Amor fraterno

Del libro La rosa de los cuentos.

 

Eran dos hermanos gemelos, espaderos habilísimos, de rápidos como el pensamiento aceros, de atinada como el destino la perforadora punta, de titánicos como el granito la de sus brazos fuerza, vencedores en todos los duelos, temidos en todos los confines, los dioses prudentes siempre a su retaguardia. Pero quiso el destino, más cruel que los dioses, que uno de los dos sufriera un accidente, y quedase para siempre quemada o tullida su mano derecha. No que dejase de serle útil para comer o vestirse, incluso podía acaso sujetar la espada, pero o bien su mano o bien su alma habían perdido la divina velocidad, ahora era un esgrimista torpe, vacilante, empezaremos a llamarles PedroLento y JuanRápido.

Su perdida habilidad fraguó odios en el alma de PedroLento, grietas en su carácter, y tanto como no podía defenderse en un duelo, cuanto y más, chulo, bravucón, matasiete, perdonavidas, duelos buscaba, de los que siempre JuanRápido había de sacarle, nadie los diferenciaba, luchaban siempre con el guante puesto. Así pasaron años en que Juan florecía en bondad y lealtad, amor a su hermano, virtudes fraternas que honraban su fama. Casó y tuvo hijos, mientras Pedro se pudría por dentro y el odio iba partícula a partícula volviendo de piedra su amargado corazón y apartando de su senda todo calor humano, salvo el amor sin fisuras que Juan le conservaba.

En una noche de taberna y negra bilis encenagando su espíritu, PedroLento llevó su osadía a retar a muerte a dos enemigos a la vez, reputados esgrimistas de viejas espadas asesinas. Los retados se citaron junto a la orilla del río a la del alba y la muerte.

Nos lleva el cuento ahora a esa misma orilla cuando los dos hermanos, mientras esperan, hablan por última vez, y dice Juan y suplica que, siendo la muerte de uno de los dos cosa segura, una vez más debe él enfrentarse a ambos enemigos, que así tal vez quede todavía una posibilidad, aunque remota. Pedro asiente por fin y al acercarse las dos siluetas de esta muerte par que la aurora propone, se esconde Pedro sin ser visto entre las cañas del río.

Y desde allí contemplo la increíble proeza de mi habilísimo hermano, rápido el cuento llega a su final y los dos enemigos quedan muertos en tierra, mientras mi jadeante gemelo se quita el guante y con su mano tullida se seca el sudor de su frente. He sido testigo de un milagro, la recuperada habilidad de Pedro, crecida y más certera que antes de su accidente, corro lleno de alegría a estrecharlo entre mis brazos, su espada me busca el corazón con odio.

Solamente el entrenamiento me salva la vida; desenvaino mi acero para defenderme de sus estocadas, le grito y le grito para que vuelva a la razón, le recuerdo a nuestra madre, le recuerdo a mis hijos, poco a poco su odio va pasando a mi corazón cuando los filos se cruzan, en un momento mi mano, sin yo saber lo que hace, no sólo se defiende sino que ataca y avanza, mil años después, un instante luego, atravieso su corazón y le mato, no termina de caer, mi espada le sostiene, la retiro manchada, le vuelvo a matar y a matar y a matar.

Me preguntan mis hijos y no sé qué decirles, aunque hace ya tiempo que han dejado de preguntarme. Me preguntan mis hijos... mis hijos... que por qué nunca me quito el guante.

 

 

Lágrimas de cebolla

Del libro Diario del hombre sin días.

 

‘Lágrimas de cebolla’ lloraba por todo, grandes tragedias y tristezas menores, incluso anécdotas triviales del diario vivir. Pero ésa era su condición, la lágrima fácil, y llegó de ese modo a ganarse la vida como plañidero de entierros, incluso en bodas lloró, le pagó una viuda que se quedaba sin hijo.

‘Lágrimas de cebolla’ no tenía que esforzarse, le bastaba pensar en lo que él bien sabía y... ¡hala!: a llorar como un río.

Hasta que un buen día el río se secó y ‘Lágrimas de cebolla’ se quedó sin lágrimas, vaya usted a saber la razón. Le cambiaron de nombre y pasó a ser ‘Secarroyo’, y tuvo que ganarse la vida de reidor oficial, en bodas e incluso entierros, la nuera de aquella viuda le pagó al enviudar.

Cuando le llegó la hora y le taparon con tierra, las gentes del pueblo no sabían si reír o llorar, echaban de menos sus buenos oficios, con gusto le hubieran contratado para su propio sepelio.

Muchos nos hemos quedado, además, sin oficio, que dependíamos de él para nuestra labor, sin ir más lejos yo, que mato por dinero. Por eso le recuerdo, qué buen amigo era el gran ‘Secarroyo’, mi último trabajo, me pagaron las viudas.

 

 

Criado a pura bellota

Del libro Cuadernos del Vegano.

 

Me he empeñado en enseñar a un cerdo a ser hombre, a estudiar en la escuela letras y números, a trazarse prolijos y hermosos planes de futuro, a desear para sus hijos una profesión estúpida pero pingüe, a recordar las cosas como nunca fueron, a traicionar y contarse luego el cuento de haber sido traicionado, en fin, toda esa mierda.

El cerdo va poco a poco, no es que no aprenda, es que se le atasca su natural honesto (criado a pura bellota es salvaje e inocente), y no logra los matices más sutiles del caso. Al traicionar te hace un gesto de pedirte perdón, lo que aprende lo aprende por curiosidad genuina y sin proponerse luego objetivos bastardos, de sus hijos no quiere sino que salgan sin mucha grasa sus curados jamones... No es fácil, no es fácil.

Lo que diferencia este asunto de un vulgar apólogo para libros de texto es que al fin logré que el pobre cerdo fuese en toda la extensión de la palabra un hombre, ya sin lagunas ni despistes y en cada detalle siendo profesional y auténtico.

