El presente libro ha sido escrito por Miguel Cobaleda para Miguel Cobaleda.

Todo parecido con la realidad.

 

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Éste era un hombre que tenía dos cabezas. Con una pensaba y con la otra amaba; con una estaba alegre y con la otra triste; con una deseaba justicia y con la otra desesperaba. Con una cabeza se imaginaba el mundo y con la otra lo creía real; con una tramaba sus venganzas y con la otra era simplemente un hombre; con una llamaba luz a la oscuridad y con otra llamaba resplandor a la tiniebla; con una inventaba el objeto de su amor y con otra se miraba en espejos transparentes.

Éste era un hombre que tenía dos cabezas. Con una hablaba en silencio y con la otra callaba a gemidos; con una mentía y con la otra igual; con una organizaba las piezas del estúpido universo y con la otra dibujaba perfiles de dioses borrosos. Con una cabeza miraba el futuro a través del pasado y con otra cabeza inventaba el pasado a través del futuro. Con una cabeza se miraba a sí mismo desde fuera para poder amarse, y con la otra se despreciaba a sí mismo desde dentro para poder dormir.

Éste era un hombre que tenía dos cabezas y un solo corazón y un solo destino y una sola cabeza.

 

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¿Sabía aquel hombre cuánta es exactamente la gente que compone la Humanidad? ¿Lo sabía aquel hombre que creía saberlo?

Cuando se daba cuenta de que era un pequeño grano de arena en una playa infinita ¿sabía cuán infinita era la playa, cuán pequeño su grano de arena?

Al notar que ni siquiera los granos muy grandes, las pesadas y macizas piedras, destacaban en medio de la inmensidad y pasaban desapercibidas en la ilimitada corriente de las cosas ¿sabía aquel hombre la mediocre y perdida, la invisible, la inexistente huella de su nombre en la lista inacabable de los seres?

¿Sabía aquel hombre que no hay registro ni memoria que el tiempo no borre, sabía que la combinación de los genes como la de las neuronas es tan extensa que todo puede guardarlo, es decir, todo olvidarlo?

No sé si aquel hombre sabía a pesar de que él creía saber... Nadie sabe realmente estas cosas, no se han hecho mentes tan grandes que puedan comprender lo que podría llegar a comprender una mente, lo que podría llegar a recordar una memoria, tan todo, es decir, tan nada.

 

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No se sabe si es posible que un hombre se enseñe cosas a sí mismo, cosas que no supiera y aprende por sí solo sin necesidad de que la sabiduría le venga del exterior. Aparentemente no, pero no se sabe. El hombre se pone a pensar y enlaza dos pensamientos formando una nueva idea que, junto con otra idea, producen luego una tercera y así sucesivamente hasta dibujar los cielos y la tierra y llenarlos de cosas y seres y dar cauce al tiempo y espacio a la memoria y... Algo de esto, pero suena como un cuento.

El tema esencial de este tema es el diálogo interior, el monólogo íntimo, los yos convertidos en tús, la posibilidad de hablar a solas, no ya las solas transitorias de un breve instante de reflexión individual, sino las solas absolutas de una consciencia flotando solitaria en la nada. Y no en tanto que se plantee una vez más el viejo y aburrido tema del solipsismo que los románticos alemanes dejaron cansado y sucio, sino en cuanto a cuál  sea la substancia del yo del hombre en medio de la nada del espacio y del tiempo, el asunto del que, hablándolo el hombre en su propia entraña, constituye lo que llamamos vida.

Estas páginas no tratan sino de eso, son una repetición de la misma partitura. Su único sentido es que ningún instrumento la tañe, ninguna conversación la contiene, ningún recuerdo la conserva, ninguna meditación la orienta, ninguna lógica la explica.

 

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Si estás solo puedes hacer cosas que no puedes hacer cuando estás acompañado, por vergüenza, por conveniencias sociales, por la presión de las leyes, por el qué dirán, para mantener intacta la opinión que tienen sobre ti los tuyos, para conservar su amor, para no quedarte solo y no verte obligado a hacer cosas que no podrás hacer si estás acompañado.

 

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Aquel hombre se había quedado tan a solas y tan de repentemente, que no se reconoció a sí mismo, no recordaba su cara en los espejos, no reconocía sus recuerdos en la memoria, no abrigaba proyectos familiares ni entendía el diseño de sus manos, la pálida pesadez y torpeza de sus miembros, quizá le habitaba de golpe un ser de otro universo acostumbrado a otro perfil y a otras emociones.

