Oír
o leer el relato de una historia son ocupaciones investidas de una magia y de
un misterio que probablemente resultan imposibles de explicar. Volver a una
infancia lejana y encantada, saborear la belleza del lenguaje narrativo, sentir
la ejemplaridad que todo relato encierra... Se trata de explicaciones que no
explican y aclaraciones que no aclaran: el misterio y la magia están ahí y eso
basta, mejor hablemos bajo para que no se retiren, tímidos como son y tan
atrevidos.
Desde
hace cuarenta años escribo relatos, desde hace más de veinte los cuento también
mediante la técnica de la narración oral; al menos quinientas historias
distintas han ido saliendo desde mi fantasía --y de mis emociones, instintos y
perversidades, quizá de vez en cuando dejo que diga también algo, poco, mi
pensamiento-- para llenar una quincena de libros narrativos de entre los cuales
he seleccionado los cuentos que incluyo en esta primera antología.
He
procurado que haya de todo, pero claro está que no lo he conseguido: desde
pequeños cuentos fieros a tiernas historias de amor; no puede haber de todo si
han salido de una sola pluma; igual lineales argumentos que surreales volutas;
siendo el mismo autor han de ser todas la misma historia; si hay relatos que
empiezan también se encontrarán relatos que terminan; de todo no puede haber.
Tendrás,
lector, que vigilar precavido, leer atento y escuchar prudente, pues estas
historias se proponen orientarte y perderte, desorientarte y guiarte a quién
sabe qué propios tuyos pensamientos y emociones y dejarte a solas con ellos: no
lo consientas. Si se lo permites, estos relatos te asustarán y hasta puede que
los encuentres amargos y verdaderos, familiares y siniestros, de esos que no se
entienden a fuer de tan de uno.
Nacidos
en épocas muy diferentes, no sé si les nota la distancia por un cierto aire de
hermanos mayores y menores que tampoco quiere decir mucho. A lo sumo encuentro
los antiguos más directos y honrados, los recientes más retorcidos y complejos,
pero en cuanto a los contenidos emocionales que de sus argumentos destilan, me
parecen todos ellos igualmente feroces. Una quincena de libros distintos los
contienen, a la vez que a otros muchos de cuya buena conducta no estaba tan seguro
y he preferido dejar para mejor ocasión. El índice cronológico sitúa a cada
cual en el fantástico meridiano que llamamos tiempo.
Hace
un instante, lector, te he llamado ‘lector’: quiero también llamarte ‘oyente’.
No me resisto a la idea de que estamos frente a frente y estoy relatando de
viva voz, traicionando con frecuencia su forma literaria para acomodarlas al
uso de mi forma de narrar, estas historias que tantas otras veces me has
escuchado ya. Se han ido haciendo al
contarlas de forma oral o escrita, y por eso como tuyas también te las
presento, aunque mías y muy mías las siento (ellas de sí mismas se creen, a lo
más que han querido condescender ha sido a incluirme en una antología de sus
narradores).
La Pitita
Del libro Perfiles de Desmundo
En
el pueblo nadie sabe de qué murió la Pitita, solamente yo lo sé porque mis
ventanas dan a su jardín. Pasaba muchas horas contemplando a la Pitita trabajar
entre sus plantas, conocía sus costumbres, tardes enteras de todas las
estaciones viéndola cuidar y mimar sus flores queridas, sabiendo ella que yo la
observaba pero sin darse por enterada, recogida y atenta a su tarea floral. En
el pueblo nadie sabe de qué murió la Pitita, sólo yo lo sé, pero claro: es que
mis ventanas dan a su jardín.
Era
la Pitita una hembra de mucho poder y secreto, llena de oscuras mañas de
misterio, quizá en su día casi todos los hombres del pueblo tuviesen algo que
ver con ella... aunque siempre remota, lejana, enigmática; no creo que ninguno
la haya llegado a conocer como yo, pero es que mis ventanas dan a su jardín.
Y
es que la vida de la Pitita era su jardín, sus plantas, los atentos y
minuciosos cuidados, las tiernas y delicadas caricias, las incesantes
conversaciones... porque sí, la Pitita hablaba con sus plantas mientras se
ocupaba de su bienestar. Todas las tardes al salir, bien pronto, paseaba lenta
y ritualmente entre ellas, acariciando y hablando, regando y limpiando,
amándolas en suma, cosa de la que los vegetales estaban seguramente enterados.