Cuando al fin estuvo ya seguro en su nueva naturaleza, tratamos una tarde de si podría en su caso hablarse de un alma o cosa semejante, alguna tripa etérea menos para embutir que para crear pensamientos, poemas, música, emociones, discursos teologados, silogismos, en fin, toda esa mierda.

Argumentos teníamos muy equilibrados para ambas posiciones, que alma sí, que alma no, y en un tris estuvimos de decantarnos al sí cuando recitó (mejorado) el soneto de Quevedo del ‘Miré los muros...  etc. etc.’, y nos encontramos metidos, no sé cómo, en la quaestio disputata de si los poetas son hombres o qué son. Lo dejamos estar y nos fuimos hozando en busca de trufas.

 

 

La tribu caminante

Del libro El seguidor/El secuaz.

 

Cuando la estrella roja comenzó a brillar, salimos de nuestros hogares para no volver, siguiéndola, siempre tras ella como ella tras su destino. Y es que la tierra se abría y temblaba y era hora de marchar hacia el horizonte que señalaba, no supimos entonces cuál, la roja estrella que nos guía.

Iban en primer lugar los jóvenes guerreros, orgullosos de abrir la marcha, siempre atentos a su misión de vanguardia, podíamos confiar en su valor, en su vigilancia eficiente, en su incansable energía. Luego los sacerdotes que deberían interpretar todos los presagios, atender a todas las señales, podíamos confiar en su sabiduría centenaria, en su conocimiento de los signos, en su memoria sin fisuras. Luego las mujeres, atentas a que los enseres y los carruajes estuviesen seguros, ordenados, a punto, podíamos confiar en su destreza doméstica, en su tranquila organización, en su infatigable tenacidad. Y finalmente nosotros, los curtidos soldados veteranos, cubriendo la retaguardia, pendientes del pasado, de la venganza quizá de los abandonados dioses.

Pero delante de todos la estrella de sangre, marcando la pauta y el camino, señalando en su doble perfil la ruta de nuestro futuro.

No puedo ahora decir el tiempo que duró nuestra marcha, si atravesamos o no todos los océanos, si subimos o no a todas las montañas, si cruzamos todos los desiertos o hubo desiertos que no llegamos a cruzar. Puedo, sí, asegurar que los jóvenes de vanguardia hace mucho tiempo que marchan a retaguardia, las mujeres son otras, otros los sacerdotes, y los viejos guerreros que cerramos la marcha al salir del poblado, ha mucho tiempo que estamos enterrados en remotos y olvidados recodos, valles, desiertos y mares.

Pero la estrella de sangre sigue siendo la misma, sigue delante de nosotros marcando nuestro sendero, y la tribu la sigue con la misma fidelidad que el primer día.

Quizá nunca hemos salido de ningún poblado, nadie que ahora vive vivía cuando ocurrieron, si ocurrieron, los hechos legendarios que nos obligaron a salir. Tal vez desde siempre somos seguidores de la estrella, nacimos así, errante tribu sin hogar y sin dioses. Porque nuestros hogares duran solamente una noche, y nuestros dioses, los del camino, cambian de recodo en recodo.

Yo mismo nací en uno de los carros, un carro nuevo que sustituía a cientos de sucesiones de antiguos y olvidados carros. Mucho tiempo marché en vanguardia con mis alegres compañeros, pero mis cansados pies han olvidado ya la novedad de las piedras sin pisar, ahora me tapo la boca con el borde de la túnica para no tragar el polvo que toda la tribu levanta delante de mis ojos rojizos.

Lo único seguro es la estrella y dicen los viejos que no marcha en línea recta, sino que traza un círculo que acaba donde empieza. Así la vida humana vuelve a su pasado siguiendo la ruta encadenada de la estrella de fuego.

 

 

Redentor

Cuento independiente. Narración oral.

 

Cuando la mina es el infierno, el infierno verdadero se vuelve suave y hermoso por comparación. Y entonces, en el tiempo de que habla mi relato, la mina era el infierno, un hondo infierno de tiniebla y de sed, de piedra, tiniebla y sed.

Dejadme que os hable de la sed, precisamente de la sed, porque ese tormento inacabable no había sido pensado por ellos, sino que era una especie de regalo añadido graciosamente por los sobornados dioses. La sed era la reina y señora de ese mundo interior donde sol ninguno giraba para suprimir la sombra. Era la sed espesa y caliente, como de polvo de esmeril que se anclara en la piel de la boca y derrotase a la saliva en combate desigual, volviéndola también a ella de tierra y de arena. Una sed que penetraba la totalidad de los tejidos, convertía la piel en lija de fino azabache, los huesos en leños carbonizados y la sangre en una lenta y pegajosa baba rojiza. Reinaba la sed en la mina de forma tan indiscutible, que los hombres teníamos la sensación de cavar en ella más que en la piedra misma, como si el mundo fuese una masa rocosa de espesa sed, extendiéndose hasta el infinito por los cuatro puntos cardinales: abajo, abajo, abajo y abajo.

Sometidos como estábamos a una situación de absoluto dominio -con turnos de mes que te hacían olvidar incluso la alucinación fantasmal de un mundo exterior y conseguían que creyeras haber vivido en la sed desde siempre y para siempre- era la sed el aire que respirábamos, la lágrima ausente de nuestros ojos, el estertor de sílice de nuestro pecho, la sustancia de nuestras conversaciones, el pálido reflejo de amores que no conseguíamos recordar y, en los momentos peores en que el infierno se superaba a sí mismo, en un mundo en que la mina era el mundo y el mundo era la mina, la sed se volvía, en medio de nuestra más tenebrosa desesperación, el futuro inevitable de nuestros hijos.

Por eso comprenderéis lo que supuso para nosotros la aparición del Redentor.

