Revisando por excepción mis escritos, especialmente los últimos libros, me salta a la vista de golpe lo invisible, es decir: una ausencia, pero tan evidente y notoria, que me urge llenar prontamente ese vacío. Nunca me he ocupado de los dioses, tema esencial y que sin embargo he descuidado en mis textos.

¡Oh, claro, los dioses en mis escritos salen siempre!... Pero una cosa es un recurso literario, una metáfora del destino o del azar, y otra muy diferente una teodicea pormenorizada, pues no es lo mismo decir ‘tus ojos son tan azules como el mar’ que redactar un tratado de oceanología.

Estas páginas tratan de remediar ese descuido en la medida en que es posible conseguir que los dioses hablen de sí mismos (y sean veraces). Como la naturaleza de tales protagonistas es tan independiente y unívoca, cada texto es en sí mismo un todo aislado, no se refiere ni relaciona con los otros, sean anteriores o posteriores, y no pertenece a estructuras donde otros también se integren y de cuya coherencia sean deudores. La coherencia y los dioses...

 

Cero

Vi la orilla de un mar infinito que no tenía orillas y en la cual se juntaban un cielo y una tierra de transparente nada. El mar estaba en calma y en calma estaba el cielo, reposaba la tierra en su más tranquilo ser.

Y vi un anciano sin edad y sin tiempo que dibujaba en la arena dibujos infinitos. Y cada dibujo era un mundo y cada mundo un tiempo y cada tiempo un espacio y cada espacio un evo y cada evo un universo.

Y vi en cada universo un firmamento estrellado en un soporte eterno, y cada estrella se adornaba con planetas de fuego y en un planeta muerto de una estrella muerta pude ver la orilla de un mar infinito que no tenía orillas y en la cual se juntaban un cielo y una tierra de transparente nada. El mar estaba en calma y en calma estaba el cielo, reposaba la tierra en su más tranquilo ser.

Y vi un anciano sin edad y sin tiempo que dibujaba en la arena dibujos infinitos. Y cada dibujo era un mundo y cada mundo un tiempo y cada tiempo un espacio y cada espacio un evo y cada evo un universo.

Yo lo vi, todo lo vi yo en medio de mi ceguera.

 

I

Estaba yo colocado de observador de redenciones en un planeta de mierda, ya no sé cuál, el tercero de no sé qué estrella de mediana magnitud, un sitio horrible donde la redención en cuestión estaba muerta y enterrada y quizá nunca la hubo (creían que la justicia era cosa de jueces...) cuando me sucedió algo impensable y mágico, que nunca he podido olvidar: de repente unas gentes que se llamaban algo así como zíngaros errantes, aparecieron bajo mis ventanas produciendo música.

Pero qué música.

Mala, que conste, mala, ni siquiera de ese Bach de cuya creación e inspiración tanto presume mi amigo el dios 908@*4"Dµ@<4@H, pero constreñida en el vehículo de unos decibelios tan brutales que no solamente mis oídos, las paredes, los aires, los cristales, los huesos (al fin supe para qué los huesos, fruto de un diseño imperfecto que incluso había tenido que asignarlos al sistema sanguíneo, y de repente supe por qué los huesos, para qué los huesos, que vibraban y me hacían temblar desde hasta, hasta desde), todo se acompasaba a ese ritmo milagroso y frenético, qué música, ni siquiera supe cuál, de tan alta, de tan potente, de tan atronadora.

Hombre mío, qué portento.

Así que dejé mi puesto de observación, qué importaba la marcha de una redención de tercera en un mundo de tercera, como si se iba todo al tacho, ya lo estaba, y me fui, solo y solitario, a un universo vacío de mi propia invención y creación aislada. Inventé una música infinita y la hice sonar a lo bestia sobre montes y cañadas, sobre océanos y estrellas, removiendo los aires en masas sin término, trepidando rocas milenarias hasta deshacer su estructura por arte del ritmo, qué inefable placer sentado a solas en medio del sonido, y sonando a mi lado toda partícula y montaña y constelación y océano... sonando en mi dentro, dentro de mí, dentro de un alma tan sensible que... pero a qué vienen estas explicaciones para sordos...

Baste decir que la frenética melodía, subiendo y subiendo a instancias de mi furia y desenfreno, acabó por reducir a migas el universo entero, hacerlo una masa esponjosa y maleable de sonido y de ritmo, del que luego, no sé cuándo, se produjeron estrellas y mundos y cometas y planetas y, para no perder ni un instante el placer de semejante música, me fui de observador de redenciones a uno de sus pedruscos apagados y errantes, donde creé exprofeso unos zíngaros errantes que hago aparecer de vez en cuando bajo mis ventanas. La redención de este sitio no sé cómo va, no me ocupo, que dure mucho, mientras haya música...

 

II

Tengo mala fama entre mis compañeros dioses y diosas: soy el pesado que siempre habla de los hombres. Los hombres para arriba, los hombres para abajo, tema eterno del que nunca sé desprenderme, que sale en todos mis escritos, al que a la postre todo se reduce. Los hombres equivalen al argumento único, son, claro está, el misterioso amor, el no menos misterioso tiempo, la misteriosa y tenebrosa muerte que tantos de los míos buscan con afán y nunca encuentran.

Los hombres, los hombres con su pasado, su hoy y su mañana, los hombres y sus recuerdos, los hombres y su amor y su odio, los hombres y la felicidad, los hombres y el destino, los hombres y la muerte... Temas todos que los dioses ni conocemos ni entendemos, tan lejanos como somos y estamos de ser hombres... Lo aceptarían mis amigos como una charla de tertulia, una vez, una sola vez, pero siempre... Al parecer yo siempre estoy con el tema, nunca se me cae de la boca, nunca lo dejo, cualquier asunto lo reduzco al hombre, sea el tema que sea siempre saco al hombre, los hombres, mejor dicho, pues resulta que suelo citarlos en plural, soy uno de esos asquerosos polihumanistas que hace mil evos que no están de moda.

