible y habrá sucedido infinito número de aconteceres. Piensa un imposible,
y todas las variantes posibles habrán sucedido infinito números de ocasiones. Y
se habrán hecho reales infinitas veces todos los infinitos argumentos que
demuestran de infinitas formas que el imposible es posible.
Cada
dios ha sido infinitas veces cada hombre, cada matiz de cada hombre, cada
instante de cada hombre, ha vivido y vuelto a vivir cada vida y cada aspecto de
cada vida, y ha muerto infinitas veces cada muerte y cada variante de cada
muerte.
Pero
no, recordad que los dioses no mueren, es imposible.
¿Se
vuelve posible lo imposible cuando tiene infinitas ocasiones de intentarlo? ¿Se
vuelve imposible lo posible?
El
tiempo es la eternidad cuando un milagro imposible la cura de infinitos.
XXIX
El
dios ‘Milagros justos’ se limitaba a intervenir cuando veía en peligro la
adoración de sus fieles, pero, vago como era y poco aficionado a providencias
intervencionistas, pocos cuidados se tomaba por el bienestar de los súbditos
mismos. De ahí el nombre.
Aunque
en una ocasión tuvo que hacer, quieras que no quieras, un milagro
extraordinario bien en contra de sus costumbres y quizá de su voluntad, pero
milagro y gordo a fin de cuentas.
Habiendo
descuidado (ya digo que ‘Milagros pocos’ era holgazán y tardo) uno de sus
universos, de pronto resultó que los hombres se volvieron (casi de golpe decía
‘Milagros mínimos’, pero en realidad a su tiempo evolutivo natural) tan
superiores y creativos que catalogaron su propio genoma y se duplicaron
genéticamente a sí mismos, mientras el indolente ‘Milagros escasos’ se cortaba
las uñas de los pies. Toma descuido.
Paso
más y borran dioses, y ya se sabe que si te borran desde alguno de tus propios
universos, borrado para siempre quedas, por más dios inmortal que seas. Así que
tuvo que hacer un milagro rápido, de los de ¡tente hombre que me matas!: envió
meteoritos tan de golpe y en tanta cantidad, que oscureció las luces de aquella
estrella y sepultó al planeta en una noche temporal tan espesa que todos los
seres dominantes perecieron.
Bueno,
pues fijáos si ‘Milagros limitados’ será haragán, que otra vez ha vuelto a
dejar ese mismo universo a su aire. Han pasado unos 65.000.000 de lo que allí
llaman años, otros hombres (no son grandes como aquéllos, sino pequeños y de
otro filum, pero más rápidos aún
y más atrevidos) han evolucionado y llegado al mismo punto. Así que ahí
andamos, el estúpido ‘Milagros insuficientes’ bostezando de hastío mientras tan
atrevidas criaturas están a punto de borrarle del mapa y quizá no tarden en
destruir la muerte. Y qué esperanza de morir vamos a tener los dioses si hasta
los hombres se vuelven inmortales...
Yo
a ‘Milagros exiguos’ ni le saludo.
XXX
Estaba
yo contemplando el ocaso en uno de mis universos (me gustan especialmente los
ocasos, pongo en crearlos toda mi sabiduría, estoy secretamente orgulloso de
ser el mejor creador de ocasos del olimpo) cuando desfiló ante mis ojos una
larga caravana de dioses vagabundos. Es inevitable sentir nostalgia ante cosas
así.
Estas
tribus de dioses caminantes, nunca apegados al mismo lugar, inquietos en la
laguna de la quietud, nómadas en la pecera de lo infinito, producen en el ánimo
una sensación mezclada de paz y de misterio, de tristeza y de energía, de
aventura y de olvido. Sabes que recorren tantos senderos que no pertenecen a
ninguno, y ese no pertenecer los hace diferentes, dioses sin raíces, quizá
nunca vuelvan, quizá no existan. Parte de tu alma se va siempre con ellos y
nunca regresa a ti, que te quedas con un trozo de menos añorando no se sabe
qué, si es que la añoranza no es completa en sí misma.
Mirando
mi mirada de envidia y cobardía, una diosa morena que dejaba las riendas
sueltas de su carro al azar de roderas marcadas en la nada, me saludó con los
ojos o quizá con las manos o tal vez con el alma. Yo levanté un poquito la
punta más nostálgica de mi corazón de olvidos y contesté al saludo dejando que
las luces se mezclasen un poco.
Fue
un gesto mutuo entreverado de ocasos, a lo mejor lo he soñado y no ha tenido
lugar, quizá la caravana no ha desfilado ante mí, el ruido chirriante de la
madera redonda es un fantasma sordo de mis viejos recuerdos, a lo mejor debería
curarme de crepúsculos durante algunos evos y crear varios mundos donde el sol
no se ponga.
Me
gustaría perderme por los caminos eternos montado en un carro que no vaya a
ningún sitio, dejar que el destino, por una vez sin dueño, me trate como a un
hombre y me lleve a su antojo. Y que diosas de bronce o mujeres morenas me
canten por la noche baladas azules bajo estrellas remotas que haya creado un
dios orgulloso de crepúsculos.
XXXI
Aunque
nos pasamos la vida persiguiendo al tiempo, sin conseguirlo jamás,
naturalmente, o quizá por ello mismo, los dioses muchas veces aprovechamos el
no poder manejar ni cambiar nuestra duración, para hacer cambios y manejos en
la duración temporal de los hombres.
Esta
es la historia de un dios que jugaba con el tiempo de los hombres de sus
universos, hacía experiencias y pruebas, era una especie de
cronoexperimentador, y llegaba tan lejos en sus atrevimientos como se lo
permitía la naturaleza siempre misteriosa y esquiva de esa discontinua
continuidad.
Una
vez diseñada y creada la secuencia temporal de un mundo, y construidos y
ajustados a ella la mayor parte de los destinos humanos, creaba luego hombres
de una época y los situaba en otra, ancestrales cavernarios en siglos
industriales, tecnomecánicos; exquisitos poetas románticos en medio de bárbaros
mercados comerciales; avanzados pensadores del futuro en remotos pasados
primitivos; sensitivos compositores musicales en lugares sordos y mudos; audaces
soldados en cenagales cobardes; castas vírgenes en obscenos burdeles... La
dislocación temporal de estos pobres destinos le divertía al dios, según
parece, o sacaba de ella no sé qué consecuencias científicas interesantes.
Una
vida fuera de su propia época, además de ser aplastada por la salvaje presión
del medio social enemistoso en que se halla prisionera, también actúa en cierta
medida de fermento y si la virgen casta se transforma poco a poco en inmunda
ramera, el burdel también se matiza una brizna de níveo cenobio; si el
primitivo oligofrénico contagia su extraño medio con la sanguinaria manera de
obrar de su instinto, también se abre en su oscuro cerebro una rendija de luz
civilizada. Y si el avanzado pensador de ideas futuras se estupidiza y ensombrece
inevitablemente por influencia de la necedad de su entorno, sin querer
transmite a ese entorno cauces de sabiduría que lo elevan sobre sí mismo. A la
postre es como hacer del tiempo un puzzle diferente, sacando piezas de sus
lugares donde significan algo para llevarlos a huecos donde pierden ese
significado en favor del contorno y adquieren otro ellos mismos con que el
contorno los troquela. Estrellas obligadas a ser gusanos, gusanos obligados a
ser estrellas, haciendo las primeras del barro firmamento, haciendo los
segundos del firmamento barro.
XXXII
Mi
amigo ‘Dios de cerca’ crea unas miniaturas bellísimas, pero a causa de ello
está perdiendo por completo el sentido de la perspectiva. Hace poco le encontré
engolfado en la vida y trabajo de un compositor de provincias, al que inspiraba
músicas celestiales extraordinarias sin que el pobre diablo pudiera ni echarse
a descansar. Mi amigo había creado un universo completo por el simple gusto de
manufacturar esa mínima figurita musical y hacerle un hueco en la existencia y
en la historia; tan exagerada la obsesión por su pequeña maravilla y tan
desinteresado de todo lo demás, que el resto del universo era un decorado
grosero sin detalles ni especial verosimilitud, destinado únicamente a acoger
las resonancias de su miniatura protagonista. Me dio rabia esa cerrazón de
especialista miope y le obligué a seguirme en una especie de ‘retirada y
perspectiva’ por planos sucesivos de alejamiento. Primero nos trasladamos,
ampliando un poco el diafragma de nuestra contemplación, al marco familiar del
compositor; una esposa, unos hijos, las amigas y familia de la esposa, las
novias de los hijos, las familias de las novias... El buen ‘Dios de cerca’,
sorprendido, no pudo evitar un “¡cuánta gente!” en que no le permití que se
detuviera, porque, siempre ajustando las lentes de nuestra mirada, le presenté
la provincia entera, alcalde, concejales, guardias urbanos, los diferentes
poetas laureados, siete riadas de escolares saliendo de otras tantas escuelas,
media docena de compositores más en los que mi amigo ni siquiera había
reparado, una tertulia de solteronas jugando a las cartas, dos equipos rivales
de un juego de pelota, diez mil seguidores fanáticos de cada equipo, centenares
de miles de cansados dependientes a la salida de sus trabajos...
En
fin, luego la nación a la que pertenecía la provincia, y os aseguro que
50.000.000 de vidas dan para entretenerse un poco. A estas alturas había ya más
de 6000 compositores y cerca de 50.000 intérpretes musicales, 5.000 pintores,
177.000 escritores, unos 6.000.000 de escolares de todas las edades, 1.000.000
de universitarios preparando la frenética conquista de 125 puestos de
trabajo...
El
continente de la nación. La legión de músicos profesionales contaba ya con
2.000.000 y el censo de creativos de todas clases con más de 8.000.000 entre
poetas, escultores, pintores, etc., todos ellos geniales y destinados desde su
propio corazón a la grandeza inmarcesible; y aplaudido cada uno y
exclusivamente conocido por dos familiares y tres amigos.
Y
luego el planeta. Un solo dato: 1.500.000.000 de creativos (cuento también unos
8.000 fundadores de religiones y sectas, no sabría, si no, dónde ponerlos).
A
estas alturas del recorrido ‘Dios de cerca’, aturdido y asombrado, se había
olvidado por completo de su miniatura musical, absolutamente imposible de
encontrar en ese pajar inmensísimo donde había tantos como él, pajas del mismo
calibre, y quería quitar el ojo del ocular de alejamientos. Pero mi intención
era curarle para siempre, así que le mostré el universo entero de ese planeta,
con sus trillones de civilizaciones inteligentes y sus incalculables números de
compositores de música, todos inmarcesibles.
Luego
se me desmandó el catalejo, se puso a mirarnos a nosotros mismos, los dos
dioses mirones, se alejó hasta agruparnos y perdernos en un conjunto inmenso de
entes divinos, más tarde conjuntos de conjuntos, finalmente olimpos de olimpos,
enjambres de enjambres de olimpos de olimpos, luego legiones de legiones de
enjambres de enjambres de olimpos de olimpos... a esas alturas el número total
de compositores inmarcesibles de música gloriosa era imposible de calcular, o
dicho de otra forma: el microbio musical de que partía este relato era ya una
inexistencia inexistente. Aunque inmarcesible, al decir de sus cuatro amigos.
XXXIII
Mi
amigo ‘Dios de lejos’ llegó a estar tan convencido de la inutilidad de toda
creación, incluso de maravillosas criaturitas creadoras a su vez (qué dios no
ha oído lo de ‘ponga un poeta en sus mundos’), que durante unos cuantos evos
estuvo sin producir universos ni redenciones. Razonaba con coherencia y sus
argumentos eran irrefutables: “¿Qué sentido tiene crear un poeta más en un
conjunto de creaciones donde el número de poetas es imposible de calcular? ¿Qué
hacemos con los poemas de ese poeta, variantes y matices infinitesimalmente
triviales de otros trillones de poemas de otros trillones de poetas? ¿Creamos
universos archivo en donde guardar esa masa inextricable de folios
emborronados?”
Y
así seguía con músicos, pintores, escultores, filósofos, científicos,
ingenieros... Imaginé que nunca más volvería a crear mundos, pero últimamente
he sabido de un hallazgo feliz por su parte, una técnica de ‘distanciamiento’,
como él la llama, consistente en crear sin crear como si crease, algo así como
fingir crear pero sin llegar al hecho. Todo completo, diseñado y a punto, cada
detalle estudiado, analizado, previsto... pero sin pasar más allá del tablero
de dibujo. Los amantes besan reflejos de labios, aunque nunca los labios
mismos, un esperma fantasmal nunca termina de cruzar el inexistente puente de
coitos discontinuos, los hijos imposibles nunca nacen del todo aunque están
siempre a punto de ir siendo engendrables... En sus mundos ficticios los
pintores nunca arriman el pincel a la tela, pintan sobre el aire, los músicos
interpretan con arpas sin cuerdas notas fantasmales que nunca han sido
compuestas en pentagramas vacíos, y los poetas recitan ritmos sin palabras y
metáforas sin contenido dejando en los aires cadencias hermosísimas que nunca
han escrito.
XXXIV
La
‘Diosa gorda mayor’ y la ‘Diosa delgadita pequeña’ se pasaban el tiempo
sentadas mano sobre mano, conversando quizá de naderías, o tal vez de
trascendencias, pero en la más plácida de las inacciones, sus universos en
manos de secretarios y apoderados que les robaban muchísimo, las redenciones
manga por hombro.
Si
se les hacía ver que esos administradores, ladrones y venales todos ellos, las
estaban estafando, echaban unas risitas tontas, se encogían de hombros, decían
que con los réditos tenían bastante, que los universos tampoco daban para
tanto, que los habían heredado de papá ya muy descuidados, que... y seguían a
su conversación plácida y bobalicona.
Quizá
no fuesen hermanas, a pesar de lo dicho y de que se parecían bastante. Primas,
amigas tal vez sin relación de sangre, incluso madre e hija... quién sabe.
‘Diosa
gorda’ tenía un gesto casi maniático, consistente en rozar con su mano
gordezuela el brazo de ‘Diosa delgada’ cada vez que empezaba o terminaba un
párrafo; era un gesto como de amparo y cariño a la vez, quizá como una madre
podría hacerlo con su hija simbolizando inconscientemente la protección y la
ansiedad. ‘Diosa delgada’, muy tranquila y apacible, casi no movía sus manos,
aunque de vez en cuando se retiraba de los ojos un flequillo inexistente de su
remota juventud.
Verlas
juntas sentaditas y cuchicheantes producía la impresión de que eran dos
solteronas en la cubierta de un yate dejando pasar su jubilación en el
trascurso de algún crucero vacacional por un mar infinito, o dos pacientes
viejecitas en un balneario decadente y remoto lleno de lujos pasados de moda.
Tuve
que visitarlas una vez por un asunto comercial, estaban arrugadas y
pequeñísimas, aunque ‘Diosa gorda’ seguía siendo redondita y ‘Diosa delgada’
esquelética; habían habilitado un
rinconcito de uno de sus universos monumentales, y tenían allí sus pocos
enseres personales. No me hicieron mucho caso, me enviaron a uno de los
apoderados, quien solventó rápidamente mi asunto por una comisión elevada que,
guiñándome un ojo, anotó en la cuenta de gastos.
Luego
me enteré de que sus universos, insolventes, arruinados, irredentos, habían
pasado a la propiedad oficial, que los usa actualmente como residencia de
terceras edades.
XXXV
Nunca
supe si fue el ‘hazlo todo por ti mismo’ o el ‘quien la hace la paga’, pero lo
cierto es que ‘Dios humilde’ se metió de lleno en el infierno de uno de los
mundos de su propia creación, a sabiendas de que no había salida ni esperanza.
Nunca
pareció más valeroso que la mayoría, incluso quizá lo pareciese menos, pues
tenía ese aire pusilánime de las gentes que te miran con unos ojos grandes y
miopes y parecen no entender la mitad de las palabras que les dices. Irresoluto
para cosas mínimas como si debía o no debía poner cometas en sus estrellas,
indeciso sobre trivialidades como el color de los mares, no daba la impresión
de poder decidir nada de verdadera importancia por sí mismo, y quizá era
también ése su parecer, pues constantemente te estaba pidiendo opinión para las
cosas más peregrinas.