Al principio no supimos quién era, tardamos varios turnos en saber que estaba allí. Su presencia primera, suave, silenciosa, nos pasó desapercibida durante algún tiempo. Pero poco a poco se fue abriendo paso, a través de la piel de piedra de nuestros corazones, la sonrisa que le hizo famoso en el mundo de la mina. Era una sonrisa tan leal, que la primera impresión (llena por cierto de asombro y recelo) te dejaba convencido de tener en él un partidario absoluto, un amigo verdadero. Aparecía su sonrisa, además, en los peores momentos, cuando los cascotes saltaban en cascada hiriendo tu rostro o tu pecho, cuando el aire de esmeril te lijaba los pulmones, cuando la sombra se volvía tan densa que apagaba los reflejos de la propia tiniebla, en fin, cuando la sed. Y no se trataba solamente de su maravillosa y refrescante sonrisa, estaban también pequeños favores que habrían sido triviales en el exterior y que en la mina eran joyas de precio incalculable: una última gota de su cantimplora cuando estabas a punto de desfallecer; un suave empujón a tiempo para evitarte el golpe más duro del rebote; señalarte como distraído el trozo más suave de la piedra en que reposar durante los breves descansos; su hombro siempre dispuesto a disminuir tu carga... No tardó en ser el Redentor la única luz de la mina.

Así pues, a los pocos turnos de haber notado su presencia, le revelamos nuestro secreto. En uno de los ramales abandonados al final del corredor más hondo de la mina, una piedra, negra y pulida como un espejo de antracita cristalina, manaba agua. Un hilo de agua, un rezumar escaso, pero agua, ¡agua en la mina!. Demasiado distante para bajar con frecuencia, demasiado exigua para tantos hombres, era sin embargo aquella maravilla la sustancia de nuestras ilusiones, el único recuerdo que allí dentro no se borraba, la reserva final de la derrotada esperanza.

Fue una fiesta lo que hicimos entonces, cuando el Redentor participó del último secreto; fiesta silenciosa, emocionada, con la grave y digna reserva de los hombres sacralizando aquel templo de la amistad, la esperanza y el agua.

Cuando al final de alguno de aquellos turnos, ya el Redentor formando parte del tejido de nuestro mundo interior, nos dispersamos para regresar a no sé qué paisaje familiar remoto al que también dicen que pertenecemos, le vi ascender por el sendero de la colina, lento y seguro, y me despedí de él, con la mano brillando de negras micas al sol de la tarde.

Aquí termina mi relato, espero que sepáis callar los secretos que cuenta, pues la mina sigue como sigue el mundo, y la sed reina en ellos como siempre ha reinado.

***

El minero conocido por los hombres como el Redentor llegó al final del sendero de la colina y se internó en los jardines del palacio del gobernador. Pronto fue reconocido por la guardia, que le rindió inmediatos honores. Rápido y autoritario, se dirigió a sus habitaciones privadas donde, después de bañarse en el estanque de tibias aguas perfumadas, recibió al secretario de órdenes y dictó una breve consigna:

-- Tenía yo razón, la roca rezuma porque la espita 51 pierde agua. ¡Que la cierren!

 

 

El concurso

Del libro Por vivir y volver y olvidar.

 

Hemos llegado a la final del concurso de blasfemar sobre los dioses del agua y del viento. Quedamos yo y otro que no soy yo y va a ser una final muy reñida, pues ambos somos odiadores y tenemos cuentas pendientes con los dioses. Que a él le arrancaron los vientos las entrañas y yo en el agua veo siempre mi destino.

Aunque parezca raro, su blasfemia al viento me ha emocionado y, si los jueces le hubiesen dado el premio sin más, lo habría comprendido. Era una hermosa maldición contra todos los ábregos, tramontanas, monzones y terrales. Pero parece que mi canto contra ondas y olas también les ha gustado. En fin, allá veremos.

Las mujeres, como siempre, están gimiendo llenas de terror, allá detrás de las cuerdas (no se las deja entrar con sus histerias en el recinto de la lid, claro), y llegan hasta aquí sus lamentos. Ya se imaginan las venganzas de los dioses y ven en sombrías imágenes de futuro la horrible suerte que les aguarda a los hijos a cuenta de estas maldiciones de los padres. Son el telón de fondo de la fiesta: sus lágrimas nos animan.

En cuanto a mí, me voy a jugar el todo por el todo, y que sea lo que sea. No me importan las consecuencias. Van a saber los dioses del agua lo que es un hombre odiador y resuelto, armado a puño fuerte con su aguda blasfemia. Y malditos sean los que secaron las aguas de la tierra.

 

 

La justicia

Del libro Tarot de Salamanca.

 

--Póngase en pie el acusado. Por la autoridad de este sagrado sitial de Justicia y en virtud de las pruebas que te señalan, te condeno en firme sentencia a la pena de destierro y te degrado para siempre de todos tus símbolos. ¡Que nunca reconozca a los suyos! [El ujier borró la pintura de mis ojos] ¡Que no vuelva a sentir los soles! [El ujier desanudó mi trenza] ¡Que se desoriente sin remedio! [El ujier me arrebató mi anillo] ¡Que no pueda olvidar! [El ujier deshizo mi cinturón de olvidos].

De modo que fui deshonrado ante las gentes y ante los tiempos a causa de mi desgraciada torpeza y tuve que salir esa misma tarde hacia las montañas cubierto con mi piel de zorro gris de culpabilidad manifiesta.

Mi paso vergonzoso -en medio de un silencio que nunca antes había oído- se deslizaba entre dos filas y la mayor parte de los espectadores eran mis propios amigos, o quienes lo habían sido justo hasta unas horas antes, cuando empezó el juicio. Pero claro: todos llevaban sobre sus hombros la capa de zorro plata de inocencia fehaciente.

De pronto, literalmente como sintiendo un rayo celeste encenderme las entrañas, tuve la intuición de que mi salvación era posible, enseguida de que era probable, rápidamente de que era cierta y, un instante después, de que los dioses me volvían a ser benevolentes.

