Los cuatro capitanes del rey

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Tenía aquel rey tirano cuatro capitanes y ningún heredero, salvo su hija bellísima (me exige el tópico que el rey tenga una hija, que sea muy bella y que al final se case con uno de los cuatro, perdóneseme caer en el lugar común en gracia a la historia misma, que es al menos tan hermosa como la supuesta princesa).

Como estaba el reino sin príncipe, el rey dispuso que los capitanes marchasen a correr aventuras a lejanas tierras y al final se enfrentasen a muerte de forma que solamente hubiese un superviviente para heredar el tálamo de la joven y el trono del reino. Y así se hizo.

Skan1Ruk

Ésta es la historia de Skan1Ruk, el primero de los capitanes, que partió veloz en su caballo, espada al cinto, lleno el pecho de valor y de amor.

Paso por encima de infinitas aventuras donde su enorme coraje, su sagaz astucia, su viva inteligencia y su viril apostura le hicieron salir con bien y aprovechar las circunstancias para hacerse mejor hombre y más bravo capitán, y le vuelvo a encontrar en medio de una selva espesa donde se tropezó con tres monjes sabios de rostros cubiertos que meditaban en silencio junto a una hoguera misteriosa que nada quemaba y exhalaba aromas en mezcla armoniosa.

Sin hablar le hablaron, sin mirarle le traspasaron con su mirada, vertieron en su pecho la revelación de sus propios sentimientos, se vio a sí mismo matando a sus camaradas, errando como penitente los senderos para siempre del inhóspito mundo, y de pronto no estaban se marchó los monjes la hoguera apagada despidió los ecos de su caballo.

Al rey le ofreció vida y servicio, pero se negó a heredar un trono al precio de las vidas de sus compañeros, puso su daga en su propio pecho donde dicen los físicos que vive la vida y esperó que el rey decidiera, él ya había decidido; la princesa le amaba y suplicó por él. No esperéis que os diga qué ha sido de Skan1Ruk, el primero de los capitanes del rey.

Skan2Ruk 

Ésta es la historia de Skan2Ruk, el segundo de los capitanes del rey, que partió veloz en su caballo, espada al cinto, lleno el pecho de valor y de amor.

Recorrió incansable los caminos del mundo, sembrando la leyenda con su nombre y sus hazañas, ayudando al miserable, rescatando al cautivo, poniendo su mano firme, viril pero misericordiosa, en la frente del moribundo, haciendo que las lágrimas se volvieran sonrisas y este impulso heroico (y el miedo a llegar al confín de los mundos y tener que matar a sus tres compañeros) le hicieron embarcar para lejanas tierras en remotos mares de orillas de fuego.

Mi relato cuenta que una madrugada estaba solo a bordo, nadie más había, salvo tres monjes sabios de rostros cubiertos sentados en silencio junto al mastelero de gavia, la brisa del mar llenaba la escena de aromas mezclados en armoniosa melodía.

Nada le dijeron y sin embargo supo, no pudo ver sus rostros y sin embargo en su alma se grabaron, y comprendió que desterrado no podría por un mundo matar en tiniebla y en sangre a sus compañeros ni querría sin paz vivir para siempre. Y la nave volvió sin velas ni remeros, su voluntad hizo camino de aquel mar de piedra. Al rey le entregó su espada y su vida, con su propio puñal amenazose el pecho; la princesa le amaba y pedía por él. No puedo deciros qué fue de Skan2Ruk, capitán del rey.

Skan3Ruk

Ésta es la historia de Skan3Ruk, el tercero de los capitanes del rey, que partió veloz en su caballo, espada al cinto, lleno el pecho de valor y de amor.

Las grandes praderas, los grandes horizontes, las inmensas llanuras, los despejados valles: esos fueron los paisajes que recorrió en su aventura el heroico guerrero cuya historia relato. Acudid a la leyenda si queréis saber todos los detalles, las gestas gloriosas, el sabor que su nombre sembró por los rincones de todos los países.

Ahora me interesa solamente un aspecto, la tarde en que se hallaba en medio de un desierto, cayendo el sol cobrizo en un pozo lejano, y se encontró de pronto tras un leve recodo (el desierto era plano, sin huecos ni relieves) con tres monjes sabios de rostros ocultos que en silencio le hablaban poniendo las palabras sin voz en sus oídos, depositando verdades en su alma incontestables mientras el sol del pozo perfumaba los aires con aromas mezclados en armonioso ajuste.

Y supo que no podría, que jamás que nunca matar a sus amigos, los tres compañeros que en algún confín esperaban su suerte. Cuando las figuras tapadas se borraron del aire como se borra todo si no es un espejismo, regresó a su patria y a su primer impulso, y puso la vida, la honra y la espada a los pies del rey, y la daga de dado en su propia garganta; la princesa le amaba y rogaba por él.

Aun queriendo no puedo deciros qué fue de Skan3Ruk, un tiempo el tercero de los capitanes del rey.

Skan4Ruk

Ésta es la historia de Skan4Ruk, el cuarto de los capitanes del rey, que partió veloz en su caballo, espada al cinto, lleno el pecho de valor y de amor.

La sombra, le cupo en suerte la sombra, recorrer sus caminos desde el norte hasta el norte (ya sabéis, supongo, que en la nada no hay sur), derramando generoso su bondad y su fuerza, cualquier libro de historias os contará la suya, en la sombra abundan relatos sobre él, todos admiran sin tasa su heroica andadura.

Pero quiero yo contaros que en medio de la noche, una tarde cualquiera al salir el sol, encontró de repente a tres monjes sabios, con los rostros tapados y el silencio entre ellos llenando la noche de aromas sin mezcla.