Y
de repente, como si se ajustase puntada a puntada al arquetipo de los héroes de
leyenda, se vistió la piel de habitante humano, se calzó la alma de sufrir
injusticias, se puso los corazones de dolor y barro y sangre, y, sin
encomendarse a nadie ni pedir consejo, se lanzó a aquel mundo infernal y
siniestro.
Hombro
con hombro levantó las cosas que los hombres de aquel mundo fueron levantando;
sudó como todos y como todos fue herido; esperó con la esperanza de aquella
pobre gente y con su misma desesperación siguió esperando con ellos. Sembró los
granos en los surcos, arriesgó la salud en fatigosas empresas, cruzó los mares
infinitos en las peligrosas y toscas embarcaciones, avizoró los cielos temiendo
por las cosechas, tembló bajo los huracanes y las olas desmedidas, se aterró
con las enfermedades y las desgracias de los hijos...
Volvió
con la piel atezada y llena de marcas, los ojos más azules y como de mirar más
lejano, las palabras más concisas y los silencios más largos, delgado pero
con músculos de acero y de diamante. Y
ya no pide consejo ni ha vuelto a crear más mundos, pocos son los dioses que
inspiran tanto respeto.
XXXVI
No
sé si tiene sentido lo de aquel dios pescador que creaba solamente universos
con mares, permitía a la vida evolucionar hasta pez, y se pasaba los evos con
la caña en la mano. No tenía que tomarse la molestia de meteoros ni estrellas,
nada de continentes, islas o forma alguna de tierra firme, seres terrestres
excluidos ya fuesen piedras, animales o plantas. Peces de todas clases y
tamaños, pero solamente peces y el dios pescador en medio. De redenciones nada,
claro, los peces no las precisan...
Poco
a poco fue devolviendo a la nada todos los peces que, directa o indirectamente,
no fuesen a ser pescados o necesarios para su pesca; descreó las líneas
evolutivas que no llegaban a ese fin o las que no servían ni para ser pescadas
ni para alimentar a los peces pescables ni para servir de cebo. Se aficionó a
una clase especial de pez y se olvidó (anuló) de todas las otras. Le pareció
luego que todo un planeta de mares era demasiado y se quedó solamente con el
círculo de agua en torno a donde pescaba, una galleta planetaria en cuyos
bordes goteaba un poco de agua hacia la nada exterior.
Se
convirtió luego en un autómata furioso que lanzaba la caña, tiraba del sedal,
sacaba el pez, lo soltaba del anzuelo, lo regresaba a la nada, lanzaba la caña,
tiraba del sedal, sacaba el pez, lo soltaba del anzuelo, lo regresaba a la
nada...
Pero
los mundos tienen sus propias dinámicas que muchas veces escapan a los
designios del dios que los crea, y así este pescador pescó un día un pez que
era el Mesiaictios de los peces
de aquel mundo, nacido de entre ellos y destinado a redimir su terrible
destino, decidido incluso a morir y padecer por ellos. Ya era taumaturgo, por
línea evolutiva sin duda no divina; le quitó al dios el aparejo, lo regresó a
la nada y volvió a lanzar la caña para seguir pescando dioses.
XXXVII
Mi
amigo ‘Dios piadoso’ no sabe finiquitar sus universos, los mantiene en la
existencia a veces más allá de todo límite y prudencia. Y en lo que dice y
explica no deja de haber cierta razón: “¿Cómo dar por terminados para siempre
destinos que, bien por el azar, bien por la incertidumbre del acontecer de las
cosas, son trágicamente marcados por la injusticia? ¿Cómo no sentir piedad ante
la existencia de seres a los que se ha despojado de todo cauce de felicidad
después de haberles procurado un alma creada para un destino feliz?... Me
resisto a cerrar esos mundos donde tantas vidas serían canceladas para la
eternidad con el balance de sus cuentas en números negativos. Escucha, por
ejemplo, este testimonio, uno de entre tantos:
“En mi vida he
trabado como una bestia, desde los seis años en adelante hasta los noventa. He
trabajado en los campos, he trabajado en mi casa y en casa de los demás, por la
mañana y por la noche, en el lavadero y en el telar; para mí y para los otros
he trabajado constantemente y no he tenido tiempo de cometer pecados. A la
noche me arrojaba en el lecho como una muerta; durante el día estaba bajo el
sol o bajo el agua, o bajo la nieve, de joven y de vieja.”
que
un notario [Papini, Juicio Universal]
recoge de boca de Úrsula, infeliz bestia de carga que yo había creado para destinos
brillantes de amor y de ternura, de felicidad y de alegría. ¿Cómo puedo cerrar
un mundo donde ella no tienen cancelada su cuenta? ¿Cómo puedo apagar y
finiquitar una duración cuando ella carece todavía de la libertad -el tiempo-
de cometer pecados? ¿Puedo acaso perdonar y redimir a gentes cuyas historias no
les han permitido ni siquiera el mínimo albedrío de alguna culpa pequeña?”
Nunca
he sabido qué responderle, yo también he cerrado mundos donde ciertas vidas no
habían tenido libertad para cometer pecados. En tanto que redentor, ante
situaciones así te sientes estúpido, inútil, mientras observan tu vergüenza
gentes tan limpias de culpa que no tienen qué hacer con el cacho de redención
que reciben, como no sea ensuciarse con ella.
XXXVIII
Hay
dioses a los que les gusta el aislamiento, supongo que tienen muy desarrollado
el sentido de la territorialidad y aguantan mal la cercanía de otros. Sé de uno
que se hizo un universo completamente vacío y localizó en medio de su nada un
pequeño cubículo espacial de tres metros de alto por cuatro de ancho y cuatro
de largo, cerrado por completo a toda realidad externa, aunque simulando en las
paredes, suelo y techo, continuaciones ficticias del universo en cuestión (a
todos los efectos vacío). Bajo el suelo otro aparente cubículo y bajo ese otro
y luego un cimiento, una calle, una ciudad, un continente, montañas, mares,
verdes campos, extensas praderas... Sobre el techo otro engañoso cubículo,
tejado, aire atmosférico, firmamento, soles, lunas y estrellas, sistemas
planetarios y mundos infinitos... Una pared hacia vecindades y gentes y amigos
y bullicio y una completa sociedad irreal... Otra pared hacia fingidos familia,
hogar, amor, hijos, nietos, futuro, esperanza...
A
veces me acerco despacio a su prisión etérea, le oigo pensar consigo mismo y
hablarse como si esos seres inexistentes le hablasen, es un dios loco de
fingida locura, todo en él es falso, menos quizá ese cubículo de 48 m3
situado en el aire, a quince metros sobre el suelo de una ciudad fantasmal en un
planeta vacío, es decir, en medio de la nada. No me atrevo a distraerle de sus
locas divagaciones ficticias, aunque me vendría bien su consejo para el
universo que estoy diseñando.
XXXIX
Mucho
se quejan los hombres de las limitaciones de lo finito, pero es que no
comprenden el horror del infinito y su esférica y sin bordes rosa de los
vientos.
Recuerdo
ahora el caso de aquel dios a quien se le perdió su hijo una buena mañana en
medio del mercado. ¿Hace cuántos evos que lo busca sin hallarlo?, ¿qué se ha
hecho del hilo que se enreda y se enreda de una búsqueda sin fin, tan sin fin
como el infinito?... Ni siquiera sabe ya si el hijo ha existido en la realidad
de las cosas hallables y encontrables, a lo mejor es una espina de tristeza
(infinita) que se le ha clavado en el alma sin hijo ni nada. Un hijo perdido en
lo finito es un hijo, un hijo perdido en el infinito es la nada, un sinsentido
sin bordes, sin confines, sin salida, ya os lo he dicho otras veces: una
prisión redonda.
El
pobre y triste dios se confunde consigo mismo, se cree ser su hijo en busca de
su padre y, loco por la pérdida que no puede curarse en medio del infinito, su
locura le convierte de sí mismo en el otro y cree ser el padre en busca de su
hijo.
Por
eso es un axioma de cordura entre los dioses: si hijo, no lo pierdas, si lo
pierdes, no en el infinito. Pero claro...
XL
Estoy
haciendo un mundo de una sola dimensión, los seres son hilos y la muerte lleva
tijeras.
Me
ha sorprendido mucho ir viendo crecer las leyes de su física, al principio creí
que, sin grosor ni volumen, fácil sería atravesarlo con el brazo. Pero no, que
se va la mano por la dimensión real y se convierte en un rayo de luz o de
sombra, pero no atraviesa, claro, ese mundo no tiene revés, la muerte corta
siempre por la parte de acá.
Las
ilusiones van desde arriba hasta abajo, nunca de izquierda a derecha ni de
delante hacia atrás, la esperanza, como siempre, desde abajo hasta arriba, la
esperanza nunca cambia, en todos los universos es igual de estúpida, la tijera
de la muerte no desfleca, no puede, da cortes limpios de tajos
discontinuos, al no haber dimensiones
no puede haber rebabas.
Lo
más sencillo y previsible de este mundo unidimensional es la secuencia de
padres a hijos, cada padre un hijo, cada hijo otro hijo, por donde corta la
muerte acaba un padre y empieza un hijo, es simple.
El
amor no existe, dado que es sentimiento transversal y que necesita espacio, los
seres de ese mundo con el odio, plano y de una sola facies, se bastan, la
muerte en esto ha tenido suerte, con el amor las tijeras se embotan, el odio
las afila.
De
la memoria nada, no se recuerda el pasado ni se proyecta el futuro, pues el
hilo de la existencia, tomado desde su sección, es un punto sin dimensiones que
no permite ver ni el ayer ni el mañana, la muerte mata con rara impunidad, a
todos coge desprevenidos y nadie llora a los muertos.
Y
la redención es sencilla: mientras mantienes sujeto el hilo con los dedos, la
hay; cuando sueltas, deja de haberla. No hay que morir ni nada, en este tipo de
mundos la muerte no mata redentores. Me gustan.
XLI
Nada
se deshace con tanta rapidez como un mundo de azúcar, con que llueva se diluye
todo en una serie de cascarrias almibaradas. Por eso conviene ponerle a los
mundos un poco de vinagre, sal, acíbar y cuerpos callosos empercudidos de
espesa costra. Si no, no duran.
Recuerdo
una exposición de mundos dulces, todos de mazapán, de pestiño, de harina y
miel, de huevo y azúcar, los océanos impotables de tantas sacarosas disueltas.
Eran hermosos, el salón tuvo muchísimos visitantes, incluso se pusieron de moda
una temporada, yo mismo presenté a concurso un chaprichillo de varios enjambres
de mundos todo chocolate y confites. Quedé quinto y me dieron un premio de
consolación que era una muerte de peltre sobredorado.
Pero
esa moda pasó deprisa, a los pocos evos de la exposición los mundos, derruidos
sobre sus propios cimientos de turrón y trufa, parecían fantasmas de una fiebre
diabética, era terrible ver tanta desolación, las redenciones escurriendo y
goteando en el suelo, el tiempo queriendo escapar por entre grietas de oblea,
la muerte casi muerta en un coma de glucosa.
Ya
no he vuelto a hacer mundos de esos, nadie los hace. Actualmente lo que se
estila son universos de sombra, gotas de limón, una pizca de hieles, vaso alto
de injusticia, agitado, no batido, todo sobre las rocas (el hielo que no
falte). Y apurar de un trago, las redenciones se ponen en forma de sal por el
borde.
XLII
He
estado a punto de meter la pata. Estaban un dios, una diosa y una diosecilla
pequeña sentados en el parque, desde luego una familia tomando el sol tranquila
y echando de comer a los patos del estanque. De pronto me pareció que la
pequeña se inclinaba demasiado sobre el borde en su afán de lanzar las migas a
patos muy lejanos, quise dar una voz a los padres desatentos, todo muy deprisa,
ya no era posible, sin vacilar me lancé a sujetar a la niña, si no agarro su
tobillo se cae al estanque, y de pronto no es una diosa, es una muñeca
articulada y sin alma, con garfio de hierro se agarra a la baranda, los
sensores de litio de ninguna manera han perdido el control, su cálculo
trigonométrico le impide fallar cuando arroja una miga a cualquier pato, el
dios y la diosa no son matrimonio, son colegas que juntos diseñan un universo
de autómatas. Suelto el robot que se resiste en mi mano, pido disculpas con
murmullos confusos, me alejo corrido y sonrojado, está muy bien lograda la
muñeca mecánica, parece talmente humana, en ese mundo la muerte se llama desconexión,
la redención es en watios.
Alguien
se me acerca corriendo, no sé qué le sucede, me agarra, me detengo un instante
a ver qué quiere, se para y hace un gesto de perplejidad y sorpresa, me suelta,
murmura unos murmullos, se aleja sonrojado.
XLIII
Acabo
de visitar un mundo (no es mío, cuidado) en donde los hombres elevan súplicas
constantes a su dios redentor en forma de oraciones, sacrificios, plegarias...
Es un sitio deprimente, tristísimo, y la gente de ese mundo no prospera porque
dedica todas sus energías no a conocer y domar las fuerzas naturales de ese
cosmos, sino a elevar inmensos templos de piedra llenos de recargadísimas
ornamentaciones, gigantescas columnas, vitrales para cuya decoración son
necesarias muchas vidas, relieves, bajo relieves, alto relieves, murales,
frescos... todo ello a cientos, a miles, a cientos de miles, y eso que la mayor
parte son habitaciones del mismo y único dios, es un mundo donde el politeísmo,
erradicado pronto por el celoso dios que los ha creado, poco más llegó a hacer
que idolillos y cabañas.
He
leído el catálogo turístico de ese mundo y lo publicitan como muestras de arte,
están tan orgullosos de esos inmensos mausoleos de piedra que los conservan
cuidadosamente, siguen celebrando rituales al dios en la mayor parte de ellos,
veneran sin conocerlos a los millones de anónimos artistas constructores de
remotos pasados, no repudian su memoria ni el estúpido derroche de recursos y
energía, lo dan todo por bien empleado (incluso la cuota de ateos que,
ateniéndose estrictamente a lo estipulado -ni un ateo más- el dios creador ha
creado, dan por santo y bueno el que las generaciones pasadas hayan hecho tales
‘maravillas’).
Pregunté
en información cómo llegaban a creer los naturales que el dios creador, único y
monoforme-triforme, podía vivir a la vez en tantos santuarios. Recibí una
confusa explicación sobre una característica llamada ‘ubicuidad’ (una forma de
estar en el espacio cuya definición atenta contra toda idea del espacio) que,
al parecer, a ellos les basta para poner en marcha las gigantescas empresas
constructoras de templos.
En
uno de los más grandes vive el embajador del dios. Quise enviar saludos por su
intermedio al colega, pero el embajador es sordo (o el dios lo tiene retirado
de la red para que solamente hable con él mismo).
XLIV
Me
gusta mi amiga la ‘Diosa entregada’, constantemente dispuesta a ayudar como sea
y a quien sea siempre que la empresa merezca su inteligente aprobación. Ella
sabe que no sirve mucho para crear por su cuenta, varios intentos de universos
fallidos la han convencido de su incapacidad para el tema. Mas no se rinde,
cuando alguien (cuyos designios aprueba su equilibrado juicio) se pone a la
obra de algún universo nuevo, ella se ofrece para lo que sea, y no desdeña
cualquier tarea, aunque sea la más humilde. La he visto calcar arenas a partir
de troqueles originales del dios creador correspondiente, o dibujar trillones
de olas a partir de un patronaje, y esas tareas tan humildes ni la desaniman ni
la tuercen: las lleva a cabo con tal honestidad y eficiencia que son muchos los
que no solamente la aceptan sino que la buscan. Siempre está atenta a cualquier
descuido, no se hurta a trabajar más evos que nadie, ninguna trivialidad le
parece secundaria, no pide retribución por su esmerado trabajo, no envidia las
capacidades de otros más creativos, no murmura ni desfallece, siempre tiene a
punto una sonrisa, sus alabanzas son siempre merecidas y no las escatima
jamás...
