Precoz

Cuento independiente. Narración oral.

 

Todo lo aprendió con gran precocidad, la vida se empeñó en enseñarle sus lecciones antes de tiempo.

Ante de los cincuenta años supo que los viejos están muertos para todos, que su muerte es una sabiduría oculta, pero insidiosa. Que son de fétida desgana transparente, que la sociedad ha certificado su inexistencia y su inhumanidad.

Antes de los cuarenta comprendió que el amor es una mariposa de cristal, ciega en la noche del tiempo, asolada por embates de viento silencioso, desorientada en la marea infinita de terremotos y océanos de luz.

Antes de los treinta aprendió que los hijos no existen, aunque se les ame para la eternidad y se baje al infierno en busca de las raíces de su amor inseguro.

Antes de los veinte descubrió la amistad. Era un gusano plagado de gusanos, irisado de reflejos azules, absorto en remolinos que el tiempo no consigue encender y la sombra no consigue apagar.

Antes de los diez le amaba su madre, huérfano como fue de todo afecto para siempre.

A los cinco años ya sabía que este mundo lo heredan solamente algunos, mientras los demás contemplamos el festín tras los cristales, con el frío desgarrador preñando el corazón de agujas de hielo.

Murió a los cuatro años, de hambre, en brazos de una mujer que ya estaba muerta.

 

 

Arturo

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Se enamoró tan perdidamente que la cosa por fuerza tenía que ser artificial y fingida, nadie se enamora de ese modo, los guionistas ya saben que la gente ha dejado de creérselo. Pero se explica, porque tenía más de cincuenta años y nadie la había besado jamás, así que decidió que su amor iba a ser desmesurado, enorme.

A él tardó un tiempo en elegirlo (en realidad era aspecto menor y no tenía prisa) pero al fin se decidió por un compañero de trabajo, no de la propia oficina, sino de la sección de portes, joven, tal vez treinta años más joven que ella, no fue por nada especial, quizá porque era callado, prudente, servicial, o que se llamaba Arturo, nombre legendario de sus sueños de niña, o ni siquiera.

Y así se quedaron las cosas.

Tan poca relación personal había entre portes y administración, que llegó a olvidarse de su rostro vivo, pasaron años sin que volviese a verle, su amor por Arturo se había vuelto inmenso, crujidos sentía en los cimientos del mundo, era el peso de su amor, sólo ella lo sabía, los días y las noches tenían sentido cuando cambiaba el ramillete de flores silvestres ante el retrato de Arturo. Pero estando al borde de la jubilación, y antes de marcharse de la empresa para siempre, una última curiosidad la impulsó a buscarle, mejor sólo su ficha, ver su nuevo aspecto tantos años mayor, saber con quién se había casado, si tenía hijos y cuántos ... ¿acaso habría tal vez abandonado la empresa?...

La ficha era la misma de trece años antes, buscó por entre esquinas al ser real; el hombre ya era un hombre, empezaba por la frente a escasear  su pelo, seguía tan prudente, callado y servicial, los informes decían que aún estaba soltero. Una caliente osadía la obligó a hurgar con la llave maestra en la taquilla ajena: allí estaba su foto, la foto de ella misma, en una especie de altar a cuya ofrenda y ternura estaba dedicado, fresco, recién cogido, un aromático ramo de raspillas azules y caléndulas.

 

 

No estaba

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Desesperábamos de nuestra suerte, blasfemábamos de lo sagrado, nos dábamos por muertos en medio de la espantosa nada de un bosque sin vida, cuando apareció de repente el extraño, rico de vestiduras luminosas, ahíto -se veía- de copiosas viandas, repleta la bolsa -no se veía, pero qué- de doblones de aurum, quizá collares sortijas dijes hebillas fíbulas pendientes prendefileres peinagüevos lo que fuere de rubís y esmerás y zafirs y quién sabe qué; lo sagrado se asustó de nuestros ‘ruegos’... Y allí estaba en medio del camino y los ecos en el bosque de nuestras tripas vacías asustaban al miedo, nos sonreía el tipo, qué buen caballero, a la voz de ¡yasnuestro! sin saludar ni nada qué habrá pensado de nuestros modales le saltamos al cuello pero no estaba.

No estaba.

Estaba pero no estaba, apretamos mi compinche y yo cada cual el cuello del otro, yo el de mi compinche, mi compinche el mío, joder, el caballero sonreía desde cerca. Nos soltamos.

Volvimos a saltarle y a saltarle volvimos, cuello más esquivo, joder, nunca estaba. Torceduras y moratones teníamos bajo la roña mi compinche y yo, pero el extraño siempre ileso nos miraba sonriente y ¿un sí es no es tierno, joder, el inatrapable cabrito?

Nos explicó pausado en un idioma sin letras, de ojo a ojo directo, hablaba raro, como con acento del sur, que era de otro mundo (no región, dijo mundo) que era cosa del tiempo, que nos esperaba allí mismo doce mil años más tarde si queríamos, que sí, que queríamos, romperle el cuello y robarle la bolsa. Y se fue.

Así estamos, jugándonos a tabas mi compinche y yo la pingüe ganancia  y esperando al tipo, doce mil años pasan en un sueño, y más si estás, que sí, que estamos, muertos en el bosque.

 

 

Cada cosa una vez

Del libro Historia de los dioses.

 

A veces no he resistido la tentación de ser solemne (cuando era un dios joven, vanidoso y altivo), pero desde hace mucho ya no hago cosmos grandilocuentes. Me aburren.

Incluso ahora estoy pasando una época de verdadera continencia, con munditos rapidísimos y breves, de no más de diez evos: estallido, soles, planetas, bacterias, peces, mamíferos, primates, hombres, superhombres, estallido. Aquellas inmensidades de mi juventud, que duraban cientos y hasta miles de evos, con varias especies humanas sucesivas, que salían al menos a seis redenciones y ocupaban tanto espacio que acababa perdiéndome, todo eso ¿para qué?... ¿Qué se consigue con el mero tamaño?... ¿Se pueden hacer delicadas y sutiles maravillas como las filigranas y finuras de mi último diseño?

Una frase lapidaria, definitiva, contundente, es mucho más y algo distinto que un novelón de mil páginas que morosamente repite cada aburrido detalle.

