La plaza del mercado

Del libro La rosa de los cuentos.

 

Se ganaba la vida contando cuentos.

Se sentaba en la plaza de SirioÁbrego, tal vez apoyado en una de las columnas que sostienen la bóveda de los cielos, ya sabéis, las que son de alabastro y  traición, negras por dentro, todos lo ven, transparentes por fuera. Y dejaba que la gente del mercado fuera llegando hasta él. Tenía en la mirada una como flauta de reclamo de almas, conseguía hacerla sonar con un dulce clap-clap y venían a escucharlemientoaoirle, escuchar es otra cosa. Y vivía de la caridad de aquellas gentes, su público decía él, a veces dormía también pegado a la columna, especialmente si era de ésas de alabastro y recuerdo, azules por dentro, todos lo ven, e invisibles por fuera, las que sostienen la bóvedad de los infiernos, he puesto bóvedad por errata y me gusta la palabra la extiendo a su plural, sostienen las bovedades del infierno.

SirioÁbrego soporta hielos y soporta helios, valga decir nieves y soles, a veces la lluvia desarma sus adoquines de tanta como es la fuerza de cada gota, pero el relator de cuentos siempre está allí, nunca se marcha, deja que le empapen las lluvias y le sequen los soles, le agrieten los hielos y le traspasen los vientos, la plaza es su hogar o quizá su destino, el síndico sostiene (ha tratado de echarle) que es un condenado y la plaza es su infierno. Quizá no desea, quiere, espera, necesita redención, algunos somos así.

Recuerdo una tarde que estaba dormitando, me senté a su lado, esperé que sus ojos se fuesen abriendo, sintió mi presencia, me preguntó de cuánto, que de cuánto qué, que de cuánto el cuento, yo solamente tenía (y era para pan, me encargó mi madre) dos medios ochavos, juntos un ochavo, le dije que uno y esto me contó:

“Como hay jerarquía en la deslealtad, aquel bravo soldado se traicionó primero a sí mismo y murió por su regimiento. Con ello quedó cubierta la primera traición y luego el regimiento pudo ya tranquilo traicionarle a él. Ahora cuenta cuentos en una plaza pública, por medio chavo cuatro líneas, ocho palabras te doy de propina.”

Llegué a mi casa, entregué medio pan, me regañó mi madre, me fui de soldado, hice muchas guerras que gané y que perdí, maté y me mataron, traicioné y me traicionaron, volví junto al mendigo y me dio mi medio chavo, le llevé a mi madre el pan que faltaba, ahora cuento cuentos en la plaza pública, aquí en SirioÁbrego nieva a veces y sopla el viento, siempre dentro de mí.

 

 

La punta del tiempo

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Hizo con la soledad un molino de papel, cortando el abstracto en forma de cuadrado, luego cortes diagonales sin llegar hasta el centro, picar cada doblando esquina en alfiler de cabeza muy juntas en azabache negro. Y fijar la veleta a un palo inmutable.

Y a volar tiempos y espacios como si fuesen.

Me tropiezo con ella y con su molino rojo en cada atardecer del día en que susurran diario feroces y verjuradas las hojas de mi.

Me mira y el molino con sus ojos aspas se me clava grises en el corazón. Se me clavan rojas y me deja solo, no me deja solo, acompañado de mí, yo soy la firme estaca de cuarzo aristado, la veleta gira y me lleva azabache, por mi nuca sobresale la punta del tiempo.

 

 

Dios padre y Dios hijo

Del libro Historia de los dioses.

 

Hemos estado juntos en la orilla del lago, infinidad de colores del otoño tardío flotaban cerca del cielo, abedules llorones, pinos y abetos resistiendo sin desnudarse, pequeños enebros creando el dosel más bajo, arces cuya pancromía, desde tierras y sienas a verdes y amarillos, desbordaba del ojo su hábito de belleza, robles solitarios guardianes de un esmeralda propio... mientras los dos soles del planeta, uno saliendo y otro cayendo, fundían orto y ocaso en una aurora de luces inefables. Y hemos hablado con sosiego aprovechando la calma y la elegancia de la naturaleza serena.

Me ha explicado las razones que le llevan lejos a cielos remotos a crear sus mundos, la inoportunidad de crear aquí mismo donde todo está gastado y se pudre, el deseo, casi la obsesión, por nuevos horizontes y espacios virginales, he visto en sus ojos lo que hace evos no veía, lo que los dioses más viejos hemos olvidado y quizá ya sólo queda en estos alevines ilusionados, y he tenido que callar y otorgar, aunque sus razones son emociones y no conceptos y sus argumentos son proyectos y no silogismos.

Plantará allí nuevos horizontes, creará nuevos universos, todo será joven y reciente... por ahora. Un día sus nietos se irán más allá de ese más allá y le darán las mismas sinrazones para irse que él me está dando mientras riela sobre el agua la luz de uno de los soles, no sé si el que sale o el que se pone, no conozco este mundo, no sé su norte.

Desplaza su mano sobre la mía en un mudo gesto de consuelo, sabe que sé que le pierdo, las bellísimas luces del paisaje no nos apaciguan, ni alivian del ánimo la espesa borra de tristeza que lo cubre como una nieve de fango y soledad. Ya habríamos caído uno en brazos del otro dando rienda suelta a nuestros sentimientos si fuésemos diosas y no nos importara el espectáculo de nuestra propia desolación, pero, como somos dioses y esas efusiones están mal vistas, contenemos la emoción dentro de nuestros corazones y el silencio hace las veces de las palabras doloridas que no podemos pronunciar.