Distraída, atenta a recoger sus yerbas sagradas, sorda por la presión de la edad (o por intervención directa de mis celestiales favorecedores) la vieja se afanaba ¡fuera de las marcas de generosidad de su casa! Era, desde luego, su primer descuido -llevábamos no sé cuántos años vigilando para quitarla de enmedio, pero era astutísima y ni por casualidad salía de los límites de generosidad, aunque la edad no perdona...- e iba a ser el último. Y sorda, además, justo cuando yo acusaba a los dioses de olvidarme.

Salí corriendo, claro, como una centella, la derribé de un solo golpe de maza y la desollé en menos que se cuenta. Luego, entre el clamor ensordecedor que aplaudía mi hazaña (mis amigos se alegraban, seguían siendo mis amigos), retiré de mis hombros la capa de zorro gris y me puse su sangrante pellejo. Con mi capa, pues, de ‘a salvo de la ley’, y seguido por todo el grupo, regresé a la sala del tribunal y, sin dignarme pedir permiso -yo era ahora por decreto, no ya inocente, sino la fuente misma de la inocencia- recuperé mis símbolos.

Volví a pintar mis ojos y vi sonreír a mis amigos. Rehíce mi trenza y sentí de nuevo el calor por mis venas. Recobré mi anillo y otra vez supe dónde estaba. Até mi cinturón y estuve a salvo de la memoria.

Fue un glorioso final para un día aventurado, El Día De La Justicia. En este milenio ya no volverá a haber, aunque no importa: mañana es El Día De La Verdad que, sin duda, deparará igualmente sus sorpresas; pasado será El Día De La Amistad, luego El Día De La Benevolencia... Hay más días que palabras.

 

 

Letanía

Del Libro de Horas.

 

Leo Foederis Arca era negro, casi azulado, con unos ojos oscuros pero transparentes, fosco pelo de corta ralea, y daba por sí mismo testimonio de la bien merecida fama que tenía nuestra orden de liberal, cosmopolita, abierta a todas las razas y a... (iba a decir ‘todos los credos’). Pero si cantaba maitines a dúo con Janus Domus Aurea, el pelirrojo gigante de Asmódar, o con el siniestro enano de Sánditel, Mihel Turris Eburnea, entonces el testimonio era, además, encíclica, pues juntos por parejas o conciliados a trío, sobre cantar como los ángeles, parecían representar diferentes continentes (y los representaban: vaya usted a saber qué distante y misteriosa región sería la de Torre de Marfil, en todo caso remota, peligrosa, oscura).

Aunque nunca solíamos bromear (imposible con Mihel, difícil con el lento y torpe Janus), lo cual contrasta mucho con el habitual proceder entre jóvenes de una ‘banda’, formábamos los cinco, Leo, Janus, Mihel, Silvio Ianua Coeli y yo, Angus Stella Matutina, un grupo bien avenido capaz de efectuar incursiones ‘en guerrilla’ a la despensa del convento en hora nocturna, o de sacarle al magro sacristán algún cuartillo de vino con el precio de nuestro silencio, del que tan necesitado andaba el rijoso Rosa Mystica.

Creo que fue Puerta del Cielo el que tuvo la idea (otros dicen que fue Arca de la Alianza, e incluso Estrella de la Mañana...), pero fuese quien fuese, todos asistimos imper(térritos, turbables, meables) al desarrollo estratégico de la misma, así como a su planificada ejecución. Y es que Regina Virginum y Speculum Iustitiae nos tenían verdaderamente hasta los... laudes de tanta mortificación, y todos estábamos deseando darles una lección definitiva.

Suerte hubo, en primer lugar, de que las celdas de los dos miserables, Espejo y Reina, estuviesen juntas, así como de lo fácil que fue proceder al soborno de Hans Vas Honorabile, que tenía la suya más allá, y de Pieter Causa Nostrae Laetitiae, que cerraba el recodo del claustro y ejercía por su cuenta las funciones de vigilante, espía y soplón: a Vaso le pagamos en chorizos y vino, a Alegría en... bien, en carne. Cubiertos de esta forma los flancos, cerrada la puerta general del ala claustral norte con llave que custodiaba Puerta, y decididos a proceder, entramos en las celdas de los muy virtuosos Reina y Espejo, a la sazón profundamente dormidos en sus virginales catres. Embozados, silenciosos, contundentes, atamos a los dos penitentes antes de que estuviesen completamente despiertos, tapando, claro está, sus bocazas con ¿con qué fue que lo hizo Torre, que estuvo a punto de asfixiar al pobre Espejo?, y los sacamos en volandas de la zona para llevarlos a nuestro territorio sur, donde el control era más sencillo y menos inseguro.

Quiero que sepáis que no fue, en modo alguno, una novatada de convento: fue una venganza en toda regla, bajo ley marcial y en presencia del enemigo, pues los malditos monjes ‘ejemplares’ nos llevaban dando la peor tabarra de este mundo durante dos años enteros: ser santos, ¡oh, dioses!, y en un convento, a la vista del prefecto que, pecador él mismo, nos fustigaba a los jóvenes con el ejemplo de estos dos corderos del sacrificio.

Bien, a lo que íbamos: desnudos por completo los reos (menos la mordaza que sujetaba sus terrores), procedimos a llenar de brea y aceite sus partes viriles, tan innecesarias en ambos virginales casos, los atamos a dos de las columnas del pórtico, encendimos las teas que arrimamos misericordiosamente (la noche era muy fría) a sus encogidos escrotos y les quitamos de golpe las mordazas para que tuviesen ocasión de gritar a toda la comunidad su ‘voluntaria’ renuncia a los placeres de este mundo. Y lo hicieron, bien alto, siguiendo la letanía que dos de nosotros, el siniestro Mihel y otro, no recuerdo, habían escrito para la ocasión y ahora dictaban al oído y obligaban a los dos mártires a repetir: ‘¡Oh señor dios y madre virginal, pues que estos atributos del hombre son inútiles en vuestro siervo, y solamente ocasión de pecado nefando, os hago donación cremada de los mismos para gloria vuestra y edificación de mis otros hermanos’.