¿Qué puedo decir?... La verdad es que no sé cuál es la razón, surgen de forma natural en todas las ocasiones, no tengo sensación de traerlos forzadamente a los temas de la conversación o a los argumentos de los escritos, su presencia se ve cimentada dentro de estructuras en donde cobran pleno sentido sin que yo violente las cosas. ¿Se habla de la eternidad, asunto siempre presente en las conversaciones de los dioses?... Pues qué más natural que hablar de los hombres y del tiempo, su antes, su ahora y su luego, esa nebulosa división que los hace tan misteriosos e inefables. ¿Se habla del sentido de la existencia?... Pues qué más a colación que el tema de la felicidad y del destino, temas humanos por excelencia. ¿Se habla de la relación que tenemos-no-tenemos entre nosotros?... Pues qué más lógico que hablar del amor, del odio, de la amistad, del rencor, todos esos asuntos que los dioses ignoramos y los hombres manejan a diario, como si fuesen algo...

A mí siempre me parece que el tema de los hombres viene a cuento, no es que lo saque yo, es que sale él solo. Dicen mis amigos que yo tengo vocación de hombre, y se ríen de mí al decirlo porque, claro, todos los dioses tenemos vocación de hombre, no faltaba más, menuda diferencia entre ellos y nosotros. Pero en medio de su broma aciertan sin saberlo, porque sí que la tengo y la tengo del todo: me gustaría ser hombre aunque hubiese de seguir siendo eterno, me gustaría ser hombre aunque tuviese desde ahora que renunciar a la muerte y al tiempo y a todos los otros temas humanos. ¿Qué sentido tiene, entonces, lo que digo? ¿Quisiera ser hombre sin serlo? No: quiero ser hombre y para serlo no me importa tener que aguantarme con este miserable estado de dios, ser hombre aunque no pueda morir y tenga que serlo eternamente.

 

III

Siempre me ha gustado escribir por mí mismo las crónicas de mis propios universos y los relatos de mis propias redenciones. Disfruto con ello, aunque no es ésa la razón, sino que me parece que así resulta todo más auténtico, tengo la sensación de que de este modo me ocupo de mis mundos de forma más personal. Pero otros dioses no piensan lo mismo. Uno de mis amigos, que odia escribir hasta negarse a la simple correspondencia amistosa, encarga de las crónicas y los relatos a diversos profetas a los que dicta palabras, inspira conceptos y usa en general como amanuenses y testigos.

Nunca he estado de acuerdo con semejante sistema, disperso, peligroso y propio de un creador haragán (o ágrafo). Y le da problemas. Por ejemplo, los profetas no siempre siguen la inspiración y muchas veces añaden e interpolan por su cuenta. Además, esos testigos son múltiples porque mueren y tienen que ser sucedidos por otros profetas con diferentes gustos y caprichos interpoladores. Muchos son sujetos desaprensivos que incluyen en los escritos sagrados sus propios intereses y obsesiones, se dejan comprar por el poder y usan su influencia como amanuenses del dios para corregir los propósitos de éste.

En su mundo han surgido religiones múltiples con dioses diferentes (o nombres diversos del mismo, que viene a ser igual), y en cada religión sectas distintas y matices dentro de las sectas. Cada quien se erige en defensor de una verdad religiosa única, se pelean unos contra otros y se matan en nombre de un dios que suponen diferente y es el mismo, aunque haragán (o ágrafo).

Si se lo comento con un cierto escándalo, me tranquiliza, me hace ver que la culpa no es suya, sino de los necios hombres de su mundo (que él ha creado como son) y de los soberbios, venales e ignorantes profetas que los instruyen (y que ha elegido él como ha querido). Cuando ve que no me convence del todo, se encoge de hombros y me dice “Yo soy como soy” (o “Yo soy el que soy”, no recuerdo bien la frase exacta.).

Al fin termina por cansarse de esas redenciones-barullo típicas de los universos que crea, y se olvida de ellos y deja que se vayan al desastre. Algún día se arrepentirá.

 

IV

Tengo una amiga, diosa de gran belleza y valor, que se empeña en prohijar humanos, a pesar de la terrible soledad que cada muerte le produce. Los consejos que le doy no le hacen mella, está convencida de su ‘deber’, como dice, de su obsesión, como le digo yo.

Antes de que nazcan los adopta, siempre sin saber qué seres son, si sanos o enfermos, si destinados a la felicidad o destinados a la desgracia, si su suerte será la esclavitud o el poder y la gloria. Y les ama con todo su enorme amor de diosa, los protege, sigue cada minuto sus pasos, las alegrías y tristezas de sus sórdidas, miserables historias. Y enluta su noble y valiente corazón cada vez que, indefectiblemente, mueren. Es la única de todos nosotros que, quizá entendiendo como si fuese humana lo que la muerte significa, no la busca ni se afana tras ese imposible, sino que la odia y combate; algunos de sus protegidos han vivido tan largos años que al final le han suplicado acabar y ha tenido que dejarlos ir a pesar de la agonía de su amoroso corazón de madre.

A veces justifica un universo entero y toda una redención por el simple hecho de que sirvan de marco a uno de sus elegidos. Ahora tiene un hijo ciego, sordo, vegetal, que se pudre lentamente en una institución de caridad, y la diosa mantiene su mundo en la existencia mientras, y sólo mientras, ese mudo e inconsciente ser siga con vida.

 

V

Como tenemos siete vidas (siete oportunidades, siete eternidades) los dioses y los gatos somos seres solitarios. Raras veces resulta el amor entre dios y diosa (cuidado: no digo yo que no resulte nunca). La frase ritual es: “hasta que el tedio os separe”, que conlleva la mezcla de dos cuestiones diferentes, ‘qué es el tedio’ y ‘cuánto tedio es bastante tedio’.

En lo que concierne a la primera ¿quitar tu mirada un instante de los ojos de tu amada diosa para vigilar de reojo si germinan o no las redenciones que tengas plantadas, es ya tedio?, o el tedio solamente lo es en verdad cuando olvidas durante evos hasta el nombre mismo de la diosa de tus ‘amores’...

En cuanto a la segunda, no olvidemos que la duración de los dioses es la eternidad, de forma que caben ingentes cantidades de tedio incluso en un solo y miserable evo.

Claro, los hombres lo tienen sencillo porque cuentan con el cuerpo al menos para dos cosas extraordinarias. Por un lado el sexo, lo cual le da al amor un escape fácil (la mayor parte del amor entre seres humanos es sexo puro y ni una gota de nada más); y por otro lado la muerte. Es que con muerte... ¡así cualquiera!