Recuerdo
precisamente la construcción (laboriosa, pesada, más agotadora de lo que en
principio se había supuesto) de uno de mis universos. Se enteró tarde de la
obra (nunca me he consolado de no haber recurrido a ella al principio de la
empresa), cuando ya casi toda la tarea para la que resultaba capaz estaba
terminada: no le importó, con su buen humor habitual y su activa energía se
enroló en el grupo de hembras de placer a sueldo para las cuadrillas de obreros
de base. ¡Y el salario lo entregó completo al fondo de compensación de
redenciones!
Uno
cualquiera de estos evos voy a proponerle trabajar como socios, no me importa
llevar yo la mayor parte del peso creativo; ella tiene algunas muy buenas ideas
que merece la pena intentar en la práctica. Es maravillosa compañera, seguro
que el mundo compartido nos saldrá de maravilla, y sé que está rabiando de
ganas de ensayar una idea que puede ser genial: un universo retrógrado, creado
al final y donde la flecha del tiempo se encamine al principio, la historia
contando proyectos, la memoria avizorando futuros, la muerte repartiendo cunas.
¿Y por que no?.
XLV
Aquel
dios veterano estaba enseñando a su pequeño hijo la técnica del diseño de
universos y mundos. En el inmenso almacén yacían maquetas inacabadas, planos de
todas clases, rincones llenos de cordilleras inconclusas, bocetos más o menos
originales de constelaciones y zodíacos, mares en germen, homúnculos incluso de
diferentes cataduras, protocolos en embrión de redenciones posibles. Y el novel
diosecillo trabajaba muy serio bajo la atenta mirada de su padre. Sacando la
lengua nerviosamente y poniendo toda su atención en los detalles, estaba en ese
instante creando la geografía de un planeta verdiazul en el que la mano se le
había ido un poco y casi todo eran océanos, pero que no obstante presentaba un
aspecto asombrosamente profesional. Un poema la mirada del dios viejo,
severamente fingida y enternecida por dentro al contemplar las buenas dotes de
su vástago sudoroso.
En
el filete alto del pliego unas marcas señalaban las especificaciones previstas
para ese mundo y su historia: Redención tipo encarnadura y pasión crucifixa en
imperio neobárbaro; expansión y consolidación; tecno-ciencia postfilosófica,
unificación comunal, colonización del vacío, superación de la morbilidad,
cancelación de la muerte. Todo muy clásico pero moderado, equilibrado y
profesional, la clase de maqueta idónea para entrenamiento de un aprendiz con
talento. Y que le estaba saliendo bien, al chico.
Me
puse a hablar con el viejo de varios cotilleos y el atrevido muchacho, viendo
que su padre se distraía, puso en marcha el tinglado sin encomendarse a hombre
ni a sombra. Cuando nos quisimos dar cuenta los nativos del planeta estaban ya
descubriendo el fuego y puliendo un politeísmo un tanto escéptico que
presagiaba prontas e interesantes reformas. Lo apagó el dios veterano y nos
quedamos pensativos, era un mundo lo bastante atractivo como para que no se
quedara en la fase de maqueta. Con los brazos en jarras el temerario mocoso nos
miraba insolente, la mano en el interruptor de su juguete azul.
XLVI
Detesto
las hordas de dioses desharrapados y malolientes que en sucia mezcolanza y
lioso embarullamiento, ruedan por esos mundos y lo van llenado todo de mondas
de tubérculos y trapos harapientos. Juntos y revueltos los padres con los
hijos, los primos con los hermanos, las esposas con las barraganas, niños y
viejos, machos y hembras, hombres y dioses, no dejan títere con cabeza allá
donde recalan, desordenan, polucionan, atruenan, comen con los dedos entre
grandes risotadas y se mean incontinentes en medio de los salones.
Acaba
de marcharse una, bendito sea Hombre.
Su
jefe era un tal Zeus rijoso y parlanchín, con un lampo de pega con rayos
pintados, más concubinas que especies de concubinas hubiera en sus mundos, todo
el puñetero evo se lo ha pasado rascándose sus malolientes cojones y gritando
desaforado a la legión de chiquillas que despiojaban con saña su hirsuta
cabellera. Pocas veces he visto una horda más guarra ni un malandrín más
grosero.
Comerciaban
con todo, desde milagros a crímenes, sus carros eran desvanes de inmensos
revoltijos, lo mismo encontrabas en ellos el himen virginal disecado de la hija
de un dios primitivo que arena sacrosanta de un desierto regado por sangre de
remotos redentores. Todo lo vendían y todo lo compraban; de mi taller se han
llevado un paquete de brisas huracanadas pavonadas para matar y un redentor
tercero de un mundo que se deshizo durante la hégira del segundo. Y me han
dejado a cambio un chiquilla sucia y mocosa, de ojos muy grandes y tristes que
se llama Core. El apestoso jefe me la ha vendido por hija suya y como muy buena
para creaciones de mundos donde se quiera poner agricultura, pero supongo que
es la típica mentira de buhonero. Yo me la he quedado porque es muy bella (y
doncella, cosa rara en la tribu de la que viene).
XLVII
Hay
épocas en que vayas por donde vayas siempre te tropiezas con esas criaturas que
no son dioses pero no son mortales. Creo que no me gustan, o por lo menos no me
gusta que haya tantas, ni, si vamos al caso, que sean tan insolentes y...
atrevidas. Sean ángeles o sean apsaras, sean ameshas o sean asuras, lo cierto
es que se comportan como si el cielo fuese suyo y los dioses objetos de adorno
para su satisfacción.
Últimamente
han venido a miles siguiendo a un tal Indra que las reparte (en esta bandada
son todas hembras, al parecer) como si fuesen folletos de propaganda, cosa que
a lo mejor son; antes fueron unos ameshas nacidos mortales pero eternizados por
virtud de no sé qué comportamiento santificador (?) y que estaban al servicio
de cierto Ormuz remoto... Cuando te cruzas con estas legiones, o te apartas o
te arrollan. Hay dioses que no saben estar solos.
Bueno,
pues al cruzarme con el cortejo del que hablo, sin darme cuenta me han
‘repartido’ una de esas apsaras, que se ha quedado conmigo al parecer para siempre.
Me mira con sus ojos maliciosos y reidores, hace gestos procaces y trata de
meterme mano, todo ello con una aparente naturalidad como si yo estuviese
totalmente de acuerdo y al cabo de la calle. ¿Qué demhombres querrá?
He
tratado de sacudírmela de encima, de perderla, de olvidarla, de regalarla...
pero ahora por aquí todo el mundo tiene una, o un par, y no hay forma de
librarse de ella. Harto de todo este asunto he pretendido hablar de
antropología con mi indeseada acompañante (hablar de antropología es truco que
empleo mucho cuando quiero que me dejen solo), pero me ha salido el tiro por la
culata: sabe más que yo, le interesa el tema, habla doctamente y argumenta con
precisión y profundidad, me está contagiando su entusiasmo, quién iba a suponer
que una prostidiosa fuese tan culta...
XLVIII
Una
borrachera de Asclepias acida en
un bar subterráneo en compañía de viejos camaradas y conocedores del soma... eso es maravilla, y lo demás son
cuentos. Esta vez nos reuníamos los viejos muy viejos dioses, la mayoría de
nosotros olvidados ya en todos los universos que han salido de nuestras manos,
para celebrar y festejar precisamente esto: haber sido olvidados.
La
primera ronda a palo seco, a trago largo, en jarras de hueso de muertos
enemigos, gaznate abajo sin respirar siquiera... te entona de tal modo y te
coloca tan rápido, que antes de que sirvan la segunda ya estás medio místico,
parpadeando despacio y hablando de... bueno, hablando de tus mundos (cada uno
de los suyos, todos a la vez, todos de los de todos). El famoso brindis por la
Luna (madre del soma) abre las
espitas finales de la camaradería más recóndita, y ¡hale!, a charlar y beber y
beber y charlar y que la noche se haga día y el día se haga noche y los evos se
sucedan como se suceden los cuentos.
Debo
de haberme dormido en algún momento, pues cuando despierto con una resaca que
promete durarme dos eternidades, tengo a Surya delante hablándome muy serio y
con el índice levantado de crear señalando, sobre acerca de que el mundo para
no ser debe haber sido borrado siendo. La antropología natural aplicada y sus
físicas concomitantes nunca han sido plato de mi gusto después de haber
trasegado litros y litros de licor de asclepias,
pero sigo estando borracho y creo que entiendo los argumentos de Surya, o es
Agni quien... me parece que he vuelto a dormirme...
Tenemos
que reunirnos a beber más veces, me gusta festejar el olvido de los mundos por
los dioses o los dioses por los mundos o lo que sea, pero festejarlo. A fin de
cuentas el soma es sagrado ¿no? Y
mientras bebes no creas.
XLIX
Cuando
los ‘7 Dioses Negros’ (llamados también ‘Heptarcas Melanoteos’) fueron o se
sintieron agraviados por los dioses jefes, se juramentaron en venganza y
alianza de odios, y planearon sus siniestras respuestas a la ofensa recibida.
Mucho hemos sufrido todos en los cielos por causa de esta historia de
aversiones, discordias, enemistades y enconos.
Álorah,
Blimeh, Coacalep, Dimitra, Eria, Fernefer y Gustel, negros como su nombre y
fieros como el tiempo, no eran entre sí ni amigos ni fraternos, pues andaban
separados y enemistosos por universos distintos, pero la ofensa vino a
recordarles sus lazos de sangre y a estrechar sus vínculos, Eria y Dimitra, las
diosas como siempre más feroces que los dioses, se encargaron de instigar a sus
hermanos para la empresa común del desquite.
Coacalep
y su historia me son bien conocidos, pues el universo en que se cobró su famosa
venganza queda cerca del mío, aquél en que resido cuando no estoy en la ciudad
resolviendo asuntos.
Un
su capataz que era medio mestizo de diosa y de humano y de otras especies, todo
gritos e histerias pero buen sujeto en el fondo, me vino una tarde a ver
despavorido. ‘Mire, señorito, que el amo no está y han empezado a pasar cosas
muy raras en el mundo... Si usted que sabe tanto quisiera... y como el amo...
es que no sé qué hacer, y si se tarda acaso...’ Me fuí con el pobre sujeto a
ver de qué se trataba, no me extraña que estuviese tan acojonado: todas las
esperanzas estaban fructificando de golpe y como estrellas que estallasen en
fuego, cada quien recibía en ese mundo lo que su propio corazón le hubiere
prometido, el incendio amenazaba incluso mis propios firmamentos. Sin detenerme
a pensar llamé a toda mi gente y antes de nada abrimos (¡qué noche, qué tarea
frenética, qué prisa enfebrecida!) cortafuegos de prudencia por todo el
perímetro, no paré hasta que supe con certeza que mi universo estaba aislado de
aquel mar de esperanza ardiente y luminoso.
Cuando
mis propios asuntos estuvieron resueltos ordené a los míos que ayudasen en lo
posible, pero aquel otro mundo estaba ya perdido. Coacalep lo había preparado a
fondo y a conciencia, el fuego abrasador tenía miles de focos, la esperanza
arrasaba los aires y los mares, erosionaba montañas y diluía el tiempo, fundaba
en las almas tan sólidos cimientos y fijaba en los corazones tan densas
alegrías que nada podían ya segar allí los dioses; si no hubiese yo andado
atento a mis asuntos sin duda mi propio mundo también se habría perdido, acaso
todos los mundos... Del maldito incendiario nunca más se supo.
VOLVER AL PRINCIPIO DEL LIBRO XXV LXXV IR AL FINAL DEL LIBRO
L
De
pronto un buen día dejó de rezarme uno de los más veteranos y fieles súbditos
míos, habitante de un mundo en que las cosas iban pasablemente bien. Con el
mínimo disfraz me presenté ante él, que rápidamente supo de quién se trataba.
--
Buenas tardes, Miguel.
--
Hola, Dios.
--
Es decir, que me conoces.
--
Dentro de lo que cabe...
--
Claro, dentro de eso, por supuesto. Pero significa que sigues creyendo en mí...
--
Mitad y fifty.
--
Crees o no crees: en esto no hay medio.
--
Si algo me ha enseñado la teología es que hay medio en todo. Lo que quiero
decir es, que si creo en ti, propendo a olvidarte; y en tanto que te recuerdo,
más bien creo poco.
--
¿Y eso?
--
Las cosas de la vida, los sucesos, los aconteceres, los ocurrimientos...
--
No te enrolles.
--
Yo tuve una vida, no sé si recuerdas... Bueno, pues me quedan migajas.
--
Es que el tiempo...
--
Claro, el tiempo.
Y
tuve un talento, un buen talento muy satisfactorio. Por cierto, gracias por el
talento...
--
De nada.
--
aunque para qué das talentos a los que no permites cauces. Es como ser un
lapicero muy afilado muy afilado y que luego no puedas escribir, o escribas en
el aire.
--
Buena metáfora.
--
Como que no es ni mía ni tuya.
--
En eso del talento yo reparto y luego...
Con el talento mismo...
--
Claro, con el talento mismo.
Y
tuve una familia, pero ahora estoy sólo. Mi esposa...
--
Las esposas van y vienen, y más en estos tiempos.
--
Claro, van más que vienen.
Y
tuve tres hijos, al mayor se lo llevó la guerra.
--
Cosas que pasan.
--
Claro, cosas que pasan.
Los
dos que me quedaban se los llevó la paz.
--
Es ley de vida.
--
Claro, es ley de vida... en fin, ya te digo...
--
Si te estoy entendiendo, de veras que sí, ¿pero tanto te cuesta seguirme
rezando?
--
Es que no se me apetece, no hay causa mayor. No tengo mucho por qué. Y a lo
mejor no existes.
--
Eso sí, claro, a lo mejor no existo.
Creo
vagamente recordar que eso fue todo, tal vez nos despedimos (supongo yo, los
dos somos educados), pero me quedó cierto remusguillo y probé durante un tiempo
a vivir esa vida, calcadita, paralela, por simple curiosidad. Y en efecto, no
podrías quejarte ni podrías lo contrario, era como él dijo, que al cabo de unos
años dejaba de ‘apetecérsete’
seguir mascullando plegarias. Vaya usted a saber la razón. El talento sí era
hermoso, fastidiaba tenerlo para nada pero era hermoso, la soledad no tanto, de
los hijos ni recuerdo qué se hizo, en la paz se diluyen.
LI
El
dios de los fracasos era muy buena gente, siempre estaba empezando después de
algún desastre, qué iba a hacer por otra parte teniendo la eternidad todita
disponible.
Mundo
que levantaba, mundo que se caía; redención diseñada, redención fallida;
firmamento creado, firmamento en derrumbe; pobre dios de los fracasos, qué
destino el suyo.
Y
no era mal creador, solamente sin suerte. Yo he visto sus planos y son
impecables, una vez incluso hice un universo calcando uno de ellos: funcionó de
maravilla, hasta los detalles menores eran elegantes, pulidos, originales,
hermosos. ¿Por qué a él se le caían siempre los palos del sombrajo? ... Pura
mala suerte, ya lo he dicho.
Ganó
cierto concurso con una maqueta toda de acero y cristal de roca, con los
humanillos pequeños figurados y vivos, miniaturas muy bonitas, todo funcional.
Bueno, pues antes incluso de comenzar las obras, la propia maqueta se deshizo
en óxido, el acero se quebró como hierro dulce, los cristales parecían de
caramelo chupado, los humanillos enfermaron de un mildíu fúngico misterioso y
letal que los dejó achicharrados como cagadas de mosca en los rincones de la
maqueta... un asco y una pena, tiraron la porquería y cambiaron de proyecto.
Así le pasa siempre, qué suerte la suya.