Porque el mutismo se hace demasiado difícil de respirar, o para quebrar como sea la tensión del momento, le pregunto si ya sabe qué hombres quiere crear, sus ojos me miran con más amor que nunca, dibuja en la arena de la orilla el modelo de humano al que no tardando entregará sus mundos, es un calco mío, va a crear al hombre a mi imagen y semejanza, no puedo evitar que las lágrimas resbalen libres por mis mejillas, ya solamente un sol nos baña con su aurora.

 

 

Novia de marinero

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Como un marinero de barco de vela de aquellos que tardaban años en llegar de un extremo al otro de su mundo redondo, durante un tiempo he tenido una novia en cada puerto, muchas novias de todas las razas, todos los colores, todas las lenguas, todos los siglos. Ha sido hermoso, con la fama que tenemos los marineros creo que todas lo sabían, cuando me besaban me parece que también se enviaban una tierna caricia a través de mis labios, un día se te escapa un nombre, requiebras en otro idioma o con piropo distinto, o le regalas a la morena un lazo para rubias, poco a poco todas van teniendo la lista completa... Con celos doloridos me retiré del campo cuando al final me dí cuenta de que sólo me usaban para tener entre ellas su alma común de novia de marinero.

 

 

Bajo la nieve

Del libro Por vivir y volver y olvidar.

 

Fue sin duda la peor nevada de la estación, y nos pilló completamente desprevenidos, en medio de la estepa, a mil leguas de cualquier abrigo, entregados a nuestros propios recursos. Hicimos un círculo con los carros y tapamos todos los huecos con lonas y mantas, hasta construir una enorme tienda con un agujero central en el techo para salida de humos.

Empezamos quemando las pocas ramas de los arbustos de los alrededores, hasta que ya no nos atrevimos a ir más lejos. Luego las varas de los carros, los baúles, los pocos muebles, los enseres que pudieran arder.

Luego los carros.

La nieve ganaba un espacio cada día, su cerco se estrechaba cada noche. Y ya nada teníamos para combatirla.

Al anochecer del día octavo entró en la tienda, apuntando con agujas de hielo al corazón de nuestros hijos. El jefe se levantó y la atacó con un ardiente rejo, a mano desnuda, y venció. Pero la nieve aprendió las mañas de la lucha: el día décimo media tienda era suya, el rejo estaba frío y azules las cicatrices de las manos del jefe.

Tuvimos que enterrar a los hijos bajo la nieve, y ahora no los encontramos y la nieve nos persigue con furia. Últimamente hemos notado que el fuego la teme y esconde a sus hijos de ella.

 

 

Mi hermana Zayya

Del Libro de Horas.

 

Como solamente éramos nosotros dos, mi hermana Zayya y yo, teníamos que ser el uno con el otro todo lo que pueden ser los hermanos, amigos, compañeros, socios de juego, a veces un poco enemigos también, confidentes, cómplices, de todo. Claro que no era fácil con Zayya, porque Zayya es egoísta. Bueno, no muy muy egoísta, sino solamente un poco muy egoísta, pero lo bastante como para que yo cogiese las moras y me llevase los peores pinchazos, mientras era ella la que se las comía (prefería las maduritas y dulces), o para que ella hiciese las roturas (un poco muy patosa sí que era) y yo sufriese los castigos. O para que yo anduviese siempre tras ella y ella anduviese siempre delante de mí, sin mirarme mucho (excepto si necesitaba mi ayuda).

Eso sí: en hermanas guapas, Zayya no dejaba nada que desear (o yo, al ser más pequeño y su hermano único, la veía adornada de todas las bellezas), porque era rubia, pelo sedoso casi siempre en largas trenzas de tres cabos, con ojos azules de reflejos grises, piel transparente, como cuando hay poca nieve y a través de su blancura se ve el mundo. No era un poco muy hermosa, era muy muy hermosa, o al menos eso me parecía a mí, aunque un hermano mayor siempre siente cierta ingenua ternura hacia su pequeña hermanita.

Y buena compañera de juegos, aunque un poco muy egoísta, porque siempre era ella la que tenía que ganar. Si jugábamos a pobres y ricos, ella siempre tenía que ser la pobre (luego de mayor he aprendido otras reglas, menos divertidas, según las cuales es mejor jugar a rico, pero entonces, al no saber porque éramos muy niños, nos parecía que lo más divertido era ser pobre). Si jugábamos a padres y madres, ella siempre era el padre. Si jugábamos a maestros y discípulos, ella siempre era la directora de la escuela a cuyo despacho me mandaban a mí para ser castigado duramente por las fechorías de mi hermana. Y si jugábamos a vivos y muertos, pues ya se sabe, ella recitaba las oraciones fúnebres que yo, desde la tumba, le iba recordando como el apuntador de un teatro. Pero era buena compañera de juegos, Zayya, si se jugaba como ella quería.

Esto de niña, claro, porque luego de mayores Zayya y yo, hermanos únicos y ahora solitarios, tenemos cada vez mejores relaciones, no [solamente] en los juegos, que por desgracia la infancia se llevó y no han vuelto, sino en todo, pues seguimos siendo cómplices, compañeros, socios y confidentes. Hablamos menos porque ya no necesitamos hablar, pues tantos años de trato amistoso y constante nos han dado un sexto sentido para todo lo que se refiere al otro, y nos entendemos sin palabras. Sigue siendo Zayya (en eso no ha cambiado) tan bella como siempre; o sí ha cambiado, pues su belleza actual, de mujer y no de niña, tiene una plenitud serena y elegante, espléndida, que quizá solamente se consiga con la sazón del tiempo. A mí me parece que no hay otras mujeres que puedan comparársele, pero Zayya es algo tan especial para mí, que sé que soy mal juez, demasiado parcial, en todos estos temas.