Aquellas fucsias como puntos de luz en el aire lo sabían, aquellos lirios de
viviente zafiro lo sabían, aquellas clemátides de aromas espesos lo sabían,
incluso lo sabía el viejo y arisco acebuche que en un extremo del jardín se
dejaba acariciar con renuente condescendencia.
Una
tarde, de pronto, todo fue diferente. Salió la Pitita con un esqueje nuevo que
se disponía a plantar y ya desde el primer instante comprendí que pasaba algo
raro. No miró a ninguna flor ni le hizo caso a ninguna planta, derecha se fue
hasta un trozo de suelo al fondo más defendido, se arrodilló con unción y
trabajó de forma esmerada limpiando la tierra de toda impureza, mullendo,
preparando, para depositar finalmente el rosal, que de eso se trataba, en medio
de gestos rituales, como sagrados. Largo rato se quedó luego inmóvil
contemplando su obra, la noche tan sólo la obligó a retirarse, de espaldas lo
hizo, sin perder de la vista el rosal de sus ojos.
Nunca
más volvió a ocuparse de las demás, murieron todas de sed y descuido, podridas
sobre la miseria de sus propias raíces, apagados los vivos colores, borrados
los aromas. El rosal y sólo el rosal era por entero la vida de la Pitita, que
comenzó a pasar más y más horas cuidando sus flores, hablando con él, viviendo
con él, bailando para él... Porque la Pitita se acostumbró a danzar alrededor
de la planta con sensuales e insinuantes movimientos hasta altas horas de la
noche, bajo la cálida y fría luz de la luna. Recuerdo muy bien, fijaos que mis
ventanas dan a su jardín, una noche en que su baile se hizo más y más atrevido
e incitante, recuerdo cómo la planta maldita se retorcía de gozo...
Asustado
de todo aquello me acerqué una mañana a hablar con la Pitita. Fue una
entrevista breve y sin historia, de antemano lo sabía. Me escuchó en silencio,
dejó que explicase mis temores y asombros, me despidió en la puerta sin mayor
ceremonia y me retiré derrotado pero con la conciencia del deber cumplido. Y
seguí más atento que nunca observando desde mis ventanas lo que pasaba en su
jardín.
Una
noche de pálido misterio la mujer en su baile se fue desnudando, muy lenta y
lentamente, mientras giraba ofrecida alrededor del rosal... No puedo decir
cuánto tiempo duraba la escena, mudos los tres bajo la luna, cuando de pronto
el rosal alzó sus ramas, enlazó a la mujer rodeándola en toda la blanca
longitud de su talle y apretó y apretó el abrazo espinoso.
La
encontraron al alba, desnuda y horadada, con las entrañas llenas de rocío.
En
el pueblo nadie sabe de qué murió la Pitita, solamente yo lo sé. Lo que no
comprendo es por qué no quiso hacerme caso cuando me acerqué a prevenirla,
especialmente
si se tiene en cuenta que fui yo quien le regaló el rosal.
Esmeralda profunda
Cuento Independiente. Narración oral.
Me
gustaría poder deciros cómo era en realidad Guato ‘un ojo’, su temple, su
fuerza taciturna y oscura, su talante misterioso y viril, su ancha y hermosa
cicatriz, la que le había arrebatado tiempo atrás la mitad de las cosas, de los
colores y de los paisajes... Me
gustaría, pero hay tantas leyendas... Que si fue en una pelea por una mujer,
que si fue volviendo de un viaje tenebroso a través de la nada, que si fue un
navajazo de taberna, que si fue cuando quiso arrebatarle a los dioses su
lucerna... ¡qué más da!... Guato ‘un ojo’ era el minero más bronco y valiente,
más negro y de cuarzo de toda la mina. Allá en su fondo, cerca de los pulidos
basaltos del hondón de los mundos, donde el hombre que se aventura tiene que
ser más duro que el ferroníquel que respira, Guato dejaba, cerrado su ojo sano,
que le guiase en la noche el ojo cortado, seguro de un sendero que ningún
destino se hubiese atrevido a disputarle. Bajad a la mina si sois hombres,
bajad al infierno sombrío si queréis conocer a Guato, si queréis ver brillar en
medio de la nada la mirada terrible de alguno de sus ojos.