Recordad:

 “Creé un mundo sin hombres, nacieron por sí mismos, me quitaron de dios, ahora busco errante algún templo vacío”.

¿Qué más palabras necesita?.

Así mis mundos ahora, cada cosa sucede solamente una vez, cada yerba, cada pájaro, cada hombre.

 

 

Dos amigos

Cuento independiente. Narración oral.

 

Siempre hemos sido amigos, muy amigos, Segundo y yo, desde siempre, antes de la escuela, antes del recuerdo. Y la amistad ha discurrido desde el principio por los mismos cauces. Si yo hacía novillos, era a Segundo a quien castigaban, lo mismo que en cualquier otra fechoría, siempre responsabilidad mía, pero siempre Segundo pagando por ella. Y es quizá natural, pues yo siempre he tenido cierta facilidad de palabra, mientras que el pobre Segundo, balbuceante y tímido, nunca supo bien argumentar su defensa.

Segundo estudiaba, yo no, pero copiaba del examen de Segundo y el resultado era tal que Segundo suspendía y yo siempre aprobaba.

Cuando Segundo se enamoró de una mujer, la idolatró y agasajó con su generosidad y proverbial entusiasmo, mientras yo, escéptico y distante, maltrataba a la muchacha con helado desdén. Pero, claro está, la chica se enamoró de mí y dedicó a Segundo una despegada frialdad. Nada importaban los encendidos poemas de Segundo, nada mis altivos desdenes. ¿Y qué iba a hacer la pobre muchacha, entre mi fácil palabra florida y los torpes balbuceos de Segundo?

Segundo preparó unas oposiciones, que suspendió y yo saqué sin haber estudiado, lo cual no impidió que Segundo tuviera que matarse a trabajar para mí, que gasto más de lo que gano...

***

Hablando de matarse. Resulta que un buen día (¡vaya forma de hablar!) se me vino encima uno de esos cánceres fulminantes con que la muerte te obsequia cuando menos lo esperas... En fin, recordad que siempre he tenido facilidad de palabra... No quiero cansaros con los detalles, pero lo cierto es que me senté con la muerte frente a frente y tuve una seria conversación con ella. Resumiendo: me curé, nadie sabe cómo. El que murió fue Segundo, ahora vengo de su entierro...

Bien, admito toda clase de propuestas. Ya lo sabéis, está vacante el puesto de Segundo.

 

 

El viaje

Del Libro de Horas.

 

Me sacó de la cama con tanta premura que durante mucho rato no supe dónde estaba, medio dormido aún (dormido entero), y creo que entre sombras le confundí con mi madre, muerta tiempo atrás ella sí me sacaba envuelto en una manta no sabía que recordaba quizá no pasó tanto tiempo pero era mi padre mi madre está muerta también en una manta demandando silencio todo muy deprisa tal vez nos perseguían.

Previsor como siempre, mi hato estaba hecho, supongo que mejor de lo que habría podido hacerlo yo mismo (cuando un padre es madre, es madre muy solícita, cuidadosa, atenta, suave y amorosa como si fuese un padre). Me vestí mientras él celaba atento la ventana, recortado en las sombras su perfil de acero y cristal, serena la mirada dominando peligros, todo susurrando prisas, abroché mal el tercer botón de mi camisa, segundo ojal, algo se rasgó en la noche, eran carámbanos sueltos de mi miedo.

Subimos a los caballos (ya estaban atelados, nerviosos por la hora, por la sombra, por la contagiosa premura de los jinetes silenciosos) en medio de la urgencia, salimos al camino sin dejarnos notar, ganamos la colina, el valle, guiaban las estrellas el paso de las bestias, como si los guijarros fuesen imanes que atrajeran las chispeantes herraduras. En la hondonada metió mi padre al zaino por lo profundo del río, agua al pecho, entraron los dos caballos sin miedo, sabían que teníamos que disimular las huellas, vado conocido aunque profundo, ¡tantas veces he buscado anguilas en él! La luna estaba de nuestra parte y no nos alumbraba.

Nunca miraba atrás mi padre, siempre adelante, yo sí miraba, pero el paisaje estaba solitario, nadie más había que nosotros dos en el mundo, al menos en el cerrado horizonte que alcanzaba mi vista, aunque sí miraba (su mano, no él, no sus ojos) el puño de la espada, sujeta al arzón por la correa de la vaina de vieja piel becerra. Al salir del río aceleró a fondo y dejamos atrás el valle tan deprisa que la carretera se desdibujaba ante mi sueño, los faros deslucían las manchas de lluvia en las cunetas. La pálida luz de los pilotos del panel alumbraba el perfil de mi padre, acero y cristal seguía siendo, aproveché para abrocharme la camisa, que el enemigo me pille bien vestido, casi me caigo del overo.

Quise hablarle, no le hablé, preferí seguir con un miedo difuso, sin saberle el nombre, me parecía tener así mejor defensa, yo sí miraba, ningún otro faro nos seguía, nuestra huida se había llevado a cabo de forma tan rauda y eficiente, que quizá los enemigos nos habían perdido el rastro. Bajamos el ritmo de la marcha para dejar un respiro a los caballos, no pude ver el reloj, no había luna, el palo del hato empezaba a marcarme la espalda, lo eché con descuido sobre el asiento trasero. Una curva traidora obligó a mi padre a pisar el freno, sujetando con mano fuerte las riendas del zaino. Yo miré por las ventanillas dejándome arrullar por el traqueteo de la vía, silbó entonces la máquina, nunca he sabido para qué silban los trenes.

Al clarear la mañana, cansado más de la tensión que de la falta de sueño, me dejé dormir sobre la silla, sabiendo que mi prudente overo había de evitar por sí mismo los malos pasos, mientras mi padre seguía aferrado al volante, incansable, sosegado, de cristal. Supo que dormía, yo supe que lo supo, me dejó dormir un sueño inquieto. Noté su mano, que no se apartó de la rueda, acariciando mi pelo, sentí a través de los párpados cerrados el verde zigzagueo de los números del altímetro, nada turbaba la calma a esa altura, caballos feroces nos seguían el rastro, pero no era verdad, cosas de mi sueño, ningún enemigo había subido a bordo, oí de lejos la confusa voz del serviola.