Autista en relación consigo mismo, extranjero en su piel y en su consciencia, no supo tampoco en qué idioma se hablaba, con qué extraño sentimiento estaba rogando a qué extraños dioses para que le ¿qué?... no sabía decirlo.

Pero el olor sí, el olor era el podrido olor de todos los días.

 

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Los primeros pasos son inseguros, muchas veces van en dirección contraria al camino que habrán de seguir después los pies que los recorren.

Lo cual presupone que hay caminos y se dirigen a exactos puntos cardinales, pero hemos llegado a saber por nosotros mismos que un mundo redondo no tiene direcciones y que en él ningún paso se pierde, ninguno se gana.

Ya llegaremos, pues, al lugar del que venimos y que siga sonando la música en los oídos, o ese silencio que hemos llamado música y del que somos sordos oyentes, mancos violinistas, no sé qué plural acaba de invadirme.

 

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Hubo una vez un hombre que se colgó una brújula de cada pensamiento para poder orientarse hacia el norte de las cosas, pero las brújulas eran de cristal ahumado y solamente reconocían la sombra.

Y ese mismo hombre esgrafió en la piel de sus ojos unos mapas llenos de rutas para nunca perderse, pero la rosa de los vientos de esos mapas estaba ajada por el tiempo y solamente señalaba la soledad.

También debemos recordar cómo ese hombre usó el alma como pedernal para hacer la primera chispa que encendiera el mundo y hubo de renunciar a su empeño, no por la dureza misma de la sustancia del alma, bien elegida para ese cometido, sino por no existir nada que ardiera en la infinita vastedad de su restante persona.

 

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Estaba triste el hombre que quiso conocer al tiempo, estaba triste porque al fin había conseguido su objetivo.

Había primero recorrido todos los relojes, infinitas playas de relojes de arena, infinitos océanos de relojes de agua, infinitas estrellas de relojes de sol... El tiempo no vive en los relojes.

Viajó después a sus recuerdos, hasta los más remotos, volvió hacia los distantes proyectos la ruta de sus viajes... El tiempo no vive en el pasado ni en el futuro.

Se detuvo en el presente con la atención fija en la entraña de la duración, habló con la muerte, interrogó a los dioses, el tiempo no les conoce, nada sabe de nadie, no habita con ellos, no vive allí.

Un millón de sabios han roto sus días para saber del tiempo, a todos preguntó, de todos recabó sabiduría y noticia. Ya estaban muertos, el tiempo los había olvidado, si es que alguna vez los recordó.

No puedo contaros cómo siguieron las cosas, las cosas no han acabado, el hombre todavía no ha conseguido su objetivo, por eso permanece triste aunque no desespera, continúa preguntando por la vida mientras sigue tiempo.

 

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Éste era un hombre capaz de hablar consigo mismo, incluso a solas y sin sigo. Se decía cosas por dentro de la cabeza, empujando las palabras hacia atrás, llevando parte de las mismas a las tripas inferiores y otra parte a una zona que está detrás de los ojos.

El tema esencial de este tema es si el hombre se creía o no se creía sus propias palabras, pero ocurre que para sí creerlas o no creerlas las tenía que pesar en una báscula interior que también había sido hecha antes con palabras que el hombre se había dicho a sí mismo.

No sabemos cómo, pero lo cierto es que el hombre nunca se creía sus propias palabras. Ahora bien, como tampoco se creía las palabras con las que había hecho la báscula de pesar palabras, pues resulta que no puede responderse a la cuestión de si el hombre se creía o no se creía sus propias palabras. Es una cuestión indecidible. Lo único que se puede asegurar, por tanto, es que el hombre no se creía nunca sus propias palabras. Las decía solamente para irse engañando a sí mismo.

 

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Hubo una vez un hombre que se inventó los cielos, o los inventó, sin inventárselos, pues no los quería para  sí mismo ni pensaba usarlos él en exclusiva.

Porque este hombre que inventó los cielos inventó gente que viviera en ellos, salvo el pequeño detalle de que a la vez inventó mil pequeños obstáculos que impedían que la gente pudiera vivir en los cielos: inventó la enfermedad y la injusticia, la soledad, la tristeza, la maldad, y otras cosas semejantes que eran como rejas para impedir a la gente instalarse en los cielos. De donde los cielos vacíos.