Y
él precisamente, precisamente él, encontró la esmeralda.
Me
pasa con frecuencia cuando os cuento mis cuentos que me quedo sin palabras
bastantes para decir ciertas cosas. Hace un momento cuando quería hablaros del
hombre, ahora otra vez cuando deseo describir la esmeralda. Un sol verde
fulgurando en la noche, pero el sol del cielo no es tan poderoso, ni tan
bello... Grande como los dos ojos del minero, el que tenía y el que prefirió no
tener, redonda de agudas aristas, perfecta de crudo cristal, viva en medio del
hielo de su corazón de océano estancado. Allá estuvieron un tiempo los dos
seres prodigiosos, el hombre y la piedra, frente a frente, mirándose el uno al
otro con ojos de mudo silicio, de fiero aluminio, irisados de cromo.
Cuando
nos llamó y empezamos a cavar por aquellos lugares, enseguida encontramos
signos antiguos, palabras quizá, que con dificultad conseguimos ir leyendo...
“Para
que nunca sea de ellos y siempre nuestra, no se la mostramos”
Signos
añadidos, en larga secuencia:
“Nosotros tampoco”
“Nosotros tampoco”
“Nosotros tampoco”
...
Guato
esculpe con su pica, en grandes letras seguras:
“Nosotros tampoco”
Enterramos
la esmeralda en lo más profundo de la tierra, en lo más profundo de nuestros corazones,
ya me entendéis: la misma cosa. Y jamás lo hemos dicho allí donde haya
...ellos...
Juntos
Del libro Por vivir y volver y olvidar.
Me
hincó la púa del rastrillo en la espalda, bien enterrada en la columna
vertebral, y me dejó aferrado a los suelos por una raíz de hierro. Y se puso a
contemplar mi agonía lenta, en silencio los dos. Pero yo tenía toda la voluntad
entregada a una mano, de forma que me quedaba un resto de fuerza, de venganza y
de misterio. Y él no lo sabía.
Aprovechando
las sombras y su ensimismamiento, con la mano derecha, poco a poco, muy poco a
poco, fui acercando la escudilla de servir rencores, sin sacarla de la sombra,
pero avanzando, avanzando, avanzando... Y con un gesto preciso, último resto
útil de toda mi fuerza y mi deseo, le segué la frente como con una guadaña. Y
nos hemos quedado agonizando juntos, vivos aún pero en silencio, cara a cara.
Nuestras
sangres se juntan, no saben nada de peleas y odios, la mía escurriendo desde la
púa del rastrillo, la suya desde el borde del espejo, como si fuésemos hermanos
mi reflejo y yo, y nuestras sangres no se odiasen a pesar de habernos odiado
nosotros desde siempre.
Él
ha muerto antes, yo me he apagado más tarde, cuando ya la tierra empezaba a
estar, bien que roja, seca. Ha sido inútil: nos han vuelto a mandar otra vez
juntos a la vida.
Barlovento
Del libro La rosa de los cuentos.
Barloví
Barlovento regresó a su hogar después de tres mares y un sin mil de vientos, el
barco estaba lleno de todos los corales, la quilla tenía marcas de todos los
fondos, bueno, no de todos, el fondo del fondo nunca deja marcas, la quilla lo
sabe, ésa es grieta falsa pintada de púrpura.
Bien,
el caso es que BarloBarlovento en casa no halló el hogar que esperaba en su
casa; ya no se acordaba (mucho tiempo es tres mares, mucho espacio es mil
vientos) de que no tenía a nadie ni tenía hogar, ni era aquél su puerto ni
aquélla su casa, si navegas mucho olvidas estas cosas que parecen sencillas, él
había soñado yo qué sé que sueños, una esposa, hijos, una chimenea, juntos los
domingos a misa de doce, allí ni había parroquia, por no haber, ni puerto,
Barloví Barlovento en medio de la mar se ahogó una media tarde, pero no se
acordaba.