Hay muy diversas versiones sobre la escena y su secuencia. Yo prefiero una de entre todas: cuando los gritos hicieron cundir la alarma, nosotros cinco, que por la misericordia del Señor éramos los más cercanos, acudimos enseguida al rescate de los pobres mártires y, no teniendo a mano más líquido que nuestros depósitos nocturnos, apagamos como pudimos, más mal que bien, las llamas con el contenido de los orinales, y fue sabia medida porque la acidez propia de la sustancia contribuyó a la cicatrización, salvación y limpieza de... de lo que quedaba.

 

 

Los árboles se volvieron dioses

Del libro La Balada de Sira-Myr.

 

Vi que todos los árboles del bosque se volvían de repente dioses inmensos, dorados y ardientes. La noche se iluminó más y de otras luces que se ilumina el día. Ya no había estrellas, huídas de mis ojos, borradas por esos dioses de fuego que toda otra luz apagaron.Y la luna pasó del enorme creciente a un ascua difícil de distinguir en medio de la infinita aurora. Aswa, mi pequeña prima, la de ojos de tigre, mi fuerte hermano mayor, Boosja, como borrachos en medio de una feria al ritmo de la luz con los gigantes bailaban, dejándose llevar en los brazos inmensos de los árboles de fuego.

Todo el poblado era una fiesta de colores y estelas luminosas, todos los hombres y mujeres y ancianos y niños, todos bailando y saltando en medio del enjambre de ramas como brazos que los llevaban en alzas, girando y girando en fuertes torbellinos. Las mismas cabañas se contagiaron del ambiente, quisieron unirse al bullicio de todos, y se dejaron teñir de aquellos colores mágicos, que subían y bajaban y danzaban como los propios bailarines.

No sé qué le ocurría a mi corazón para no desear unirse a la alegría, a la fiesta de todos donde todos bailaban al compás de... ¡Eso era!: yo no lograba distinguir la música, así retardaba mi corazón la acogida, y es que mis oídos no eran capaces de escuchar el ritmo que al parecer la aldea entera estaba festejando. ¿Por qué? No lo sé, no sé por qué mi corazón no oía la música... Tampoco supe nunca lo que duró la escena, ni qué fuerza inmensa convirtió en dioses a los viejos árboles del bosque, qué lanzó a bailar a todos mis amigos, mis padres, mis abuelos, al entero poblado, qué pintor de luces escogió las cabañas para hacer constantes arcoiris de azogue con sus troncos y barro y sus techos de palma.

Clara como el fulgor la noche silenciosa, llena de bailes y ritmos que mi corazón no oía, todo de repente danzando sin mesura: así veo la escena que no entendía entonces y sigo ahora sin poder entenderla. Sé que no es un engaño de mi inestable memoria, recuerdo que en un momento quise unirme a la fiesta, que quizá mi madre me animó con un gesto [una mano tendida mientras se hacía de luz su bello rostro que nunca he podido olvidar], que hice un intento, un paso hacia adelante, pero algo me impedía [aún siento el obstáculo] incorporarme a ellos, una mano invisible de enormes dedos blandos, fuertes dedos de nada que sin daño me alzaron apartando mi cuerpo del baile general.

Luego... luego el olvido. Se apagaron mis luces tantos, tantos días, me sobró tanta noche durante tanto tiempo, que ahora nadie me cree cuando yo no les cuento el viejo recuerdo del baile de mi aldea.

Pero sé que los árboles se volvieron dioses, que el fulgor de los cielos hizo la noche día, que todos bailaron con un ritmo imposible, que mi pueblo se tiñó de todos los colores, que yo quise unirme, tal vez, a la fiesta, que mi madre me hizo un gesto con la mano y que un gigante fuerte con su soplo invisible me apartó de los míos que ya no han vuelto nunca.

[Nota de prensa.- La niña Sao Iseo fue encontrada por voluntarios de la Cruz Roja Internacional cuando vagaba por el bosque perdida y desnuda.

Era la única superviviente de un bombardeo que carbonizó su aldea durante la noche.

Estaba sorda.]

 

 

Intendencia

Del Libro de los Sueños del Destierro.

 

Estado Mayor, Jefatura.

Asunto: Lstª. de bajas.

Ejercicio táctico.

Mensaje dice:

ordenestrictadeprocederconarreglodirectriz10barra85de2diciembrePUNTOdichadirectrizrecomiendaincrementarbajasreducirprisionerosPUNTOaltomandoespera75por100debajasenemigasmotivoejemplarizarpoblacióncivilPUNTOfinaldelmensajePUNTO

Cúrsese.

Al Jefe de la División.

***

5ª División. General Jefe.

Asunto: Lstª. de bajas.

Ejercicio táctico.

Mensaje dice:

seprocederáaaumentarelnúmerodebajashastaun80por100sinflexibilidadPUNTOrepeticióncifrassinflexibilidadPUNTOaltomandoexigerazonespsicológicasaltosecretoPUNTOfinaldelmensajePUNTO

Cúrsese.

Al Jefe del 7º Esqdr.

***

7º Esqdr. Comandante Jefe.

Asunto: Lstª. de bajas.

Ejercicio táctico.

Mensaje dice:

bajasinsuficientesPUNTOaltomandoporrazónsupremosecretoprecisa100por100PUNTOhombresmujeresyniñosancianoscombatientesynocombatientesPUNTOcenso=bajasPUNTOfinaldelmensajePUNTO

Cúrsese.

Al Capitán 2ª Cía.

***

2ª Cía. Capitán.

Asunto: Lstª. de bajas.

Ejercicio táctico.