Pero bellos los cielos, los cielos muy muy bellos.

El tema esencial de este tema es quién se inventó a este hombre y por qué se inventó un hombre así, un hombre capaz de inventarse los cielos, sí de inventárselos, pues la gente al final no podía llegar a ellos y solamente servían como referencia de su fantasía, como paisaje vacío de su lenguaje, como metro cristalino de su poética. ¿Quién tendría interés en inventar a un sujeto capaz de semejantes invenciones? ¿Y quién tendría interés en inventar al anterior? ¿Y a éste último, no tan último?

Porque todas las cosas suceden en el interior de nuestra cabeza, ya seamos hijos de aristóteles, ya seamos hijos de platón.

Y todo ello para poca cosa, para casi nada: para que el hombre de nuestro relato pueda ir poco a poco inventándose a sí mismo.

 

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A base de hablar y hablar de sus dioses, este hombre olvidó la entraña de la cuestión, como sucede cuando se habla mucho de la justicia, o se cita mucho la lealtad. Tuvo, pues, que detenerse un día a pensar serenamente en el tema, preguntarse a sí mismo qué eran esos dioses tan traídos y llevados, preguntar a los dioses qué era, tan traído y tan llevado, él.

No para responder a preguntas de los otros, lectores que ya habían aprendido el truco y se apartaban prudentes del camino cada vez que los dioses pasaban por el relato o el poema, mirándose los unos a los otros (los lectores a los dioses, los dioses a los lectores) de atento pero distante reojo. No para responder a abstractas cuestiones, sino para aclararse él mismo ante sí mismo. ¿Qué son, qué desean, a qué se dirigen, de dónde los dioses?

Lo que no sabemos, lo que no controlamos, el azar impasible, la tragedia estadística, el segundo principio de la termodinámica... ¿y qué más?... A pesar de todos los pesares parece existir la suerte, están los que nacen y están los que no nacen y, en naciendo, están los que nacen para morir aunque todos estemos en la misma ruta. Pero la suerte... ¿los dioses la suerte?...

Durante mucho tiempo no supo darse respuesta, ni siquiera una respuesta precaria e insatisfactoria: ninguna respuesta, fluctuantes imágenes de destinos inciertos, dados sin números, padreternos airados y abúlicos, incapaces de entender las leyes de los grandes números ni de manejar grandes masas de creyentes.

Luego, lentamente, por fin un día empezó a comprender que se trata de seres del futuro, los propios hombres cuando dejen de serlo, si acaso la inteligencia los hace sobrehumanos, si acaso inventan la justicia y derrotan al tiempo, si le dan sentido a palabras como amor y esperanza, o al menos crean un paisaje donde no sean necesarias... Entonces serán dioses y lo serán para siempre, un siempre que ahora mismo, cuando aún no lo somos, aterra como la promesa del paraíso perdido. Entonces serán dioses y nosotros estaremos muertos.

Día llegará en que ese hombre estúpido, al preguntarse por los dioses, consiga darse al fin esta respuesta sin respuesta.

 

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Éste era un hombre que nunca quiso practicar el sexo por los riesgos mortales que entraña: contraer el síndrome, contraer el amor, contraer el hijo...

 

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¡Qué jugarreta le hicieron las cosas a aquel hombre!... ¡Qué hermosa y divertida broma, las cosas todas, todas las cosas!...

Era éste un hombre que siempre le estaba rezando y suplicando al sordo dios de cada noche, siempre la misma oración, siempre la misma súplica: ‘¡Oh Dios de mi corazón, Señor de mi espíritu!... Te ruego que seas misericordioso con mi hijo, al que amo tanto que un ascua apagada del amor que le tengo podría encender las estrellas. Mira que no pido nada para mí, que no es para mí para quien suplico. Pero te ruego que le des a mi hijo lo que desea, que le concedas encontrar lo que busca, que no desoigas mi ruego.’

Sucedía, no obstante, que el entero fragor del universo, el ir y venir de las constelaciones, ciertos murmullos de los inquietos océanos, el rugido feroz del volar de las libélulas, y demás, acallaban las súplicas del hombre hasta susurro inaudible y, claro, no podía ser oída la plegaria por el sordo dios de cada noche.

Pero...