Pues
bien, cuando esta historia conté yo al regresar de uno de mis viajes y alabé lo
buen marino que el pobre Barloví-ento había sido, la desgraciada galerna que lo
sacó del puente, el leal compañero que habíamos perdido...recuerdo como verlo
que una de mis oyentes derramó trece lágrimas (siete son ternura, de ocho a
doce cariño, trece ya es amor, Viento-Barloví siempre las enamora, no le
importa estar muerto) y la pobre muchacha le rogó a su santo que hiciera el
milagro y al día siguiente otro barco trajo al bueno de ViBarlo que se había
salvado se casaron muy pronto y al fin el sueño era verdad Barloví Barlovento
regresó a su casa después de tres mares y un sin mil de vientos me ha quitado
la novia pero es buen compañero esperemos a ver en la próxima galerna.
Las estrellas se reflejan en el agua
Cuento independiente. Narración oral.
Me
asaltan terrores repentinos en medio de mi insomnio... Las estrellas, siempre
las estrellas...
Si
un día la presa reventase... Recordad: la mina tiene las entradas tan
desprotegidas e indefensas... Si un día la presa reventara, inundaría las galerías
de la mina, ahogando sin misericordia a todos los que trabajan en ella. Las
aguas rebasarían el nivel de la superficie, y entonces las estrellas se
reflejarían en el agua...
Si
alguien estuviera tan loco, tan desesperado, como para colocar unas cargas y
romper la presa sin avisar, serían cientos los muertos... El valle se llenaría
de un luto uniforme. Y las estrellas se reflejarían en el agua...
Si
una venganza fuese tan feroz, y tan urgente, y tan devastadora... el valle
entero sería una fosa mojada. Y las estrellas se reflejarían en el agua...
Quizá
ni siquiera habría huérfanos ni viudas... porque después de llenar las galerías
de la mina, las aguas anegarían el pueblo y no dejarían vivo a nadie. Y las
estrellas se reflejarían en el agua...
Ahora
que estoy solo, prefiero que la noche sea oscura, y que no haya estrellas.
Entrevista
Del libro Archivo Jamás.
P ¿Vas tú sola?
R Está la Vigi. Vamos juntas.
P ¿Sois lesbianas?
R ¿Qué?
P Que si sois lesbianas, que si os entendéis...
R Sólo tenemos el pico. No hay tiempo para otros vicios.
P ¿Muchas horas?
R Cinco, seis, doce... Lo que se necesite.
P ¿Cuánto se necesita?
R 20 o 30 al día. Y los domingos.
P ¿Qué pasa con los domingos?
R ¿Qué?
P ¿Por qué son diferentes los domingos?
R No hay tráfico. Pero tú igual te picas. Hay que guardar
para el domingo. O morirse.
P ¿Tú ya te has muerto?
R Muchos domingos. Casi nunca tengo.
P ¿Y qué haces?
R Me encojo. Y me golpeo. Y me muero.
P ¿Les gustas a los clientes?
R ¿Qué?
P Que si los clientes te admiten...
R Sí. Claro.
P Como dicen que las prefieren sanas...
R ¿Lo dices por el pelo?
P Por el pelo, por los dientes, por...
R En esto no tener dientes no importa. Mejor.
P ¿Son amables?
R ¿Qué?
P ¿Son amables los clientes?
R No sé. Pagan.
P ¿Recuerdas alguno?
R No me fijo. No los veo.
P ¿Los hay que vuelven?
R ¿Qué?
P ¿Ya os conocen?
R No sé. No me fijo.
P Pero si alguno vuelve muchas veces...
R No sé. No me fijo.
P ¿No te fijas en nada?
R No sé. Pagan.
P ¿Crees que vivirás mucho tiempo?
R Estoy muerta.
P ¿Eres feliz?
R ¿Qué?
P ¿Eres feliz, contenta, alegre?
R Me pico.
P ¿Sabes que tienes el sida?
R Lo tengo todo.
P Pero es fatal...
R ¿Qué?
P El sida mata.
R A mí no. No puede.
P Ya...: estás muerta.
R Sí.
P ¿Es que los muertos se drogan?
R ¿Qué?
P ¿Se pican los muertos?
R Estar muerto es picarse.
P ¿Te gusta lo de la carretera?