Le hablaron sin hablarle, le abrieron el pecho y en las propias arterias sembraron las palabras como barcos de papel dorado hacia sus fuentes. Y supo que matar no era su destino, como mucho matarse, pero jamás su espada derramaría sangre de los tres compañeros que en la luz quizá le buscaban a tientas.

Con su mano desnuda borró las figuras de los monjes sabios, regresó a su patria y todas las armas abandonó ante el rey, todas menos una, la daga de misericordia que acercó sin miedo a sus propios ojos, al fin su paisaje era siempre la sombra; la princesa le amaba y lloraba por él.

Sí puedo deciros qué fue de Skan4Ruk: obligado el rey por su propia hija le perdonó la vida y aun la ceguera. Skan4Ruk tomó hábitos para hacerse monje, como también lo hicieron sus tres compañeros, cuatro monjes sabios, nunca los cuatro juntos, el bosque, el océano, el desierto, la sombra,  siempre de tres en tres.

 

 

Diosa madre

Del libro Historia de los dioses.

 

Tengo una amiga, diosa de gran belleza y valor, que se empeña en prohijar humanos a pesar de la terrible soledad que cada muerte le produce. Los consejos que le doy no le hacen mella, está convencida de su ‘deber’, como dice, de su obsesión, como le digo yo.

Antes de que nazcan los adopta, siempre sin saber qué seres son, si sanos o enfermos, si destinados a la felicidad o destinados a la desgracia, si su suerte será la esclavitud o el poder y la gloria. Y les ama con todo su enorme amor de diosa, los protege, sigue cada minuto sus pasos, las alegrías y tristezas de sus sórdidas, miserables historias. Y enluta su noble y valiente corazón cada vez que, indefectiblemente, mueren. Es la única de todos nosotros que, quizá entendiendo como si fuese humana lo que la muerte significa, no la busca ni se afana tras ese imposible, sino que la odia y combate; algunos de sus protegidos han vivido tan largos años que al final le han suplicado acabar y ha tenido que dejarlos ir a pesar de la agonía de su amoroso corazón de madre.

A veces justifica un universo entero y toda una redención, por el simple hecho de que sirvan de marco a uno de sus elegidos. Ahora tiene un hijo ciego, sordo, vegetal, que se pudre lentamente en una institución de caridad, y la diosa mantiene su mundo en la existencia mientras, y sólo mientras, ese mudo e inconsciente ser siga con vida.

 

 

Erik

Del Libro de Horas.

 

Creo que fui el primero en notar que Erik se había vuelto loco, y no es extraño, porque siempre ha sido tan raro que su locura, mera diferencia de matiz que se hacía difícil de apreciar, no resultaba superficialmente visible ni distorsionaba de forma notoria su comportamiento habitual o la perturbada cualidad de sus actos.

En cuanto a mí, no es que yo sea una lumbrera de penetración, un halcón de las almas, o que conozca a Erik más que otros, no: es que le vi empujar a su padre por encima de las almenas y sonreír con regocijo durante el breve chillido y el impacto final. Por eso yo sé, aunque nadie más lo sepa, que el señor del castillo no ha sufrido un accidente, sino que fue asesinado, y sé quién lo asesinó. Erik no sabe que yo lo sé, naturalmente, nadie le hace saber a Erik que uno sabe de Erik cosas como ésa.

A partir de ese momento, cada vez que pasan días y días sin ver a alguien, me imagino (siempre acierto) lo que ha pasado, y a veces incluso hasta conjeturo con antelación el lugar preciso en que aparecerán los cadáveres. Porque Erik es, en medio de su locura jactanciosa, más predecible de lo que él se imagina. Por ejemplo, yo supe que el siguiente sería su hermano Ansdotan, y que muy probablemente el cuerpo aparecería, pasado bastante tiempo, en algún lejano recodo del arroyo que baña la ladera norte del castillo. Incluso supe dónde estaba (lo busqué y lo encontré) mucho antes de que un cazador de jabalíes lo descubriese ‘por casualidad’ en el recodo que digo.

Luego pasaron días y días sin ver a Busilde, la viuda del señor, su tercera esposa, con ciertos derechos a reclamar herencia y vasallaje. Había salido a recoger flores para la tumba de su llorado amo, y nunca volvió (volver sí volvió, pero envuelta en el saco en donde fue golpeada hasta morir y convertirse en un amasijo irreconocible que los mastines de Erik, estoy seguro, se han ido comiendo noche a noche).

Y más tarde ocurrió que hacía días y días que no veíamos a Rutkin, el pequeño (tengo que reconocer que ahí no estuve al quite, no me lo esperaba, como el pobre rapaz estaba tan lejos en la ‘línea sucesoria’ y no podía esgrimir argumento alguno...), hasta que amaneció colgado del travesaño de su propia alcoba, supongo que volvió de la nada para suicidarse en medio de sus amados objetos... Me gustaría que hubieseis visto la cara de los sirvientes ante esta concreta salvajada, por la edad del chico, por las incongruencias de los acontecimientos, por la inútil crueldad del acto. Pero a Erik, ya muy avanzada la descomposición de su mente, todo esto le daba lo mismo.

Y días y días sin ver a Eliade, la bella Eliade, tan delicada, tan graciosa, tan gentil... Y días y días sin ver a la vieja Arminia (¡una sirvienta!, aunque eso sí: depositaria de muchos secretos...). Y días y días sin ver a Ragnar, el capitán de la guardia del legítimo heredero, fiel como un perro, receloso y advertido. Y días y días sin ver a... me da pudor citar su nombre, la anciana Arisgunda, madre de Erik, repudiada como esposa pero jamás expulsada del castillo, venerada por todos nosotros como la señora extraordinaria que era, amada de los criados y hasta del propio bárbaro que la repudió, pues creo que se dejó ganar por carnes más jóvenes a su pesar, y que siguió admirando (le pedía consejo en todos los asuntos) a la elegante y abnegada Arisgunda que le había dado tantos años de su vida, su bella juventud, su obediencia y respeto. Y varios hijos que iba espigando poco a poco la terca guadaña de Erik.