Ahora
saca para maldurar alquilando o vendiendo proyectos de universos, haciendo de
negro en suma para otros arquitectos. Escudado en ese truco y a cubierto de la
suerte, muchas de sus creaciones se hacen y funcionan, le pagan una miseria,
nunca firma proyectos, pero trabaja y va tirando, que tal y como está todo
quizá no sea poco.
LII
Parece
que mi forma de hablar de los hombres es siempre la misma, como si no supiese
cambiar de registro, y quizá es eso, que no sé.
Los viejos libros de las diferentes culturas
y sus sagradas escrituras sobre los hombres o sobre el Hombre, según se trate
de culturas polihumanistas o monohumanistas; sagas fantásticas de resonancias
épicas, con los hombres y sus hordas recorriendo las historias en aras de mitos
tan atrevidos y potentes que dejan un aroma intenso de aventura, de sentimiento
y de emoción; o densísimos tratados de antropología, miles de páginas en
idiomas eruditos y venerables hablando de la esencia y atributos del Hombre, de
su papel en el orden general de las cosas, con discusiones y controversias de
tal profundidad entre partidarios de unas y otras doctrinas que muchas veces se
entienden difícilmente tan sutiles matizaciones; catecismos para niños donde se
relatan con encantadoras ternura y cercanía las parábolas del Hombre, su
doctrina de a pie, su mensaje de... de lo que sea que trate el mensaje del
Hombre...
De
todo eso yo nada, mis textos son otra cosa. ¿Qué cosa? Ésa es la cosa, que no
lo sé.
Si
se catalogan los argumentos de mis escritos casi solamente aparecen tres
asuntos: creaciones de universos y mundos (nunca detalladas, por cierto, nunca
con pormenores, planos, cuestiones técnicas, etc.), redenciones (jamás con sus
protocolos ni sus especificaciones, decálogos, evangelios... de todo ello nada)
y por fin historias menudas de éste o aquél, o ésta o aquélla (y en este caso
sí, con los detalles y los chismes).
Es
verdad que cada maestrillo tiene su librillo, pero me gustaría poder y saber
cambiar el mío, relatar por una vez truculentas, intrépidas y osadas aventuras
de hombres inmensos y antiguos, darle a mis textos un interés que les asegure
lectores, porque mucho me temo que nadie se va a interesar por estas páginas
desangeladas, ni los dioses más aburridos. (Y que los dioses de mi familia y
dioses amigos tienen que estar hasta el moño de libracos como éste, pobres y qué
fieles me son).
LIII
Quisiera
contaros la saga del dios que regresa atravesando mundos, sus mundos, hasta el
origen de su propia historia, hasta la fuente de su mismo poder creador. Cómo
ante él se extienden los variados universos de su genial inventiva y cómo los
recorre de planeta en planeta, de estrella en estrella, de historia en
historia, haciéndose en cada uno habitante genuino y encarnando desde lo más
profundo de su corazón la aventura humana que le corresponde. Poder referir
para vosotros la riqueza y variedad de esos orbes bien estructurados y
redimidos, la belleza de sus constelaciones, la armonía de sus avatares, y cómo
el dios que regresa los encuentra buenos y tiernamente cercanos a su alma y
atraviesa sus tiempos como la brisa atraviesa los cálidos efluvios de un
paisaje dorado.
Llevaros
luego, siempre acompañando al dios que regresa, a regiones de más elevada
montaña, donde los mundos a visitar son ya más austeros, rígidos, de cristal, y
contemplar ahora al dios hombre atravesando su aridez con la frente al viento,
los ojos enrojecidos por una marcha silenciosa y esforzada, pero que igualmente
habla a su corazón con la mística grandeza de las cumbres de hielo.
Y
llegar luego a los cosmos distantes de remota desolación donde tendremos
necesidad de apelar a nuestra mejor resistencia y veremos al dios que regresa
inmutado por fin de soledad y nostalgia, mundos éstos tan sombríos y carentes
de vida que las redenciones, cesantes, ateridas, grisáceas, saldrán a nuestro
encuentro como fantasmas de viejos mendigos que suplicasen sin esperanza
tendiendo las muertas manos hacia la nada.
Y
terminar al fin el recorrido acompañando al dios que regresa hasta su última y
primera guarida, verle y oírle golpear la puerta cerrada que no da paso a
ninguna salida, que no tiene lado de acá ni tiene lado de allá y que consiste
en un límite que nada delimita.
Porque
todos somos el dios que regresa de universo en universo, de mundo en mundo,
atravesando estrellas hasta llegar a un morada que es a la vez nuestro origen y
nuestro destino.
LIV
Mi
amigo ‘Dios bondadoso’ era tan bondadoso (os perdono la redundancia) que
siempre estaba ocupado escuchando ruegos de los humanos de sus mundos, no
descansaba jamás, cada ruego le ataba a una responsabilidad interior de la que
no sabía desprenderse. Tenía pocos mundos, pero aún así...
Dios
que me ayudes en esto, dios que me procures lo otro, dios que mi esposa no sé
qué, dios que mi marido no sé cuál, dios que mi hijo tal cosa, dios que mi
padre tal otra, dios que este asunto no acaba de irme bien, dios que te quedes
por favor un momento al cuidado de... mientras yo... dios que mira hacia este
lado, no dios que mires hacia este otro... Y así todo el tiempo, el pobre dios
era pura providencia, nunca he conocido ninguno que lo fuese tanto.
Pero
las cosas llegaron por fin demasiado lejos, estaba yo delante cuando alcanzaron
su punto álgido. Tenía las manos ocupadas cada una con una providencia
diferente, mientras con los pies sujetaba ayudas distintas y con los dientes
mantenía otra que se la solicitaban con mucha urgencia, de cada oreja pendía
una cuerdecita que amarraba varias atenciones menores... Lo recuerdo bien: echó
una mirada al mundo en cuestión, vio a toda la puñetera gente cada uno a lo
suyo mientras que él estaba a lo de todos... Soltó un gruñido muy poco divino,
se increpó con grandes voces: “¿Pero qué clase de gilipollas soy yo?”, y
soltando las diversas providencias que mantenía, dejó que aquella mierda de
mundo se fuese al carajo. Nos dimos un abrazo satisfecho y nos fuimos a tomar
unas copas arrullados con el derrumbe de fondo de aquel estúpido universo.
LV
‘Diosa
fea’ era también llamada ‘Diosa triste’, había tenido más novios que arenas
tiene el firmamento y estrellas la playa, pobre diosa gorda y con flebitis...
Bien decía ella (y lo sabía por experiencia) que los dioses gordos,
especialmente si son diosas, no tienen nada que hacer en este mundo de modas
delgadas, al menos mientras dure la eternidad presente.
La
frase de los novios lo que significa, claro, es que la habían dejado todos, y
quizá que en realidad no había tenido ninguno pues no ilumina nada una legión
de velas apagadas que tal vez no tenían pábilo ni cera.
Lo
más triste de su caso era que ya ni siquiera alimentaba ilusiones, esas ensoñaciones
vagas que se mantienen estando despierto y que son el único consuelo de los
inconsolables, pues mediante ellas se mantiene al menos una ficción de propia
importancia y de mínima autoestima que permite, siquiera sea a trancas y
barrancas, ir viviendo. Recuerdo que, hablando con ella alguna vez, le pregunté
precisamente por este tipo de historias fantásticas, me miró a los ojos con una
tristeza depurada y veterana, añejada en bodegas milenarias, y me respondió que
los gordos ni siquiera tienen ilusiones de ésas, que incluso en sus fábulas
interiores los personajes delgados desprecian al protagonista gordo sin que
éste pueda hacer nada por evitarlo, y tuercen el sentido de la propia ficción y
todo concluye en una tristeza peor que no haber soñado...
Me
dicen los amigos que tengo el corazón muy flojo y debe de ser verdad porque en
mis mundos nunca pongo infierno y mis redenciones son siempre sencillitas y de
fácil alcance. Supongo que también en esta ocasión fue mi blando corazón el
responsable porque me llegó tan hondo la amargura de la pobre ‘Fea Triste’ que
me pasé varios evos buscando algún dios gordo y solitario que no estuviese
liado con nadie y al que poder proponer la única solución para los males de la
diosilla que a mí se me ocurría. Lo encontré, desde luego, dioses gordos hay
más de los que parece.
En
fin, no sé si ser bueno es buena cosa... Resulta que a ninguno de los dos le
gustan los gordos, ahora se odian y me odian, y están más tristes que nunca,
ser gordo es mala cosa, especialmente si te pasas el tiempo buscando
infructuosamente al delgado que supones que habita en el interior de tu propia
gordura para cambiarte por él y dejar de ser quien eres...
LVI
Dicen
los hombres con razón que el cielo les libre de los dioses machacones. Yo supe
de uno que era tan pesado y tan sobón de sus criaturas, tan paternal y amistoso
y tierno y besucón que los redimía todos los días, los pobres no hacían otra
cosa que ser salvados por su dios, ni tiempo tenían de qué. De madrugada bien
temprano, casi corriendo, a ver a quién le tocaba ese día la faena, distribuir
los cargos y las cargas, prepararlo todo frenéticamente para que a mediodía
fuese ya posible desencadenar el proceso, tener la redención misma a primeras
horas de la tarde, recoger los bártulos al caer el sol y luego, con la fresca
pero sin descanso, todos, incluso mujeres y niños, a escribir evangelios,
interpolar apocalipsis y copiar textos sagrados. Dormir unas horas (soñando
arcángeles anunciadores) y otra vez lo mismo. Los exégetas y sacerdotes nunca
acababan de saberse las liturgias, pasaba por sabio inmenso el que podía citar
de memoria el mero uno por millón de los versículos proféticos y las escuelas
de teología daban los títulos (parciales, renovables, con másters semanales de
reciclaje) después de treinta cursos de enseñanzas ininterrumpidas.
Pero
claro, como decía el dios machacón: “Es que los amo”. Y así ¿qué podía hacer
él, o qué podía evitar?... Y que el amor es muy suyo, no te deja descanso, mala
cosa para tus súbditos si los amas porque estás todo el rato amando y amando y
a ver qué solución tienen ellos, ni tú mismo si a eso vamos...
En
la medida de lo posible yo trato de moderarme en los cosmos que creo, aunque me
doy cuenta de que, afortunadamente, soy bastante normal y no me extralimito en
este asunto. Así, yo procuro poner los grados del amor bien distribuidos y amor
mismo muy poco: Amistad. Amistad con afecto. Amistad, afecto y ternura.
Amistad, compañerismo, afecto afectivo y ternura íntima. Amorín. Amorcillo
menor. Amorcito en grado incoativo. Amor de peltre. Amor de plata. Amor de oro.
Amor de diamante. Y, ya digo, poco, pocamente poco, amor amor, etiqueta negra.
Y una redención por mundo, sálvese quien pueda.
Da
un poco de repugnancia ver siempre al machacón besando gente, acaba uno por
desconfiar de tanto resobo, caramba, si tanto los ama que no los cree.
LVII
De
orden del Hombre se hace saber que tiene libres y disponibles tres adoraciones
de primera, dos de segunda y otras dos de tercera y que se abre por tanto
concurso público de dioses y diosas al que pueden concurrir cuantos reúnan los
siguientes requisitos:
C Ser dios de primera, segunda o tercera, correspondiendo a la categoría a la que concursen. No se admitirán dioses de categorías menores.
C Que hagan milagros semanales, entre resucitar y dar vista a ciegos, nunca por debajo de oído a sordos.
C Que las redenciones sean en vivo y en sangre y sirvan para lavar pecados al menos hasta blasfemia y parricidio, nunca menos de adulterio.
C Que las castas sacerdotales sean mudas y las catequesis voluntarias y por signos.
C Que los evangelios sean interpolables por consenso, teniendo como núcleo un pequeño argumento de no más de mil palabras.
C Las liturgias deberán ser fijas y acomodarse a la cultura real, nunca al revés.
C Las fiestas religiosas han de coincidir con las fiestas paganas.
C Los dioses en cuestión se comprometen a devolver las adoraciones sobrantes si el orbe acaba antes de lo que especifique el contrato.
C Si se trata de diosas, no podrán vacar por causa de embarazo ni estarán autorizadas a nombrar dioses tutelares a sus hijos. Bajo ninguna circunstancia serán adoraciones hereditarias.
C Los dioses admitirán recibir nombres diferentes en las distintas partes de los mundos, al menos uno por valle y tres por comarca. Responderán a las súplicas sea cual sea el nombre con el que se les rece.
C Estarán obligados a conceder una de cada dos peticiones, siendo al menos dos de cada cinco de tamaño superior al medio (= puesto de trabajo, novia rica, salud en morbilidad no letal). Se documentarán las peticiones rechazadas con acuse de recibo al interesado.
C Apariciones individuales en casos de angustia y momento de muerte, y apariciones públicas testificables al menos dos por siglo, no todas marianas.
C Las partes se comprometen a acatar las decisiones de los tribunales de cada orbe.
El
plazo de presentación de plicas, que deberán ir cerradas y no haber sido
presentadas a concursos anteriores, se cerrará el último día del presente evo.
LVIII
Dimitra
la Negra armó a sus humanos con corazas de un acero hecho de similterno, una
mezcla secreta de tiempo y eternidad que les daba a la vez defensa contra la
muerte y ciertas fuerzas divinas y dimensiones duraderas. Pero no contenta con
eso untó las puntas de las armas con ungüentos maléficos que producían delirios
si se mezclaban con la sangre a causa de una herida.
Y
lanzó a sus huestes contra legiones indefensas de dioses desprevenidos, yo tuve
la suerte de no estar ese evo, me enteré del desastre por otros cauces.
Al
parecer las fiebres de aquel unto alucinógeno producían emociones humanas en el
alma de los dioses, fibra a fibra se iban cargando de ternura y de ilusión, de
una cepa variante del odio común que llevaba anexo remordimiento y pena, de
humildad, de pereza, de alegría y tristeza, de soledad, de esperanza, de
justicia, en fin, de mil maldades cada cual más cruenta y horrible que las
otras.
Los
pobres heridos caían sobre sí mismos enrecogidos como fetos que no quieren
nacer, y chillaban y pedían a gritos una muerte que no era posible, creo que
los improvisados hospitales de campaña erizaban de horror la piel de los dioses
encargados de aliviar los sufrimientos de aquellos infelices.
La
mayoría se volvieron locos (los enfermeros digo, los otros ya lo estaban) y al
final nadie quiso hacer aquella tarea siquiera por divinidad y mero filoteísmo.
Y en cuanto a los pacientes aún y para siempre recluidos allí: mancos con menos
almas, estúpidos condenados a hacer solamente universos de barro, miserables
que aúllan con los muñones florecidos de amores y otros hongos, una babia
aterradora de miradas perdidas en mundos fantasmales donde reina la muerte pero
sin poder alcanzarlos jamás y jamásnunca.
De
la negra Dimitra nadie sabe nada.
LIX
Cada
trozo de soledad que me sobra lo guardo en una bolsa que llevo al hombro y que
va tintineando a cada paso que doy por esos caminos. La bolsa y sus armónicos
cachivaches me recuerdan la caridad que las gentes de tantos lugares van
haciendo conmigo. Soy un hojalatero errante, compongo viejos cacharros,
sartenes, perolas, mares, calzado, tijeras, desiertos, cuchillos, firmamentos,
todo lo que pueda remendarse lo remiendo, desde una humilde segur que se ha
quedado sin mango, hasta un mundo que se ha quedado tupido y hay que limpiarle
el desagüe para que no se acumulen sin morir los muertos.
Los
aldeanos me van pagando con lo que pueden, pocas veces en moneda contante y
sonante, casi siempre en la pobre especie que su humildad les permite, por eso
llevo tantas soledades colgadas al hombro, también tengo nostalgias, y hasta
amores de primavera con que las muchachas son tan generosas. Procuro nunca
pasar por los mismos pueblos porque la gente cambia y a mí no me gusta. Soy un
raro errante que busca cambiar pero que no quiere que las cosas cambien. Que
cambien los rostros porque son pueblos distintos, pues bien, pues me gusta. Que
cambien las historias porque son tiempos diferentes, pues bien, pues me alegro.