¿Y egoísta? ¿Ha cambiado el tiempo ese aspecto del carácter de mi hermana?... La verdad es que no sé qué contestar, las personas al hacerse mayores comprenden mejor los equilibrios del trato, el ahora yo pero luego tú, el hoy por mí mañana por ti, de forma que los egoísmos a veces se disimulan, como si no estuviesen (a menos que sea caso de fuerza mayor) o incluso se liman y desaparecen. Hubo un caso (por supuesto: no se me puede olvidar) cuando aquello del tren, que ya éramos adolescentes y todo tenía otro matiz... ¿se portó mi hermana entonces de forma egoísta?... Nunca he podido responder a esa pregunta, de todos modos sería el único ejemplo, ya al final de la infancia; desde entonces no puedo decir ni una sola cosa en contra de mi hermana, ni una. Nos vemos a diario, casi nunca hablamos, me espera por las tardes junto a la vía del tren, damos un largo paseo sabiendo los dos que estamos juntos, la miro furtivamente con la admiración ingenua que siempre me ha producido su perfecta belleza, y a veces, sólo algunas veces, suave como el roce de un soplo, un momento mi mano se demora en la suya, cuando pretendo decirle lo que ella ya sabe, lo que siempre ha sabido. Eso es todo ahora entre Zayya y yo, desde que me salvó la vida a cambio de la suya en la vía del tren, aquella tarde de nuestra adolescencia lejana, dejándome a solas con su pálido recuerdo.

Su sacrificio me ha planteado siempre tantas preguntas... La mayor parte de ellas no puedo responderlas, especialmente una, la más aguda: ¿de dónde, de qué terrible origen en lo más sombrío de mi alma, partió aquel tren inexistente que la mató?

 

 

Divimetro

Del libro Historia de los dioses.

 

Yo le llamo cariñosamente ‘Divimetro’, porque es amigo, pero entre ciertos grupos de dioses se le conoce con un apodo bastante más cruel.

Todo empezó cuando hizo un universo usando desechos y cosas viejas de otro anterior cuya redención había fallado. Muchos de los instrumentos antiguos funcionaron tal cual, como mares, estrellas, montañas (a veces llenas de vestigios de la redención anterior, muy confuso todo para las pobres gentes), ríos, y hasta tormentas y nieves y demás (nunca lo entenderé, con lo que yo disfruto creando cada vez unos meteoros diferentes...). Pero cierta miserable y mínima herramienta fue la causa de una especie de desastre redentor (y administrativo sive judicial) que originó además el mote con el que muchos se burlan de su desidia. En uno de los planetas de ese mundo habían dejado, herrumbrosa y olvidada, una vieja cinta métrica de fleje de cinco metros de longitud, aunque no, pues al metro primero la herrumbre le había carcomido diez centímetros y ya sólo era una cinta métrica de cuatro noventa.

Confiado en su buena suerte habitual y que no habría de notarse diferencia mayor, todo lo medible lo midió con ese metro, empezando a veces por el extremo entero, donde el primer metro lo era en verdad, a veces por el extremo gastado donde el metro primero era de noventa centímetros. Así fueron los seres de creación tan chapucera: unos altos y otros bajos, unos listos y otros tontos, unos con suerte y otros sin ella, unos felices y otros desgraciados, unos reales y otros meramente posibles, buenos y malos, blancos y negros, hombres y hembras, un catálogo infinito de diferencias y desigualdades.

Y aún fueron peor las cosas cuando les entregó el metro para que se administrasen por sí mismos. Era de ver cómo los gobernantes y los jueces usaban para ellos el extremo completo y para el pueblo el gastado (en asuntos de medir la felicidad, la riqueza y el poder), o el gastado para ellos y el completo para el pueblo (en temas de desgracia, miseria y penalidad). Cuando pretende enseñarme cómo van sus universos, al llegar a ése miro para otro lado y con la mano oculta siembro metros enteros sin que él se dé cuenta. Me inspira lástima ese mundo y rabia el perezoso dios que lo providencia, y me entran ganas de llamarle con el apodo oficial: ‘Precio de saldo’.

 

 

El diablo

Del libro Tarot de Salamanca.

 

-¿No sientes cómo te anda por dentro, paseándote el alma?

-Es el diablo, Siv, que te tiene en uso.

–Dolores de cabeza, náuseas... ¡qué raro!

-Siv, no puede ser que estés embarazado...

-Es el diablo, Siv, que te usa.

-Aunque a lo mejor no es el diablo mismo, sino algún espiritillo maligno de tercer nivel.

-Un pasante de diablo.

-Un subdemonio.

-Sería un despilfarro asignarte un diablo a ti, Siv. ¿Qué demonios... perdón, qué diabl... es decir, qué carajo ibas tú a hacer con un diablo macho adulto?

-Tú casi no tienes imaginación y tus maldades iban a ser muy chapuceras...

-Pegar viejas.

-Romper cristales.

-Puras gamberradas. Convéncete, Siv, para eso no se precisa un gran diablo.

-Seguro que el tuyo es meramente un jornalero.

-¡Es cierto! Ahora que lo pienso: no siempre haces gestos de bobo, Siv.