Y no es que a los dioses no les gustase intentarlo, pero son pocos los que se atreven con un amor eterno al que solamente el tedio puede poner fin.

 

VI

Puesto que los dioses somos eternos no podemos ser engendrados ni engendrar, por lo cual supongo que los hombres nos imaginan como unos eunucos viejísimos.

Aunque mis compañeros dioses y diosas lo que más envidian de los hombres es el tiempo, esa increíble cualidad de la muerte (a la que muchos conocidos míos dedican sus obsesiones, y la buscan sin descanso, fingiendo incluso ser de raras naturalezas ‘mortales’ y haciéndose pasar por lo que no son para morir... y resucitar, claro, y volver a morir... hay gente para todo), pues bien, a pesar de semejante moda, yo, lo que envidio de verdad de los hombres, es poder tener una familia.

Me gustaría, qué sé yo, tener una esposa y unos hijos, vivir una vida apacible en medio de un tranquilo y corto avatar, ser yo mismo entre los míos, amarles y ser amado por ellos (sea lo que sea ese amar de que los hombres hablan y los dioses no comprendemos)... Por ejemplo, me imagino con frecuencia que estoy casado con una humana mujer y hemos engendrado entre los dos un hijo humano, y dejamos pasar los días en medio de la tranquila paz y del misterioso amor, vemos el atardecer cogidos de las manos, nos sentamos juntos bajo la sombra calada de las parras, tocamos a Haendel en el piano y echamos de comer a los gansos... Fundar con esa humana mujer una felicidad sin adjetivos, de las que constituyen eje y arquitrabe de constelaciones y mundos, amar su alma como mía, acariciar su mi cuerpo en la apasionada juvejez de nuestros días...Y una tarde lejana pero cercana ver que llega para mí la hora de la muerte (a lo mejor sí que estoy también obsesionado con ella, como los demás, aunque no me lo parezca) y en el momento de dar el paso, con mis frías manos entre las manos amorosas del hijo, preguntarle y que sean mis últimas palabras ¿eres feliz, hijo mío?, para saber en su respuesta antes de morir si este maldito universo tiene, por fin, sentido.

 

VII

Me llegaron tres soldados veteranos con una víctima para holocausto. Se trataba de propiciar la suerte en la batalla próxima. O en la anterior, no recuerdo bien, los viejos soldados hacen a veces las súplicas a toro pasado, quizá confían más en sus espadas que en nosotros. Estaba yo precisamente mirando el ara de mi templo, llena de polvo y de arañas muertas, y considerando la posibilidad de abandonar aquel santuario o de buscar al menos quien lo cuidara. La víctima era una chiquilla como de quince años, muy bella y asustada, hija de los tres veteranos (se ve que la súplica era fervorosa) y se proponían seriamente holocausto verdadero. No se entretuvieron mucho: mientras uno, sujetándola, le apartaba el pelo del cuello y preparaba la espada, otro ponía bajo la previsible fuente de sangre un cáliz de azabache y rubíes, extraña combinación que yo nunca había visto, y el tercero juntaba leña para una hoguera póstuma.

Me hice visible y procedí a tener una conversación con aquellos cuatro tan entrañables seres. Mientras la chiquilla, más asustada todavía por mi presencia que por la muerte, se reducía a un silencio lleno de ojos enormes, los tres veteranos, que al pronto habían echado mano a la espada (se ve que no tenían hábito de dioses vistos, salvo por víctima interpuesta) pero que enseguida se hicieron al prodigio con esa llaneza de los viejos veteranos, entraron en razones y entendieron las mías.

En primer lugar holocausto ¿acaso es posible?... Les convencí de que no, que cuando menos lo piensas se escapa un cabello que se suelta, huye y no se quema, o una gota de sangre que escurre a la tierra y en ella se seca. Y qué sentido tiene, ni qué eficacia, un holocausto que no es holocausto. En fin, que los dioses no somos tan cicateros ni sanguinarios, a veces nos conformamos sin sacrificio, y que por qué no le preguntábamos a la niña, etc., etc. Dudaban aún cuando recurrí al truco del tiempo (siempre se me olvida que esta gente vive entre pasados presentes y presentes futuros) y les hice saber de antemano que con víctima o sin ella iban a morir en batallas sucesivas, de uno en uno, primero el del cáliz, luego el de la espada, por fin el de la hoguera. Tanto que dicen mis compañeros de esa cosa humana que llaman la muerte: no se asustaron nada, se avinieron a razones y me dejaron la chiquilla para que se hiciera cargo de la limpieza y cuidado de mi templo y mi altar.

Mucho tiempo después me acordé del tema, la vieja sacristana lo tenía todo muy limpio, vivía solitaria sin descuidar su tarea pero no me dedicaba devoción especial, le ofrecí algún favor, al fin y al cabo era una vida entera de servicios, me dijo mi dios solamente quiero que olvides mi nombre, no sé quién limpia mi templo, está muy cuidado, o estaba, a veces tengo la extraña sensación de que en algún evo pasado alguien estuvo consagrado a mí, tres viejos soldados a los que toda batalla respeta vienen de vez en cuando, se sientan como si esperasen, miran los rincones como si buscasen, pero no me buscan a mí.

 

VIII

Estaba recorriendo, a deshora, a desgana, húmedo el sobaco de cansancio y desaliento, las calles de uno de los barrios de mi olimpo provincial cuando la vi desde lejos es decir que tuve oportunidad de verla bien con su exagerada minifalda pero ya lo he dicho estoy -estaba ese día- cansado (y viejo) y hace evos que no miro piernas de diosas, son todas iguales o bien hinchadas y feas, y estaba además ocupado en cálculos sórdidos sobre no sé qué asuntos de mi herida vanidad constantemente o que ya no distingo bien a media luz o qué caramba los evos no pasan en balde y ha dejado de interesarme si las diosas podrían llegado el caso ser buenas corredoras y escapar con eficiencia de los depredadores con susmis hijos (qué otra razón podría haberme hecho mirar con tanta afición los gemelos y los muslos de las diosas) en fin, que no la miré. Pero un poco antes de cruzarme, ¡hombre mío, era vieja!, no muy muy que resultase ridícula la minifalda y obsceno el paisaje de variz pero sí lo bastante como para tener evos de sobra, pobre diosa, pobre. Gracias a Hombre estuve a tiempo de dirigirle una mirada llena de lascivia que recorrió la parte que sí se veía e hizo mohines quasi obscenos sobre la que no se veía, todo muy explícito y descarado. Y la diosa, pues a su papel, levantó una voz chabacana y barriobajera sobre los dioses, su salida y desvergonzada condición, lo que tienen que soportar las sufridas diosas de tanto machismo y justo al cruzarnos sus labios susurraron suavemente un ‘gracias’ mientras la boca despotricaba y seguía. Tengo que mirar más a menudo las nalgas de las diosas, reconforta y calienta mis siete divinos corazones.