Pasamos toda la noche sobre los caballos, aunque no avanzamos demasiado porque no habíamos querido cansarlos. Justo al clarear la aurora sobre el horizonte sentí que el inmóvil perfil de mi padre variaba su gesto disponiéndose a aterrizar, y nos quedamos en un recodo del arroyuelo cercano a la misma estación en que nos habíamos apeado del tren (nadie más abandonó el barco, estábamos a salvo).

Ese mismo día regresamos, lentos, seguros, cansados.

Si tuviera que resumir ese viaje lo haría con la imagen del perfil de mi padre, una línea de luz y de acero que bordeaba los límites de su rostro, tranquilo, grabado en eterno cristal, atento a la rienda, al timón, al volante, a mi seguridad, a mi vida. Nunca llegué a tener miedo, mi padre estaba conmigo.

Mis ojos ya tan viejos han perdido hace tiempo la luz. Mi corazón está marchito, no podrá tardar en detenerse. Mis recuerdos son vagos, nebulosos, mi propio nombre ignoro con relativa frecuencia. Pero sigue fresca en mi alma la imagen de aquella noche en que viajé con mi padre a los confines del tiempo, defendido por su amor, huyendo de algo que ahora me alcanza por fin.

 

 

Ferocidad por trino

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Un halcón y un jilguero, hartos de sus destinos respectivos, cambiaron las vidas una por la otra, ferocidad por trino, rapidez por inercia, jaula por libertad.

Le fue muy bien al halcón, a resguardo para siempre de su salvaje instinto y del olor de la sangre, pero fue todo desgracia y tristeza para el pobre jilguero, obligado a inundar con sus trinos los aires infinitos y la esquiva libertad.

La jaula  en que vivió el halcón hasta el fin de sus días le hizo tan feliz que más allá de la muerte soñaba con un cielo de barrotes y una luz irisada de puertas cerradas y de esquinas ciegas.

El jilguero, en cambio, hubo de fatigar los espacios durante toda la eternidad, la muerte jamás tuvo ganas de buscarle tan lejos, no logra el pajarillo limpiar de su pico la sangre que ahora se ve obligado a derramar.

Ha resultado el halcón el más suave y manso de los jilgueros, y el jilguero se ha convertido en el más sanguinario y feroz de los halcones.

Bien, pues sorpréndeme ahora con un final imprevisto para el cuento. Ya sabes que no puedo, que tú conoces el final mejor que yo mismo, o por lo menos igual que yo mismo, pues si antes fuiste halcón, yo antes fui jilguero.

 

 

Sed

Del libro Historia de los dioses.

 

Es cosa extraña la amistad, aunque hermosa tal vez. Quién podría explicar la amistad entre aquellos dos seres tan dispares, un dios y un hombre, quién podría haber supuesto semejante cosa de antemano... Nadie, nadie habría podido, pero su amistad era verdadera, quizá haya sido la única cosa verdadera que haya existido, si es que todas estas palabras tienen algún sentido.

Su final, que en cierta forma fue su principio... no me sé explicar... tiene tintes épicos y un aura de hermosa dimensión íntima que a muchos nos regocija y calienta las áridas regiones oscuras que mantiene todo corazón.

Juntos se fueron, ¡qué aventura para un hombre, qué ocurrencia para un dios! a buscar oro. ¡Oro! ¿Acaso de verdad era oro lo que buscaban?... ¿No sería más bien la ocasión de caminar juntos los vastos desiertos y las solitarias parameras de los diferentes universos, hablando en silenciosa armonía de sus sentimientos hondos, dejando que la amistad discurriese libre como el riachuelo que se demora holgazán entre peñas pulidas?... Muchos creemos esto último, ni siquiera llevaban a lomos de sus viejas mulas los cedazos de lavar arenas, la química de analizar el mineral, no habrían sabido qué hacer de haber hallado lo que decían buscar; el oro y la felicidad se buscan sin ánimo de encontrarlos, no se espera del destino la torpe faena de que nos ponga delante prodigios que no sabríamos cómo aceptar.

Pero mi historia los busca y los encuentra cuando, agotados por largos días, meses, de marcha a través de un desierto inusitadamente ilimitado, infinito tal vez, se ven reducidos a dos secos y torturados despojos. El agua les falta desde tanto tiempo atrás que sus labios, su lengua, su piel, todo su organismo, rechina como lija en los gestos más simples, gotas de líquido inexistente y fantástico pueblan los delirios con que se comunican, pasados aquellos momentos en que sus ardientes laringes pudieron articular palabras. Tal vez se trata de un universo de sol y de arena, donde nada más habita ni existe, tal vez la propia arena es ya ese oro en cuya excusa han salido y les rodea y acoge y envuelve y sepulta...

Con un último resto de energía uno de los dos, quién sabe cuál, qué más da el mínimo detalle, saca de su hatillo o del fardo mulero una horquilla de madera blanca con la que se dispone a crear y creer el milagro zahorí de hallar hacer agua en ese mundo inaquo. La tensión de las manos, la vibración del fresno, cavar febrilmente separando arenas hasta ver aparecer una humedad bienhechora, un rezumar milagroso, un hilo de misericordia, un río de abundancia, un torrente de lujuriosa y oceánica aquidad.

¿Y beber, ansioso beber, frenético beber, empapar las abrasadas células, inundar de húmedo bienestar quemados labios, hirvientes lenguas, leñosos gaznates?...

Pero comprende el hombre, cuando a punto está de satisfacer la mayor necesidad de su historia y proporcionarse el mayor placer de su memoria, que el dios compañero, sediento como él, no puede beber. Los dioses no pueden, no tienen cuerpo, no pueden beber, sienten la sed en un alma especial diseñada para ello, pero nada ha sido dispuesto para que la apaguen bebiendo, por qué habrían los dioses de buscar la muerte si no fuese por cosas así.

Como no pueden beber los dos, el hombre decide que no bebe ninguno, y allí permanecen silenciosos, junto al torrente de agua fresca y salvadora, sedientos para siempre, para siempre amigos, en medio de un desierto de arenas de oro que inunda sus corazones y deslumbra sus ojos, y mientras el hombre muere quemado desde dentro por una sed más furiosa que el oleaje del tiempo, a sus labios solamente llegan las lágrimas de su amigo el dios, derramadas de amor y de amistad desde ojos que no existen. Ojalá esas lágrimas no hayan sido saladas.