Bien, éste es mi relato.

Cuando Erik me fue entregado para que le educase, hace ahora treinta años, nunca pude suponer que mi venganza tendría posibilidad de realizarse. Pero todos los que me ofendieron han muerto. Erik ha sido discípulo obediente.

 

 

Leyenda de La Fea

Cuento independiente. Narración oral.

 

Esta leyenda habla de la historia de un pobre hombre, humilde, de escasa apariencia, de ninguna fortuna, que no tenía relevantes prendas personales que exhibir, excepto, quizá, una inmensa capacidad para amar. Pero una capacidad para amar que no tenía ningún objeto, porque el destino no le había concedido nadie en quien esa capacidad pudiera concretarse. Viendo que, si seguían así las cosas, acabaría por pasar su vida sin encontrar a nadie en quien poder desahogar su inmenso océano de amor, suplicó a los dioses que le concedieran un objeto para poder amarlo, alguien a quien amar.

Los dioses se lo tomaron a broma, le jugaron una mala pasada. En efecto, le proporcionaron alguien a quien amar, una mujer, pero la hicieron fea, muy fea, espantosamente fea. No, no era monstruosa, no tenía cuatro ojos, o dos narices, o tres orejas, ni siquiera era deforme. Pero, por ejemplo, en sus ojos había algo que, al mirarte, entraba hasta lo más profundo de ti, allí se anclaba y arrastraba aquello hacia alguna tiniebla insondable y aterradora. O su boca, aparentemente normal, pero con aquellos dientes que producían la sensación de haber inaugurado, protagonizado, el primer mordisco asesino de la historia de la vida. Era una fealdad que afectaba a un tiempo a la cabeza y al corazón, a la vez daba miedo y asco, era una fealdad aterradora, era una fealdad suprema.

Pero el hombrecillo tenía, no lo olvidemos, una inmensa capacidad para amar, y aquella mujer tan fea fue amada por él, y su amor era enorme, era gigantesco, era inacabable: con esto los dioses no habían contado. Porque un buen día se le ocurrió que con tanto amor como poseía ¿por qué no podía comerciar con él?... No necesitaba regatear, le pidiesen lo que le pidiesen estaba en situación de darlo, nunca se acabaría la inagotable fuente de su amor, y, aunque le llevase tiempo, podría conseguir lo que quería.

Y así lo hizo. Recorrió todas las regiones del universo, todos los rincones, todos los palacios, todas las cuevas; y donde veía un rasgo bello, preguntaba su precio en monedas de amor y, le pidieran lo que le pidieran, lo pagaba.

Primero un rasgo, luego un matiz, luego otro, una pequeña suavidad, después un gesto elegante y hermoso... compró toda la belleza que necesitaba, y al final contempló su obra: era una mujer bella, muy bella, increíblemente bella. No era... no era nada especial, pero por ejemplo en sus ojos había algo que penetraba al mirar hasta lo más profundo de las entrañas del otro y allí se anclaba y arrastraba aquello hacia la luz, hacia una luz inmensa, extraordinaria, la luz primitiva de las estrellas más antiguas. Su boca, de labios y dientes normales, era sin embargo como el arquetipo de todas las sonrisas. Y su pelo era una red en donde quedaban atrapadas todas las esencias del universo y de la historia de los hombres. Era tan bella que los dioses se la envidiaron... Pero era suya.

Los dioses entonces se la quisieron comprar, y ¿qué tenían los dioses que a él le pudiese valer?

A estas alturas de nuestra historia, a los dos amantes, el hombrecillo y la bella, ya no les quedaba mucho tiempo, y los dioses les ofrecieron precisamente eso, su moneda más valiosa, el tesoro más preciado que los dioses custodian: el tiempo. A él para que se la cediera y a ella para que consintiese, les ofrecieron los dioses tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo.

Finalmente le ofrecieron compartir con ellos la divinidad, ser un dios, vivir eternamente y por añadidura no perderla. Se miraron a los ojos, se sonrieron, dijeron que no y en el último momento de sus historias, cogidos de la mano, entraron en la tiniebla, iluminándola con su belleza y con su amor.

 

 

Perro hijo de perra

Del libro El seguidor/El secuaz.

 

Nací como perro de una hembra atada con cadena de acero en medio del patio, atento a mamar de la nada, pues la sucia y desgreñada criatura apenas recibía cada día un seco mendrugo, un hueso sin esencia, una fruta podrida.

Mientras fui incapaz de marchar por mí mismo se me dejó en la libertad inútil de mis propias limitaciones, pero en cuanto mi fortaleza y edad hicieron pensar en que pudiera escaparme, también yo fui atado a la misma estaca con cadena parecida en el patio sin fin.

Aprendí que los días son diferentes de las noches por la soledad y el hambre, que se duplican en esos momentos, por los golpes que disminuyen, por la cansada desazón de mis huesos.

Aprendí que los humanos son poder y maldad y piedra y espanto. Y que nunca cesan, ni descansan, ni desparecen, ni se consumen, ni mueren.

Aprendí que el rugido de mi garganta es inútil, nada lo escucha, nada significa, nada responde.

Aprendí que la desgracia no une: separa, pues que la hembra y yo pronto nos disputamos como perros los escasos mendrugos y los podridos huesos.

Aprendí que el sol es enemigo, y el frío es enemigo y es enemiga la luz y enemiga la oscuridad y enemigas todas las criaturas. Supe que todo era enemigo, que enemigo y algo son palabras idénticas.