 

IX

Los dioses imitamos el comportamiento de los Hombres en mayor medida de lo que éstos suponen. Por ejemplo, hemos creado el Instituto del Cáncer, y le hemos entregado nuestros mejores cerebros y una ingente cantidad de medios. Todo inútil: no hemos conseguido producirlo.

 

X

Uno de mis amigos pertenece al grupo DM, ‘Dioses en busca de la Muerte’ y hace ya evos que decidió dejar las asambleas y dedicarse a los hechos. Confiando en una cosa que él llama factor ‘g’, que según parece es muy efectiva matando hombres, ha decidido tirarse desde lo alto hacia lo bajo para estrellarse y morir. Claro, como los dioses somos inmortales y eternos, la altura tiene que ser infinita, por lo cual mi amigo se encuentra en una situación un tanto ambigua: ahora mismo no sabe si ya está cayendo y seguirá cayendo infinitos evos, si está todavía subiendo para llegar a la altura desde la que tirarse, y seguirá subiendo evos infinitos, o si está detenido, eternamente detenido, en un punto medio entre el infinito arriba y el infinito abajo. Como el paisaje no cambia y mi amigo está ahí, sin que podamos saber si es un ahí cayente, un ahí subiente o un ahí permanente, todos le hemos sugerido que lo deje, pero él asegura que su situación es precisamente la muerte. No sé, yo voy de vez en cuando a hacerle compañía y caemos los dos un rato mientras charlamos de esto y de aquello.

 

XI

Yo le llamo cariñosamente ‘Divimetro’, porque es amigo, pero entre ciertos grupos de dioses se le conoce con un apodo bastante más cruel.

Todo empezó cuando hizo un universo usando desechos y cosas viejas de otro anterior cuya redención había fallado. Muchos de los instrumentos antiguos funcionaron tal cual, como mares, estrellas, montañas (a veces llenas de vestigios de la redención anterior, muy confuso todo para las pobres gentes), ríos, y hasta tormentas y nieves y demás (nunca lo entenderé, con lo que yo disfruto creando cada vez unos meteoros diferentes...). Pero cierta miserable y mínima herramienta fue la causa de una especie de desastre redentor (y administrativo sive judicial) que originó además el mote con el que muchos se burlan de su desidia. En uno de los planetas de ese mundo habían dejado, herrumbrosa y olvidada, una vieja cinta métrica de fleje de cinco metros de longitud, aunque no, pues al metro primero la herrumbre le había carcomido diez centímetros y ya sólo era una cinta métrica de cuatro noventa.

Confiado en su buena suerte habitual y que no habría de notarse diferencia mayor, todo lo medible lo midió con ese metro, empezando a veces por el extremo entero, donde el primer metro lo era en verdad, a veces por el extremo gastado donde el metro primero era de noventa centímetros. Así fueron los seres de creación tan chapucera: unos altos y otros bajos, unos listos y otros tontos, unos con suerte y otros sin ella, unos felices y otros desgraciados, unos reales y otros meramente posibles, buenos y malos, blancos y negros, hombres y hembras, un catálogo infinito de diferencias y desigualdades.

Y aún fueron peor las cosas cuando les entregó el metro para que se administrasen por sí mismos. Era de ver cómo los gobernantes y los jueces usaban para ellos el extremo completo y para el pueblo el gastado (en asuntos de medir la felicidad, la riqueza y el poder), o el gastado para ellos y el completo para el pueblo (en temas de desgracia, miseria y penalidad). Cuando pretende enseñarme cómo van sus universos, al llegar a ése miro para otro lado y con la mano oculta siembro metros enteros sin que él se dé cuenta. Me inspira lástima ese mundo y rabia el perezoso dios que lo providencia, y me entran ganas de llamarle con el apodo oficial: ‘Precio de saldo’ (4,90).

 

XII

Mala cosa es el aburrimiento cuando se dispone de una eternidad para que crezca... Recuerdo la época en que estuvo de moda regalarse entre dioses cachorros humanos, y recuerdo cuando la moda pasó e infinidad de cachorros y humanos adultos quedaron abandonados a sus propios recursos en medio de un tiempo sombrío y sin providencia. Sus ojos aterrados, sus miserables destinos, sus muertes estúpidas, su infinita tristeza... Algunos de nosotros, más providenciales o menos desalmados, tuvimos que crear instituciones de refugio, pero no mundos auténticos, no verdaderas redenciones, pues los humanos abandonados por los dioses a su suerte luego ya no confían y dejan de reproducirse. Solamente pudimos proporcionarles un poco de calor divino en sus últimos días (y acallar de paso nuestra negra conciencia de snobs malnacidos).

 

XIII

He creado un universo y ha fallado totalmente sin que logre yo saber por qué. Hice como siempre estrellas y planetas, puse luego las debidas condiciones vitales y encendí la chispa para que todo rodase, para empezar en los mares la cadena de la vida, la evolución de las especies, la aparición del hombre. Todo según cálculos bien hechos, soy un dios con vasta experiencia en la creación de mundos, tengo en mi haber una infinita cantidad de redenciones triunfantes. Pero algo que ignoro ha salido mal, aquí están los seres y todo funciona, la vida se rebulle en especies innumerables, los soles brillan y los planetas giran y todos los elementos concuerdan con el plano. Incluso los hombres están aquí, una mirada aparente no descubre fallos, únicamente ocurre que no existen las almas. Hay luz y agua, aire y clorofila, inteligencia y vida, se sustituyen las generaciones y se suceden los evos, pero ni una sola partícula de alma ha encendido su chispa en este mundo fantasmal. No sé si pararlo o dejarlo, en realidad dará lo mismo, desde luego redención aquí no necesitan.