 

 

Año nuevo y viejo

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Me eligieron alcalde en una aldea montañesa, más bien grande y rica, comerciantes en pieles, artesanos, gente de la uva y del vino, posaderos, en fin: con buen pasar y sólido común sentido. Tan sólido que nadie quería hacer de edil y se lo endosaron al primer forastero con pinta ansiosa (algo debieron de verme, digo yo) que pasó por allí.

Pagaban puntuales los diezmos y alcabalas, tenían la ciudad limpia y ordenada, no armaban jaleos, no se emborrachaban, con el sol empezaban y con él se ponían... daba gusto ser alcalde de un sitio tan tranquilo. Les propuse un sistema más limpio de alcantarillado, diáfanas farolas de aceite refinado, un sistema de padrón más eficiente, y ciertas mejoras en los servicios generales. A todo dijeron que sí, con todo estuvieron conformes.

Algo me chocaba que no tuviesen fiestas, siempre ‘Por año nuevo y viejo, entonces ya veremos’ a mis preguntas decían. Trabajaban como hormigas, laboriosos, precisos, obedientes, tranquilos, daba gusto ser alcalde de una aldea tan sumisa.

Y me hubiese quedado en el lugar ‘para siempre’ (entiéndase la cita, los parasiempres de siempre) de no haber tenido ellos la curiosa costumbre de celebrar año viejo destripando al alcalde, por pies salí de aquélla, así estaban de ‘propias’ las efigies que vi de ediles anteriores en tamaño natural en el salón de sesiones. Un año fui, 364 días, alcalde de una villa, guardo el bastón de mando, siento haberles descabalado la colección de estatuas.

 

 

Amar como te aman

Cuento independiente. Narración oral.

 

Yo siemprenunca he podido amar como me aman, y eso que lo he estado intentando en todas al menos cien de mis últimas vidas.

En este sentido he tenido buenamala suerte porque siempre me han amado de un modo inimitable, que yo nunca podía igualar por más que me esforzaba. Cosas enormes: daban la vida por mí, me dejaban quedar siempre encima en las disputas, permitían que yo me comiese la parte mejor del pez o de la vida, me miraban con más ternura que ojos, me acariciaban con más ansia de darme placer que de recibirlo. Heroico, un comportamiento heroico y sublime que nunca he podido imitar.

Por eso en esta vida de ahora me he pedido un destino diferente, que no me amen nada ni me admiren, que me odienolvidendesprecien si se puede todo en uno. Que no den la vida por mí, ni siquiera un ochavo; que no me dejen la mejor parte del pez, ni siquiera una parte; que no me dejen la mejor parte de la vida, ni siquiera una vida.

Y es que quiero, al menos una vez, amar como me amen, que nunca antes había podido. Pero ahora sí, ahora me parece que voy a poder, estoy en ello.

Esta vez he nacido en un rincón con una llanura polvorienta que todo lo decide y lo gobierna (ella es reina y ama y señora de este mundo), donde se vive si se come y no hay nada que comer, y se vive si se dispone de un misterio que todos repiten y nadie ha visto, y que se llama agua. Me parece que esta vez sí que voy a poder amar como me aman (esta vez lo tengo fác...

¡Maldita sea! ¿Quién le manda a esta mujer que me sostiene darme los dos granos de trigo que ha conseguido para ella arañando la tierra?

¡Qué madre ni qué..., caramba! ¡No hay derecho, es un sucio truco!

Otra vez lo mismo, nunca consigo amar como me aman.

 

 

Un cuento a la medida

Del libro Diario del hombre sin días.

 

¿Hace otro cuentito?

“El niño moribundo a su padre: ‘vente conmigo’.”

[Si no te gusta tan corto, pues alargas la agonía del niño y ya está].

 

 

Y qué

Del libro Historia de los dioses.

 

El dios ciego recorría despacio las vastísimas inmensidades de los olimpos ayudado por un lazarillo diminuto e infantil que no le descuidaba ni un instante y gracias al cual jamás tropezaban sus pies vacilantes en los muchos escalones que alteran la nunca rasa superficie de los cielos.

Es posible que sus ojos negros no llegasen a contemplar, al menos en los últimos evos de evos cuando ya eran inservibles por marchitos, las maravillas más o menos esplendentes de que gozar pueden los dioses videntes. Y también es posible que su paso, torpe aunque auxiliado sin fallos por el humilde y mínimo lazarillo, tardase eternidades sin cuento en recorrer todos los rincones, pero y qué, si las yemas de sus dedos eran capaces de apreciar cada estructura del cosmos, cada torbellino del caos, cada detalle de las cosas que son y de las cosas que no son. Y qué, si la mano silenciosa, tierna, suave, solícita de su pequeño amigo y servidor nunca se separaba de la suya y era luz entre la sombra, ternura y delicadeza en medio de la vastedad de las proporciones universales. Y qué.

Alegre a pesar de su ceguera, admirado por poder rozar con su mano incontables maravillas, íntimamente feliz al sentir entre sus manos el calor de la mano pequeña que le guiaba, nunca supo el ciego dios que su lazarillo ya no estaba, que ese calor tenue y delicado solamente de sus propias manos procedía, cómo iba saber el dios ciego, con sus ojos ciegos, que el lázaro solícito y amigo que tanto le había conducido por entre las volutas de la inmensidad, era un ser humano sujeto a la muerte y ya con ella...

No se lo decimos. Cuando con cualquiera de nosotros se cruza, le saludamos a él y fingimos saludar al niño; para qué desengañarle y dejar su viejo corazón huérfano de las pocas luces que le quedan. Y además, cuando se aleja con su paso lento sujetando entre sus manos una sombra que hace mucho que ya no existe, la sombra parece guiarle y asegurar sus pasos, y quizá le sigue amando más allá de la muerte, qué sabemos los dioses de la muerte y del amor...

 

 

Escalada

Cuento independiente. Escrito para esta antología.