R ¿Qué?
P Que si lo de ir de coche en coche, de camión en
camión...
R No me entero.
P De algo te enterarás.
R Me pagan.
P ¿Tienes familia?
R ¿Qué?
P ¿Tienes padres, marido, hijos?
R Padres, sí.
P ¿Marido?
R No sé. No recuerdo.
P ¿Hijos?
R Tuve una. La dí.
P ¿A quién la diste?
R ¿Qué?
P ¿A quién diste a tu hija?
R No sé. Me pagaron.
P ¿La has vuelto a ver?
R La carretera. Y el pico. No veo más.
P ¿Te dedicas a la prostitución para pagar la droga o
caíste en la droga después de la prostitución?
R ¿Qué?
P Nada. ¿Quién es tu amiga?
R No tengo.
P Dijiste que Vigi...
R Vamos juntas.
P ¿No sois amigas?
R El pico no deja tener eso.
P ¿Por qué vais juntas?
R ¿Qué?
P Si no sois amigas, ni amantes, ¿por qué vais juntas?
R Te defiendes.
P ¿Pueden hacerte algo si vas tú sola?
R ¿Qué?
P ¿Te pueden pegar, o herir, o matar?
R Ya estoy muerta.
P ¿Entonces?
R No entiendo.
P ¿De qué os defendéis la una a la otra? ¿En qué os ayuda
ir juntas?
R Que paguen.
P ¿Puedo hacer algo por ti?
R Págame.
P ¿Nada más?
R No.
Silbo
Del libro La Balada de
Sira-Myr.
Dejadme por favor, un poco de tiempo, no sé
responder deprisa a vuestras preguntas. La mayor parte de las palabras no las
entiendo. ¿Qué es 'despojar'?, ¿qué es 'sepulcro'?, ¿qué quiere decir
'sudario'?, ¿qué palabra es esa otra, ésa tan rara, 'cenotafio'?
Si todos me habláis al tiempo no podré oír nada,
tengo gusanos dentro de la cabeza y me obligan a escuchar las palabras de una
en una.
Veamos. Por lo que recuerdo, la primera pregunta es
que quién soy. Yo quiero deciros todo lo que deseáis saber, pero ésa me parece
que es una pregunta demasiado difícil, al menos para mí, porque sé que hay
gente que sabe decir quiénes son ellos. Es que son alguien, son 'el
señordontalydoncual', y lo contestan muy seguros cuando se les pregunta. Pero
yo no soy nadie en especial, o si lo he sido, entonces no lo recuerdo. Sí que
tengo un nombre, me llaman 'Silbo', pero me parece que ese nombre es de hace
poco, desde que sé silbar, que me enseñó un amigo que come a mi lado y no es
difícil si pones los labios como él los pone. Antes me llamaba de otra manera,
quizá 'noSilbo', o quizá no, pero no lo recuerdo. Y sí tuve papeles, y creo que
sabía leerlos, pero luego se me olvidó y tuve que tirarlos porque como no los
entendía, no estaba seguro de si cambiaban de palabras y decían cada día una
cosa diferente. Y me parece que tampoco es necesario más de un nombre por
persona, y si me llaman 'Silbo' todos en la calle, podéis llamarme 'Silbo'
vosotros también, o como os guste, pero se me olvidará si no es 'Silbo', que ya
me lo sé.
No sé de dónde vengo, creo que de la esquina que
está a tres manzanas, donde he comido algo, o tal vez fuera ayer, o de la calle
negra que pasa junto al canal, porque sé que una señora me ha dado una limosna.
¡Mirad!, vengo de allí, porque tengo todavía la moneda en la mano.
¿Edad?... Pues no sé bien, pero he ido a la escuela,
así que debo de ser ya una persona mayor, lo menos tendré cien años, o mil
quizá, aunque nunca he sabido escribir, y menos los números.
Y no hacía nada malo en este cenopulcro, que no
entiendo qué cosas podrán hacerse con los muertos, si no es enterrarlos o
desenterrarlos. Pero ya que queréis saberlo todo, y como a mí no me importa
decir lo que pienso, pensaba sacar al muerto de su sudatorio y quitarle el paño
de la cara para que vea la luz. ¿Os habéis fijado que entierran a todo el mundo
con la cara tapada y los ojos cerrados? ¿Qué han hecho los muertos para que así
los castiguen?