 

XIV

Nunca se apagarán los ecos de la terrible batalla entre dioses, que nadie sabe cuándo empezó y nadie recuerda su causa. Pero las huellas de aquel desastre espantoso no se borrarán de la memoria. Durante evos interminables los universos fueron abandonados y las redenciones se dejaron sin providencias, las estrellas se consumieron, los planetas se desintegraron, la esencia de las cosas volvió a su huevo primigenio mientras los dioses descargaban los unos contra los otros cóleras y furores que se habían ido gestando a lo largo de las eternidades.

Allí se olvidaron las alianzas y las amistades, todo dios contra todo dios y contra toda diosa, toda diosa contra toda diosa y contra todo dios, nadie camarada de nadie, la furia levantando oleadas en la escamosa piel de la nada, los pechos reventando de odios antiguos e infinitos como granos de la arena de que se hace la luz.

Cada mandoble inmenso desollaba las auras de dioses tan airados que seguían golpeando cuando ya su enemigo había cambiado de contrincante. Cada rugido de furia encrespaba el éter en que la propia sustancia de la batalla se cernía. Y duró tanto aquel combate que la propia eternidad, rezagada, hubo de esforzarse para alcanzar el paso de los dioses rabiosos.

Muchas son las imágenes que recuerdo, como fotos fijas, de aquel acontecimiento, pero la que más me angustia es una en que dos dioses, agotados después de luchar sin término, se apoyan finalmente uno en otro y, desolados más allá de toda desesperación, lloran sin consuelo por no poder matarse mutuamente.

 

XV

Hay ciertos grupos de dioses que son anánzropos, no creen en la existencia del hombre. Sostienen con cierto fundamento que todo lo relativo al hombre (existencia, esencia, atributos) son temas carentes de sentido, argumentos literarios, cuentos de antropólogos desocupados o simplemente trasuntos de los temores, deseos e insatisfacciones de los dioses. Por ejemplo: el tema de la muerte, en el que más insisten, y el tema del bien, que usan como argumento preferente.

Por lo que se refiere al primero, y ya lo hemos dicho en otros textos, sostienen que la muerte es imposible, y ni siquiera tiene cabida dentro de esa duración (reputada absurda por ellos) que se llama tiempo, dividida ex profeso en tres secciones discontinuas pero continuas, ya que si la muerte del ente actual no está en el pasado y no está en el presente, puesto que el futuro por definición no existe, no existirá en absoluto. Argumentan que el tiempo es un concepto imaginario que ninguna criatura podría protagonizar, y que de todos modos la muerte no tendría cabida en él ni como acabamiento de él.

Por lo que se refiere a lo segundo, presentan objeciones serias en cuanto al hombre como sumo mal, que no podría consentir, si existiera, partícula alguna de bien, pero es cierto y evidente que el bien existe, ergo...

“Quia si unum contrariorum fuerit infinitum, totaliter destruetur aliud. Sed hoc intelligitur in hoc nomine Homo, scilicet quod sit quoddam malum infinitum. Si ergo Homo esset, nullum bonum inveniretur. Invenitur autem bonum in mundo. Ergo Homo non est.”

 

Este clásico argumento, el más viejo y el más fuerte que esgrimen los anánzropos, tiene diversas refutaciones por parte de los viejos antropólogos clásicos, pero nunca ha perdido su fuerza de convicción, que apela a una especie de sentido común y de inveterado sentimiento sobre el bien en el mundo y su incompatible presencia con el hombre.

 

XVI

No suelen aguantar mis nervios la visita a un asilo de dioses: esas miradas perdidas en un infinito a la vez exterior, interior e inexistente; desgranar con dedos incansables la tonta gestualidad que hace evos que carece de sentido; labios que musitan sílabas rotas, sonidos sin sonido, palabras sin palabra; dar vueltas y vueltas a una noria que no tendrá final... Y jóvenes dioses sirvientes, llenos de fingida y eficiente alegría profesional, llamando a cada paciente por su nombre de pila, trayendo y llevando sopas que se adivinan carentes de sustancia, de pesadas y sólidas grasas que podrían hacer reventar (y sería un alivio) estómagos demasiado cansados por eternidades sin cuento.

En fin, dioses esperando nada. No la juventud, impensable para un dios y siempre más lejana que los más lejanos recuerdos. No la vida misma, hilvanada durante tantos y tantos evos que ya su telar ha dejado de tejer aunque siga tejiendo. Y no la muerte, que no es posible y no tiene sentido.

¿Qué hacen los viejos dioses en un asilo de dioses, mientras juegan al parchís con fichas transparentes y comen sopa sin grasa sujetando a sus cuellos arrugados baberos de infantes imposibles? ¿En qué piensan? ¿Qué añoran sin desearlo, qué buscan sin esperanza, qué universos que no crearon recuerdan haber creado y desean descrear?... Y ni siquiera la muerte, si existiese, daría significado y terminación a estas terribles instituciones: la muerte siempre sería anterior a los asilos, nadie vivo viviría en ellos.

 

XVII

Aunque son contrarios a la costumbre de un dios con una diosa, a veces los triángulos funcionan. Dios con dios y diosa, o diosa con diosa y dios. Yo conozco uno que fue, fueron, felices un tiempo. Eran tres dioses hermanos hijos del mismo dios, una diosecilla menuda, joven y cantarina, una diosa mayor, llena de sentido común y de enérgicas actitudes, y el hermano del medio, un dios bello como un hombre, aunque algo falto de energía y carácter. Para mí tengo que las dos diosas estaban más enamoradas de él que él de ellas, bien fuere que su humana belleza atrajese los femeninos corazones, bien que el pálido charrán, más cándido que avisado, se dejase querer con esa indolencia de los guapos y esa languidez de los débiles.