-Ni de idiota.

-Eso: ni de idiota... Puede ser que tu diablo, al acabar el horario, se marche a casa y entonces ya no tengas compañía.

-¿Tú siempre tienes dolores de cabeza, Siv?

*****

Y así seguíamos la conversación horas y horas -cuando no había empeño mejor, desde luego- machacando una y otra vez al desgraciado Siv, que no era otra cosa sino un pobre retrasado, lo cual no tiene nada de diabólico aunque no dejasen en el pueblo de manifestarle algún recelo. Cosas de la ignorancia y de la superstición en que yo, naturalmente, no caía.

No fue, pues, por razones como esas por las que tramé los sucesos que acabaron en  su muerte algún tiempo después de la conversación que os cuento.

Las cosas empezaron a ponerse realmente feas para Siv cuando el dique del recodo del pinar saltó en pedazos precisamente la tarde de la fiesta, con no sé cuántas familias merendando entre los árboles. No dábamos abasto a recoger cadáveres cuando por fin la riada dejó paso, y hasta hablar era penoso, unos con mascarillas por el hedor, otros siquiera con pañuelos, y quien más quien menos dando arcadas de asco. Pobre Siv, qué contrito estaba.

 

-Si la culpa no es tuya, hombre, que ha sido el dique.

-Tú al fin y al cabo no tienes cuenta...

-Seguro que te librabas si pudieras de ése... de ése que te acompaña...

-Aunque no deberías salir de casa cuando sientas que tienes...

-Cuando sientas compañ...

-Cuando sientas esos dolores y náuseas.

-Pero tú no has hecho nada, Siv, tú solamente...

 

Sé que era muy rápido, pero tenía que sembrar las respuestas de inmediato antes de que empezasen a hacer preguntas, pues los restos del dique no hubiesen resistido un análisis de materiales y yo entonces tenía poco consolidada mi empresa de suministros de hormigón. Todo quedó entre dudas, dudas sobre el pobre Siv, dudas sobre la inestabilidad geológica del terreno, dudas sobre la propia naturaleza de las cosas, dudas, dudas...

Luego fue cuando se envenenaron en la boda diez o doce -no recuerdo cuántos porque había chiquillos y mujeres y viejos-. En esa ocasión tuve una suerte increíble, ya que cualquier suspicacia sobre el marisco servido hubiese sido fatal, pero Siv fue el único invitado que ni siquiera enfermó (yo mismo le hacía probar en ocasiones los alimentos cuando no me fiaba de ellos: estos tontos son excelentes para eso, y muy agradecidos) y las sospechas se encauzaron natural y suavemente hacia donde debían. La gente es buena: Siv escapó del asunto, aunque parezca raro, solamente con una paliza, o quizá es que aún no lo veían claro.

En mi empresa de material eléctrico aprovechamos unas tomas de masa defectuosas en la instalación de varios pararrayos del pueblo y, en una de las tormentas, el doctor se carbonizó en plena noche (siempre andan atendiendo parturientas nocturnas y haciendo mucha abnegada e incomprensible tarea humanitaria) pegado al timbre de no sé qué primeriza. ¿Queréis creer que Siv era el único horrorizado espectador cuando llegó la gente -por el olor, creo-, allí calado hasta los huesos?

¡Pobre Siv!... No duró ni 24 horas. Le encontramos junto al molino, ahogado, con una estaca en el corazón, con la boca llena de ajos... ¡qué sé yo!... había en su cadáver más superstición que en un siglo de Edad Media.

Así que ahora estamos sin diablo en el pueblo, aunque no tal vez por mucho tiempo pues dicen que la Angelina ha dado a luz una niña muy rara; ya veremos. Voy de visita: estas flores son para ella.

 

 

El mensaje

Cuento independiente. Narración oral.

 

Siempre me ha gustado esconderme en lo más oscuro y recóndito del castillo. ¿Lejos del señor, de su posible y caprichosa ira, de su soberbia justicia? ¿Lejos del bullicio de la corte, de la vanidad de las cosas de arriba?... No podría decirlo. Quizá todo eso, pero también las exigencias de mi trabajo de historiador y escriba, especialmente ahora que estoy ocupado con la historia del reino, de la que ya sólo me falta un último capítulo.

Por eso me alarmó, desconcertó, ¿asustó? la orden de que me presentase en el salón del trono para que me fuese dictado un mensaje que mi señor deseaba enviar a alguien poderoso y remoto. Creedme si os digo que con renuencia y desagrado me puse en marcha desde mis sombríos aposentos, allá en los bajos junto a las mazmorras del castillo, hacia los altos salones del trono y de la corte, apresurado por la urgencia de un mandato perentorio, sin tiempo para cambiar mi descansado pero vulgar atavío, los borceguíes de abierta puntera, piel que ya no podría comunicar su origen; las calzas de informe color y costuras múltiples, el jubón deshilachado y viejo, conocedor de muchos inviernos y pocas higienes... ¿Presentarme así en las alturas?... Pero el mandato no dejaba lugar a dudas ni demoras, el mensaje era urgente, debía presentarme enseguida para escribirlo de mi puño y mano.

Y contestar tal vez preguntas sobre mi secreto trabajo (secreto, pero no tan secreto que en un castillo chismoso no hubiera sido tal vez, para mi desgracia, descubierto por el amo), hablar ante el señor de la historia que escribo, enseñarla quizá, revelar sus capítulos llenos de críticas, opiniones, severos juicios ¿era cierto el asunto del mensaje? ¿Se me llamaba acaso para castigar mi osadía?...