Yo me paso la vida de tumba en tumba, es decir...
esa cosa... de cepulcro en cepulcro, y saco la cara de los muertos de dentro de
los sudorios, y les pongo de frente a la luz de las cosas para que busquen y
encuentren el camino de regreso, porque si les tapamos los ojos ¿cómo van a
saber por dónde está el horizonte?
Pero me he llevado un chasco en este cepultafio:
dentro del trapo no había ningún muerto. Será una broma tonta, o un truco para
despistarme. Es igual, no me importa, me voy a otro sitio, quedan muchos
muertos encerrados a oscuras, en sus cetafios pulcros que nadie recorre si no
los recorro yo, destapando tinieblas.
¿Querréis hacerme el favor de recordar a 'Silbo' y
sacarme la cara del sudorio cuando muera, y marcarme el horizonte para que yo
lo distinga, y hacer una señal en mi tumba... en mi pultafio, para que siempre
encuentre el camino hacia la luz?
El uniforme
Del Libro de Horas.
Mi hermano gemelo R y yo, F, hubiésemos querido
tener unas botas como ésas. Supongo que significaban el sueño infantil más
completo, el símbolo de algo que trascendía la infancia, lleno de magia y
poder, perfecto en su realidad material y en su simbolismo abstracto, acabado a
todos los efectos. Y es que no eran unas botas corrientes, (o a R y a mí no nos
lo parecían... no, no eran corrientes en absoluto): altas de caña entera,
elegantes de horma, ágil y aguda pero rematada puntera atrevida, tacón de
‘autoridad’, no muy elevado pero altanero, perfil masculino, viril; una tan
negra cualidad brillante en la tersura de su piel que el azabache las habría
considerado la representación de sus dioses. ¡Qué botas! Estábamos seguros,
mirándolas con arrobamiento mientras el mundo alrededor seguía girando o no
seguía, de que era posible verse el rostro (hasta los granos) en ese espejo de
antracita ancestral; ¡qué digo el rostro!, las secretas entretelas del alma,
los recuerdos mismos, el propio futuro. ¡Qué botas!... Ni sé el tiempo que
tardamos en salir de su cautivadora magia y dar el salto.
Sí, el salto, porque lo siguiente fue la gorra. ¡Qué gorra!. R y yo
hubiésemos dado por ella (por usarla un instante) la colección entera de cromos
de mapas y países, las canicas de barro, las de acero... y creo que hasta la
navaja de cuatro hojas (3 ½ después de un incidente más o menos violento con la
puerta de... con una puerta). Pero es que no era una gorra corriente (y también
hay que tener en cuenta los años que por entonces teníamos R y yo, lo que
significaba un uniforme y la magia y el prestigio de... de tantas cosas; aunque
debo reconocer que la gorra era algo muy especial). La visera de charol (yo
entonces no sabía ni siquiera el nombre), disputando a las botas el brillo
negro del mundo, o quizá repartiéndoselo con ellas, la cinta de cuero bordeando
el contorno y conteniendo la majestad del ala elevada y airosa, los bordados de
oro y de plata remarcando las barras de esmeradísima, perfecta, geométrica
factura... ¡Qué gorra, qué símbolo!... Y los ojos sin querer apartarse de ella
para recaer, por fin, ¡vamos, ojos, vamos! en... ¿me atreveré a decirlo?...
¡En la pistola! Bueno... en la pistola no, que no se veía de tan hundida
y cerrada en su funda, no, no en la pistola, sino en la presencia ausente de la
pistola, en el misterio de la pistola encerrada en su secreto cofre, en la
pistola que, de haber llevado nosotros, R o yo, ese uniforme, no habríamos
dudado un segundo en sacar de su pistolera y enarbolar valerosos ante los
vientos todos de la rosa de los idem... No la veíamos, ¡pero qué pistola!...
¿sería del 30, sería de 12?... ¿Automática, de repetición, verdadera,
ficticia?... Nuestro entusiasmo era tal que hasta ficticia nos hubiese valido,
¡las canicas y navajas de toda una vida habríamos dado por ella aunque hubiese
sido ficticia!