Muy compenetrados por ser familia, y muy juguetones, inventaron un kamasutra triangular entero de placeres casi corporales, y hasta probaron el sexo puro y duro en cuerpos humanos que se vistieron para consumar orgías tan calientes que los viejos dioses las desaprobaron con rubor mirando hacia otros lados.

Pero la cosa no duró más allá de unos cuantos evos; trató de engañar a la mayor con la pequeña, a la pequeña con la mayor, hasta que al final, entendiéndose entre ellas como remedio menos malo, le dejaron a un lado aprovechando el momento en que estaba metido en un cuerpo humano, feo como un dios; y solitario y errante recorre el infinito sin hembra ni diosa que le tenga ternura. Ellas se apañan solas, pero creo que le echan de menos, su lánguida dejadez, su hermosura humana, tan decadente, tan perecedera, tan excitante.

 

XVIII

Al saber perdida la batalla, le dejaron solo. Habían confiado al dios marcado aquella retaguardia peligrosa, era de toda confianza, fuerte, valeroso, incansable, fiel. ¿Tener marcada la faz con aquella quemadura perdurable engendraba en su alma esas cualidades? ¿Le hacía acaso insensible al miedo, al cansancio, a la traición?... ¡Quién lo sabe! Lo cierto es que habían elegido bien, pues si todos los puestos fallaron, él no falló, si el enemigo se hizo con todos los fuertes, no con el suyo, si llegó a ser la huida la única solución, su valor y constancia la hicieron posible sosteniendo la retaguardia hasta que todos se salvaron.

Nadie recuerda la causa de su rostro marcado, la terrible erosión que dejó en la piel del dios una quemadura tan definitiva, los evos tienen esta característica: cuando pasan demasiados, ya no se recuerdan los anteriores. Pero yo sí recuerdo, nunca se me olvidará: en una batalla fue, peleando furiosamente contra todos los enemigos, cuando le dejaron solo mientras todos huían, la salvación general a su esfuerzo solitario y valeroso se debió únicamente, pero a costa de que se escribiese en su frente semejante relato de fuego y de sangre. Esa cicatriz que ni exhibe ni oculta le convierte a mis ojos en el héroe más grandioso de toda la eternidad, acaricio su huella con mi dedo cuando me tiene en su regazo y me explica cómo se actúa cuando se quiere ser auténtico. Yo le escucho y le sigo, pero la lección más segura es el surco quemado de su viejo rostro valiente.

 

XIX

El dios ciego recorría despacio las vastísimas inmensidades de los olimpos ayudado por un lazarillo diminuto e infantil que no le descuidaba ni un instante y gracias al cual jamás tropezaban sus pies vacilantes en los muchos escalones que alteran la nunca rasa superficie de los cielos.

Es posible que sus ojos negros no llegasen a contemplar, al menos en los últimos evos de evos cuando ya eran inservibles por marchitos, las maravillas más o menos esplendentes de que gozar pueden los dioses videntes. Y también es posible que su paso, torpe aunque auxiliado sin fallos por el humilde y mínimo lazarillo, tardase eternidades sin cuento en recorrer todos los rincones, pero y qué, si las yemas de sus dedos eran capaces de apreciar cada estructura del cosmos, cada torbellino del caos, cada detalle de las cosas que son y de las cosas que no son. Y qué, si la mano silenciosa, tierna, suave, solícita de su pequeño amigo y servidor nunca se separaba de la suya y era luz entre la sombra, ternura y delicadeza en medio de la vastedad de las proporciones universales. Y qué.

Alegre a pesar de su ceguera, admirado por poder rozar con su mano incontables maravillas, íntimamente feliz al sentir entre sus manos el calor de la mano pequeña que le guiaba, nunca supo el ciego dios que su lazarillo ya no estaba, que ese calor tenue y delicado solamente de sus propias manos procedía, cómo iba saber el dios ciego, con sus ojos ciegos, que el lázaro solícito y amigo que tanto le había conducido por entre las volutas de la inmensidad, era un ser humano sujeto a la muerte y ya con ella...

No se lo decimos. Cuando con cualquiera de nosotros se cruza, le saludamos a él y fingimos saludar al niño, para qué desengañarle y dejar su viejo corazón huérfano de las pocas luces que le quedan. Y además, cuando se aleja con su paso lento sujetando entre sus manos una sombra que hace mucho que ya no existe, la sombra parece guiarle y asegurar sus pasos, y quizá le sigue amando más allá de la muerte, qué sabemos los dioses de la muerte y del amor...

 

XX

Muchos pensamos que el dios más importante es Cuentahombres, el que se sabe todos los nombres y todos los destinos y ni una sola gota de sangre humana está fuera de su contabilidad o ignorada de su memoria. Porque si ese dios no existiera u olvidase su trabajo ¿qué sería de todos los hombres que ha trasegado la muerte y qué de sus nombres e historias y memorias? ¿Y qué sería de los dioses si los hombres no hubiesen existido o no fuesen recordados? ¿Somos acaso algo más que ese prolijo y desmesurado registro?...

Por eso muchos de nosotros ayudamos a Cuentahombres con gusto en su tarea, yo mismo me ocupo de un archivo en donde catalogo cada gota de alma derramada de los que mueren antes de que los decretos lo decreten. Ni yo mismo recuerdo cuántas son ya las almas archivadas, no sé si los dioses estamos acertados en eso de buscar con tanto afán la muerte. Cosa de hombres es, quizá debamos dejar que lo siga siendo.

A veces pienso si no habrá también un hombre Cuentadioses que lleve en sus registros noticia detallada de cada uno de los dioses que, a solas en el océano furioso de una eternidad sin alteraciones, son -somos- pasto de un olvido que no tendrá redención ni final ni catálogo. Y si le ayudarán sus amigos, y si alguno de ellos dudará del buen juicio de los hombres que busquen con afán la inmortalidad divina.

Pero quizá los hombres son simples catalogadores de dioses como nosotros somos simples registradores de hombres. Y acaso morir-eternizar sean simplemente cambiar de archivo.

 

XXI

Como sintió que su lampo perdía fuerza, y de la brillante y eléctrica blancura que en otro evo tuviese había llegado a azulear y deslucirse hasta quedar meramente como un aura del color del aciano, desteñida y pobre, decidió aquel dios intensificar sus creaciones, por si era descuido de providencia o falta de suficientes universos. Pero no.