Mensaje dice:

muertosinsuficientespatrullasineficacesaltomandoexige125por100debajasenacciónPUNTOprimeroagotarcensoPUNTOdespuésrecurririnventivasuboficialesPUNTOúnicosrequisitoslistadebajascifradichaytodosnombreslistamuertosPUNTOfinaldelmensajePUNTO

Cúrsese.

Al Sgto. 1ª Sección.

***

--Muchachos: quieren más muertos, quién sabe para qué. Razones que no nos dicen y por las que acabaremos pagando nosotros mientras ellos se horrorizarán y nos formarán consejo de guerra. Así son las cosas... Bien, vamos al cementerio a fusilar a los muertos. Andando.

 

 

El halcón sin alas

Del libro Agenda del Año de Luz.

 

Como no tenía alas se vio obligado a volar con su pensamiento.

Como no tenía alas, tuvo que atravesar los aires con su voluntad.

Como era un halcón sin alas, acabó llegando más lejos y más alto que todos los halcones.

Ahora tiene que pegarse en los costados unas alas postizas, de corcho, si quiere seguir el vuelo, tan lento y tan bajo, de los halcones corrientes.

 

 

El arado

Del libro La rosa de los cuentos.

 

Heredó de su padre un campo pequeño y un arado de palo quemado por la tierra, aunque duro como ella, se habían dibujado juntos sus mutuos perfiles. Y heredó una cuota de días y de auroras, de ocasos y de noches.

Aró el campo año tras año, sembró los surcos sementera tras sementera, miró los cielos y los retoños esperanza tras esperanza, cosechó la cosecha pobreza tras pobreza, comió el magro pan hambre tras hambre.

Y dejó a su hijo un campo pequeño y un arado de palo quemado por la tierra, aunque duro como ella y como ella negro, juntos se habían tallado sus mutuos perfiles.

Pero el arado eterno lo cuenta de otra manera. Un hombre continuo en un surco ilimitado, sementera sin pausa y el hambre presidiendo la historia que no acaba.

Así como los hombres creen que el arado es el mismo, el arado no sabe que hay distintos hombres. Los dos tienen razón, el arado infinito y el hombre interminable, se engaña la muerte cortando aquí y allí trozos indistintos de ese arado incesante.

 

 

Palabras tachadas

Del libro Diario del hombre sin días.

 

Quiero hacerme eco de lo que tantos críticos dicen de estos textos: demasiada poesía que a nada viene, pocos argumentos directos, mucha metáfora, anáfora y retófora.

Bien: ¿No podría soltar un párrafo sin redundantes, reiteradas, repetidas adjetivación y adverbiamenta?

Por ejemplo:

“Cuando se enteraron la viuda y su hija de que habían puesto los ojos, sin saber la una de la otra, en el mismo hombre, ya fue tarde para remediar los tirones del instinto, estaban muy clavadas por el mismo clavo. Tuvieron en silencio una feroz pelea, cerradas puertas y postigos y bocas, y estuvieron luego tres semanas sin salir, curando heridas y trazando planes. Ahora al fin están bien avenidas, como que son de la misma sangre, y quizá por haberse ido del pueblo la razón de su encono. Riegan por turnos el jardín donde crece lujuriosa cierta mata de amarilis blancos y también por turnos usan el pene momificado que guardan en formol y siempre está erecto.”

Algo así.

 

 

Mis abuelos viven aún en Sipala

Del libro Perfiles de Desmundo.

 

En Sipala, donde viven aún mis abuelos, se celebran todos los años algunos, generalmente durante las grandes fiestas del otoño, cuando los hombres y las mujeres del pueblo se reúnen para agradecer a los dioses la riqueza otorgada, la salud conservada, la hacienda engrandecida y también el don inmenso de los nuevos hijos, y para pedir que todo siga en el futuro como si el pasado volviera a renovarse.

Sipala es lugar religioso y lo poco que recuerdo de allá (recuerdo tan perdido pues salí muy niño) es grato de rumiar en el fondo caliente de la nostalgia. Por ejemplo, parece que estoy viendo aquellos enormes bueyes alados tan inteligentes y de tan bella presencia, bueyes que convierten en famoso y envidiado al que le toca en suerte ser su propietario durante la faena del estío. No necesitan recorrer el surco cansinamente como los pesados animales comunes, sino que, uncidos al arado, levantan el vuelo y recorren toda la besana en un simple dos por tres. Es extraño que mis padres me prohibiesen tan severamente ir a verlos trabajar: ¿no estaba allí todo Sipala reunido?...

Pero no son estos superiores prodigios lo único que recuerdo de Sipala, pese a faltar de aquellas tierras desde hace tanto tiempo. El final del otoño lleva siempre consigo unas lluvias plomizas, pesadas, de agua como estopa, como si cada gota tuviese una vaina parda en la que viviera encerrado un sapo. Caen sobre la tierra hojaldrada de amarillo y pudren despacio todas aquellas historias. De las fundas oscuras van saliendo olores que en Sipala son sagrados porque el que una vez los percibe pierde para siempre la razón de los hombres, toma otra razón distinta, comienza a decir la verdad sin poder evitarlo, mira a los rostros como si mirase más bien los pensamientos, contesta a las intenciones en lugar de contestar a las palabras y prefiere a los vivos en lugar de a los muertos. ¿Es posible que los olores que desprenden las hojas secas al pudrirse bajo la lluvia puedan desbaratar la mente hasta ese punto?... No sé... Mi opinión es que todos se han asustado; quizá recuerdan en el fondo, como sin recordar, alguna extraña cosa sucedida en el remoto pasado y de ahí viene eso de decir que los que olieron mienten, que nunca dicen la verdad, que se quedan ciegos, que se vuelven locos y que prefieren los muertos a los vivos.