Pusiéronse de acuerdo las cosas, todas las cosas, las cosas todas del universo entero para hacer un alto repentino en medio del incesante tronar de los fragores, justo un silencio durante la súplica del hombre, y al llegar a las palabras “que le des a mi hijo lo que desea, que le concedas encontrar lo que busca”, de repente se hizo el silencio universal de los seres que existen y existieren. Callaron los vientos y los mares, dejaron de derrumbarse las montañas, cesaron en su vuelo los halcones, se apagó el suspiro de la brisa y el jadeo de todas las lujurias, la música y su silencio se hicieron silencio, el roce de los goznes suspendió en que giran su gemido las estrellas...

Y no le quedó al dios más remedio que oírle, retumbando la plegaria de tímpano en firmamento.

¡Qué jugada les hicieron las cosas a los tres, al sordo dios de cada noche, al hombre aquél y al hijo de aquel hombre!

 

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Una vez un hombre sacó una lágrima de cristal al meter la mano en la bolsa de escoger destinos. La vendió a un dios ambulante a cambio de la gloria y la riqueza, y el dios ambulante la cambió luego por dos brisas a un viento marino que marchaba hacia el sur. Más tarde el viento se la cedió sin precio al río que deseca las tierras íntimas y de corriente en corriente llegó a la laguna en que bebe la muerte cuando no mata. Al llegar hasta mí y reflejarse en mis ojos, puso la lágrima pegada a mi mejilla, la muerte digo, y ésta es la que ves cuando me abandonas, la lágrima digo. La dejaré en herencia a la bolsa de destinos, me gustaría volver a encontrarla cuando vuelva a meter la mano.

 

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Era éste un hombre que quería hacer copias de sí mismo, calcos, réplicas.

Se gustaba tanto a sí mismo que quería dejar una herencia de infinitos súes idénticos para que dejasen a su vez cada uno infinitas réplicas de cada. Y como no habrían de caber todos en el mismo universo, quiso hacer infinitos universos, uno por copia.

Cursó la solicitud oportuna y fue aceptada. Le mostraron la prueba antes del pedido en firme y entonces el hombre, vomitando aterrado, rompió en pedazos el impreso y quemó los trozos y dispersó las cenizas. Y cursó una solicitud de autoanulación y borrado de registro, la cual fue aceptada en su momento. Cuando le mostraron la prueba antes del pedido en firme y se imaginó a infinitos como él leyendo el contrato, con la mano en alto dispuestos a firmar la renuncia al haber sido, enloqueció de repente y lo enviaron aquí. Ahora está tranquilo, se imagina gente con la que habla, escribe cosas, lleva un diario aunque sabe vagamente que es un hombre sin días. No es capaz de distinguir entre tres proposiciones diferentes: ‘hay infinitos como él’, ‘es único y nadie más es como él’, ‘ nadie es como él, ni siquiera él’.

Hay infinitos como él.


 

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No quiero que me envíes a buscar la felicidad, como si yo fuese igual que todos los demás, buscando todos lo mismo allí donde no se encuentra, ciegos y sordos en un desierto infinito, ajenos los unos a los otros, aunque las manos a veces se rocen mezcladas por estar todos buscando entre los mismos granos de arena y cristal.

Sé que es un invento que tú te has inventado, no tengo ganas de portarme como todos los borregos que se afanan buscando la torpe felicidad.

Déjame que vaya en busca de otra cosa, inventa para mí un invento distinto, algo especial y único que no me cueste buscar, envíame a un desierto mínimo y cerrado, donde la arena toda sea de otro color y la cosa perdida tenga grandes letreros y sea señalada por una flecha enorme que diga estoy aquí y ya me has encontrado.

Y donde nadie más esté buscando la misma cosa distinta, el mismo grano de arena.

O permíteme quizá que yo no busque nada, que me quede aquí sin salir de viaje, cerca de donde está el origen de todo, escuchando la música de las esferas, márchate tú a buscar la felicidad, yo no quiero ir, me asusta pensar que pudiera encontrarla.

 

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Se preguntaba aquel hombre de dónde nacen los cuentos, especialmente cuentos como los que él contaba, los raros cuentos que no nacen de la vida misma.

¿De la imaginación?... ¿Y no es esta respuesta una simple palabra, un flatus vocis que no significa nada ni responde a ninguna cuestión?

Bien está decir que suenan incesantemente en algún lugar cercano al lóbulo de la oreja, pero nadie da mucho crédito real a las voces misteriosas, ya te manden liberar francias ya te dicten cuentos y pititas. En general la gente no se cree esta respuesta. ¿Te la crees tú?