Aprendí que la paciencia nada consigue, la esperanza nada consigue, la ferocidad nada consigue, la suavidad nada consigue.  Quise ser hombre y luego quise no ser hombre y luego quise ser hombre en un mundo de perros y luego quise no ser. Aprendí que con querer nada se consigue.

Fui soltado un día y obligado a correr y perseguir y esperar y obedecer y consentir. Y aprendí que no se puede aprender nada nuevo cuando ya se ha aprendido todo, pues en la cadena yo ya había aprendido todo eso. Aprendí, pues, que la libertad no existe, o no es distinta de la estaca del patio, todo lo más una variante del hambre y de la sed. Aprendí que la edad limita, corta, recorta, pudre, mata. Aprendí que la muerte no existe, o no es distinta de la estaca del patio, todo lo más una variante de la sombra y de la noche.

Por eso yo, perro hijo de perra, doce años atado a la estaca del patio, irisado de odios que ni siquiera puedo comprender, te pregunto a ti, estrella atada a la estaca del patio, encerrada en la noche, Aldebarán de roja pelambre, si quieres que cambiemos de destino la próxima vez que se nos llame a la existencia. Todo antes que ser hombre.

 

 

Qaima

Del libro Guía alfabética para bien desesperar.

 

Qaima piensa en Racerta y respira. Las dos cosas ocupan toda la luz de su conciencia y no es capaz de darse cuenta de todo lo otro que sucede junto a su propia piel. En la selva natal ha quedado su amiga Racerta. Hace tiempo que han comenzado las lluvias y el agua habrá limpiado la sangre de su pecho y de su cabeza, si es que su cadáver no ha sido antes devorado por las alimañas. ¿Por qué quiso perecer en defensa de Qaima? ¿Tanto la amaba, al fin? ¿O prefirió librarse así de peor muerte, y labrarse un seguro hueco en el corazón de los vivos? En el corazón de Qaima habrá siempre un hueco para ella, pero no es fácil que Qaima sobreviva ni siquiera para llegar a la otra orilla que dicen que existe en un límite que dicen que tiene éste que llaman grande mar, si es cierto. Qaima tiene quince años atrás y no más de dos o tres semanas por delante. Ahora es el contramaestre el que goza de ella en cubierta. Los dioses, grandes padres de la noche, bendigan al contramaestre: él la ha librado por media hora del calor, del ahogo de la bodega del buque negrero y de la mirara de Ruri. Pero luego será un marinero, luego otro, luego un grumete y todos querrán meter su pico en las entrañas de Qaima, apretar sus nalgas y morder sus duros pechos; y las entrañas de Qaima se van a ir pudriendo poco a poco. Mientras el hombre jadea y las gotas de sudor perlan el pelo negro de la niña, ama ese asco que siente porque la libera de otro asco mil veces peor. Cada vez que sube a cubierta la pagan con un respiro puro, con un vaso puro; hasta la dejan orinar arriba y sus defecaciones no se suman a la basura interior. Qaima vuelve a bendecir a los grandes padres del celeste mundo por tener esta misericordia con ella y permitir que la niña negra orine sobre tablas secas bajo el sol. Emerge del aplastante peso del contramaestre con las ingles laceradas y un desgarro en el pezón derecho, pero con una limpia bendición en los pulmones. Mira con prostitución integral a los otros hombres por si se ofrece seguir siguiendo y no aquel otro hediondo bajar abajo. Qaima es la más joven y bella de cuantas esclavas carga el buque. Ojalá los grandes padres la llamen de la vida mientras está en cubierta, ojalá no la encuentre la eternidad en la bodega. ¿Podrán los padres conseguir algo tan misterioso y complicado? ¿Querrán?

 

 

El Chino

Cuento independiente. Narración oral.

 

¡Maldito Chino bromista...!

En todos los campamentos militares y, por lo que yo sé, en todas las reuniones, asociaciones, clubs de amigos, colegios, conventos... hay siempre algún bromista.

Es como la bendición de  cierto diosecillo maligno que se piensa que el humor de los bromistas eleva la moral general del ambiente.

Normalmente son inofensivos, ramploncillos, carentes de imaginación, pero El Chino...

¡Maldito Chino bromista...!

A nosotros nos había tocado en suerte un talento de la especialidad, mejor dicho: un genio, porque en honor a la verdad he de decir que El Chino superaba todos los niveles y alcanzaba todas las cotas. ¿Cómo, si no era un genio superior, podía atender él solo a un campamento militar de cinco mil hombres? Y que nadie quedaba al margen, olvidado por las bromas del Chino, ya fuera soldado, suboficial, oficial o jefe, desde el mismísimo coronel al último recluta. ¡Maldito Chino bromista... qué talento tan extraordinario!

Quizá lo más asombroso era la calidad de las bromas que recorrían la gama entera del siniestro humor de los bromistas, desde la simple petaca en las camas (eso sí: a lo mejor todo un batallón, y como por milagro, casi de golpe, muchas veces bajo la atenta mirada de soldados hartos de las bromas del Chino), hasta cosas sofisticadas y raras. Por ejemplo: aquella vez que echó algo a la cisterna general del agua potable, y estuvimos los cinco mil hombres exhalando al hablar un aliento de fosforescente neblina verdoso amarillenta. ¡Maldito Chino bromista...! No había hombre en aquel campamento que no deseara vengarse de él, pero era tan difícil pillarle con las manos en la masa...