Con todo, algo de cierto sí que debe de haber en la historia porque en realidad aquel olor tiene una fragancia desusada y yo no he sabido compararlo a ninguno otro por más que he repasado en mi memoria desde entonces hasta ahora. Los de Sipala han tomado la cuestión muy a pecho y basta mentarles la lluvia de otoño para que se sientan terriblemente vejados, tiren rápidamente de la espada y se lancen a matar a quien de tal modo les inquieta. Y en alguna ocasión en que se sintieran más ofendidos, o en que el miedo alcanzase un punto más alto, o que la lluvia de otoño contagiara a más desprevenidos, o que las hojas de los árboles fuesen más abundantes, decidieron de común acuerdo sacrificar locos en petición de misericordia a los dioses.

Yo no sé si es o no es una buena medida, ya digo que salí de Sipala hace un montón de años y ahora no conservo con esa tierra otra relación que el hecho de que mis abuelos viven aún en ella. Pero de todas formas siempre me han perturbado sus recuerdos y muchas noches, antes de conciliar el sueño, vuelven en oleadas los más antiguos, me rodean como si fuese su amigo de siempre y a veces paso horas -a veces hasta el alba- ocupado en tales añoranzas. Así que, aunque no puedo asegurar nada, pienso que tal vez tengan su razón los de Sipala.

La tradición relata que antes de haber decidido estos sacrificios, los asuntos de la región iban de mal en peor, la gente se miraba por la calle sin pesares, no era posible entrar en tratos con nadie porque enseguida reconocían los unos la honradez de los otros y el comercio había llegado a ser imposible; la tierra producía lo necesario para todos de forma que nadie podía enriquecerse mediante préstamos o compras a la baja porque todos tenían de todo en gran abundancia. Y en cambio, desde que se localizaron los sujetos culpables, todo volvía a su cauce al suprimirlos porque por un lado la maldad y la locura reaparecían y por otro lado volvía a reinar la injusticia.

Sí, en Sipala están todos muy contentos con sus sacrificios de las fiestas de otoño y la prueba de ello es que cada vez las fiestas están más concurridas y cada vez se celebran en un ambiente de mayor alegría. ¿Habrán caído muchos este año en la trampa de los olores y de las lluvias sobre las hojas podridas?... Es mucha la distancia que hay, no es probable que llegue a enterarme pues, aunque aún viven allá mis abuelos, mi padre y mi madre nunca se han llevado bien con ellos y creo que, desde nuestra venida, no hemos sabido más.

Se celebran en la plaza, eso sí lo recuerdo, de modo que la víctima pasa la noche sobre el altar levantado en el centro para tan solemne ocasión. Algunos curiosos suelen hacerle compañía y a veces hasta se atreven a interrogarle pues, como se trata de un muerto, no hay inconveniente en que les mire a la cara y les vea el alma. Otros en cambio, más reservados, no se acercan por allí ni siquiera cuando la muerte ha rematado su faena.

Dicen que un cierto otoño, no sé cuándo sería ni si sería (porque Sipala es también tierra de fantasías) la víctima de la ocasión volvió la cabeza hacia la parte más populosa de la ciudad y, atravesando con la mirada paredes y espacios, llegó a ver todo lo que se escondía sin que nada se le ocultase; ninguno de los verdugos quiso acercarse lo bastante como para prender la pira y tuvieron que flechear la instalación con saetas ardiendo.

Pero lo más general es que suceda siempre como ahora, que no hay nadie en la plaza. Yo lo prefiero, porque no es cómodo pasar la noche atado sobre una losa a la intemperie si además debes mirar los rostros de los hombres.

 

 

Voces

Del libro Por vivir y volver y olvidar.

 

Llamé a mis pastores de la montaña, siempre dispuestos a venir en mi ayuda, pero el viento soplaba hacia mí y mis voces bajaron valle abajo y no me oyeron.

Llamé a mis pescadores del lago, siempre con la mano en la empuñadura para acudir en mi defensa, pero la cascada hace un ruido inmenso y mis voces se salpicaron de espuma y no me oyeron.

Llamé a mis hijos que se entrenaban con los arcos en el bosque, a mis hijos que siempre están esperando la menor ocasión para asistir a su padre, pero el rumor de las hojas deshizo el empuje de mis voces y no me oyeron.

Llamé a mis hijas, que reían entre bromas y que nunca sueltan sus lanzas por si se tercia guardarme las espaldas, pero estaban a lo suyo, mis voces no las encontraron y no me oyeron.

Llamé a mis amigos, siempre llenas sus bocas con el juramento de fidelidad que me hicieron, pero mis voces se distrajeron en los recodos y no me oyeron.

Llamé a mis dioses y no me oyeron.

Te he llamado a ti, pero estabas ocupada haciendo conmigo el amor, y mis voces se han desorientado y no me has oído.

Y como yo estaba llamando y llamando, con el bramido de mis voces tenía rotos los tímpanos, y mis voces no pudieron hacer eco y no me oí.

 

 

Música solitaria

Del Libro de Horas.

 

Maieslaw Stroiovitch Koturewsky recibió la noticia del estreno de su Konzerte für Violine and Orchester in F-Dur, Opus 50, al venir del cementerio de presenciar el sepelio, en día soleado pero de infinita tristeza, de los restos mortales de su amada esposa Valia Andreievna. En ese momento no fue capaz de saber si la noticia era buena, pues estaba narcotizado por el dolor y los vapores acres de la primera soledad, pero era buena, muy buena, ya que iba a estrenar esa obra sublime la propia Philarmonica Astermarética bajo la batuta del insigne Eugen Adlan Steporliak. El suave aunque insidioso violín del segundo movimiento, un andante poco atrevido pero atemorizador, se unió, sin que nadie se diese cuenta, a la tristeza que iba ganando poco a poco el rostro del día.

Tan abstraído estaba K. en los sombríos pensamientos de sus oraciones funerales, que casi no reparó en la coincidencia, la rara circunstancia que igualaba las dos noticias y las dos desgracias. En efecto, el primer ofrecimiento para el estreno del Konzerte le fue dado, dos años atrás, al regresar del entierro de Valia Maieslova Koturewskaya, su única hija, a quien una neumonía inmisericorde había arrancado de su lado y de los brazos de la madre a la que, empapada de una congoja sin remedio, acababa ahora de perder también.