 

Me habían estado esperando tanto tiempo que al final se cansaron de esperar y se marcharon. Y no se trata de que yo sea desconsiderado, todo el mundo sabe que la puntualidad es una de mis obsesiones, pero se me fueron dando mal todas las cosas desde que me desperté ese día. Como sonó el despertador, fuerte y claro, a la hora debida, no pude oírlo, y luego estaba el agua tan en su punto de temperatura que no me pude duchar. Cuando bajé corriendo al subterráneo, todo los trenes iban y ninguno venía, y el único vehículo de alquiler, precisamente ese día que yo llevaba suelto, era gratuito.

Por supuesto, cuando llegué a la plaza donde habíamos quedado en reunirnos ya no estaban, ni siquiera era la plaza, aunque sí era la hora (lo único que ese día resultó bien). Tuve que salir tras ellos por los caminos, pero cuando llegaba a cualquier caserío, recodo, aldea, a quienquiera que preguntase me daba la misma respuesta: han pasado por aquí, pero le llevan mucha delantera.

Me interné en los bosques seguro de la ruta que tendrían que debieron coger. Habían dejado, para que no me perdiese, marcas en tantos árboles que todo el bosque estaba marcado, a duras penas seguí la senda de los únicos troncos que no tenían señales. Parado finalmente ante la única montaña de todo el territorio, no pude decidir cuál de todas las montañas era la que habíamos proyectado escalar.

Se hizo entre tanto el mediodía más medio; sediento y hambriento, cansado además por el peso de mi mochila llena de alimentos, enorme cantimplora, fiambrera y termo, me dejé caer a la sombra de un pino inexistente en medio del pinar, estaba dormido cuando los vi bajar con sus arreos de escalada, no me reconocieron ni yo tampoco a ellos, ha sido un día tonto, no quiero volver a salir de excursión.

(Por cierto, y ya que me condenaban a estar prisionero el resto de mi vida ¿por qué tuvieron que añadir que hasta mis fantasías fueran imposibles?)

 

 

Requiebros

Del libro Diario del hombre sin días.

 

“¡Olé tu pelo dorado donde el sol aprende crepúsculos¡”

“¡Si cierras tus ojos, niñacielo, a ver de qué luz se van a colgar las estrellas!”

***

“¡Ese culo se mece, y hasta la nata se pone tiesa!”

“¡Hembra brava: hueles que mato a todos los demás!”

***

Las dos parejas de requiebros se proponen prole diferente. Con la primera es de esperar un notario de clase media que haga poemas de incógnito. Con la segunda se pretende, por el contrario, un desahogo de zumos espesos que deje como residuo algún peludo gañán de cejas hirsutas.

Con todo, ambas clases nacen del mismo origen, nada que una castración a tiempo no pueda arreglar.

Por su parte, la hembra que recibe tales piropos puede reaccionar de muchos modos. Sospecha de aquélla a quien le gusten los primeros y repudie los segundos: no quiere que la amen por su cuerpo, sino por una cosa que ella llama espíritu y que solamente es fruto de una educación que ha mutilado -interpolando- los diccionarios.

Pero en fin, si en tu sociedad o en tu tiempo no están permitidos según qué requiebros, entonces, para no meter la pata, lo mejor sería una fórmula intermedia. Por ejemplo:

“¡Olé tu culo dorado, donde el sol se pone tieso!”

“¡Si cierras tus ojos, dejaremos de olerte!”

 

 

La ladera de la colina

Cuento independiente. Narración oral.

 

Acababa yo de salir de una larga y dolorosa enfermedad.  El dolor es un aislante tenebroso, y es capaz de simplificar hasta el más complejo planteamiento.

Cuando cesa, ese estado pasivo de no dolor se vuelve la felicidad, y en su seno descansas como en un puerto seguro.

Había cogido el coche y conducía entre árboles por una carretera recta y solitaria, dejándome llevar por el camino y por la paz de la tranquila naturaleza.

Le vi, andando despacio, al lado de mi coche, casi como una aparición. No hizo gestos concretos para solicitar ayuda, pero le recogí y subió. Hablamos lentamente.

--Vivo allí, en un cementerio que está en la ladera de aquella colina. Al caer la tarde suelo bajar y acercarme al pueblo.

***

--Ella vive en una casita en las afueras. Me acerco y la contemplo tras las ventanas. Es una gran sensación de paz y de alegría. Luego me vuelvo a mi colina, con las primeras estrellas.

***

--Nunca ha habido, nunca habrá, mujer como ella...

***

Y me habló de la mujer de tal manera que mi curiosidad y mi interés se encendieron vivamente. Comprendí que mi acompañante me invitaba a visitarla, a ir con él en su peculiar excursión vespertina...

Y así empezó mi historia. Tenía razón en todo, la mujer era diferente, inimitable, suprema. Nunca ha habido, nunca podrá haber, otra que se le parezca.

Por eso todos los días, al caer la tarde, abandono mi tumba de la ladera y me bajo hasta el pueblo, despacito, para verla. ¿No quiere usted acompañarme esta vez?

 

 

El Cagón

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

El Consejo de Mundos (Sec. Antropología) me había encargado salvar ciertas huellas culturales del viejo planeta, todo a mi criterio y con abundancia de medios y de tiempo. En esa tarea le conocí.

El ‘Cagón’ me dio más trabajo del que yo pensaba, mil años estuve cuidando de su obra y además para nada, no por culpa mía.

De pura casualidad me enteré de su existencia, el comentario oído a partir de un comentario que citaba un comentario de otro comentario... en fin que parecía un escritor enorme, muy desconocido pero de calidad inmensa, textos definitivos, densidad argumental, belleza literaria, algo sublime que la humanidad ignorante se estaba perdiendo. Bien, lo investigué y quizá fuese cierto (lo de la calidad, digo; que la humanidad se lo estaba perdiendo era más que quizá, era  seguro: resultó ser el sujeto menos capaz de defender su obra). Puse mi empeño en el empeño tratando de hacer de publicista ‘a contratiempo’ de la obra literaria del susodicho ‘Cagón’.

Mil años, en efecto, estuve soportando yo solo el trabajo, colocando en las viejas bibliotecas ejemplares de sus escritos, interpolando subrepticiamente sus citas en las antologías, sus títulos en las bibliografías, ‘retroescribiendo’ críticas elogiosas en las obras completas de críticos ya muertos, incluyendo en atrasados ejemplares de periódicos viejos reseñas de ediciones o de estrenos inexistentes (era medio dramaturgo), llegué a inventar compañías enteras que habían cosechado inmensos éxitos con sus dramas... en fin, ‘suscité’ en algunos estudiosos el interés de hacer sobre sus escritos tesis doctorales.