Siempre me he figurado que hay dos clases de creadores, los que lo somos y los que no lo son. Bueno, pues paradójicamente me parece que los únicos que lo son son los últimos, porque a los que sí lo somos nos soplan al oído las músicas y las palabras, mientras que los que no lo son, los que se ponen a trabajar como obreros a las ocho de la mañana para que ‘la inspiración les pille trabajando’, esos se tienen que ganar por sí mismos ¿qué?... la inspiración no, desde luego, será el artesano formato que llaman ellos su arte. En fin ¿me lo creo yo?...

No sé de dónde vienen los cuentos, nunca lo he sabido, yo desde luego no tengo que ir a buscarles, quizá por eso, por no haber tenido que viajar a las fuentes en su busca, no sepa yo de dónde vienen. Siempre están aquí, así que tal vez no vengan de ningún sitio.

Si de he decirme la verdad, la sensación que yo tengo es que no se trata de argumentos que nadie quiera decir a nadie ni nadie quiera que nadie le diga, sino al contrario y al contrario del contrario: cosas que quieren ser dichas, ellas, las cosas mismas, argumentos que quieren ser ellos mismos relatados, aunque para sí mismos, para nadie más. Por eso me escogen a mí como relator, porque saben que puedo hacerlos palabra y saben también que nadie me escucha.

 

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Un halcón y un jilguero, hartos de sus destinos respectivos, cambiaron las vidas una por la otra, ferocidad por trino, rapidez por inercia, jaula por libertad.

Le fue muy bien al halcón, a resguardo para siempre de su salvaje instinto y del olor de la sangre, pero fue todo desgracia y tristeza para el pobre jilguero, obligado a inundar con sus trinos los aires infinitos y la esquiva libertad.

La jaula  en que vivió el halcón hasta el fin de sus días le hizo tan feliz que más allá de la muerte soñaba con un cielo de barrotes y una luz irisada de puertas cerradas y de esquinas ciegas.

El jilguero, en cambio, hubo de fatigar los espacios durante toda la eternidad, la muerte jamás tuvo ganas de buscarle tan lejos, no logra el pajarillo limpiar de su pico la sangre que ahora se ve obligado a derramar.

Ha resultado el halcón el más suave y manso de los jilgueros, y el jilguero se ha convertido en el más sanguinario y feroz de los halcones.

Bien, pues sorpréndeme ahora con un final imprevisto para el cuento. Ya sabes que no puedo, que tú conoces el final mejor que yo mismo, o por lo menos igual que yo mismo, pues si antes fuiste halcón, yo antes fui jilguero.

 

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Siempre he sentido lástima por uno de mis personajes más queridos y hermosos: la pequeña Estelabel que fue protagonista de uno de mis cuentos más antiguos, de la saga de Erlander, los que yo llamo ‘cuentos sin rescate’ o ‘cuentos ultinieblos’.

Estelabel, de hermosos ojos grises ciegos por dentro, sufría en el cuento la terrible desgracia de saber de antemano el destino de los seres que amaba, aunque los dioses, no satisfechos con tan perversa maldad, la castigaban además (o le hacían pagar un precio) con una certeza de cristal que traspasaba su corazón como el rayo de sol atraviesa la mañana.

En el cuento Estelabel advertía que alguien muy suyo habría de morir al volverse mustios los pétalos del día, y podía precisar con minucioso detalle los elementos de la muerte, la circunstancia, el momento. Pero a la vez la certeza de cristal ataba su lengua, sus pies y sus manos, y no podía salvar de ese destino a la víctima.

Estelabel lloraba lágrimas de sangre de los sus ojos grises ciegos por dentro, los cabellos de niña se le llenaban de arrugas y su fina piel transparente se cubría de canas. El destino le consentía luego envejecer solitaria para no tener que condenar con su certeza a ningún otro ser querido.

Recuerdo muchas veces a Estelabel, me inspira tanta ternura que jamás he querido escribir su cuento.

 

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Cuando te sientas a escuchar un momento antes de que empiecen a dictarte las palabras ¿qué piensas?

-No pienso, para escuchar hay que estar callado.

-¿Qué sientes?

-Cierto hastío: no sé muy bien qué hago para quién ni qué saco yo en limpio.

-Gloria, admiración, riqueza...

-Eres muy gracioso.