Pero con la misma seguridad con que la muerte le arrebató sus dos únicos amores, ahora venía el destino a llevar a la cumbre su música. En medio de una niebla de soledades amargas, de tristezas sin descanso, de llamadas frenéticas y ensayos extenuantes, que le tenían medio atontado la mayor parte de los días y la totalidad de las noches, fueron apareciendo a la luz en formas distintas, (dos estrenos directos, uno por televisión, edición de cuatro discos y un álbum doble, edición de seis partituras con libretos) las obras principales de K., tan alabadas por la crítica y admiradas por el público que se convirtieron en repertorio obligado de todas las grandes orquestas del mundo, y el mismo Eugen Steporliak decidió estrenar también el segundo gemelo, el Konzerte für Violine und Orchester in G-Dur, Opus 51, obligando al atemorizado solista Rupert Hanslatt a hacerse con los terribles solos de violín del mismo. Fue una época, ¿larga, corta? que K. no pudo nunca recordar con precisión, salvo los programas de los conciertos, las partituras, los recortes de la prensa, que estaban allí como testimonios concretos de este tiempo nebuloso.

Así llegó el día en que era K. el compositor viviente más famoso y admirado, tal vez comparable a los grandes maestros del lejano barroco, él, que había llegado a componer más de 70 obras (algún día se decidiría a estrenar por sí mismo su querida romanza en si mayor, op. 70) antes de conseguir estrenar la primera, cuando era el músico con más notas escritas y menos conocido del planeta, y de golpe a la fama más elevada, al estrellato más deslumbrador. ¿Estaba K. contento de semejante sucesión de acontecimientos? Lo menos que se puede decir es que era muy consciente del precio terrible que había pagado, pues al fin estaba claro para él que el éxito de su música iba parejo con la desgracia de su vida personal, que los dioses o el destino no le había dado la gloria que su talento merecía hasta haberle hecho pagar por adelantado el tributo mayor que se podía pagar. Ahora estaba seguro de que toda su obra iba a ir siendo estrenada, siempre con el mismo éxito, siempre con la misma segura admiración, tan segura y tan seguro como que la tumba no le iba a devolver a sus dos Valias...

Era ya familiar en los estrenos, en medio del silencio más respetuoso y contundente que se pueda imaginar, la figura vencida y venerable de K. saliendo al proscenio con dos rosas rojas y depositándolas con unción en el exacto centro, vale decir el centro de la música, como homenaje, dedicación e imborrable memoria a sus amores perdidos.

Maieslaw Stroiovitch K. se fue agotando día a día, concierto a concierto, rosa a rosa, hasta que todo dejó de tener significado para él. Dirigiendo por fin su Romanza 70, paró en lo alto su batuta de cedro, hizo callar a la orquesta y se dejó morir sobre la partitura.

 

Betulia

Del libro Archivo Jamás.

 

El enorme bosque de abedules, en la alta ladera y la falda del monte, estaba completamente lleno de harapos, de trozos desgarrados de camisas, pantalones, chaquetas, bufandas, de toda clase de prendas, como si una multitud se hubiese dedicado a alguna orgía frenética desnudándose de sus ropas, rasgando y rompiendo.

Ninguno de los restos tocaba ningún árbol, una rama, una raíz, como pudo comprobarse cuando la disposición de la escena dejó de parecer un caos y comenzó a evidenciarse la presencia de un plan minucioso, meticulosísimo y llevado a cabo con absoluta limpieza y completa eficacia.

Ni un solo objeto que no fuesen ropas desgarradas. Un papel, una lata, un pendiente perdido, una pulsera, una vieja bolsa... nada, ni el más pequeño, el más minúsculo objeto que no fuesen los citados harapos. Y como con una multitud eso resulta imposible, solamente queda suponer que el lugar fue limpiado con eficiencia total para no dejar nada más que lo que se pretendía.

Por muy numeroso que fuese el enorme grupo, nadie se acercó a los abedules pues no se ha encontrado en ellos el rastro de un cabello, una pizca de piel de alguna mano arañada, la hila procedente del desgarro de una camisa, alguna brizna de un pañuelo de papel... Nada, lo cual nos lleva de nuevo a la conclusión anterior.

Nadie ha comido, nadie ha orinado, nadie defecado, no se ha podido encontrar aplastado ni un solo hormiguero, tupida o cerrada ninguna hura... Un ejército inmenso de perfectos robots ingrávidos, inhumanos, no habría podido mejorar la puesta en escena.

En lo alto de la ladera, casi en la cima, junto al más añoso y esbelto de todos los abedules, sobre una roca estriada llena de grietas, salvaje en su aspecto, arisca de hirsutos perfiles, estirada como sobre un altar y ‘vestida’ de riquísimos ropajes bordados en oro pero desgarrados, ensangrentados, hechos jirones, la muerta figura de la sacerdotisa llenaba la tarde de un aroma de sangre, de misterio, de pálida luz crepuscular.

Miles de manos la habían asesinado acariciando ese cuerpo, sin pegar, sin herir, sin romper, pero miles, miles, miles, miles de veces. En un lapso muy corto se rozó tanto esa carne, que el tiempo apresuró su curso y la desguazó de golpe, como si hubiese sido visitada por una repentina e infinita vejez. La sangre goteaba por ‘desgastes’ de la piel, que no heridas, los huesos se veían por ‘transparencias’ del músculo, que no cortes. Y unas córneas que habían sido pulidas por un amor incesante, brillaban como muertos zafiros azules a la luz que el ocaso estaba ya desdeñando.

Ni una sola criatura osaba turbar la piel silenciosa de aquel sacrificio y el silencio flotaba acariciando el cuerpo y rozando, él sí, la majestuosa y negra silueta de los espectrales abedules.