Menudeó las redenciones y los milagros, insólitas ternuras de dios blando que mal podían aumentar el resplandor de su gloria, habida cuenta de que la gloria de los dioses más resplandece con el metal y el cristal que con la misericordia y la indulgencia. Pero no.

Se dejó mecer por las corrientes de la eternidad como un poeta romántico que va de taberna en taberna emborrachando a su musa para matar sus talentos, harto de belleza y de arte. Pero no.

Y ya cansado me pidió consejo.

Ahora tiene luz y reflectancia para dar y tomar, le dije que metiese a un hombre en una jaula estrecha y lo viese tranquilo y paciente ir muriendo de soledad y sombra (y hambre, de paso). Cada minuto menos de su vida ha dado aumento al reflejo de poder del dios, cada terror silencioso ha pulido el espejo divino, nunca comprenden que de donde los unos pierden, ganamos los otros.

 

[No sé si incluir o no este texto en mi historia de la los dioses, a veces pienso que desdice del conjunto, presenta de nosotros un aspecto negativo, y además su último párrafo es peligroso. Quizá sea mejor una versión distinta:]

 

Recorría los espacios infinitos como un errante mendigo, titiritero, músico de feria y de camino, acompañado por un ayudante que bailaba al son del caramillo y al que encerraba por la noche en una jaula de palos con ruedas de piedra. Su figura, tirando de la jaula y a paso lento, era familiar en todos los contornos, pero su música era tan pobre y deslucida, la armonía de las esferas estaba tan lejos de habitarla, que muchas veces no lograba ni su propio sustento, y en el fatigado anochecer, el bailarín y el músico compartían el hambre o el seco mendrugo de misericordias sordas. Cuando arreciaban vientos o tormentas, el bailarín le hacía sitio bajo el agujereado techo de la jaula y, aunque pequeño el espacio y traspasado de corrientes, por unos momentos compartían también el mismo hogar ambulante.

Si se le preguntaba por la jaula sin puerta ni cerrojo, o le criticaban el esfuerzo inmenso de ir arrastrando a su compañero, respondía vagamente, si acaso respondía, que no podía prescindir de su amigo ni de la jaula ni de nada, que un músico no lo es si nadie baila su música, que un dios no puede serlo si no tira de un hombre por los caminos del mundo, que la libertad no tiene sentido si no lleva colgada una jaula, y que quién sabría a esas alturas distinguir lo uno de lo otro como para decir en qué sitio exacto estaba trazada la raya. Nadie podría decir entonces quién era el dios y quién el hombre, quién el bailarín tullido y quién el flautista asmático, quién el amo y quién el siervo, quién el inmortal y quién el otro, pues, camaradas de un único destino, la duración del mismo no implicaba diferencias, y, amigos de infortunio y de miseria, la muerte no sabría distinguirlos ni tampoco la luz.

 

XXII

Con triste desolación el dios y su enamorada dudaban quién de los dos tenía peor destino, si el dios por perderla (un soplo en la eternidad y ya la muerte la llamaba) o si ella por morir y perderle también a fin de cuentas. Y se decía el dios que la inmortalidad sin ella sería una atrocidad tan infinita, que no podría haber suerte peor, pero la mujer le respondía que al menos su imagen continuaría con él, mientras el olvido más ciego la sepultaría a ella.

Bien pagaban entonces haber desoído consejos de dioses y de hombres de no amarse entre ambos siendo la diferencia tan grande y la duración tan distinta. Pues puede que el amor compense sacrificios menores, pero una eternidad de vida sin el objeto amado, una eternidad de muerte sin el amado ser, y todo por un instante tan breve que el relámpago lo sobrevive...

Ofreció el dios a la muerte un trueque con su amada, pero la dueña de la segur no pudo complacerle, con razón: sería expediente a seguir por tanto dios deseoso de encontrarse con ella. Un simple razonamiento bastó para acallar sus protestas, es de lógica que la muerte no pueda hacer excepciones.

Se abrazaron al fin en un último instante, murió en su regazo la mujer para siempre, deshecho y olvidado está ya el universo que la contuvo y todavía sigue el pobre dios llevando crisantemos a un punto de la nada en donde breve tiempo estuvo la tumba. Muchos dioses le compadecen, muchos le envidian.

 

XXIII

Varios viejos guerreros se habían citado allí, una encrucijada cualquiera que no tiene relieve y que sólo se menciona por el encuentro que en ella iba a tener lugar.

Llegaron cada uno con su arma preferida, todos con el perfil y el rostro lleno de cicatrices, púrpura y cyan, zafiro y esmeralda, rubí con topacio, azabache desnudo, de todos los colores y de todas las sangres, de todas las batallas y de todos los tiempos, viejas heridas que hablaban por sí mismas un idéntico lenguaje y que se saludaron al verse, a espaldas de los propios guerreros, como seres que a la postre comparten un linaje.

Nadie sabe el premio que al vencedor esperaba, quizá ninguno esperaba más premio que la lucha, nadie sabe de dónde venía cada guerrero, orígenes tan lejanos que a lo mejor no estaban dentro de los límites, nadie sabe cómo se citaron allí, quizá el propio palenque les llamó en sus intralmas, donde el soldado siente que luchar es necesario aunque no sea necesario vivir.

Y cuando se dio sin darse la señal del comienzo y un clarín sin sordina cristalizó los aires, las espadas desnudas, desnudas las flechas, las lanzas desnudas, así todas las armas, de acero, de bronce, de cristal, de palabra, de concepto y de forma, de puño y de mirada, cada cual con la suya, todas enarboladas por pechos valerosos, entonces me sentí por fin en mi sitio, supe que había llegado, estaba en mi destino, todas las otras preguntas dejaron de importarme, si era dios o era hombre, si vivir o morir, si la eternidad o el tiempo, si el pasado o el futuro: en los ojos reconocí a todos mis camaradas, con mi arma en la mano me lancé contra todos al tiempo que todos se lanzaban contra mí, dejé que mil aceros me acariciasen el alma como el rostro sudoroso la brisa de la noche, herí y me hirieron, el río de nuestras sangres, blanco por la mezcla de todos los colores, se volvió mar infinito y naufragamos en él. Desde su fondo miro la transparencia del mundo y no me determino a despertar de una vez, no quiero saber si soy dios y estoy vivo, si soy hombre y estoy muerto, que la señal de la lucha suene de nuevo, luchar y naufragar es un buen destino.