-En serio, algo sacarás.

-Algo será, pero no se qué, nunca lo averiguo.

-¿Alguna satisfacción íntima?

-No siento ninguna. No creo que sea eso.

-¿Alguna forma de placer?

-Acaso... pero es como en el sexo: tienes la sensación de que cierto Gran Hermano te pone a bordo, para su entero beneficio y no para el tuyo, alguna atadura por cuyo cauce él consigue de ti lo que quiere y te premia ¿con qué?... con lo mismo con que te ata... Un fraude.

-¿Te parece el sexo un fraude?

-Que se lo parezca a poca gente indica hasta qué punto lo es. Y no hablábamos de eso.

-Así pues alguien te usa.

-Sí, pero no es alguien.

-Ya empezamos...

-Algo, más bien. Y no es que me use... palabras y conceptos que quieren ser dichas y pensados... Pero ya otras veces lo he explicado así y quizá sea al revés, un revés de un revés más íntimo.

-Todo esto me parece palabrería.

-Lo que no es palabrería no existe, a pesar de lo que digan y crean los idiotas de ‘los hechos son los que cuentan’.

-¿Hablando se entiende la gente?

-No importa la vida, lo que importa es la palabra.

-Las palabras se las lleva el viento.

-Ve a la página de al lado. No, si están escritas.

 

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-Creo que los árboles son los únicos protagonistas de este mundo. Diseñaron y crearon las cosas de forma que ellos mismos convirtieran el sol en vida, la vida en vida inteligente, y la vida inteligente en palabra escrita que sobre papel se graba, papel que no es otra cosa que el propio árbol en el destino redondo que ha trazado desde el principio para sí mismo. Los árboles nos crean y nos usan para hablar consigo a través de la palabra escrita. Estas palabras no son otra cosa que el mensaje que el viejo y remoto pino se manda a sí mismo por intermedio de mí, ciego mensajero que ignora lo que dice el mensaje que transporta (algo misterioso sobre leños y verdes hojas, quién sabe qué hermosa belleza encierra acerca de pasadas y futuras clorofilas...).

Desengañáos de los otros sistemas de comunicación, la voz, la magnética señal, las torpes quemaduras en la piel del aceite... no durarán. ‘Eternidad’ es una palabra escrita sobre un papel.

 

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Fueron todos juntos para mejor defenderse, unidos los amores con mortero y alquitrán, atados los corazones con sogas y recuerdos, formando en fin una amalgama que era a la vez sustancia y coraza, esperanzados frente al peligro por esa unión tan firme.

Pero resultó que un minúsculo egoísmo de piedra se acuñó haciendo grieta entre dos recuerdos, medio chavo de sexo separaba un deseo de una lealtad, una miserable porciúncula de venganza urdióse resquicio en el centro mismo de la tersa amistad... en fin, los lazos tan firmes no eran tan firmes, la coraza tan sólida no era tan sólida, cada corazón a la postre iba más a lo suyo que al destino común. Al llegar a la vanguardia de los riesgos verdaderos eran una multitud dispersa y no un solo gigante de acero y certeza.

Me ha complacido irlos matando de uno en uno, sobre todo después del miedo que su unión aparente me había hecho pasar.

No hubiese debido ser ten asustadizo ni creer posible acuerdo tan difícil, al fin mis hijos lo eran de madres diferentes.

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Alguna vez deberías contar tu vida como si fuese un relato ficticio, que lo es. Entonces estarías igual que tus oyentes, sin saber el final siempre sorprendente. Igual que todos tus oyentes menos uno.

 

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La conciencia de aquel hombre había sido educada en un país extraño y el hombre nunca había conseguido entenderla.

Por ejemplo, nunca comprendió por qué amapolas, claveles y rosas sí eran pecado, pero en cambio no lo eran crisantemos y azaleas. Por qué en cuanto a lirios cabían venialidades, pero las fucsias eran todas mortales de necesidad, ni qué hacía disculpables mediante bula las radiantes orquídeas y en cambio terriblemente imperdonables las minúsculas y cándidas manzanillas. ¿Y por qué eran nefandas las sabrosas clemátides?

Después de muchas discusiones airadas y de encontrados monólogos cruzándose como chispas que arañan la desazón, el hombre y su conciencia decidieron separarse, fuese el hombre a un desierto sin vegetal alguno mientras la conciencia, cortando ésta respetando aquélla, dibujaba en el jardín el rostro de un chamán ciego hablando con su sordo dios.