Y mientras subía los interminables tramos de escaleras de granito, y atravesaba salones vacíos y corredores en sombra sin alma alguna que me saliera al paso, habitante único de un paisaje de piedra, desconfiando poco a poco de llegar a mi destino, la opresión del pecho se hacía más y más severa. Me parecía ser un alma solitaria vagando en la tiniebla, llegué a sentir que estaba solo en un universo de almenas fantasmales, siempre con mi temor en la angustia, lleno de recelos y pánicos confusos, desolados, añejos como mi desvaído jubón.

Apareció por fin ante mí la puerta del salón del trono, que con paso temeroso atravesé, muy inclinado y mirando al suelo, esperando una sentencia que a esas alturas se me hacía inevitable...Pero silencio... ni palabras ni órdenes, ni murmullos ni ruidos... Y levanto la cabeza y todo está vacío, vacía la estancia, polvorientos los lienzos de la vetusta pared, carcomidas las maderas de los escaños negruzcos, húmedo de óxidos el vacío sitial del propio trono... que me espera a mí... A mí me espera, pues poco a poco voy recordando quién soy: soy el señor del castillo, hace tiempo que falto de mi trono porque he querido enterarme del último capítulo de la historia de mi reino que un vasallo escribe desde hace tiempo, él cree que en secreto, en la más oculta mazmorra del subsuelo. Pero le he mandado un mensaje para que venga  y me lea sus páginas, y aquí está por fin, temblando de miedo ante mi imprevisible justicia.

Mi relato se pierde ahora en una confusa tiniebla de posibles finales, pues ya no sé si en el último capítulo de la historia de mi reino recibo un mensaje que todo lo revela, o si el mensaje sólo contiene páginas vacías. No lo sé, enviaré un mensaje a un servidor mío que escribe la historia de mi reino oculto en las mazmorras, él cree que en secreto.

 

 

Degradado

Del libro Por vivir y volver y olvidar.

 

El desastre no fue lo más desastroso, que peores aún resultaron las últimas consecuencias, al menos para mí. Cuando las cosas volvieron a sus cauces, se dedicaron a ‘darme mi merecido castigo’, según decían.

Lo primero la degradación, naturalmente, y con todo lujo de fanfarrias y publicidades, hasta devolverme a la más pura desnudez militar, sin grados ni insignias.

Luego las propiedades, casa a casa, finca a finca, mueble a mueble, hasta retrocederme a la más pura desnudez económica, sin bienes ni enseres.

Después los amores, amigo a amigo, mujer a mujer, hijo a hijo, hasta reintegrarme a la más pura desnudez sentimental, sin cariños ni afectos.

Más tarde las creencias, opinión a opinión, certeza a certeza, hasta desandar mi historia y dejarme en la más pura desnudez religiosa, sin mitos ni dioses.

Y finalmente las razones, verdad a verdad, concepto a concepto, hasta deshacer mi mente y dejarme en la más pura desnudez espiritual, sin luces ni horizontes.

Desnudo, solitario, ciego, empapado de olvido y desprecio, voy recolectando de esquina en esquina el frío glacial de esta existencia en tiniebla. Por haber pensado para ellos y haberles aumentado un poco esa cosa que llaman mundo.

 

 

¡Qué difícil ha sido!

Del Libro de Horas.

 

¡Qué difícil ha sido vender a Patricia! Y todos decían, al verla, que iba a ser un magnífico negocio. Yo soy perro viejo en este mundillo, llevo más años de los que me gusta recordar, y tenía mis dudas, grandes dudas, ésa es la verdad. Porque no es exactamente la clase de producto que se coloca bien: demasiado bella, demasiado elegante, demasiado rubia, demasiado... refinada. En esto de venderle gente a la gente, que el producto no tenga ni un solo defecto es malo y no bueno, por mucho que los ingenuos se empeñen en lo contrario.

La cosa no solamente se deriva de la experiencia del vendedor, digamos que a ojo de buen cubero, sino que resulta susceptible de un cierto análisis sociológico de mercado. Por ejemplo, según se ve a Patricia parece ideal para varias cosas, como diseñada al efecto: hembra de placer, señora de compañía, institutriz de vástagos muy señoriales.

Pues bien, veamos: para hembra de placer está, no hay más que verla, maravillosamente dotada, y sin duda haría las delicias carnales de cualquier gordo comerciante casado de años con una gruñona esposa madre de cinco hijos. Pero a la hora de retozar en el lecho ¿en cuál de los siete idiomas que domina Patricia conviene que responda a las efusiones del grasiento percherón? ¿En arameo o griego, en parsi, en la tercera variante del swahili occidental, en que es experta?... Patricia no sabe gruñir en el único idioma que entendería el garañón, y, antes o después, al citado acabaría por darle corte sacar todo el jugo placentero de una intelectual de tantos vuelos, que responde a un pellizco en la nalga con un párrafo exquisito venido directamente del eximio Homero o del ilustre Pazzi Gutja (vate brillante y rapsoda de sus propios lirics en la muy venerable lengua del astarfenita).

¿Señora de compañía?... parece que estoy viendo a una de mis clientes (por un instante pensé que sí picaba) analizando las brillantes prendas de Patricia para este menester: su elegancia innata, sus modales exquisitos, la cantidad de temas de conversación, su discreto asentimiento a cierto suave chismorreo... pero también comprendí en seguida, como comprendió mi cliente, que cada vez que Patricia peinase a su señora ante el espejo, sería inevitable la comparación, lo mismo que al recibir visitas, al sentarse a comer con el marido, al... ¿Compararse con Patricia? ¿Qué mujer resiste compararse con Patricia? Nos miramos a los ojos y comprendimos los dos, con verdadera pena, que Patricia era demasiado para cualquiera.