Pero si regresas a lo mismo que siga siendo lo mismo, no me gusta que lo mismo cambie
y deje de ser lo mismo, si amé a una aldeana y me dejó en prenda una soledad y
una mirada, por qué ha de ser otra cuando vuelves un día a pasar por allí y es
vieja y es su nieta la que ahora te mira y enamorar se deja sin saber siquiera
que también lleva tu sangre...
Nunca
vuelvo a los mundos por los que ya he pasado, nunca amo de nuevo los amores que
amé, nunca beso otra vez los labios que he besado, compongo cosas rotas pero
que siempre sean nuevas, no sé si me explico, no sé si me entendéis, me gusta
ir yo cambiando, no que cambien las cosas.
LX
Quise
saber si ciertamente podía simbolizarse la eternidad con la historia aquella de
la bola de hierro de mil trillones de km. a la cual roza un pájaro con su ala
una vez cada millón de años, y que cuando la bola ya se ha desgastado entonces
la eternidad no ha empezado todavía. Bueno, pues es cierto, pobre pájaro.
Luego
quise saber si era verdad lo otro de una gota que cae cada millón de años para
llenar la cuenca vacía de un océano que ocupa un trillón de universos, y que
cuando ya está a tope y con una gota más se saldría, entonces la eternidad no
ha empezado todavía. También es cierto, me aburrí infinito contando gotas, del
orden de 10200, gota más gota menos.
Y
la historia de un niña que cuenta cuentos, cada tarde un cuento, y una tarde
cuenta el cuento de una niña que cuenta cuentos, cada tarde un cuento... Que
cuando la niña cuenta el cuento de una niña que contaba cuentos (aquí hay un salto cualitativo, apréciese),
que entonces la eternidad estaba empezando. Lo mismo, que sí, que tuve que
matar a la maldita niña, estaba hasta el gorro de cuentos y gentes que cuentan
cuentos sobre gentes que cuentan cuentos, al carajo los cuentos y quien los
inventó.
O
sea, que la eternidad es eterna. Y qué, pues vaya descubrimiento, lo he sabido
siempre, a ver si os creéis que estoy aquí porque quiero, que si no me he ido
al tiempo es por gusto, que soy eterno por elección.
El
viejo andarín que recorre la superficie de un mar infinito con una niña muda
caminando a su lado y llevando sobre el hombro un pájaro cansado. Muy cansado.
Porque cuando al fin la eternidad se termina, entonces el tiempo no ha empezado
todavía, hombre lo confunda.
LXI
Si
ocultas la cadena con la manga de la túnica y te disfrazas bien (sobre todo el
maquillaje) puedes asistir a las fiestas humanas sin que nadie descubra que
eres un dios. Y claro: si no hablas.
Para
un dios lo más difícil a la hora de imitar a los hombres, y donde siempre nos
descubren cuando más seguros estamos, es en las frases hechas de nuestra
costumbre divina, en cosas como ‘en verdad, en verdad os digo’, si todo el
mundo sabe que los hombres mienten... O te pones a explicar la edad de las
estrellas y eres innecesariamente preciso, como si evo más evo menos no fuesen
a la postre ambigüedad elegante.
A
mí me pillaron en un mundo de fuego donde viví un tiempo tratando de ligar con
una humana muy bella que decía que me amaba, porque se me escapó de golpe una
fecha exacta del siglo siguiente,
como si acabase de leerlo en el periódico de ese día... tuve que hacer milagros
coram populo aplaudido
tímidamente por aquella gente cursi, a la muchacha misma me vi obligado a
resucitarle a su madre y a su abuela y a premiarle el número que llevaba en el
sorteo de un chisme semoviente que rifaban en la fiesta, en fin, hasta tuve que
hacer obispo a un su acompañante que era chamán mío y con el que luego me
engañó...
Pero
la anécdota más triste que yo recuerdo a estos efectos no fue por hablar a
destiempo, sino por soplar mal: cuando uno de los dioses del viento se equivocó
de yate en plena regata real y sopló de forma exclusiva sobre las aladas y
rojas velas de una embarcación que competía por su cuenta y fuera de concurso,
estando todos los otros trapos tan huérfanos y arrugados y manifiestamente
desasistidos de los eolos del lugar, que todos los regatistas se pusieron a
gritar ‘tongo, tongo’, rodearon (remando) la embarcación ‘milagrosa’ y en lugar
de hacer allí mismo una ermita monumental, mearon sobre las aguas que se
pusieron amarillas y quebradizas y atraparon al enchufado en una escarcha de
orines; un asco y un fiasco.
La
lección es sencilla: cuando estés entre pringaos, sé un pringao o véte.
LXII
Los
mundos por sorteo no dejan de tener su encanto, siempre, claro está, que la
suerte se reparta como es debido, porque yo sé de un mundo de éstos donde
dejaron a la suerte que obrase a su antojo y... mejor me lo callo.
Pero
poniendo atención, los mundos más razonables son los de sorteo. En primer lugar
te descuidas de justicias e injusticias, del maldito reparto equitativo de
talentos que es un rollo y nunca se hace a gusto de todos, mientras que al ser
por sorteo todo está igualadito y nadie protesta. Luego el orden de vida, el
orden de destino y el orden de muerte, en listas equivalentes distribuidas por
lotes y siendo el azar el único responsable. Los accidentes y los incidentes: a
suertes. Los hijos premio y los hijos maldición: a suertes. Los amigos
traidores y los amigos fieles: a suertes. El éxito profesional, el fracaso
personal: a suertes. A suertes el honor, el deshonor, la gloria y la infamia; a
suertes los amores, los odios, las virtudes y los vicios, decisiones,
proyectos, recuerdos, fantasías, remordimientos, lágrimas... En fin, todo a
suertes.
Y
quitarte de encima el estúpido sambenito aquél: ‘a quien dios se la dé...’
Pero
como es debido, claro, sin dejar que la suerte haga lo que quiera.
LXIII
En
una redención (no recuerdo bien, creo que fue en la tercera del segundo cosmos,
en un triverso de azogues que diseñé por encargo), dejé los evangelios
completamente en blanco, me parece que puse tinta falsa en los tinteros de su
único evangelista, o era ciego, o no sé qué truco, pero estaban en blanco. Lo
hice precisamente por una cuestión de propia dignidad, me parece que habían
dejado de pagarme y estaba todo el asunto sub
iudice, en manos de leguleyos y procuradores, y viendo yo que me
quedaba sin cobrar, pues dije ahora vais a ver.
Resultó
que dio lo mismo, al parecer la gente no lee los evangelios, al menos en ese
mundo, se los inventa, da igual que ponga esto o lo otro o que no ponga nada,
sus chamanes siempre predican un evangelio (apócrifo, claro) y a nadie se le
ocurre dudar de la doctrina.
Me
acerqué una mañana por curiosidad a oír y no estaba mal, trataba de unas gentes
que adoraban a su dios y hacían caridades y eran honestos pero no se amaban, y
entonces eran como campanas sin badajo o bronces resonantes (o sea, campanas
con badajo), en fin, que mal, que lo que importaba era amarse.
Va
a resultar en esto de los mundos y de las redenciones como en aquella historia
del sabio antiguo que vio a un pastor comer lentejas en una rebanada y tiró el
plato, y luego vio a un muchacho bebiendo del río con ayuda de la mano y tiró
el vaso y antes había tirado otras cosas inservibles, una filosofía, un reino,
varias constelaciones. No necesitamos tanto como nos parece, si nos amamos nos
podemos pasar sin redenciones ni firmamentos ni filosofías ni universos ni
platos ni dioses. Algo así. Pero, claro, hay que amarse, por eso hay filosofías
y dioses.
LXIV
El
pequeño Fernefer es el menos negro de todos los hermanos, tiene una sonrisa que
desarma suspicacias, es casi imposible desconfiar de él pero te clava la
venganza en medio de los ojos en cuanto descuidas su mano de inocente perfil.
‘Fernefer
el arpista’ le llaman ( no en su cara) porque usa siempre redenciones de arpa,
baja a sus mundos pulsando las cuerdas y a base de notas entroniza en las almas
una especie de alegría mezclada con orgasmos que sus súbditos humanos entienden
salvación.
Le
ha adaptado al arpa una cuerda suenadioses, capaz de vibrar más hertzios que
ninguna otra cuerda de instrumento humano o divino que haya habido o no haya,
cualquiera que está al alcance de semejante fuerza se siente ganar sin poder
evitarlo por una melancolía que deshace los huesos y tritura certezas y
desintegra propósitos y machaca decisiones. El arpa de castigar del pequeño
Fernefer se dice que podría matar si el negro quisiera, que herramienta como
ella no puede hacerla un dios sólo para el mal y debe ser ambivalente (yo creo
que lo es) y ésta es precisamente la más horrible faceta del instrumento, pues
nunca para matar la usa el fiero diosecillo, quizá de los siete negros sea éste
el peor, su venganza consiste más en lo que no hace que en lo que comete, más
en la felicidad que no entrega pudiendo, que en la misma desgracia que produce.
Es algo espantoso, digno de un hombre.
LXV
Aladas
libélulas humanas puse en un mundo sin raíces ni luz y dejé que se salvaran por
sí mismas, quise saber qué futuro podrían llegar a hacer sin redenciones.
Levantaron
el vuelo en el ocaso (y siempre era ocaso en su mundo sin soles ni crepúsculos)
y todo se volvía de nieve gris, como una escarcha que las alas de cristal
sembraban en el aire. Eran tan bellas que todos los dioses susurraban consejos
para que ese hermoso mundo no se me perdiera, conteniendo el aliento las veían
volar, todo estaba pintado de libélulas.
Y
no podías ni pestañear siquiera porque el más leve choque levantaba oleadas de
transparentes milagros que se deshacían en una fina polvareda de cristal.
Eran
frágiles como seres humanos, venían desde la esperanza y estaban hechas de
futuro, un solo gesto imprudente atascaría las redes de la muerte.
Pero
sí que lograban encontrar a pesar de todo el camino de un futuro suficiente,
volando sobre la nada se redimían a sí mismas, qué otra redención cabe que no
sea volar sobre la nada, qué otro destino hay que ser una libélula de cristal
aleteando entre la niebla...
Cuando
ya se me olvidan todos los mundos que he ido haciendo y deshaciendo, y caen
como copos de densa nevada las hojas del cuaderno en que dibujo y desdibujo los
universos que los contienen, ese orbe minúsculo de libélulas transparentes me
viene a la nostalgia con su silencio y levedad, y más allá de las lágrimas de
mis ojos entristecidos por todas las batallas que hemos ido venciendo, una fina
retícula de escamas irisadas se perfila en un ala de elegante ligereza y es
como un párpado vivo que al abrirse abre mundos y al cerrarse los cierra.
LXVI
Haz
en tu alma la lista
de
todos los ocasos y todas las arenas,
de
todas las hojas y todos los perfiles,
de
todos los cabellos y todos los sentimientos.
No
se pueden crear mundos
como
se hacen figuras de papel,
que
solamente las dobleces cuentan,
tal
podría doblarse el aire y bastara
si
quisiera el aire quedar sólido un momento.
Los
mundos son por el contrario de fuego,
se
hacen nada más que cuando se deshacen,
si
no llevas la cuenta no habrán existido,
tu
lista es su esencia, tu memoria su historia.
Un
solo pétalo de una sola flor
que
no recuerdes,
y
ese cosmos entero será un caos de ausencia,
los
colores se volverán silencio,
los
sonidos se volverán negrura,
la
vida perderá su brújula y viajará redonda
en
la noria incesante de tu olvido.
Y
recuerda al hombre aunque no sea
criatura
especial, hijo bienamado,
aunque
se vuelva, como siempre,
loco,
y
rompa y destruya tu obra
para
elevarte sobre la ruina catedrales.
LXVII
El
verso anterior que un panfletario me ha puesto en la mano cuando tranquilamente
paseaba sin meditar profundidades, me lleva a desear un mundo sin hombres,
quizá lo haga, un mundo en que las flores lleguen a su tiempo y solamente
tengan por enemigo las abejas. Un mundo bucólico y beatus ille, para deambular por paisajes desiertos, qué
tranquila idea y cómo se sosiega el alma solamente al pensarla. El hombre
cansa.
Al
hombre hay que dedicarle esfuerzo, nacerle y matarle, amarle y odiarle,
tenderle la mano y retirarle el muñón, calzar su pico con bozal de cuero,
embotar su garra con limatón de sombra, el hombre es ave de presa que nunca
cede ni descansa ni se entrega, llegas a ser amigo del tigre, del hombre amo o
siervo, dios o esclavo, nunca hermano. El hombre cansa.
Un
universo de estrellas solitarias aunque pobladas de vida, simplemente con un hombrestato que te avise si llega, si la
evolución amenaza con volverse hombre, y entonces suavemente encauzar al mono
hacia inocencias salvajes sin dejarle acabar de volverse loco. Planetas sin
número llenos de maravillas, de pájaros y esencias y flores y perfumes y todos
los colores que sepa hacer la luz...
Ya
sé, ya sé, es ley de las leyes que solamente al hombre se le entregan los
mundos, que sólo para el hombre los mundos se construyen, que a la postre somos
del hombre sus obreros para hacerle su casa y dibujar su historia y cantarle al
nacer sus canciones de cuna y mantener atraillado el perro de la muerte hasta
que él solicite que lo dejemos suelto... Ya lo sé, ya lo sé, nunca se me
olvida, era solamente un suspiro fatigado, porque el hombre cansa, serlo y no
serlo.
LXVIII
No
sólo no me gustan, me disgustan los universos en que se permite al tiempo
adelantar alguna de sus líneas sobre las otras. Son mundos crueles que no
tienen más justificación que privilegiar a alguna casta que, por las razones o
sinrazones que fuere, al creador de ese cosmos le cae más en gracia. ¿Qué es lo
hermoso en que sepan los padres, por ejemplo, el día de la muerte de sus hijos?
¿Resuelve alguna cosa que los amantes sepan, en el mismo origen de su amor, la
fecha en que su amor dejará de serlo? ¿Confundir futuros y pasados entreverando
los unos con los otros puede tener algún sentido?...
Hace
poco me contaban de un mundo en el que su dios (quizá él se crea que es un
rasgo de ingenio) hizo a la ciencia médica capaz de diagnosticar enfermedades
mortales mucho antes de lograr curarlas... véase qué dolorosa y estúpida
sinrazón que convierte a la medicina de ese mundo, de actividad generosa y ayuda
al doliente, en juez inapelable y siniestro que siempre condena y nunca
condona. En semejante tesitura, a quienes únicamente beneficia el despropósito
es a los de la casta médica, a la cual, claro, ni le interesan las curaciones
rápidas y eficaces porque se queda sin pacientes, ni la desinformación
absoluta; lo que le viene bien es justamente eso: diagnosticar sin curar,
apariencia de solicitud y de competencia con un mínimo de soluciones
terapéuticas.
Se
necesita ser un dios muy raro para hacer mundos así. Me parece que hay que
darle al tiempo lo que es del tiempo y confiar al futuro lo que es del futuro,
al menos hasta que el presente adquiera verdaderos derechos sobre él. Irse
muriendo como todos los hombres, en la confianza del día tras día con los
dolores y achaques que cada día traiga, pero no ser condenado a muerte por una
sentencia disfrazada de sabiduría que anticipa la mirada inapelable del destino
sin su consoladora y misericordiosa ambigüedad.
LXIX
Álorah
era el mayor de los siete negros y sembró de puro amor sus universos en
venganza contra los dioses por la ofensa recibida.
Los
mares de hielo de mundos sólidos y aristados de blanco cristal desheló desde
los cielos con sentimientos tan ardientes que las aguas hirvieron al deshacerse
las montañas. Los desiertos de fuego de los planetas áridos se refrescaron con
brisas de ternura y cariño, mitad y mitad según fórmula propia, es difícil no
llorar ante emoción tan limpia.