Pues bueno, ahí está ahora, tan desconocido como hace mil años, entre los tres (él, su obra y yo) hemos conseguido un total de (los he contado) 32 lectores, la mitad no lo entienden.

El ‘Cagón’ ha sido uno de mis fracasos, aunque no es por despecho por lo que le llamo así, así le llamaban sus compañeros de asilo. Murió no muy viejo pero lleno de achaques, en completa soledad (que buscaba afanoso) en un pobre asilo de ciudad provinciana. Seguía escribiendo sus cosas tan raras, pero la magra pensión, que se quedaba entera la administración del asilo, no le permitía comprarse folios, y por ello y estar solo se encerraba horas y horas en el sucio retrete, haciendo un uso exagerado y misterioso del papel higiénico.

 

 

El pozo

Del Libro de Horas.

 

Mi nombre es Liuvak y soy sacerdote del pozo.

Acabo de terminar mi primera ronda Circ, sus casi tres kilómetros de boca que son la primera dimensión del pozo. Me dispongo ahora, con otra rapidez y otro talante (Espir no es ritual tan sagrado ni esencial como Circ), a ir bajando el camino espiral que lentamente desciende hasta Jal-I, adonde llegaré, si la liturgia del día no se sobresalta con acontecimientos indeseados, mañana al iniciarse la jornada, pues son más de veinte kilómetros de camino sagrado y emplearé en ellos toda la noche. Y ya mis pobres huesos no son lo que eran.

En Jal-I presidiré los sacrificios, dirigiré las oraciones colectivas y administraré los diferentes sacramentos. Y luego ya, con calma y en varios días, iré subiendo lentamente hasta mi casa, haciendo noche en los sagrados lugares.

Como sabéis, Jal-I no es el final de Espir, naturalmente, sino tan sólo el final del trozo que cavaron los dioses. Luego sigue hasta Jal-II, casi 140 kilómetros y más de 500 metros de Mist, cavados después por los titanes, y más tarde hasta Mist 1.000 y 2.000, donde Jal-III se hunde en las sombras. La dimensión principal, Misterio, nunca ha sido recorrida más allá de Mist 2.000 por sacerdotes del pozo, pero es de sobra conocido que aún sigue en Mist 10.000 el trabajo infinito de cavar, asignado ahora a los gigantes. Yo nunca he pasado de Jal-II; en mis tiempos los disturbios inferiores que citan los escritos antiguos no se han producido, y no ha sido requerida la presencia sacerdotal más allá de los 170 primeros kilómetros de Espir, donde tiene su lugar la vida humana, o, por lo menos, la civilización.

Sé, claro está, por los sagrados libros, que el pozo sigue siendo cavado, y que cuando los gigantes concluyan su trabajo en Mist 10.000 (y no puede ser cosa ya de mucho tiempo, aunque no espero verlo durante el curso de mi vida), seguirán los hombres hasta Mist 100.000, en que se terminará la historia humana y comenzará la empresa de otras criaturas que en su momento vendrán a sustituirnos. El pozo es infinito y todos los seres somos creados para su servicio.

Y sé que los humanos inferiores, los más cercanos a Mist 2.000 (se dice incluso que muchos viven más allá) oyen perfectamente los inmensos trabajos de excavación cuyos ecos gigantescos se elevan hasta su nivel. Es peregrinación sagrada llegar a esos lugares y dejar que tus oídos se impregnen de tan santos murmullos, pero pocos la realizan en nuestros días, yo mismo no conozco a nadie que la haya recorrido.

El ingenuo pueblo cree, y es superstición que los sacerdotes combatimos sin éxito, que el pozo tiene fin, que es posible llegar hasta la roca de su fondo, cristalina, lisa, brillante, una esmeralda cuajada en tan suave lisura que nadie puede notar en la palma de la mano la menor aspereza. Y hubo tiempos en que tribus enteras se perdieron para siempre yendo en busca de la verde luz del pozo. Hoy día, aunque sigue la torpe creencia, nadie se aventura a tales profundidades, en parte por la predicación y enseñanza de los sacerdotes, en parte porque ahora el pueblo tiene otras urgencias. Pero de cuando en cuando se organiza aún alguna insensata caravana hasta la esmeralda definitiva. Siempre me cruzo esmeraldinos cuando bajo a Jal-I, vestidos con el verde sayal, los febriles ojos avizorando con furia las tinieblas. Más que la ira santa que a otros sacerdotes arrebata en su presencia, a mí me inspiran lástima y veo en ellos precisamente la triste locura con que los dioses castigan a los que dudan de la infinitud de su obra.

Pero sería imposible hacer el catálogo de todas las heterodoxias que ha inspirado el pozo a lo largo de los milenios, desde los primitivos y quizá míticos superficiales, que se negaron a vivir en el pozo y prefirieron morir en el envenenado mundo exterior, hasta los misteritas, los jalonesios, los espirales y estos patéticos esmeraldinos de nuestros días.

Casi estoy llegando y no he consultado la lista de víctimas; es uno de mis principales cometidos como oficiante: equilibrar el censo, y debo ser riguroso, no podemos olvidar los abusos que en la antigüedad se produjeron por la relajación de las costumbres. Pero tengo siempre en la mente el número sagrado: 5+5+5+5+5: cinco ancianos, cinco niños, cinco niñas, cinco mujeres parideras, cinco adultos varones.

Qué inquietante sarcasmo el de ese mendigo... “¿Y cinco sacerdotes?”

 

 

Mi regimiento

Cuento independiente. Narración oral.

 

Ya sé lo mucho que os aburren mis viejas ‘batallas’, la manía reiterada de contar siempre lo mismo... Pero ¿qué voy a recordar si no es mi regimiento? Ha sido lo único de mi vida, mi regimiento ha sido mi vida. Si queréis hablar conmigo, tendréis que aguantar temas del regimiento: no sé hablar de otra cosa.