Y trata de usar a Patricia para que enseñe a unos niños díscolos, metida en casa todo el día, los vericuetos del lenguaje, de la historia o del arte. Observa cómo tus amigos te miran pensando lo estúpido que eres desaprovechando a Patricia en esos menesteres, cómo las amigas de tu esposa la miran pensando en que tú no desaprovechas a Patricia, sino que la aprovechas, y tú, que la aprovechas o que no la aprovechas, te vas a la cama pensando lo estúpido que eres en cualquiera de los dos casos, lo mucho que te ha costado, el poco partido que le sacas, que va a deshacer tu matrimonio...

De verdad fue muy difícil vender a Patricia. Estuvo con nosotros tanto tiempo que ya casi formaba parte de la familia, yo me iba familiarizando con los verbos irregulares parsis, que son intrincados, y con otras cosas menos intrincadas del carácter de Patricia, la misma muchacha se estaba empezando a considerar ‘de casa’, pensar en venderla comenzaba a dar ‘no sé qué’, como vender la camilla o al Pristino, un buey que tira del más pesado de los carromatos y que ya era viejo antes de que muriese mi padre.

Hubo diversos intentos, un propietario de una compañía teatral que la quería para todo, dama joven, dama de carácter, novia del hijo, el papel de la otra, concubina suya... y que no se decidió porque costaba cara (hubiese tenido que vender al resto de la compañía, creo que se lo anduvo pensando). Un pomposo senador que la quería de ‘secretaria’, y que se la hubiese quedado, salvo que en ese viaje precisamente el senador viajaba con su esposa...

Ni sé los cuentos que había yo ido inventando a los largo de los meses como origen y familia de la chica, desde princesa oriental raptada por piratas hasta descendiente secreta de un lío del propio emperador (nunca dije qué emperador), pasando por una camarista en desgracia de la Estelatriz del Impersán, odalisca rebelde de un harén del desierto, jerarca de un distante convento de vestales prohibidas...

Pero esos ojos verdes con reflejos de oro, ese pelo de oro con reflejos verdes, ese cuerpo que es tan hermoso que te da más respeto que placer (tienes todo el rato la desagradable sensación de que le estás poniendo los cuernos a los dioses), su extremada elegancia, su inteligencia brillante, su armoniosa voz... todo ello se concitaba para que los compradores, bien a su pesar ¡pobres!, renunciasen a la compra.

Al fin, no creo haber hecho un buen negocio, como yo sospechaba y me temía desde un principio. Es cierto que Patricia queda bellísima en la etiqueta del envase, y que los compradores siguen creyendo que se trata de ella, pero quién sabe el tiempo que hará que Patricia se les ha acabado (y, dado el uso al que la destinaron, me la pagaron solamente al peso).

 

 

La leyenda del servidor del hijo

Cuento Independiente. Narración oral.

 

Era una vez un dios que tenía un poder sin límites, y un hijo al que amaba sin límites. Deteneos un momento en estas palabras aquéllos de vosotros que tenéis hijos y pensad en lo que significan: todo su inmenso poder lo puso al servicio del hijo, para el bienestar del hijo, para la felicidad del hijo.

Comprendía que el hijo era débil y limitado y por eso construyó un servidor perfecto para que ayudase y asistiese al hijo y le acompañara por todos los caminos del tiempo y de la vida. Como la sabiduría del dios y el poder del dios no tenían límite, el servidor, verdaderamente, fue una obra perfecta.

Radiante e infinito como la luz que no se agota, conocedor y penetrante como la sabiduría que todo lo comprende, fuerte como el poder que a nada cede en potencia, si el hijo era débil el servidor era el ímpetu de las estrellas y de la energía que contienen; si el hijo era ignorante, el servidor condensaba en su mente los conocimientos totales que todo lo resuelven; si el hijo era lento, el servidor iba y volvía al instante del uno al otro confín de los distintos universos; si el hijo era torpe, el servidor era tan hábil que podía enhebrar la luz en una aguja de noche. Poderoso, sabio, veloz, hábil, sublime, generoso, valiente, hermoso, lleno de las más superiores virtudes, pero humilde, obediente, disponible, complaciente... Era la obra de un dios con un poder sin límite en favor de un hijo al que amaba sin límite.

Y se fueron juntos de viaje el hijo y el servidor del hijo, recorrieron los diferentes espacios del espacio, los distintos e iguales momentos del tiempo, las más apartadas y cercanas regiones, los más remotos e inexistentes caminos. Y mil veces, y mil veces mil veces, debió el hijo la vida a su servidor. Y mil veces y mil veces mil veces le debió la felicidad y la sabiduría, que acaso no sean la misma cosa, y le debió la felicidad y la justicia, que acaso el hijo no las deseaba en la misma medida. Y mil veces y mil veces mil veces obedeció el servidor del hijo las órdenes, los deseos, los caprichos del hijo.

Pero un día volvió el hijo a la casa del padre, y volvió solitario y sin su servidor, y el dios supo de su boca que el servidor, últimamente desobediente y tal vez estropeado (mecánico al fin, pues que perfecto), había quedado como inservible chatarra a la vera de remoto y olvidado camino.