Con todo... Precisamente, con todo: sería el deseo general e intenso de hacerle pagar caras sus bromas, o sería que por fin los hados se volvieron contra él, o que nadie es perfecto, ni siquiera El Chino. Lo cierto es que un día cometió un error, un tonto y estúpido error: le dijo al Benya que su novia le estaba poniendo los cuernos con Martino, el pecoso pelirrojo de la cuarta. ¡Fijáos, al Benya, una bestia de dos metros, ciento veinte kilos y con un músculo entre oreja y oreja! Ese día los dioses dejaron de proteger al Chino, benditos sean.

El Benya, sin pensárselo dos veces, fue al barracón de la cuarta, pilló a Martino dormido y lo descoyuntó de un solo golpe; luego escapó del campamento, se llegó de una carrera a casa de su novia, tiró la puerta a patadas y la mató de dos golpes. Luego se entregó como un manso cordero, y contó el asunto de cabo a rabo. Esta vez El Chino estaba perdido.

¡Maldito Chino bromista...! Tenéis que recordar las ganas de venganza que todos teníamos, incluso los altos mandos del regimiento. No hubo más allá de una sombra de juicio, rápido y riguroso: el Benya al manicomio y El Chino al paredón.

Ni los enfermos del hospital, uno casi moribundo, faltaban la madrugada del fusilamiento en posiciones de observación. Un silencio tan total, habiendo cinco mil hombres presentes que ni estaban formados ni controlados por sus oficiales, un silencio tan redondo, tan absoluto, jamás pensé que se pudiera conseguir. Pero era mucho lo que odiábamos al Chino, que ya salía entre guardianes seguido por el siniestro séquito de hombres armados y sonrientes.

Y en fin, luego todo fue muy rápido, más de lo que hubiésemos querido: ¡Preparados!... ¡Carguen!... ¡Apunten!... ¡¡Fuego!!

Instantes de supremo placer, multitud de respiraciones contenidas... El Chino se retuerce, gime, se tambalea... duda... se para... se toca el pecho, los brazos... de pronto se arranca la venda de los ojos, se mira en frenética y desorbitada incredulidad... lentamente comprende...

Y entonces una sola carcajada, pero ¡qué carcajada! Cinco mil gargantas puestas de acuerdo por la venganza y el odio como por el mejor director de la más precisa orquesta. ¡Qué glorioso placer! Nunca se me olvidará.

Por fin El Chino comprende, cree que comprende, se sienta agotado junto al paredón, ríe confuso y se desmadeja poseído de un alivio tan grande que no se puede describir. Poco a poco la gran carcajada va cesando, sus ecos se apagan, el pelotón de matarifes vuelve a ponerse en tensión, el oficial que los manda les hace un gesto de aviso, dos de los hombres se acercan al reo y lo levantan de nuevo, la espalda otra vez contra la pared de adobes... Y por fin El Chino comprende de verdad, la broma no ha terminado, aún no se ha saciado nuestra sed de venganza, esta vez va a ser fusilado de verdad.

Y sí, ahora sí: las breves órdenes secas y tajantes, los ruidos de los cerrojos al ser montados, un solitario estampido con mil ecos. Al menos dos balas destrozaron por completo la cabeza del Chino, y por lo menos tres le reventaron el corazón. Allí quedó junto al adobe, muñeco roto y sangriento, mientras todos los hombres del campamento reían y reían como niños contentos.

Maldito Chino bromista... ¡¡Al poco rato se levantó!!

 

 

En el río

Del libro Por vivir y volver y olvidar.

 

He tenido que arrimar la barca a la orilla cuando hemos comprendido que los dolores indicaban ya la inminencia del parto.

Y ha dado a luz, entre esfuerzos, gemidos apagados y sudor frío, allí, en la misma orilla, tapada apenas del corte que bajaba por un vallecico sin abrigo, con la media manta en que me siento al remar.

Era un varoncito. He cortado el cordón con los dientes, y luego ya he atado como he podido mientras ella se limpiaba en el río.

Se ha lavado la cara y ha vuelto un momento los ojos -sonreía con ellos y desde dentro de ellos- al oír el primer llanto. Luego hemos vuelto a embarcar y hemos seguido huyendo.

Al levantar la mañana nos alcanzaron los hombres perseguidores y empezaron a disparar furiosamente. Aunque las balas no nos habían dado, ella se levantó enseñando al niño y mostrando su vientre ya no hinchado, como indicando que había parido, que teníamos a bordo un inocente y que dejasen de disparar.

Una bala se ha llevado su ojo derecho; he podido sostener al niño antes de que ella se alejase flotando boca abajo.

Con rabia calmosa he contestado al fuego y los he matado a todos, uno a uno. Su barca encalló en la orilla.

Sigo remando y el niño ya no llora. Le voy a llamar Ojo Derecho y le voy a enseñar a cazar hombres y hembras de hombres oculto entre el río.

 

 

Ramera diacrónica

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Ésta es la historia de una ramera que un día se encontró con alguien de otro planeta. La mujer resultó ser amable, y, al rebasar al andariego, detuvo la tartana y le invitó a subir, cosa que éste hizo sin rehusarse nada, tal vez llevaba ya muchas leguas de camino.

-- Vamos, caballero, subid en buenhora, si es que no os importa la compañía...

-- No sabéis cuán agradecido os estoy. Y en cuanto a eso: ¿por qué habría de importarme, sino más bien honrarme?

-- Bien se ve que sois extranjero... El acento como del sur, la ropa extraña de un lino tan sutil que...

-- Metaberilato cristalizado en hilatura standard.

-- ...como digo, de lino. Bien, ¿no habéis notado mi justillo dorado con entorchado escarlata?

-- Ciertamente, y que es hermoso...

-- Llamativo más bien, cual se pretende. Sabed que es la seña de...

-- ¿Orden monástica quizá, femenino club de damas de...?

-- De mi oficio, señor caballero, que quizá podáis vos adivinar sin esfuerzo...