En mi regimiento todos eran gallardos y hermosos, aunque parezca una exageración. Sé que no es propio que lo diga, incluso que haya reparado en semejante trivialidad, pero todavía recuerdo lo gentiles y apuestos caballeros que eran. Sí, todos lo eran. Bueno, todos... menos uno. Siempre hay uno ¿verdad? no es cosa nueva.

¡Y qué estupendos jinetes! Bajando desafiantes y magníficos por aquellos taludes, seguros de sí mismos y de sus fantásticos caballos, sin que a ninguna bestia le resbalara un casco, sin que ninguna ecuestre figura descompusiese el perfil. Fama tenía mi regimiento de ser todos sus componentes jinetes maravillosos. Y lo eran todos, desde luego que sí. Bueno, todos... menos uno.

Galantes, enamoradizos... ¿acaso no éramos jóvenes? El coronel tenía dos hijas. A la mayor, casada lejos, no la conocí. Pero la pequeña ¡qué belleza! O al menos a nosotros nos lo parecía, la mujer más hermosa del mundo, nuestra novia común. Todos estábamos enamorados de ella, todos. Bueno, todos... menos uno.

Pero quizá el mejor recuerdo sea la camaradería, ya dijo el maestro que la camaradería es el alma de los ejércitos. Amistad, lealtad, confianza, todos para uno, cada uno para todos, seguros todos del sentimiento común. Bueno, todos... menos uno.

Y en cuanto a valientes, eso no necesito decirlo. Nunca ha habido regimiento como el mío. Cientos de veces quedó demostrado, no es necesario insistir, la historia cuenta nuestras hazañas y deja claro el valor de todos. Bueno, de todos... menos de uno.

Lástima de mi regimiento. Nadie sabe cómo fue aniquilado. Solamente se explicaría por traición, por cobardía y traición. Pero el traidor habría escapado, naturalmente, sabiendo la suerte inevitable que esperaba a todos los hombres. Y sin embargo, en aquella tarde fatal en que el regimiento entero fue aniquilado, no quedó nadie para contarlo, todos sus componentes murieron.

Bueno, todos... menos uno.

 

 

Los cuernos del algebrista

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Por accidente casual me convertí en discípulo de un algebrista loco que hacía exhibiciones en ferias y clubs científicos, sumando de memoria enormes cantidades, multiplicando otras, raíces cúbicas y señalamiento de primos enormísimos, y que tenía necesidad de un ayudante que a la vez fuese aprendiendo los trucos del negocio. Yo sumo dos y dos usando la máquina, pero para el caso valía como el más aventajado porque la máquina puede sumar incluso tres más cinco. Le dejé pasmado recitando la tabla de multiplicar en módulo siete que es mi única ‘gracia’ matemática y que uso con frecuencia en mis épocas de insomnio. Y me contrató para borrarle durante sus actos el pizarrón gigante de que se ayudaba, pasar entre el público repartiendo tarjetas con números raros, y, en fin, distraer la atención cuando alguna vez (alguna) fallaba su ingenio.

Tenía una barragana de quien era muy celoso y a la que había usado como ayudante hasta que notó que algunos se fijaban en ella “y no en la aritmética”, según su expresión favorita, y sobre la que me advirtió seriamente que contagiaba ladillas a todos menos a él, que estaba ‘exceptuado’ (?).

Era un raro revoltijo de necedades numerológicas y verdaderos saberes matemáticos, y a la vez que sostenía con firmeza que el siete era la esencia de la fertilidad de las hembras, soltó una parrafada (sabiendo lo que decía) sobre ciertos aspectos que a mí me parecieron una intuición pionera (varios siglos antes) de los transfinitos de Cantor.

Era tan fatuo y estaba tan pagado de sí mismo que no pude resistir darle una pequeña lección, engañarle con su hembra, vamos, pegar donde le dolía. Así que enseñé a la mujer en ratos libres las profundas implicaciones del teorema de Gödel y ciertas derivaciones (todo ello lo aprendí de memoria en un libro enorme, la mujer iba entendiendo aunque yo no entendiese) de las doctrinas de Euler. Otra cosa no, yo con las ladillas no juego.

 

 

El barco

Del Libro de Horas.

 

Daba la sensación de que el mundo, además de redondo, fuese irregular (por días, quiero decir, unos días más redondo que otros) y con luz de diferente trama (por estados de ánimo, con nostalgia la luz era más transparente, se veía más lejos que con rencor). Lo digo porque desde las ventanas altas de mi casa, incluso desde la mansarda, a veces no lograba ver ni siquiera el sobrejuanete del mayor, yendo todo el trapo largado, y a veces desde el jardín era capaz de ver no sólo las gavias, o las mayores, sino hasta detalles minúsculos: un día me di cuenta de que estaba rota la jimelga de la verga de gavia alta. Veces en que el petifoque era, flecha de plata perlada, lo único que se distinguía alejándose como hacia una diana de sombra en la noche, veces en que hasta la jarcia resplandecía bajo la luz como una red de filamentos de oro, trampa de araña que producía con la tensión y el viento armonías dulcísimas que llegaban hasta mí.

Aunque a veces me pregunto si yo soñaba ese barco, un día a la semana, entrando y saliendo de la bahía, mensajero de otros mundos y tierras. Por ejemplo, no podía ser el mismo, pues cada travesía alcanzaba al menos seis meses, pero era el mismo para mí, reconocía cada viernes sus señas de identidad, pequeñas marcas inconfundibles que a veces veía y a veces no veía, el cobre dorado de los zunchos, con marcas de la labor de los cabos que eran para mí como pudieran serlo las arrugas del rostro de un padre para que lo reconocieran sus hijos. O, también otro ejemplo, no podía navegar con todo el trapo al viento entrando ya en el puerto, pero era así como yo lo veía, blanco radiante de nieve bajo el sol, cuando mis ojos lo cazaban tantas y tantas veces... Un sueño, sólo un sueño, pero ¿qué clase de sueño? ¿Soñaba el barco mismo donde no había ninguno, quizá soñaba mares viviendo tierra adentro, o soñaba tan sólo detalles imposibles en barcos verdaderos que entraban y salían? ¿Ponía yo las velas, los palos, las entenas, irisados de luna y de oros y platas, o ponía todo el barco, todo el mar, todo el cielo? ¿Vivía en la bahía o vivía en el desierto?