 

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No es que Ulrik matase a sus hijos por falta de amor, no es que dejara morir a sus nietos por falta de compasión, ni le negó la vida a sus descendientes por falta de misericordia o piedad. Quien así interprete la historia estará muy confundido, Ulrik no hubiese sido capaz de albergar en su corazón odio ni desprecio ni siquiera olvido, tan rebosante de ternura lo tenía, tan lleno de afecto y de cariño.

Es que los dioses le habían informado de su destino, según el cual estaba llamado a asesinar su linaje, a no dejar huellas tras de sí, a que su nombre se perdiera entre todos los nombres, y no quiso cederle a la muerte la tarea que el destino se había empeñado en encomendarle a él.

Otros dicen que todo lo entendió mal, al revés, que los dioses se limitaron a decirle lo que sabe cualquiera, que tus hijos irán muriendo cuando les llegue la hora, lo mismo que tus nietos y el resto de tus descendientes, pero no por destino malvado o perversidad de nadie, sino por la naturaleza propia de las cosas que viven, cuyo final natural es la muerte a su tiempo.

Sea como fuere Ulrik mató a su gente aunque no era mal sujeto ni mató a nadie ni se llamaba Ulrik.

¿Entonces?

Pues entonces no empieces tú también como la gente que escucha tus cuentos y quiere que les cambies el final para que no sean ‘tan tristes’. Ya te he hecho caso en que no matase a nadie ni se llamase Ulrik. El final no puedo cambiarlo, entiéndelo, Ulrik, lo siento.

 

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¿Cuántos son ‘yo’ y cuántos ‘tú’?

 

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Nunca es el mismo sitio cuando paso por el mismo sitio, todos los sitios distintos son el mismo sitio cuando a ellos me dirijo, el tema esencial de este tema es que mis ojos miran hacia adentro, no hacia afuera, mi piel está en mi interior, la espalda de mi alma es lo que ves cuando me observas mirarme a mí hacia mí en el centro de mí, ningún mí existe, te me estás inventando.

En algún rincón perdido del infinito castillo que soy habita un hacedor de juegos de palabras, un hacedor de pensamientos, un hacedor de sentimientos, un hacedor de recuerdos y proyectos, un hacedor de imágenes, de sombras, de estrellas, de tiempos. Juegan juntos a un juego de azar en que todos pierden y quien pierde paga y debe entregar todo su caudal y nada tienen y yo soy la chinarrila sin valor con que han fingido monedas.

La próxima vez que hable contigo cállate, déjame hablar a mí, tú eres mudo y sordo y no existes, te me estás inventando.

 

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Éste era un hombre que contaba cuentos con final imprevisto, por lo cual estaba condenado a no poder contarse nunca cuentos a sí mismo, desgracia enorme y aterradora que le hacía estar y hasta ser amargado y aún dichoso. En efecto ¿cómo ignorar el final del cuento cuando el que lo escucha es el mismo que lo relata? Es un tema sin salida, la condena de aquel hombre en este asunto era poco menos que un destino, un condenado destino. Hasta que un día, de repente...

¿Por que no un cuento con muchos finales diferentes y sorprenderse a sí mismo al final del final con un azar imprevisto?... El truco era, en realidad, sencillo, consistía solamente en contar el cuento de forma normal y apresurar de golpe el relato cogiendo al pasar un final cualquiera del repertorio de finales, sorprendiendo por la rapidez y por la suerte al espectador desprevenido.

Consiguió así este hombre ser distinto, el único oyente que nunca sabía el final del relato.

 

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Nunca se sabe qué es peor, si cuando las campanas suenan de forma tan fuerte que tienes que respetar, quieras que no, su sentido sin sentido, o cuando suenan de modo tranquilo y logras colocar sobre ellas el sentido tuyo que, quieran que no, han de soportar resignadas.

Y no se sabe porque en el caso primero carecen de sentido, pero en el segundo dejan de ser lo que son. y para oírme a mí mismo no necesito intermediarios.

Recuerdo una vez que una niña pequeña me tenía cogido de la mano (ella a mí, no yo a ella) y me traía y llevaba como esos perros tozudos a sus estúpidos dueños, cuando de pronto dijo algo que no entendí pero que requería respuesta. Me sentí entonces como me siento siempre en medio del dilema más entrañable y esencial del mundo: responder sin sentido, que no es responder, o responder con sentido a una pregunta que no se ha escuchado. O no responder.