Así
que Fernefer con su música, Coacalep con su esperanza, Dimitra con toda su
batería de emociones y ahora el amor que Álorah esparcía sin tasa: la venganza
de los negros iba tomando forma, en sus mundos poco a poco iban quedando sin
espacio los dioses, cualquiera que rompa el tirabuzón infinito (los hombres por
la muerte creen en los dioses, cuya inmortalidad irredenta les hace crear
hombres) desplaza hacia la nada a los seres celestiales.
Se
cita como ejemplo aquel viejo mendigo que caminaba sin rumbo por un sendero
polvoriento cuando la siembra de Álorah le cayó sobre los hombros, y regresó a
su juventud y volvió a su familia y amó de nuevo padres y hermanos y esposa y
aún los hijos sin engendrar amaba todavía, qué oraciones iba a necesitar ni qué
dioses venerar si de viejo se hizo joven y su seco corazón reverdecía en su pecho...
mientras los halcones se hacían piadosos y perdonaban pájaros y los pájaros se
volvían misericordiosos y se entregaban a los halcones (la piedad circula
siempre en los dos sentidos), los jueces en su compasión absolvían reos y los
reos en su ternura desasesinaban víctimas.
Como
un manto de nieve cubrió de amor sus mundos Álorah el Negro y lo dejó sin
dioses.
LXX
No
leas los libros sagrados que no se han escrito para tus ojos, no quieras saber
lo que se dispuso que tú no supieses, el árbol de la sabiduría es otro árbol,
no es éste, comiendo de este fruto solamente se puede mirar detrás de la
pantalla que no tiene revés.
No
por ser dios deberás saberlo todo, ser dios no es eso, eso es ser hombre, los
dioses con saber lo que necesitan tienen bastante, para qué se quiere saber
demasiado cuando lo único que te propones es hacer universos y mundos...
Deja
que la sabiduría te busque a ti, si quiere, a su tiempo, a su paso, cuando ella
lo decida, no es sabiduría perseguir la sabiduría, como no lo es huirla o ignorarla.
Que las cosas se decanten en su momento oportuno, sólo de los hombres es propio
precipitar acontecimientos, los dioses disponemos de la eternidad para que todo
se repita y vuelva a repetirse sin urgencias ni agobios.
Si
se ha dispuesto que sepas una palabra de cada dos, rompe los libros por la
mitad y tira cualquiera de ellas, con tu mitad te basta, todos los libros son
dobles y cada parte es doble y el que lee una sola palabra los ha leído
enteros. Sabiduría es leer aquella única palabra de cada libro que importa, lo
demás es metáfora y redundancia y adorno.
Recuerda
que hacemos universos para entendernos a nosotros mismos, por vuestras obras os
conoceréis, que cada mundo te enseñe su palabra esencial hasta que llegues a
descubrir, si tienes suerte, la tuya.
LXXI
Se
pueden hacer universos de la nada, pero siguen siendo nada mientras son y
duran, y a la nada regresan sin haberla dejado. Yo en mis tiempos hice y eran
hermosos, filigranas de nada elevándose al infinito, firmamentos de nada
rutilando en la sombra, soles iluminando la nada de los mundos con auroras de
nada y crepúsculos de nada, mares y cordilleras de nada amontonada, hombres que
de la nada nacían y a la nada regresaban atravesando la nada.
Cualquiera
que describa uno de estos mundos tiene inevitablemente que abusar de la misma
palabra, pero también te pasa si haces universos de algo, o los haces de luz, o
los haces de aire, que para describirlos tienes que usar todo el tiempo la
misma y única palabra.
Y
tampoco hay diferencia, esa es la verdad, entre un mundo y otro mundo, cuando
coges la nada y empiezas a crear cómo saber que es la nada y no es el aire o la
luz, cuando no has empezado todo es lo mismo en tus manos, no hay diferencia
alguna, el aire es la luz y la luz es el sonido y el sonido es el aire y todos
son la nada, grumos de nada pasajeramente disfrazados de nada (acaba siendo
aburrido usar la misma palabra, este idioma monobíblico es demasiado
astringente).
LXXII
Es
erróneo pensar que los mundos nos salen como los dioses queremos, la mayor
parte de las veces no es así, siempre alguna cosa se te resiste y acabas
dejándola como esté harto de intentar enmendarla. A mí particularmente en esas
ocasiones cada vez me queda peor, yo ya no pretendo mejorar el primer diseño.
Ha
habido universos donde he pretendido, qué sé yo, por ejemplo ternuras, y luego
han ido saliendo líneas desabridas, amargos sentimientos, ácidas pasiones, y no
ha habido forma de que quedasen finalmente las cosas a mi gusto. Hay dioses muy
suyos que en tal caso borran y tiran y queman lo creado, yo suelo conformarme
con el resultado, qué voy a hacerle, tampoco pienso nunca que sean diseños
míos, siempre tengo la sensación de que guían mi mano en el tablero de dibujo,
si al final sale así, será que así tenía que ser, quién soy yo para romper los
planos, un simple amanuense ciego y sin memoria.
Y
cuando pasa el tiempo ves misteriosos dibujos que no sabías que estaban (pocas
son las cosas que entiendo yo de lo que hago, todas las filigranas me asombran
y me enseñan), se elevan ante tu vista piruetas ignoradas, seres desconocidos y
a veces muy hermosos se agitan ante ti y tú no los recuerdas. Pienso yo que
esos mundos se crean a sí mismos utilizando mi mano para dibujar los perfiles
y, claro, no necesitan mi aprobación o visto bueno, no podría darlos o dejarlos
de dar, no sé de dónde surgen, a dónde se dirigen, únicamente me siento
agradecido y humilde por tener la oportunidad de irlos viendo aparecer ante mis
ojos.
Pero
la mayor parte de las veces no son como me propongo, cuando lo son no me gustan
(y no los reconozco, ya sé que se trata de una paradoja, también es dictada).
LXXIII
Era
un dios que creaba mundos interpuestos, entre cada mundo y él ponía mundos de
amparo, así se defendía de los mundos creados, tenía miedo pavor a que sus
creaturas le llegasen al alma con sus gritos y llamadas. Como quien enciende
una mecha y eso lo hace al final, preparado para correr y, en cuanto está
prendida, huye a resguardarse tras fuerte mamparo, así hacía este dios, lo
último de todo era encender al hombre, luego escapaba despavorido en una fuga
frenética para ocultarse detrás de sólidos mundos de cemento y tiempo.
Pasados
muchos evos asomaba la cabeza y miraba de lejos para ver los efectos, si el
mundo estaba ya seco y apagado se acercaba poco a poco y acariciaba los restos.
Pero como acaso quedase un rescoldo ardiendo todavía, demudado y sudando se
alejaba más lejos, tapándose los oídos y cerrando los ojos en posición fetal
durante tanto y tanto que acababas creyendo que se había ido. Y quizá era así:
un día me explicó que todo se debía a un sueño o pesadilla en que soñó ser
hombre.
LXXIV
Pocos
dioses me aterran tanto como Eria la Negra, que diseñó universos con regla de
igualdad y cartabón de justicia, maldita sea por siempre y Hombre la maldiga.
A
ver qué espacio queda para nosotros los dioses en un mundo donde la justicia
sea cimiento y arquitrabe, razón y estructura, en sus orbes estamos más
cesantes que los jueces.
Y
que ni siquiera tiene que tomarse molestias de diseñar estrellas, meteoros,
montañas, de abrir cauces de ríos o cuencas de océanos, bastante se les da a
sus humanos de todo eso siendo la justicia la tierra que pisan y el aire que
respiran; puede la negra Eria hacer mundos de papel y a sus súbditos humanos le
parecen paraísos. Incluso ocasos se ahorra la muy... y hasta flores, paisajes y
hermosuras, todo para qué, a esa gente le sobra el paisaje que tienen, la
justicia es su aurora, para qué quieren soles.
Cuando
empezó sus mundos, un dios malicioso que, como yo, la odia, se preguntaba en
voz alta: ‘Cuando aparezca la muerte a ver cómo hace para seguir siendo justa y
que sus hombres sigan tan alegres y plácidos...’ Bueno, llegó el momento,
apareció la muerte como siempre a su tiempo, pero está claro ahora que no
entendemos nada, no es la muerte como pensamos la suprema injusticia, se
saludaron ambas con abrazo fraterno bajo la mirada tranquila de los primeros
moribundos, resulta que la justicia traspasa esa frontera, acompaña a su gente
de una vida a la otra, si la justicia existe no necesitas nada, estás vivo
siempre, eres un dios hombre, un hombre dios mortal pero eterno, malditas sean
Eria la Negra y su justicia.
VOLVER AL PRINCIPIO DEL LIBRO XXV L IR AL FINAL DEL LIBRO
LXXV
Dos
dioses amigos, camaradas de muchas aventuras y evos, acotaron un terreno que
dividieron en dos partes contiguas para hacer a la vez sendos universos, uno
cada uno, no por competir, sino por el gusto de trabajar a la par, hombro con
hombro, eran como hermanos después de tanto como habían vivido juntos.
El
universo de la izquierda lo llenó su creador de arcos elevados de jardines de
agua y de cristal, estructura reticulada y atrevidísima en la que arquitrabes
de fina silueta y elegante espiral se retorcían sobre sí mismos para alcanzar
otros niveles de su propia consistencia y dar tan aérea impresión al no
obstante sólido conjunto que se experimentaba la necesidad de levantar la mano
para sujetar tales volutas audaces. Si una bóveda se abría a estrellas remotas
más bajas sin embargo que ella, las columnas que la sujetaban pasaban por
encima horadando la tela de luz que la constituía y se erguían como lanzas
afiladas hacia una altura más allá de las dimensiones. Si la nervadura
arriscada y desobediente fugitiva de un arco se llevaba como flecha el astil de
su propio diseño, capiteles helicoidales desenroscaban su esencia para subir en
trémulo polvo de luz y caer por fin sin caer nunca, tan espigados y cumbreños.
El
universo de la derecha lo amasó su dios en pétreas montañas imponentes, allá
donde apoyaban sus estribos se aplastaba la sombra bajo su peso y, constreñida
en sus moléculas más allá de toda resistencia, se encendía de golpe en
chispazos de luz, así de plúmbea resultaba la zarpa de esas cordilleras
engravecidas. Como lava de piedra que discurre rebosando de su propia densidad
a paso tan lento que se hace y se deshace, se licúa y se refunde a cada
centímetro que avanza, así las estrellas de ese mundo recorrían la noche y
tenía la noche que esperar durando evos infinitos sin dar paso al día no por su
pereza, no por su lentitud, más por la de tan sosegado firmamento. Y los mares
eran inmensos, pero a una sola gota condensados por la presión de la mole, una
gota que valía por un millón de océanos, suficiente para apagar, o casi, la sed
del hombre.
Y
se sentaron juntos en el porche de sus mundos, a charlar del trabajo, a reír
como chiquillos que han dado de mano a los deberes del día. Envidiosos y
asombrados, aunque sanamente, se mostraron admirados de tan ruidosa manera cada
uno con el mundo del otro, que al fin se los cambiaron con gran satisfacción
por ambas partes, qué universo tan bello ganaba cada uno, qué fruto del amigo y
qué gozoso trueque.
Y
empezó el primero con las masas inmensas a moldear agujas de elevadísimos arcos
y bóvedas que se abrían a estrellas remotas con columnas erguidas como lanzas
afiladas hacia una altura más allá de las dimensiones... pero respetando sin
embargo la belleza aplastante de aquellas cordilleras que hacían con su peso
luz de la sombra y densa única gota de los rebaños de océanos.
Y
empezó el segundo con las atrevidas nervaduras y los elegantes capiteles de
altísimos destinos a embaldosar los suelos de cimientos ciclópeos, capaces de
soportar el peso de las constelaciones y de comprimir la luz hasta volverla
sombra... pero respetando sin embargo la belleza alada de aquellas columnas que
se alzaban al infinito sin concederse límites.
Uniendo
sus almas consiguieron dos mundos iguales y diferentes, bellos por doble
partida, elegantes e imponentes, tan armoniosos de sus disonancias y tan
equilibrados de sus diferencias que resultaron la envidia de otros dioses
solitarios. El fruto del amor es un híbrido tan hermoso que toda raza pura
envidia su mestizaje.
LXXVI
Sí
que deben de ser grandes los universos y mundos habida cuenta de la cantidad de
elementos que tienen que contener, pero eso no significa que a los dioses nos
guste solamente lo inmenso, a mí por ejemplo me apasiona lo diminuto, yo he
diseñado universos por el único placer de ser grano de arena en una playa
infinita y durar un instante en las manos del viento para perder enseguida
memoria y destino. O ser gota en la cuenca inundada del mar y subir y bajar con
una ola atrevida para cesar rápidamente y regresar a mi origen.
Y
muchas veces estas minucias justifican mundos, que solamente como marcos para
ellas se hacen, aquí en estas páginas he referido ejemplos en varias ocasiones.
El mayor despilfarro de medios y procesos, de estrellas, de planetas, de
tiempos y de soles recuerdo que lo hice a fin de resbalar un instante, en forma
de rocío, por el borde dentado de una cierta hoja para cuya existencia tuve que
inventar enormes selvas llenando muchos mundos y climas muy complejos y auroras
y noches y no sé qué más cosas.
Pero
grandes o pequeñas, los dioses siempre tenemos razones personales para crear
los mundos: por este amor de ahora he hecho este universo, tiene playas y mares
en vista de que suele disfrutar en la orilla, no hay otra razón de que existan
las estrellas que el que acaso ella quiera pasear una noche.
LXXVII
Al
grito insolente y desabrido de “¡Hic Rodhus,
hic salta!”, un dios envidioso que es mi enemigo (tiene la cátedra
por acceso, no por oposición, como yo) me señala, a base de golpes sobre los
folios, una copia de estas páginas y me reta a que haga un universo aquí
delante, si es que no soy un fantoche y de verdad los hago.
Estoy
seguro de su gesto de mofa y befa si le hablo de terminología y le respondo con
un: “¿Qué entiendes tú por “universos”, y
qué quieres decir cuando dices ‘hacer’?”, como si tratase de
retirarme por el foro sin dar la cara. Seguramente se imagina que los universos
son estas pellas de barro estrellado, planetado y humanizado que lo llenan todo
a base de hidrógeno caliente y de hidrógeno frío. Y en cuanto a ‘hacer’, este
tipo por hacer entiende lo de ‘ex nihilo’,
plantar aquí delante una cosa como ésa a golpe neto.
Ni
siquiera es consciente de que tiene en las manos (precisamente aquello que en
su envidia y suspicacia groseramente golpea) los universos que yo creo, si tan
sólo se parase a considerar que él mismo es una sombra de mi propia fantasía...
LXXVIII
Cuando
Blimeh el Negro pactó con sus hermanos la venganza irremediable, no pensó nunca
cumplir lo pactado, siempre ha sido más amigo de hacer compromisos de palabra
que de hacer honor a la palabra comprometida. Lo que pasa es que se vio
obligado por las circunstancias, o mejor dicho, le vino la venganza tan
preparada a las manos que le daba más pereza no hacerla que hacerla.
Tenía
un cosmos hueco de luz comprimida que usaba de picadero en sus aventurillas.
Era un simple nido sin mucho diseño, sin súbditos naturales, geografía pura con
el mínimo firmamento y física planetaria para que hubiese luces y ocasos
románticos. Se lo ‘regalaba’ generoso a todas sus conquistas, aunque (como le
era muy cómodo) siempre lo canjeaba al final por cualquier joya de peltre que
las dejara contentas, una constelación, un solecillo, a veces un simple cometa
de hielo sucio, las hembras son como son, el brillo las deslumbra.
Pues
bien, se había citado allí con su querida de turno cuando al llegar descubren
que el mundito está habitado, una casta de hombres hechos de luz cuajada ha ido
evolucionando desde la pura luminosidad y ahora están ya en la existencia
reclamando atenciones, providencias, redenciones... en fin, todo el aparato.