-- La bella donosura, el porte noble y elegante, gesto altivo y señorial...

-- Ramera, señor caballero, y hacia la feria voy que entre semana hay que buscar tajo donde lo haya.

-- ¿Y da para tartana vuestro... trabajo social?

-- Si se está en la edad buena, como ya veis que es mi caso, y se sabe escoger el porte ¿noble y elegante habéis dicho?... y se trata el trato con justeza sobria...

-- Lenguaje florido no os falta, entiendo que sois maestra en lo vuestro.

-- Oficiala solamente, pero con un buen pasar. Y vos, señor caballero, ¿es cierto que venís de lejos?

-- No sabéis cuánto, de lejos y de tarde, de país remoto.

-- ¿Y no hay en vuestro mundo...?

-- ¿Por trasladar el negocio?

-- Por la pura curiosidad... Perdonad que me desabrigue un poco y me descote... El trote de mi briosa y el recio aire otoñal me están dando sofoco.

-- Pues sí que creo yo que ha de haber también, por más que en mis viajes nunca antes de ahora...

-- Aquí está todo el tema muy bien organizado, aunque en ferias y carnavales se necesite un poco de trasiego por el mucho personal que en tales casos se junta. Estamos censadas y gremiadas por ramos (más edad que raza, si me permite precisar), con recuento de higiene cada trimestre y revisión de arancel cada cinco años. Y no salimos mal. Ni somos caras.

-- Es tema que desconozco y que en cierta medida me excede quizá un poco...

-- Ese pequeño anillo que parece de plata bastaría, si acaso no es recuerdo que apreciéis en exceso...

-- ¿El cronoloj de titanoceramia saltatiempos, queréis decir?

-- Aquí por estas tierra no les ponemos nombre, vulgarmente se llaman anillos de plata. Y no es que me guste cobrar en objetos, que luego se mercan o no se mercan, pero sois tan galante y vuestro discurso tan caballero a la par que atrevido...

-- ¿No sería bueno que sujetáseis las riendas?

-- Safo sabe sola seguir su camino, acercadme aquella mano que lleváis alejada, ved que tengo dos, necesitáis las dos manos. Es que en esta tierra casi todo es a pares, salvo cierta única cosa... permitid que compruebe...

Llegaron juntos a la feria y eran raros de ver el jubón del vegano y el justillo de oro reluciendo los dos al sol de la mañana. La mujer forzó el aro al ponerlo en el dedo y se encontró de pronto en la misma feria tres mil años después, si no es por el justillo con entorchado escarlata no hubieran sabido a qué se dedicaba.

Se detiene poco en cada siglo, sus mejores clientes son un rey babilonio y el vigésimo presidente de la federación de mundos, pero regresa cada trimestre por el recuento de higiene.

 

 

El recado

Del Libro de Horas.

 

Es posible que fuese por lo pesado que yo me estaba poniendo, o tal vez porque las personas que nos visitaban eran de importancia (quizá porque mi padre, a veces, se cansaba de mí, vaya usted a saber la razón: los adultos hacen cosas que no tienen sentido), pero llegó un momento en que, después de mirarme con furibunda expresión, mi padre sacó una moneda del bolsillo pequeño del chaleco y me envió a mandar encender el farol de la calle.

Ése era un recado que casi nunca hacía, se suponía cosa de más grave responsabilidad y se encargaba a mi hermano, ya de quince años, un verdadero remedo de adulto. Pero no me importó porque me gustaba (y me asustaba un poco) el gran farol de diez metros de altura, su llama blanca amarillenta (melocotón y violeta en mezcla difusa), el chisporroteo que hacía al comenzar, la solemne unción con que el farolero del barrio alzaba su pértiga con el mechero de lana, la súbita, aunque indecisa, derrota de las sombras, los nuevos perfiles misteriosos de las esquinas distantes... qué sé yo. Me gustaba el viejo farol.

Cuando al llegar al portal observé que en ningún sitio se veía a Lucius, el farolero, por un instante temí que fuese pronto (nunca aparecía si quedaba un resquicio de ocaso encendido todavía), aunque las sombras eran tan densas que no se distinguía la esquina del balcón, pero no tardé en comprender que, por alguna razón misteriosa, esa noche Lucius no pensaba venir. Así que tuve que marcharme en busca de la luz para el farol de mi calle, con la moneda de cobre en la mano, repitiendo para mis adentros el recado que me había encargado mi padre, y decidido a no regresar hasta haberlo cumplido.

Porque mi padre es muy especial, vosotros no lo conocéis como yo (que además le quiero porque soy su hijo, me parezco a él, y quizá le comprendo). Cuando te da un encargo no hay más vueltas que darle, se hace el encargo y no se discute más. No se trata de órdenes, mi padre no las da, quizá no sepa, sino que te dice las cosas y te troquela el ánimo de forma que las haces o las haces y punto final. En serio que no era terquedad de mi parte, sino que la moneda estaba en la palma de mi mano como la marca de un destino absoluto, piedra de toque que no se podía evitar ni diluir en la corriente del tiempo. Era una moneda para encender un farol, era el pago de la luz y ni la luz ni la moneda podían soportar otro destino diferente. No sé si me explico.

Es así como he ido recorriendo el mundo, detrás de la luz, quizá he seguido un rumbo contra corriente, alejado de las auroras, perseguido por los ocasos, incapaz de encontrar al farolero, ciego para otra cosa que no sean las sombras absolutas. O quizá la luz me ha condenado a no ser visto por ella (pues a estas alturas de mi larga vida ya no sé quién está huyendo mientras busca a quién). Lo cierto es que la moneda se ha labrado un hueco permanente en la palma de mi mano, de la que no se puede despegar, que el farol de mi calle debe de seguir apagado todavía y que mi padre estará impaciente al ver que su encargo continúa sin hacerse.