***

“¿Quién se creyó que era el criado para osar desobedecer a su amo? ¿Por qué se negó a cumplir mi última orden? ¿Por qué no quiso obedecerme y matar al padre?

Esta vez insistiré con firmeza para que me entregue un servidor que sea verdaderamente eficaz y obedezca todas mis órdenes”.

 

 

El marro

Del libro La rosa de los cuentos.

 

Lanzó el marro con toda su habilidad y con toda su fuerza. El complicado cilindro de hierro aplastado salió de su mano deteniendo el tiempo mientras los perfiles de geométricos dibujos estrellaban de aristas giratorias los cristales del aire.

Acabó la partida, regresó a su casa, besó a su mujer, colocó el embozo en las camas de sus hijas, rezó con torpeza oraciones de niño, durmió soñando marros que atravesaban mares, madrugó con la aurora y anduvo los caminos, trabajó diez mil días y casó a sus hijas, alzó en los brazos un nieto tras otro, calmoso esperó crespúsculos y jardines, el marro de la muerte regresó a su mano y llegó a su destino levantando de golpe una pella de tierra; el hueco de la misma bastó para enterrarle, yo tengo su marro inmóvil en mi estante, o quizá es que vuela siguiendo otras rutas, marcando otros destinos y yo no lo noto.

Ésta fue la historia de un marro de hierro que jugaba al hombre lanzándolo al aire.

 

 

Cuchillo

Del libro Diario del hombre sin días.

 

No sé por qué llevo al cinto cuchillo. No sé.

Mi cuchillo es de acero y mil vientres de esclavos con su sangre han templado la hoja, rubíes, zafiros, una enorme esmeralda azul como el oro en la empuñadura de ergonómico diseño efectuado por ordenador (un ejército de esclavos informáticos al servicio de mi artista preferido, el eunuco creador de cuchillos reales, que esta vez se ha lucido: es eunuco ahora, lo probé con sus testículos, corta bien)...

Termino la frase interrumpida por el paréntesis: embellecen más si cabe su magnífico aspecto.

Será, supongo, por el fasto de las piedras preciosas, o que siempre me han gustado los cristales (al eunuco escritor de mi palacio le obligo a que meta de vez en cuando, venga o no a cuento nunca viene, una cierta cantidad de cristales, él se figura que le ha buscado sentido, parece que lo interpreta como lo inerte, lo muerto, estos esclavos son gilipollas)...

Termino la frase interrumpida por el paréntesis: o que hace juego con el resto de la panoplia que integra mi arnés de combate, los tres desintegradores de personal por sorites automáticos, la azagaya de partir argumentos y el lanzatérminos que uso para rematar conversaciones.

Pero tampoco es que le tenga al cuchillo un cariño especial, me recuerda a mi padre (para mal, me parece que lo voy a dejar -el cuchillo- en la sala de armas de mi castillo de armas: me pondré al cinto la espada de aljófar, que me recuerda a mi madre)...

Termino la frase interrumpida por el paréntesis: porque entre él -mi padre- y él -el cuchillo- heredé el trono. Por cierto, en su empuñadura no había rubíes... a ver si mando que limpien los diamantes.

 

 

Universos mestizos

Del libro Historia de los dioses.

 

Dos dioses amigos, camaradas de muchas aventuras y evos, acotaron un terreno que dividieron en dos partes contiguas para hacer a la vez sendos universos, uno cada uno, no por competir, sino por el gusto de trabajar a la par, hombro con hombro, eran como hermanos después de tanto como habían vivido juntos.

El universo de la izquierda lo llenó su creador de arcos elevados de jardines de agua y de cristal, estructura reticulada y atrevidísima en la que arquitrabes de fina silueta y elegante espiral se retorcían sobre sí mismos para alcanzar otros niveles de su propia consistencia y dar tan aérea impresión al no obstante sólido conjunto que se experimentaba la necesidad de levantar la mano para sujetar tales volutas audaces. Si una bóveda se abría a estrellas remotas más bajas sin embargo que ella, las columnas que la sujetaban pasaban por encima horadando la tela de luz que la constituía y se erguían como lanzas afiladas hacia una altura más allá de las dimensiones. Si la nervadura arriscada y desobediente fugitiva de un arco se llevaba como flecha el astil de su propio diseño, capiteles helicoidales desenroscaban su esencia para subir en trémulo polvo de luz y caer por fin sin caer nunca, tan espigados y altivos.

El universo de la derecha lo amasó su dios en pétreas montañas imponentes, allá donde apoyaban sus estribos, se aplastaba la sombra bajo su peso y, constreñida en sus moléculas más allá de toda resistencia, se encendía de golpe en chispazos de luz, así de plúmbea resultaba la zarpa de esas cordilleras engravecidas. Como lava de piedra que discurre rebosando de su propia densidad a paso tan lento que se hace y se deshace, se licúa y se refunde a cada centímetro que avanza, así las estrellas de ese mundo recorrían la noche y tenía la noche que esperar durando evos infinitos sin dar paso al día no por su pereza, no por su lentitud, pero por la de tan sosegado firmamento. Y los mares eran inmensos, aunque a una sola gota condensados por la presión de la mole, una gota que valía por un millón de océanos, suficiente para apagar, o casi, la sed del hombre.

Y se sentaron juntos en el porche de sus mundos, a charlar del trabajo, a reír como chiquillos que han dado de mano los deberes del día. Envidiosos y asombrados, aunque sanamente, se mostraron admirados de tan ruidosa manera cada uno con el mundo del otro, que al fin se los cambiaron con gran satisfacción por ambas partes, qué universo tan bello ganaba cada uno, qué fruto del amigo y qué gozoso trueque.