Bueno
es Blimeh el Negro cuando está caliente, le importó tres bledos que aquellos
microbios poblasen su mundo, se puso a la faena con la querida en cuestión y el
vaivén de su ‘ajetreo’ les sirvió a los luminosos de redención y evangelio.
Aunque bien mirado el tema la cosa no estuvo mal; aquella gente era demasiado
etérea y transparente, en su mundo el sexto era ‘no levitar’, los santos
eremitas se masturbaban en penitencia, así que la divina lección de sexo pasó a
ser iglesia universal.
Pero
ya sabes lo que ocurre cuando le das al sexo lo que es del sexo, que entonces
el orgasmo te parece divino, por eso hay redenciones donde se predica
abstinencia y los dioses siempre han sido enemigos del coito. En el mundo del
negro Blimeh el único dios es follar (aunque una secta de guarros herejes
predica obscenidades de mística luz).
LXXIX
Una
de las cosas que me resultan más difíciles en la creación de orbes es trazar la
raya de la normalidad en los protocolos que definen a los humanos, un pequeño
desliz por arriba o por abajo trae consecuencias incalculables (y casi siempre
funestas).
Si
pones la normalidad demasiado baja, resulta que tardan millones de años en
inventar la rueda, a los pocos días de inventada la olvidan y siguen
arrastrando con bueyes las piedras cuadradas, nunca pasan del hacha y a veces
ni llegan, cosas como la música o la literatura permanecen para siempre en
estado larvario, gruñidos en ambos casos, en cuestiones de religión no suben de
la imagen de palo o de piedra, y todo igual. Aislados sin remedio, no solamente
no salen del planeta: ni siquiera logran escapar del valle.
Pero
si pones la normalidad demasiado alta, cuando quieres darte cuenta ya han
llegado a las estrellas y las manejan a su antojo, las traen y las llevan , las
apagan y las encienden y se saltan a la torera tus leyes de tu física, la
religión les dura menos que el sermón de un ateo. Se hacen los amos del mundo y
vete luego a reclamárselo.
Yo
uso desde hace mucho una regla sencilla: en cuanto aparece el primer hombre
fruto de la evolución que sea le pongo delante papel y lápiz. Si se los come,
permito que el mundo ése siga su curso, pero si deja alguna huella, con sentido
o sin él (¿alguna diferencia?) del lápiz sobre el papel, cancelo los humanos y
apago ese universo. A veces mis amigos me llaman el ‘Diviágrafo’, pero a mi
juicio lo bueno de la tradición oral es que con el tiempo se olvida.
LXXX
A
veces no he resistido la tentación de ser solemne (cuando era un dios joven,
vanidoso y altivo), pero desde hace mucho ya no hago cosmos grandilocuentes. Me
aburren.
Incluso
ahora estoy pasando una época de verdadera continencia, con munditos
rapidísimos y breves, de no más de diez evos: estallido, soles, planetas,
bacterias, peces, mamíferos, primates, hombres, superhombres, estallido.
Aquellas inmensidades de mi juventud, que duraban cientos y hasta miles de
evos, con varias especies humanas sucesivas, que salían al menos a seis
redenciones y ocupaban tanto espacio que acababa perdiéndome, todo eso ¿para
qué?... ¿Qué se consigue con el mero tamaño?... ¿Se pueden hacer delicadas y
sutiles maravillas como las filigranas y finuras de mi último diseño?
Una
frase lapidaria, definitiva, contundente, es mucho más y algo distinto que un
novelón de mil páginas que morosamente repite cada aburrido detalle.
Recordad:
“Creé un mundo
sin hombres, nacieron por sí mismos, me quitaron de dios, ahora busco errante
algún templo vacío”. ¿Qué
más palabras necesita?.
Así
mis mundos ahora, cada cosa sucede solamente una vez, cada yerba, cada pájaro,
cada hombre.
LXXXI
Cada
vez que hago un mundo del derecho hago también un mundo del revés, si en uno
los árboles elevan su tronco y entierran sus raíces, en el reverso elevan sus
raíces y entierran su tronco. El amor del uno es odio en el otro; quien está
llamado a redimir acá, es allá el perdedor demoníaco; quien aquí padre, allá
hijo; de este lado el sol tiniebla lo que de aquél ilumina; aquende las rameras
venden su carnalidad y ya son para siempre vírgenes, allende las vírgenes
venden su pureza y ya para siempre son rameras. En fin, si en éste mata la
muerte a la vida, en aquél la vida mata a la muerte.
Son
dos mundos muy diferentes aunque yo no siempre consiga distinguirlos.
La
razón y causa de éste mi equilibrado proceder es que un mundo solo y solitario
es como una hoja que tuviera haz y no tuviera envés, una luz sin sombra, un
pasado sin futuro, una amistad sin rencor, una justicia sin injusticia, en fin:
privar a la libertad de la posibilidad de elegir un cielo o un infierno.
Hago
también, por supuesto, humanos cara y humanos cruz, cada cual tiene su espejo
en el otro mundo; recuerda, hombre, si te odias, que alguien en otro cosmos te
ama; recuerda si te amas que alguien lejano pero de confianza te odia.
Tengo
que probar alguna vez con universos impares: Todo luz y nada sombra. Todo
sombra y nada luz. Mortales los dioses. Inmortales los hombres.
LXXXII
Gustel
el Negro se llamaba a sí mismo Gustel de Sangre, llevaba un rubí en la frente
grande como un puño aunque llena de arrugas de viejo libertino (el rubí y la
frente respectivamente). Había creado un poeta (bueno, dos poetas) para que le
imprecaran de vez en cuando a grandes voces poéticas ‘¡Oh, rubí encendido en la divina frente...!’
etc., etc., era un sujeto muy grandilocuente y un poco estúpido. Hablo en
pasado porque desde hace muchos evos nadie ha vuelto a verle, ni a él ni a su
hemocristálido pedrusco.
Le
daba a sus firmamentos aspectos de toda clase de criaturas fantásticas, sus
zodíacos eran zoológicos y sus constelaciones corrales, de vez en cuando se
entretenía en lanzar destellos sangrientos desde su frente divina.
Se
olvidó durante varias eternidades del pacto de venganza suscrito con sus
hermanos, además de estúpido era desmemoriado, se lo vino a recordar algún
recadero de la vengativa familia. ¿Qué hacer como castigo y que a la vez se
pudiese crear mucho pedrusco, zafiros y topacios y esmeraldas de fuego?... Era
el pobre tan tonto que, falto de fondos, pidió un crédito al banco universal de
dioses, los cuales de más está decir que se negaron a ello, afligido y llorón
pidió ayuda a la familia recibiendo sólo desprecio.
Al
final nadie sabe si este bobo se ha vengado, pues ni él ni sus hermanos ni los
dioses del cielo entienden el significado de ese mundo ‘radiante’ de papeles de
colores, donde los viejos envoltorios de caramelos se pretende que sean
diamantes y donde las estrellas son agujeros tapados con celofán en un viejo
cubo de hierro podrido. Naturalmente ha puesto súbditos humanos, cómo no, los
dos poetas imprecadores que no falten, pero ya ni siquiera tienen aquella
antigua grandeza, el uno está muerto y los escritos del otro ni su padre los
lee. En fin, allá donde haya ido que le lleguen los ecos de su mundo de
colorines y si ha querido vengarse entonces se ha vengado, la venganza es
quererlo, demos gracias al Hombre.
LXXXIII
Los
caracoles del tiempo son lentos, pero no tanto como la gris nevada de la
eternidad, que nunca termina de caer y depositarse en el alma.
Me
gustaría hacer mundos eternos, pero en realidad me parece que no me gustaría, o
sí, no sé... Entonces no sólo no cambiaría nada (la injusticia eterna, la
soledad eterna, la muerte eterna) sino que no cambiaría nada (la justicia
eterna, la juventud eterna, la vida eterna). No sé.
Todo
lo que naciera, eternamente permanecería en la nada antes de nacer, eternamente
naciendo, eternamente nacido... No sé. Eternamente no sé. Quizá sea bueno que
el tiempo domine como señor de las cosas y las empiece y las haga durar, pero
también las acabe; podríamos aguantar eterna tristeza, infinita desolación,
ilimitada soledad, pero ¿aguantaríamos acaso alegría perpetua, vida perdurable,
felicidad infinita?... No sé si el hombre, nosotros los dioses desde luego que
no.
Y
a fin de cuentas la duración de un instante del tiempo es el alvéolo en que
nace, dura y perece la breve eternidad.
LXXXIV
Todo
lo que efectúas acaba dejando huella en tu alma (o en aquella herramienta que
haga sus veces), pero especialmente honda la dejan los sentimientos de los
corazones humanos, que por cierto nunca he sabido si los haces tú, que al fin y
al cabo eres el hacedor de los corazones en que nacen, o son los corazones
mismos y no tú quien los hace y apropia, los sentimientos digo.
En
un mundo remoto que, por lo demás, he olvidado, se me marcó una pasión con
fuego tan viviente que su escara en mi alma ni se ha borrado ni se borrará.
Empezó siendo el odio corriente que los hombres sienten hacia los dioses y que
a veces llaman amor, cuando alcanza grados místicos. Empezó siendo odio, ya
digo, pero el espíritu que lo albergaba era tan exquisito y creativo que con
ese hierro seco y oxidado fue labrando volutas, arabescos, matices, enredados y
enrevesados adornos que acabaron modificando no solamente la forma, sino la
naturaleza del material primitivo hasta crear un sentimiento sin nombre de cuya
magnificencia no podría dar idea, tan inefable llegó a ser y tan hermoso.
Se
enlazó saliendo a mi alma desde la suya, y a su compás me hizo a los dos
danzando nos obligó a seguirlo, penetraba las membranas que recubren el alma
con tan aguda gracia y tan feroz urgencia que inundaba el recinto sin que
pudiera acaso no hubieras querido de su hedor defenderte. Que quizá era aroma,
quién podría saberlo, tan retorcido estaba.
Un
tiempo fuimos uno aquel ser y yo, en mística unión pude pulsar su alma como él
o ella pulsaba la mía, la luz de mi pasión derritió su substancia y aquel ser
entero se me quedó grabado en la huella misma de su propio troquel. Lo llevo
desde entonces siendo parte de mí, como lacre de sangre perfumando la escara
que es el único recuerdo de mi memoria y de él.
LXXXV
Los
dioses no tenemos inviernos, pero tampoco tenemos primaveras. Las haces, sí, si
quieres, pero no las disfrutas, de qué me sirve a mí, si quiero ser caballo,
poder hacer caballos y lanzarlos galopando contra el viento. Hacedor ciego de
ojos y colores, sordo creador de sonidos y música, manco diseñador de
prodigiosos artistas, piedra capaz de construir la vida, prisionero y tullido
fabricante de halcones...
Nada
consuela de este quedarse en la orilla viendo cómo zarpa la nave que has
pintado sobre el mar cuyas olas acaban de ser terminadas por el pincel de tus
manos. Mas desolación se decanta entonces en la vasija de tu corazón que la
soledad de cuantos mundos puedas haber creado.
Y
qué decir del llanto que con tierna providencia has perfilado minucioso lágrima
por lágrima y que jamás lo llorarán tus ojos que no existen...
LXXXVI
La
realidad es menos real que la nada, compacta, contundente, sólida, maciza;
aunque es más real que la soledad, pues ésta frecuentemente se amasa con la
nada; es delicado el tema de con qué haces los mundos. Ya digo que la nada es
buen material por su densa estructura y su escaso desgaste, pero tiene un
inconveniente justo en sus ventajas: dura demasiado, tiras los mundos nuevos,
es la historia aquélla del almirez de bronce.
La
realidad en cambio, al no ser tan consistente, permite renovaciones, cambiar de
vez en cuando y tolera mejor un uso desgastante.
Con
lo que no aconsejo yo hacer orbes es con soledad, pues, sobre ser más plúmbea
todavía que la nada y por ende más mostrenca y basta, luego es aún menos
resistente que la propia realidad y no te duran los mundos ni siquiera hasta
yerba, no te digo ya a homínidos con alma.
Pero
son discusiones de dioses ociosos: todo el mundo sabe que el mejor material
para hacer los universos es no hacer universos.
LXXXVII
Se
han hecho pruebas de cruces con dios y mujer humana, con diosa y hombre, claro
que sí. Pero siempre el resultado ha sido inverso al que se buscaba y deseaba:
con todos los fallos de ambas razas y ninguna de sus cualidades (cosas
horribles, dioses estúpidos, hombres inmortales, un espanto).
Injertos,
clonación dirigida y mixta, selección racial artificial, incluso diseño
asistido por ordenador gen a gen y divus
a divus... Y siempre lo mismo,
engendros y monstruos inviables y repulsivos, está claro que los dioses y los
hombres no pueden hibridarse, o mejor dicho: no deben.
Desde
luego que los hombres de los diversos mundos reflejan siempre en las imágenes
unas representaciones de los dioses sacadas en parte de sus propios espejos
humanos, pero se trata tan sólo de fantasías y de ídolos, no creen realmente
que los dioses sean esos hombres viejos de venerables cabellos blancos, o las
diosas esas matronas llenas de túnicas y velos que se aburren en sus altares.
También
nosotros representamos hombres con nuestro propio aspecto cuando creamos los
mundos, acaban saliendo siempre a nuestra imagen y semejanza. Todos los
creadores creamos nuestras creaturas parecidas a nosotros, todo retrato es un
autorretrato, toda biografía es una autobiografía, toda oración es un
soliloquio, a lo mejor (o a lo peor) cada dios es ya un cruce de dios y hombre,
cada hombre es ya un híbrido de hombre y dios, quién sabe quién es quién y hace
qué aquí donde hacer es a la vez deshacer, proyectar recordar y volver es
estarse yendo.
LXXXVIII
Hemos
estado juntos en la orilla del lago, infinidad de colores del otoño tardío
flotaban cerca del cielo, abedules llorones, pinos y abetos resistiendo sin
desnudarse, pequeños enebros creando el dosel más bajo, arces cuya pancromía,
desde tierras y sienas a verdes y amarillos, desbordaba del ojo su hábito de
belleza, robles solitarios guardianes de un esmeralda propio... mientras los
dos soles del planeta, uno saliendo y otro cayendo, fundían orto y ocaso en una
aurora de luces inefables. Y hemos hablado con sosiego aprovechando la calma y
la elegancia de la naturaleza serena.
Me
ha explicado las razones que le llevan lejos a cielos remotos a crear sus
mundos, la inoportunidad de crear aquí mismo donde todo está gastado y se
pudre, el deseo, casi la obsesión, por nuevos horizontes y espacios virginales,
he visto en sus ojos lo que hace evos no veía, lo que los dioses más viejos
hemos olvidado y quizá ya sólo queda en estos alevines ilusionados, y he tenido
que callar y otorgar, aunque sus razones son emociones y no conceptos y sus
argumentos son proyectos y no silogismos.
Plantará
allí nuevos horizontes, creará nuevos universos, todo será joven y reciente...
por ahora. Un día sus nietos se irán más allá de ese más allá y le darán las
mismas sinrazones para irse que él me está dando mientras riela sobre el agua
la luz de uno de los soles, no sé si el que sale o el que se pone, no conozco
este mundo, no sé su norte.
Desplaza
su mano sobre la mía en un mudo gesto de consuelo, sabe que sé que le pierdo,
las bellísimas luces del paisaje no nos apaciguan, ni alivian del ánimo la
espesa borra de tristeza que lo cubre como una nieve de fango y soledad. Ya
habríamos caído uno en brazos del otro dando rienda suelta a nuestros
sentimientos si fuésemos diosas y no nos importara el espectáculo de nuestra
propia desolación, pero, como somos dioses y esas efusiones están mal vistas,
contenemos la emoción dentro de nuestros corazones y el silencio hace las veces
de las palabras doloridas que no podemos pronunciar.