Lo que sí sé que soñaba era su cargamento, el alma interior de sus travesías, en ocasiones algodón y especias y minerales de brillos polícromos, otras veces esclavos de negro sudor y mirada sombría, quizá ricos indianos llenos de oro, hermosas damas a punto de visitar las colonias... y siempre broncas y aguerridas tripulaciones de rostros barbados, patibularios, feroces, aquejados sus ojos de nostalgias distantes, balanceado su andar de tempestades y vientos. Nunca me acerqué hasta la orilla, nunca me acerqué hasta el puerto.

Allí hubiese podido resolver mis problemas, ver el barco de cerca y subir a su bordo, contemplar la descarga y la carga, quizá ¿por qué no? colaborar en ella, ver con mis ojos a sus tripulantes, acercar una brasa encendida al tabaco del contramaestre, quizá, quién lo sabe, incluso del... pero nunca, nunca me acerqué hasta el puerto. Mi barco era un barco de lejana silueta, hecho a una mar sin puertos ni orillas, libre de amarres, aéreo de velas translúcidas, saetas sus flechastes hacia un cielo de zafiro, apuntando su bauprés al horizonte redondo, cortando con su quilla una piel de cristal.

¿Pero cómo bajar y romper el hechizo? Dice mi madre que siempre he sido igual, semana tras semana vigilando el barco, sin querer nunca conocerlo de cerca, pero me parece que en eso somos parecidos, porque tampoco ella se acerca a los muelles, aunque vivamos al lado. Si fuese valiente y le dijese a mi padre que existo, que existimos, que estamos aquí... así podría yo bajar hasta el puerto, subir a su barco, recorrer los mares.

O yo, tal vez, podría atreverme... Pero nunca lo haré si él no lo hace, y él no puede hacerlo porque yo no lo haré. Un día seré capitán de un barco, tal vez del mismo barco, bajaré en cada puerto a preguntar por él. Si navegas de frente vuelves a tu origen.

 

 

Demasiadas especias

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

En una cacería del tigre fui invitado especial del Maharajá de Answalda. Bueno.

En una cacería del maharajá fui invitado especial del tigre de Answalda, y además esa vez cazamos macho y hembra.

Lo pasé bien en ambos casos, las carnes son distintas, más montaraz la de maharajá (la hembra incomible: la ponen muy especiada).

 

 

Todo extraño

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Se despertó en una cama que no era la suya,  al lado de una esposa que no era su esposa. Calcetines, zapatos, la ropa: todo extraño. No acertó con la puerta porque no era su puerta. El cuarto de baño estaba en otro sitio. El jabón tenía aromas que no eran los aromas, el cepillo de dientes era de otros dientes, se miró en el espejo y tampoco era él.

 

 

1.000.000

Del Libro de Horas.

 

Recuerdo todavía aquellas conversaciones de adolescentes, antes por supuesto de que hubiésemos ido a visitar al Anciano...

Porque los adultos jamás hablaban de tal cosa, o bien porque ya hubiesen ido o bien porque no pensasen ir, tomada ya de todas formas la decisión en uno o en otro sentido. Esa decisión era precisamente la raya divisoria entre la infancia y la madurez, fuere lo que fuere lo que acabases haciendo, te marcaba para siempre. Qué palabra.

Porque al Anciano se iba para que te dijese tu fecha.

Pero entonces nosotros, entre miedos y risas, truculentas bravuconerías y nerviosos carraspeos, hablábamos del Anciano todo el tiempo. Ahí donde vivís, las conversaciones de adolescentes son picantes y atrevidas obscenidades sobres mujeres ¿no?... aquí en mi ciudad solamente se habla de la visita al Anciano. Porque al Anciano se iba para que te dijese tu fecha.

Y nos preguntábamos qué aspecto podría tener un hombre de un millón de años. No es ser viejo, ni siquiera muy muy viejo. Es otra cosa, un millón de años es otra cosa. Claro, nadie nunca ha podido describirlo (o no han querido, cómo van a querer). ¿Qué rostro tiene un hombre que ha vivido un millón de años, cómo miran sus ojos? ¿Qué te dice y cómo? Sí, tu fecha, pero ¿habla en alta voz, lo susurra al oído, lo implanta en el alma?...

Cada cual en su vericueto más hondo había ya tomado la decisión, quizá en mi ciudad nadie era nunca niño y todos nacíamos sabiendo que iríamos o que no iríamos a oír nuestra fecha, pero mientras no fuese público y pudieras cambiarla... Y así entre aprensiones y risitas se nos fue acercando el día. Nunca lo olvidaré, cómo podría.

Cuando finalmente llega el momento que cada instante anterior has estado esperando y desesperando, cuando estás por fin ante él, entonces ya no tienes dudas. Nada ves ni percibes de su aspecto imposible, de su voz si la conserva, de su rostro si lo tiene, del muñón intemporal que es su corpóreo residuo, sólo ves sus ojos, mejor dicho, sus ojos te ven. Y admites sin duda ni fisura que esa mirada que te traspasa hasta atravesarte y trascenderte y regresar a las fuentes de tus fuentes sabe tu edad y tu destino, todo lo sabe de ti, todo lo que serás y fuiste y no serás y nunca fuiste.

Con tímpanos del alma que nunca había usado escuché: “Tercer día, segunda semana, cuarto mes”, y me mantuve no sé cómo en el redil de las cosas. Porque se detiene entonces para ti el tiempo que discurre, o comienza a discurrir el que estaba detenido, lo que fuere: las volutas de la duración se ralentizan hasta flotar, una nieve que es la escarcha de tus momentos te cubre y te oculta de tu propia vista... Y además en mi caso la fecha que me dijo señalaba el instante en que la estaba escuchando. ¿Era, pues, ése mismo el día de mi muerte? ¿Algún destino burlón había hecho coincidir mi final con la visita al Anciano, iba a desplomarme en su ausente presencia?

Muy luego y muy luego pero en el mismo momento, sin mediar aunque mediase eso que llamáis un espacio de tiempo, la voz seguía que no se había detenido: “Te estaba esperando, esta fecha es la mía, tú eres el que debe sustituirme”.

Pero hace ya de todo esto un millón de años...

Veamos, ¿quién de vosotros es el siguiente que quiere conocer su fecha?