Y empezó el primero con las masas inmensas a moldear agujas de elevadísimos arcos y bóvedas que se abrían a estrellas remotas con columnas erguidas como lanzas afiladas hacia una altura más allá de las dimensiones... pero respetando sin embargo la belleza aplastante de aquellas cordilleras que hacían con su peso luz de la sombra y densa única gota de los rebaños de océanos.

Y empezó el segundo con las atrevidas nervaduras y los elegantes capiteles de altísimos destinos a embaldosar los suelos de cimientos ciclópeos, capaces de soportar el peso de las constelaciones y de comprimir la luz hasta volverla sombra... pero respetando sin embargo la belleza alada de aquellas columnas que se alzaban al infinito sin concederse límites.

Uniendo sus almas consiguieron dos mundos iguales y diferentes, bellos por doble partida, elegantes e imponentes, tan armoniosos de sus disonancias y tan equilibrados de sus diferencias que resultaron la envidia de otros dioses solitarios. El fruto del amor es un híbrido tan hermoso que toda raza pura envidia su mestizaje.

 

 

Ser gacela

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Hace tiempo que me tentaba hacer la prueba de la gacela, saber en qué consiste la otra parte del tema. En efecto, siempre se ha dicho que la lucha por la vida se resume en comer y no ser comido, aunque antes o después a todos los cerdos les acababa llegando su sanmartín.

Pues bien, la prueba de la gacela consistía en saber qué se siente cuando se es comido. Me parecía interesante y como que no estarían completos mis estudios terrestres sin esta aventurilla.

Aunque yo sea extraterrestre y disponga de medios especiales, técnicamente no fue sencillo: hube de jugar muy fino con el crono para estar a la vez delante de la leona corriendo a la par que la asustada víctima y no perturbar sin embargo el olfato de la cazadora ni su atención ni su vista.

Nos dio una rápida carrerilla, tácticamente perfecta, desde la desenfilada de unos arbustos  tras el arroyo hasta la depresión en que perdimos pie y nos clavó los colmillos en la grupa y luego con las garras nos destripó la panza. Bien, sí, emocionante... Tienes literalmente el corazón en la boca mientras sientes a tu espalda el aliento caliente de la felina gigantesca y ves cómo se te gastan los azúcares de los músculos y que te caza y te caza... y ya estás con los intestinos por el polvo (sensación asquerosa si las hay, por cierto). Luego pasa un rato que entre el shock y que ya no respiras, ni sientes ni te enteras de que te está masticando, si no te das prisa te desvaneces sin sentir los poderosos maseteros trabajando en firme. Tuve la suerte de seguir con un ojo (velado de sangre, eso sí) la delicada y exquisita precisión con que me desmontó las quijadas para extraerme la lengua que chupó y saboreó con ademanes de gourmet... y se acabó lo que se daba porque vino rápido un macho y con dos rugidos chulos y tres pedorretas de tripa vacía, echó de allí a la cazadora, se plantó sobre mis despojos y me desgarró sin técnica ni buenas maneras.

Ser comido es más interesante que comer, desde luego, pero hay mucha literatura al respecto, te aburres entre sobresalto y sobresalto, entre mordida y mordida, y luego te cagan sin miramientos como un mojón para marcar el territorio. No sé.

 

 

Mi novia

Cuento independiente. Narración oral.

 

Hay historias de amor que se cuentan con dificultad porque son simples, triviales, iguales a tantas otras, sin nada que las haga diferentes, dignas de ser repetidas.

Ya conocía a mi novia antes de que nos enamorásemos. No sé desde cuándo, desde siempre. Era una de esas relaciones que no tienen principio y que un día, tampoco sabes qué día, se han convertido en otra cosa.

Pero cuando se hizo amor, fue amor en todos los sentidos. Una interioridad absoluta del uno con el otro, y el resplandor de un mundo creado solamente para nosotros dos. No me pidáis palabras, no puedo describirlo.

El sexo, tan material, tan externo, era en nuestro caso inefable y trascendente. Nunca conseguí entender cómo mi mano, mi torpe mano, podía producir el milagro de aquellas caricias. Era su cuerpo bajo ellas como mi mano lo deseaba, fuerte o suave, o resistente, o flexible, interminable como la noche, luminoso como el alba, infinito como el tiempo. ¡Torpe de mí, que creía que era mi mano! No era mi mano, no, sino la magia de su cuerpo.

Y cada vez diferente en mi memoria, inimitable. Acariciando su cuerpo, acaricié todos los cuerpos.

No tuvimos hijos. ¿No los necesitaba nuestro amor? ¿No tuvimos ocasión? ¿No tuvimos el deseo? Ahora no recuerdo la razón, solamente el hecho, que me parece trivial y no me preocupa.

Y cuando llegó la muerte y tuve entre mis brazos su cabeza sin vida... sentí la desolación absoluta, cuando en mi soledad inabarcable me di cuenta de que yo estaba allí, con mi dolor infinito, con el universo parado, detenido, mirándonos... El universo, mi dolor y yo, quién sabe cuánto tiempo.

Así fue como murió mi madre.

Mi esposa y yo temíamos... no sé: una pregunta, una investigación, una sospecha, algo... Nadie preguntó jamás nada. No hubo problema alguno. Le llevo rosas de fuego de vez en cuando.