Porque
el mutismo se hace demasiado difícil de respirar, o para quebrar como sea la
tensión del momento, le pregunto si ya sabe qué hombres quiere crear, sus ojos
me miran con más amor que nunca, dibuja en la arena de la orilla el modelo de
humano al que no tardando entregará sus mundos, es un calco mío, va a crear al
hombre a mi imagen y semejanza, no puedo evitar que las lágrimas resbalen
libres por mis mejillas, ya solamente un sol nos baña con su aurora.
LXXXIX
No
suele hacerse, a muchos les pareció terrible, yo mismo tengo la conciencia
intranquila, pero una vez compré un mundo, llegó a ser mío no por creación sino
por compraventa. Hubiese podido hacerlo, claro está (habría sido una
repetición, un calco, porque me gustaba tal cual, sin cambio ninguno, pero no
hubiese sido la primera vez ni algo tan escandaloso), pero quería ése,
precisamente ése, su belleza me impactó desde el primer instante, por qué no ha
de poderse comprar lo que se anhela si su dueño accede.
Muchos
vienen a verlo por la cosa del escándalo, incluso han pretendido comprarlo y he
recibido ofertas en firme por parte de coleccionistas de curiosidades, gentes a
las cuales el mundo en sí mismo no les importa nada, algunas de las ofertas
provenían de dioses que ni siquiera lo han visto.
No
es especialmente especial, me dicen asombrados los que se imaginaban qué sé yo
qué cosa rara o maravillosa. Es un mundo liso, plano, estriado de gris y con
alguna mota jade aquí o allá; no tiene constelaciones (aún: evoluciona todavía
su configuración estelar, se trata de un mundo joven), por lo tanto carece de
planetas, de vida, de inteligencia, de humanidad... Pero todo se andará, estoy
muy ilusionado con sus futuros seres humanos, voy a redimirlos a todos como
sea, en este mundo no pienso hacer infierno y que critiquen lo que quieran. Mi
excitación me obliga a comportamientos un poco infantiles, dicen, no dejo que
nadie se acerque demasiado a mi mundo, de vez en cuando lo cierro de la vista
pública si me parece que hay demasiados visitantes... qué sé yo, a lo mejor
tienen razón, pero lo cierto es que su creador está arrepentido, él es uno de
los que más han ofrecido para comprarlo otra vez, y ya sé de varios talleres
donde se hacen mundos lisos, estriados, para la venta.
Con
este asunto se ha desatado una como rara locura de consecuencias extrañas. Por
ejemplo, el mundo que entregué yo a cambio como precio de éste, ya ha sido
ambicionado por muchos y como su dueño, mi vendedor, no tuvo el inconveniente
que yo he tenido en desprenderme del mío, ha pasado por varias manos y
adquirido cada vez precios más altos. En la última venta han dado por él media
docena de capullos de universos y un lote de tres nebulosas de gas. ¿Y qué era,
valía tanto?... No me gusta despreciar mis propias creaciones, pero solamente se
trataba de un orbe mediado, en buen uso sí pero enfriándose, novas la mayor
parte de sus estrellas, planetas habitados ya ninguno... Quizá lo compre yo
mismo otra vez, estarían hermosos contiguos los dos, mundo encrespado junto a
mundo liso, uno que empieza y otro que termina, tierra sin hombre ya, tierra
sin hombre todavía.
XC
Caen
sobre mis manos, que tengo en reposo sobre el alféizar de un firmamento
nocturno que dudo si crear o descrear, copos de nieve en forma de estrellas,
cada una diferente, cada uno distinto. Siempre empiezo haciendo cosas que
puedan caer, me gusta que el resto del trabajo se vea interrumpido de cuando en
cuando por la lluvia, o la nevada, o el otoño. A veces esa minúscula e
inesperada sorpresa me decide en favor o en contra de tal o cual detalle,
recuerdo una vez que no sabía si poner música o tapizar de silencio un planeta
altivo que esperaba en lo negro su troquel de existencia; justo en ese instante
la brisa matutina trajo una llovizna de bellísimas gotículas repicando de frescura
y suavidad la piel de mi alma, y permití que tal planeta bailara con el ritmo
de aquella música de agua. O cuando el desierto más feroz de cuantos he
diseñado nunca, se matizó ¿a mi pesar? de cierta ternura, al empezar a caer
entre sus rocas desnudas las hojas de un otoño que ningún bosque enviaba y
surgían como por magia sobre el suelo a cierta altura, remolino de pardos y
amarillos colores, de bordes dentados y aromas crespusculares.
Y
en la física de mis universos siempre incluyo una ley esencial que ordena
modificar al menos un poco cualquier estado de cosas si en ese momento algo
empieza a caer. Así se han hecho en mis mundos paces rápidas en medio de
sangrientas batallas al comenzar el pedrisco, o ha sanado el moribundo por las
estrellas fugaces de la noche de san lorenzo. Se me dirá que batallas siempre
hay otras, que todos los hombres son y siguen siendo moribundos; sí, bien, pero
en mis mundos las cosas cambian cuando algo cae.
XCI
Con
razón me apodan ‘Dios tipógrafo’: en muchos de mis universos lo primero que
hago no es la luz, sino la palabra escrita. Y a veces la luz no la hago.
Leyes
físicas en las que la fuerza gravitatoria no ha sido incluida encontraréis en
mis mundos a montones, pero allí los ríos escriben y los vientos imprimen. Nada
se cae por su peso, pero lo que no escribe no existe. Puede que no haya mesías,
pero nunca pongo menos de tres docenas de guttembergs, mis anticristos son
siempre analfabetos.
Si
se miran desde lejos mis mundos, siempre contienen mensajes en escogida tipografía,
ya sea con las líneas de galaxias en la noche, ya con los meandros de los ríos
en las montañas, ya con las espumas de las olas en los océanos. Puede poner,
por ejemplo, con elegantes ariales sans serif en el borde festoneado de un
tsunami devastador:
“Ya lanzado contra
ti el martillo que te destrozará, destrozado estás antes de que te alcance, el
tiempo es mi creatura y sus después son mis antes”.
O
en la rasgada piel de los desiertos las dunas intranquilas pregonar con góticas
de caligráfica minuciosidad:
“No dejes que la desesperación te haga olvidarte de
la soledad y de la muerte, a veces los efectos nos alejan de la causa”.
Pero
como muchas veces no hago la luz, resulta que esos mensajes no los lee nadie,
bueno, pues me da igual, yo los escribo lo mismo.
XCII
Me
siguen cien jaurías que creé y no destruí, ni sé ya de qué mundo proviene su
jadeo. Este cortejo de sombra constantemente me recuerda que hay un cosmos
donde nacen los hombres y no mueren, me angustia su terrible situación, pero no
sé qué mundo, y estos perros malditos todo otro rastro han perdido, sólo mi
olor conservan.
XCIII
Cuidado
con las maldiciones, si te olvidas de hacerlas luego tus humanos no saben
blasfemar y tienen que recitar jaculatorias todo el tiempo, te dan un trabajo
espantoso y casi siempre inútil, la mayor parte de las veces no te suplican
sino que te increpan pero, claro, sin maldiciones...
Yo
las hago en serie, tampoco me molesto en buscar la originalidad: expresiones
breves y contundentes con el verbo que signifique evacuar heces y mi nombre, y
andando. Generalmente son las que más usan y con las que más tranquilos se
quedan, y he observado como curiosidad que, si se encuentran en un atolladero o
lío y sueltan cabreados una de éstas, enseguida se les despeja la cabeza y
encuentran la solución. Luego me piden perdón y me rezan oraciones normales y
se van tan felices.
Ojalá
funcionase al revés, pero qué va... ¡me cago en Hombre!
XCIV
Yo,
que he creado de todo, desde titanes y héroes hasta yerbas y arenas, nunca he
creado un hombre con el destino marcado, no es cierto que haya escrito en el
tiempo la historia de nadie para que nunca la libertad encontrase su camino. Sí
que he puesto obstáculos en el horizonte y sombras en el corazón de la luz:
vivir es eso, de no haberlo hecho así no habrían sido diferentes de las
montañas y de los mares, sus vidas hubieran carecido de objetivo y de valor.
Pero la libertad ha sido siempre en mis mundos la esencia de los hombres, por
sí mismos han escrito con sus actos sus crónicas, si el amor los ha traído y
llevado como arrastran los vientos la alada semilla, si el odio los ha subido y
bajado como desplazan las olas el corcho prisionero, por su voluntad ha sido
que hayan dejado al uno y permitido al otro decidir su rumbo, pues anclados en
sí mismos puse los cimientos de destinos tan sólidos que no pudiera el tiempo,
no digo ya el sentimiento, traerlos y llevarlos a contrapelo de su antojo.
Quien
haya sido despeñado por su ambición, que no me culpe de su desgracia; quien
haya sido derrotado por su pereza, que no me achaque el origen de su
desolación; quien haya sido aniquilado por su estupidez que no me acuse de
traidor. Y que nadie me reproche no dejar que vuelvan a intentarlo; ser único
es ser único, tener una sola vez un solo destino. ¿Acaso querrían repetirse a
sí mismos veces infinitas como dioses eternos?
XCV
La
mochila al hombro, la guitarra acompasando senderos sin destino, plantarse fijo
y anclado en un punto y dejar que el universo desfile por tu lado, los árboles,
las nubes, errabundos poblados, las inquietas ciudades, los mares peregrinos.
Después de tantos mundos creados y deshechos no sé quién se desplaza, si el
hombre o su paisaje, los dioses no entendemos esta disyuntiva, todo es nuestro
aquí y todo es nuestro ahora, nada se nos viene y se nos va desde hasta. Hacia
mí sus manos en oración sin respuesta alza un hombre que tiene en el regazo un
hijo moribundo y no puedo hacer nada porque no sé quién se marcha, ni de dónde
lo hace, si el que muere ahora o el que no todavía. Se van uno del otro, la
muerte es alejarse, por eso los dioses somos inmortales, no es el tiempo, es el
espacio donde la muerte mata.
XCVI
Cuando
al fin todos los mundos se acaben consumiendo y los dioses igualmente y sólo
esté la nada, cuando la escrita palabra siga escrita aún pero no pueda decirse,
habrá sido cierto y habrá sido verdad y habrá sido real y no habrá sido engaño
que la palabra ‘dios’ y la palabra ‘hombre’ habrán sido palabras y yo las habré
hecho andar sobre mi historia cobrando sentido y dimensión y vida. Aunque nadie
pueda entonces ni haya quizá podido nunca distinguirlas, saber cuál es causa y
cuál efecto, si no fueron la misma, si fueron luz y sombra o eternidad y
tiempo, o anverso y reverso de un solitario papel que es al fin lo que yo creo,
letras manuscritas en un folio infinito que se escribe a sí mismo y se cuenta
una historia.
XCVII
Han
venido mil hombres sin dios a ofrecerse a cualquiera. Les he aceptado, eran
vagabundos sin techo y sin altar, regresaban de mundos cuyos amos han dejado
sin acabar la creación de las cosas, traían consigo tanta noche y tanta soledad
como para llenar mil veces los océanos que en frágiles barcas han atravesado
para llegar hasta mí.
Son
oscuros como el azabache y quizá de azabache sean sus almas, no me importa de
qué, estaban sin dios y sin templo, llamaban y les he abierto, buscaban y han
hallado.
No
entiendo sus oraciones pero les concedo lo que puedo, trato de imaginar qué me están
pidiendo, cuáles puedan ser en este destierro sus necesidades esenciales para
entregarles generoso lo que esté en mi mano, ojalá acertemos ellos y yo, me
ofrecen sacrificios que no les he pedido, se postran ante mí y su sombra me
alcanza, brillan en su piel los trozos de sal de los mares remotos que les han
lamido el alma.
Aceptan
sin rechistar las más humildes tareas, nunca empiezan empresa que no me
dediquen, sacan el corazón cada noche en su mano para que yo compruebe sus
sentimientos profundos, nadie ha tenido nunca humanos más fieles, a esta raza
de antracita silenciosa quiero pertenecer cuando me toque ser hombre.
XCVIII
Uno
de mis universos no tuvo más motivo que poder ir despacito caminando entre
pinos llevando de la mano una niña pequeña con un sombrero de paja sobre su
cabeza. Yo había pensado no dejar de caminar mientras la niña aguantara, pero
tuve que pararme con los riñones molidos, harto de responder preguntas
teológicas, mientras la niña me miraba con sus ojos grises y quizá se apiadaba
de mi cansancio y de mi ignorancia. Bueno, se diría, este pobre viejo no
aguanta nada, apenas llevamos caminando mil mundos y ya ha tenido que sentarse
un rato. Y no sabe por qué la luz ni sabe para qué la sombra, no le preguntaré
por los pinos, mejor me aguanto.
Cuando
al fin pude ponerme de pie y seguir otra vez el paseo, la niña andaba
despacito, pasito a pasito y no preguntaba, ha sido un descanso, es una niña
intuitiva que sabe a qué atenerse. He notado que vuelve grises los pinos cuando
con sus ojos los tiñe, y la parte de mi mano en que su mano me agarra es lo
único caliente de todo mi cuerpo, de todo este mundo crepuscular y hermoso,
ella lo hace hermoso, es fea la luz hasta que ilumina su pequeña figurita con
rayas entre los pinos, el camino se crea cuando con sus pies lo pisa, vuelve un
poco el izquierdo, no, por el contrario: es este mundo estúpido el que se mete
un poco cuando ella da el paso, no lo he creado bien, me ha salido torcido.
Me
suelto de la mano para colocarle el sombrero y, al perder su contacto, quedo
ciego y sordo y no existo. Parado en medio de una nada de niebla tengo que
esperar que ella vuelva a buscar mi mano, y entonces otra vez veo y oigo y
existo y el camino se abre entre pinos y luces de la tarde de otoño, esta niña
hace el mundo, no yo, por supuesto. Me alegra el corazón saber que lo ha creado
para poder pasear conmigo de la mano, y que se ha puesto el sombrero porque
sabe que me gusta y que me hace preguntas para que yo, orgulloso, pueda
responderlas como si fuese el sabio creador de este mundo.
XCIX
Triste
desolación la de aquel dios cuyos hijos, y eran gemelos, nacieron desiguales,
marcados diferentes desde su mismo alumbramiento, uno dios como su padre,
hombre el otro.
Nada
pudo decirle la ciencia, nada consolarle la amistad, nada solucionarle la
medicina, nada corregirle el amor, de sobre con a su hijo distinto, su hijo
deficiente, su entraña enferma, su tristeza de padre incesante, aristado como
cuarzo de puro dolor.
Nunca
digáis que no puede ser trágico el destino de un dios, sobre todo si es padre.
Nunca penséis en los dioses como lejanos y al margen de toda desgracia,
acordaos de aquel dios que tuvo dos hijos diferentes y vedle encerrado en su
muda desolación, íntimo en una aflicción tan hermética y apresadora que se
desorienta su poderosa razón divina y naufraga en el océano de la angustia más
turbulenta. ¡Ver sufrir a un hijo que nace diferente, qué desgarramiento para
un padre por muy dios que sea! En ese trance se preferiría que el hijo fuese de
una especie sorda en la que nadie tuviese oídos, de una especie ciega en la que
nadie tuviese ojos, de una especie paralítica en la que nadie pudiera moverse,
pero contemplar la errante, solitaria, aislada sordera, ceguera, inmovilidad
cuando todos los demás alrededor han sido bendecidos con la música y la luz y
el movimiento... Nunca ninguno de los atribulados dioses me ha inspirado tanta
compasión como este dios padre de dos hijos diferentes, sin poder alegrarse
jamás por su hijo sano, odiando la salud del uno por no atreverse a odiar la
enfermedad del otro, solícito con la deficiencia y amargado con la plenitud,
desgraciado por la desgracia y desgraciado por la felicidad...
Amo
con tristeza a este dios derrotado y afligido cuyo corazón sin consuelo
contempla día a día como en su hijo dios crece incesante la joroba de la
eternidad, desterrado para siempre de la felicidad del hombre.
Termino este libro
‘Historia de los dioses’
en Salamanca el miércoles 13 de agosto de 1997
miguel cobaleda