 

XXIV

Es cosa extraña la amistad, aunque hermosa tal vez. Quién podría explicar la amistad entre aquellos dos seres tan dispares, quién podría haber supuesto semejante cosa de antemano... Nadie, nadie habría podido, pero su amistad era verdadera, quizá haya sido la única cosa verdadera que haya existido, si es que todas estas palabras tienen algún sentido.

Su final, que en cierta forma fue su principio... no me sé explicar... tiene tintes épicos y un aura de hermosa dimensión íntima que a muchos nos regocija y calienta las áridas regiones oscuras que mantiene todo corazón.

Juntos se fueron, ¡qué aventura para un hombre, qué ocurrencia para un dios! a buscar oro. ¡Oro! ¿Acaso de verdad era oro lo que buscaban?... ¿No sería más bien la ocasión de caminar juntos los vastos desiertos y las solitarias parameras de los diferentes universos, hablando en silenciosa armonía de sus sentimientos hondos, dejando que la amistad discurriese libre como el riachuelo que se demora holgazán entre peñas pulidas?... Muchos creemos esto último, ni siquiera llevaban a lomos de sus viejas mulas los cedazos de lavar arenas, la química de analizar el mineral, no habrían sabido qué hacer de haber hallado lo que decían buscar, el oro y la felicidad se buscan sin ánimo de encontrarlos, no se espera del destino la torpe faena de que nos ponga delante prodigios que no sabríamos cómo aceptar ni consumir.

Pero mi historia los busca y los encuentra cuando, agotados por largos días, meses, de marcha a través de un desierto inusitadamente ilimitado, infinito tal vez, se ven reducidos a dos secos y torturados despojos. El agua les falta desde tanto tiempo atrás que sus labios, su lengua, su piel, todo su organismo, rechina como lija en los gestos más simples, gotas de líquido inexistente y fantástico pueblan los delirios con que se comunican, pasados aquellos momentos en que sus ardientes laringes pudieron articular palabras. Tal vez se trata de un universo de sol y de arena, donde nada más habita ni existe, tal vez la propia arena es ya ese oro en cuya excusa han salido y les rodea y acoge y envuelve y sepulta...

Con un último resto de energía uno de los dos, quién sabe cuál, qué más da el mínimo detalle, saca de su hatillo o del fardo mulero una horquilla de madera blanca con la que se dispone a crear y creer el milagro zahorí de hallar hacer agua en ese mundo inaquo. La tensión de las manos, la vibración del fresno, cavar febrilmente separando arenas hasta ver aparecer una humedad bienhechora, un rezumar milagroso, un hilo de misericordia, un río de abundancia, un torrente de lujuriosa y oceánica aquidad.

¿Y beber, ansioso beber, frenético beber, empapar las abrasadas células, inundar de húmedo bienestar quemados labios, hirvientes lenguas, leñosos gaznates?...

Pero comprende el hombre, cuando a punto está de satisfacer la mayor necesidad de su historia y proporcionarse el mayor placer de su memoria, que el dios compañero, sediento como él, no puede beber. Los dioses no pueden, no tienen cuerpo, no pueden beber, sienten la sed en un alma especial diseñada para ello, pero nada ha sido dispuesto para que la apaguen bebiendo, por qué habrían los dioses de buscar la muerte si no fuese por cosas así.

Como no pueden beber los dos, el hombre decide que no bebe ninguno, y allí permanecen silenciosos, junto al torrente de agua fresca y salvadora, sedientos para siempre, para siempre amigos, en medio de un desierto de arenas de oro que inunda sus corazones y deslumbra sus ojos, y mientras el hombre muere quemado desde dentro por una sed más furiosa que el oleaje del tiempo, a sus labios solamente llegan las lágrimas de su amigo el dios, derramadas de amor y de amistad desde ojos que no existen. Ojalá esas lágrimas no hayan sido saladas.

 

XXV

No es buen apodo el de ‘Diosas errantes’ porque no describe adecuadamente las actividades del alegre grupo de diosas solteronas. Sí que iban y venían mucho de tertulia en conventillo, de cotilleo en marujeo, entre grandes risotadas algo ficticias, alegres de no haber perdido, a pesar de todo, la alegría... Pero sus idas y venidas nunca salían de cierto territorio conocido, del mismo modo que sus comentarios jamás se aventuraban más allá de ciertos temas controlados, puede que atrevidos y salaces, pero atados aún a menguada cadena.

Casi todas tenían, o decían tener, ‘recuerdos’ y si aguantaban con resignación el mote de ‘Diosas errantes’, jamás hubiesen admitido el de ‘Diosas vírgenes’ que algún ocurrente malicioso quiso en cierto momento proponer. Y esos recuerdos eran las más de las veces el tema sabido y sobado de sus conversaciones, aunque alguna ocasión se atrevían a mayores atrevimientos y, dejando de hablar de pasados pasados, se arriesgaban a diseñar futuros que poco a poco iban tallando urgencias en sus ánimos.

Fue de una de estas, y esa vez tensa y susurrante, conversaciones, de donde salió el temerario proyecto de crear para ellas solas un universo únicamente de machos, de salidos y rijosos machos, un mundo priápico y penetrante de falos incesantemente erectos que hiciesen realidad los famosos recuerdos y dieran calor y color a las conversaciones futuras.

Y como de dioses y de diosas es el poder del hacer, como querían lo hicieron y como deseaban lo gustaron, por turnos y a la vez, a la vez y por turnos, solitarias y en grupos, que sobraban enhiestas fuentes de esperma en aquel mundo semental y masculado.

Pasaron los evos, se fueron cansando, momento llegó en que ninguna diosa errante bajaba ya a solazarse, al fin comprendieron que la pasión también hastía, escocidas y hartas se olvidaron de aquel mundo, descrearon o borraron tanta virilidad, volvieron a sus tertulias, ahora por fin sin recuerdos. Y aunque nadie las llama nunca ‘Diosas vírgenes’, si la castidad tiene modelos, ellas lo son.