Conozco las sombras de varios continentes, he atravesado mares en tiniebla total, no sé de otro farol que la riente luna, la gente me conoce, cuando la fuerza del sol se les hace abrasadora, me contratan a mí, descansado trabajo: me basta con llegar para que Lucius se haya ido.

Lo peor es que deseo dejar ya esta aventura, quiero terminar el recado de mi padre, volver a su lado, enseñarle la palma sin la moneda de cobre, salir al balcón a ver el farol chisporroteando en la altura, hablar de nuestras cosas a la suave luz amarilla de su alegre canción. ¿Pero cómo volver después de tantos años, derrotado, sombrío? ¿Y si mi padre se ha olvidado de mí, de la moneda, del farol, de la luz? ¿Y si mi padre no existe ni ha existido nunca, cómo le digo que no he sabido hacer su recado?

Lo que menos me gusta es tener la moneda grabada en mi palma. Es como si me hubiesen marcado la mano con el precio. Con mi precio en luz.

 

 

Los monjes del Russk

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Los monjes del cenobio de Russk eran mudos por propia voluntad, de novicios se cortaban la lengua con sus propios dientes antes de ir a enterrarse en vida en las cuevas de lava de las laderas del Russk.

Por eso mi relato no trata de las palabras que los monjes decían, pero sí de las figuras que en las paredes de las cuevas pintaron, pues los hombres no pueden vivir si no se comunican, ya sea con los que habitan el mismo tiempo aunque distinto espacio, ya con los que habiten el mismo espacio aunque distinto tiempo.

Las cuevas del Russk son libros entregados al tiempo y hablan solamente a otros monjes futuros, cada cual a un descendiente al que no conocerá, es un diálogo sin final en que cada interlocutor habla y muere, habla y muere, habla y muere.

No basta visitar las cuevas para intervenir en esa conversación milenaria y fantástica, pues los signos de cada cueva solamente cobran sentido después de toda una vida de estudio y análisis. Cada monje descubre el significado con el tiempo justo para poder dibujar su propio mensaje y morir enseguida con los dedos llenos todavía de ocres y bermellones.

Una cuestión trivial es si se han pintado sólo los signos del primero y los siguientes nada han añadido al mensaje inicial, o si cada monje ciertamente aumenta los símbolos. Tanto aumentar como no hacerlo son mensaje ambas cosas, mucho dice también el que solamente asiente al discurso de otro.

Mi vida me avisa de la muerte cercana, nada deseo añadir al mensaje recibido, ahora que los largos años de meditación me han permitido entender su íntima verdad, dejaré para mi sucesor la cueva como está, lava desnuda que nadie ha mancillado con ninguna señal.

 

 

Amor de ahora

Del libro Historia de los dioses.

 

Sí que deben de ser grandes los universos y mundos habida cuenta de la cantidad de elementos que tienen que contener, pero eso no significa que a los dioses nos guste solamente lo inmenso, a mí por ejemplo me apasiona lo diminuto. Yo he diseñado universos por el único placer de ser grano de arena en una playa infinita y durar un instante en las manos del viento para perder en seguida memoria y destino. O ser gota en la cuenca inundada del mar y subir y bajar con una ola atrevida para cesar rápidamente y regresar a mi origen.

Y muchas veces estas minucias justifican mundos, que solamente como marcos para ellas se hacen, aquí en estas páginas he referido ejemplos en varias ocasiones. El mayor despilfarro de medios y procesos, de estrellas, de planetas, de tiempos y de soles recuerdo que lo hice a fin de resbalar un instante, en forma de rocío, por el borde dentado de una cierta hoja para cuya existencia tuve que inventar enormes selvas llenando muchos mundos y climas muy complejos y auroras y noches y no sé qué más cosas.

Pero, grandes o pequeñas, los dioses siempre tenemos razones personales para crear los mundos: por este amor de ahora he hecho este universo, tiene playas y mares en vista de que suele disfrutar en la orilla, no hay otra razón de que existan las estrellas que el que acaso ella quiera pasear una noche.

 

Otra cosa

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Me llegué hasta ella porque había oído que la llamaban la ‘aldea de las mujeres solitarias’ y quería saber el porqué de semejante soltería o misantropía colectiva.

Si ya era raro que todos los habitantes adultos fuesen mujeres, más me lo pareció que las crías fuesen hembras también. Alguna razón extraña podría haber llevado lejos a los hombres, pero ¿es que aquellas mujeres sólo parían mujeres? ¿Y de quién de dónde de cómo las engendraban?

Pero no, no eran una raza de andróginos imposibles o de madres viudas parricidas de hijos varones, nada de eso, todo era mucho más sencillo. Alguna catástrofe remota había destruido enteramente la aldea, matando por completo a la totalidad de sus habitantes, pero como los hombres son menos fieles, más olvidadizos e inconstantes, menos firmes en el recuerdo y más quebradizos en la raíz de los afectos, sólo los cálidos fantasmas de las hembras quedaban por entre las ruinas, pasando suavemente la mano por un viejo mueble o rozando las efigies de algún desteñido retrato, calmando con suave ternura los llantos infantiles, no permitiendo en suma que el tiempo se llevase las cosas.

Me gustó la aldea de las mujeres solitarias. Es que, incluso muertas, las mujeres son siempre otra cosa.

 

 

El ángel

Del libro Por vivir y volver y olvidar.

 

No creo que el ángel estuviese jugando conmigo al escondite: tal cosa no es seria ni propia de los ángeles. Pero lo cierto es que tan pronto aparecía como desaparecía, venía y se marchaba, me hacía un guiño de complicidad o pasaba por mi lado sin saludar ni reconocer. Al fin, un día, dejé de hacerle caso.