Ya me diréis si no es eso la vida [una niña pequeña que tira de tu mano y hace preguntas que tienes que responder aunque no puedes].

 

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Querido diario: hoy no es hoy, te estoy engañando, si pongo una fecha que no es la fecha ya no puedes tú saber de qué día se trata.

Me encanta engañarte, diario querido, poner el domingo lo que hice el sábado, o mejor aún, lo que haré el lunes.

Siento que te ríes, que piensas que seré yo mismo el engañado y estúpido cuando vuelva a leerte pasado mucho tiempo, pero lo cierto es que no es cierto, a quien deseo engañar es a mi memoria.

Ya veo que comprendes, ahora entiendes por fin de qué amores te hablo que nunca han existido, los relatos de hijos que nunca nacieron, historias de amigos imaginarios que nada saben de mí, eres un libro listo, no te puedo engañar, me alegra que mi memoria no sea de papel.

No he debido borrar tus páginas futuras, ahora no sabré nunca qué me aguarda mañana.

 

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Enseguida se comprende qué soñaba aquel hombre teniendo como tenía un hijo tonto.

Su sueño primero y más elemental era que el hijo, por modo milagroso y siguiendo vías directamente celestiales, dejaba de ser tonto y se volvía listo como el que más.

¿Y ya? ¿Estaba al fin contento el hombre aquél, padre repentino de hijo con talento?

No tal, sino que se angustiaba ahora por la segunda desgracia que había pasado a primer plano. El hijo listo antes tonto era, siempre lo había sido, vago e inconsistente, entregado a la pereza. Soñaba pues aquel hombre con un milagro que hiciera de su hijo el más diligente, trabajador y ejecutivo de los sujetos humanos.

¿Y ya?

Bien, ser listo y trabajador de ninguna manera te asegura, antes al contrario, la suerte en el trabajo. Así pues rezaba aquel hombre para conseguir un tercer milagro (y éste difícil si los hay).

¿Y ya?

¿Basta acaso tener suerte en el trabajo si nadie reconoce tu mérito? ¿No es lógico desear que alguien que es genial, trabajador y está en lo suyo, alcance metas que todo el mundo reconozca?

¿Y que se le premie luego con la gloria profesional?

¿Y qué decir del dinero, sólo los estúpidos ineficientes van a gozar de él?

En fin... recordad que tenemos que deshacer el camino recorrido a lo largo del sueño si queremos volver a la realidad: de la riqueza a la gloria, de la gloria al trabajo, del trabajo a la diligencia, de la diligencia al talento, del talento al hijo mondo y lirondo, tonto, vago y sin trabajo ni suerte.

Ya puestos, sigamos un poco antes de despertar, y libremos al pobre hombre también del hijo. Para lo que servía...

Estúpido será: ahora sueña con tener un hijo...

 

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Ya no era la misma, Rinta, cuando volvió del parque. ¿El espíritu misterioso del bosque le había hablado al oído?...¿Pájaros sin nombre de colores brillantes arañaron para siempre la piel de su fantasía?... ¿Depositó acaso el amor, aún que tan niña, sus larvas de pus en los alvéolos de su pecho?...

Lo sabe ella, pero dejó de reír, mujer se hizo, mira con distancia y ojos redondos a su madre, se ha negado a volver al parque conmigo.

*** *** ***

- Veamos, ¿qué es lo que te gusta a ti de un cuento como éste?

- No lo sé, creo que todo.

- ¿Que violen a una niña en el parque, por ejemplo, que la viole probablemente su propio padre? ¿Es eso?

- No, eso no, claro está...

- Pues me quitas un peso de encima... La pobre Rinta...

- No, Rinta no, seguro, prefiero a su hermanita pequeña. A mi me gustan las niñas, pero enteras.

- ¿Eres consciente de las barbaridades que dices? ¿se trata de decir la salvajada mayor, como si fuera un concurso?

- Pero si Rinta no existe, ni su hermana menor, son solamente personajes ficticios...

- ¡Pero existe el pensamiento, existe la intención!

- ¡Que no!... que en este pueblo ni siquiera tenemos parque...

- ¿No tenéis parque aquí?

- No...

- ¡Ah, bueno!... Pues muy buenas tardes. Vámonos, hija, que aquí no hay parque.