Y meses más tarde se marchó para no volver. Ahora estoy sin ángel, con la espalda desnuda.

He tratado de convencer a Rita para que me preste el suyo unos días, siquiera mientras estoy de viaje; no me gusta irme lejos sin ángel. Pero ya se sabe cómo es Rita: no me ha dicho que no, pero no me lo ha prestado.

Sira se ha deshecho en disculpas, de lo mucho que lo siente, que si fuese otra época, que precisamente ahora... No sé... Sira me aprecia y parecía sincera, pero lo cierto es que nunca se sabe y que yo sigo estando sin ángel, con el viaje a las puertas, como quien dice.

Al resto de la familia no les he dicho nada; ni tengo la suficiente confianza para pedirles un ángel ni me lo iban a prestar. Así que aquí los tengo a todos, esperando a ver si de una vez me muero y pueden volver a sus ocupaciones habituales.

Y yo sí quisiera... Lo que pasa es que no me hace gracia la idea de marcharme de viaje sin ángel.

 

 

Matiska de las celdas

Del Libro de Horas.

 

Como todos los niños hijos de reclusas nacidos en la prisión, Matiska tenía un número, el 4 (galería), 17 (celda), 328 (dorsal de su madre), A (hembra: los varones eran B en ese mundo carcelario, insólito feminismo que no resultaba congruente con la bronca realidad de aquel infierno), y su apodo sencillo ‘8A’ era tan usual, que nadie supo nunca que se llamaba Matiska. Muchos otros niños poblaban las volutas de libertad del paraíso de acero, yendo y viniendo por entre los reglamentos, las prohibiciones, las lágrimas y las blasfemias, pero el fantasma 417328A era diferente, además, por muchos otros conceptos: nunca supo de su existencia la administración del penal, no se vio detenida jamás por cerraduras o rejas, era la hija de todas las reclusas y fue niña pequeña tan largos años, que su condena resultó más larga que ninguna.

Se dice que fue concebida en prisión (¿de un alcaide, del portero exterior que jamás se trataba con las internas, del viento húmedo de los corredores grises?) por una interna ‘cp’, una ‘muerta’ de perpetua inconfesa de cierto extraño crimen, y que nació matando a la madre -y por ello condenada en lógica siniestra a la sombría libertad de la celda- en una noche febril, juramentadas todas, incluso la moribunda parturienta, a un silencio del que nadie supo el origen, pero que fue respetado como el inmutable ritual de las órbitas celestiales.

Y Matiska se fue volviendo poco a poco el alma de la prisión, el refugio de suaves ternuras imposibles que aquellas mujeres depositaban cuidadosamente en sus rubios y rizados cabellos, el espíritu transparente que, sin que nadie tenga explicación física, iba y venía de celda en celda (incluso la siniestra y alejada ‘conejera’ de castigo) sin que la detuviesen rejas, muros, cerraduras, guardianes. Cuando alguna reclusa, desesperada por un futuro convertido en pasado y en piedra, amenazaba derramarse por demencias y agonías, Matiska aparecía con sus ojos de mar, sus rubios cabellos, su inacabable sonrisa, y se dejaba besar y acariciar, y jugaba como juegan los niños, y consolaba con su presencia la soledad y el infierno (en la medida en que tienen inseguro consuelo). Y nunca crecía y siempre estaba disponible. [316457A sostuvo siempre seriamente que eran varias Matiskas idénticas las que recorrían el penal, que en ocasiones desesperadas una Matiska de ubicuidad imprecisa -más de cuatro, menos de seis- había hecho su caritativa visita a presas diferentes en celdas distintas en el mismo momento].

Tuvo tantas madres, abuelas, amigas, hermanas mayores y pequeñas como mujeres condenadas a aquel fracasado paraíso; siempre al pasar por los corredores alguna celda mostraba su rubia cabeza, su luminosa sonrisa, su amorosa mirada. Aprendió a leer mil veces, atendida incluso por analfabetas que estudiaron para enseñarla, tuvo mil muñecas de trapo del penal, con ojos de granos de café hurtado en imposibles sacrificios a la esquiva administración del alcaide, mil ositos de peluche por cada una de cuyas orejas de espuma pagó cada presa el postre de un año, mil lazos de terciopelo que costaron exactamente un millón de noches de sudor y de rabia. Y mil vestidos de todos los colores, de todos los primores, de todos los amores, de todos los heroísmos.

Encendía la noche sedienta de aquellos corredores de acero en suaves penumbras de cariño, poblaba los aires pesados de luz y de futuro, sembraba en los corazones una flor muy rara que se llama esperanza [que, por lo visto, se aclimata malamente en infiernos y tumbas], derramaba los fluidos de la vida y del amor como quien dispone de sobra, convertía la prisión en algo tan cercano al imposible y ficticio invento libertad, que más de una reclusa lloró amargas lágrimas al terminar su condena. Mil cartas diarias llegaban [nunca lo supo el cartero, nunca el alcaide] para Matiska, llenas de amor y de hermosas, sublimes faltas de ortografía.

Familia todas de Matiska, cesó entre las internas toda rencilla; madres todas de Matiska, su futuro de niña eterna era la única conversación; hijas todas de Matiska, la piedad filial formó un club de cuidados amorosos; hermanas todas de Matiska, cada quien presumía de ser la favorita, cada quien se esforzaba en ganar su predilección.

Pero dejadme ahora que marche a mi celda. Matiska llegará de un momento a otro, no quiero que la encuentre vacía. Una vez no estuve cuando llegó (la ‘conejera’ te atrapa cuando menos lo esperas) y tardó tanto en perdonarme que me pusieron en libertad y hube de cometer un crimen para volver a verla.