(Lo siento, éste es el clímax de mi relato, todo lo demás es ir de
bajada. Ya comprenderéis que para dos adolescentes que miran entusiasmados un
uniforme, después de la pistolera y su perla preciosa ya no puede haber nada de
importancia mayor. A partir de ahora el resto de las prendas, la guerrera con
sus decoradas bocamangas y sus botones de oro, los estilizados pantalones de
montar, incluso los guantes de blancura inmaculada... bien, no son nada en
comparación con lo anterior. Podéis dejar de leer, incluso os lo aconsejo, nada
queda ya en el relato que os pueda interesar).
Tuvo nuestro padre que retirarnos del medio, capté una fugaz sonrisa
del atildado oficial cuando se dio cuenta de nuestra infantil adoración. Pero
fue fugaz, desde luego, estaba ya repitiendo a mi padre que escogiese él mismo,
la mitad de sus hijos por la otra mitad. Media familia iba a ser fusilada en
ese momento, pero mi padre tenía la suerte de poder escoger. Todos esperaban:
mis hermanos, mi madre, el pelotón de asesinos de acero, el elegante y altivo
Befehlshaver, listo para dar la orden, mi hermano Reinhart y yo, Friedrich,
mientras mi padre nos miraba en silencio. Aun de lejos, R y yo no podíamos
quitar la vista de aquel hermoso uniforme.
Pero al fin el oficial se cansó de la espera, quitó a mi padre del
medio con un golpe de su fusta y se apiadó de su terrible dilema. Porque ya
habréis comprendido que le había condenado (e indultado por fin) a un castigo
peor que la muerte y aun que la muerte de sus hijos: decidir entre ellos. Con
buen sentido, el capitán obligó a decidir a mi madre.
La mariposa cuadrada
Del libro Agenda del Año de
Luz.
Érase una vez una mariposa que parecía una figura
del libro de geometría, pues no tenía las airosas curvas y los brillantes
colores que suelen tener las mariposas. Buscó entonces un cuadrado que tuviera
forma de mariposa para poder hablar con alguien tan raro como ella, pero no
encontró ninguno. ¿Qué podría hacer la mariposa cuadrada? ¿Vivir acaso entre
las mariposas que se reirían de ella? ¿Vivir entre los cuadrados sin poder
volar sobre las flores del bosque?... Nunca supo resolver su problema,
escondiéndose sigue de cuadrados e insectos, sólo acepta la compañía de otros
seres mezclados, los centauros, los gusanos de luz, los ángeles de yeso, los
seres humanos...
La bolsa de destinos
Del libro Diario del hombre
sin días.
Una vez un hombre sacó una lágrima de cristal al
meter la mano en la bolsa de escoger destinos. La vendió a un dios ambulante a
cambio de la gloria y la riqueza, y el dios ambulante la cambió luego por dos
brisas a un viento marino que marchaba hacia el sur. Más tarde, el viento se la
cedió sin precio al río que deseca las tierras íntimas y, de corriente en
corriente, llegó a la laguna en que bebe la muerte cuando no mata. Al llegar
hasta mí y reflejarse en mis ojos, puso la lágrima pegada a mi mejilla, la
muerte digo, y ésta es la que ves cuando me abandonas, la lágrima digo. La
dejaré en herencia a la bolsa de destinos, me gustaría volver a encontrarla
cuando vuelva a meter la mano.
Core
Del libro Historia de los
dioses.
Detesto las hordas de dioses desharrapados y
malolientes, que en sucia mezcolanza y lioso embarullamiento, ruedan por esos
mundos y lo van llenado todo de mondas de tubérculos y trapos harapientos.
Juntos y revueltos los padres con los hijos, los primos con los hermanos, las
esposas con las barraganas, niños y viejos, machos y hembras, hombres y dioses,
no dejan títere con cabeza allá donde recalan, desordenan, polucionan,
atruenan, comen con los dedos entre grandes risotadas y se mean incontinentes
en medio de los salones.
Acaba de marcharse una, bendito sea Hombre.
Su jefe era un tal Zeus rijoso y parlanchín, con un
lampo de pega con rayos pintados, más concubinas que especies de concubinas
hubiera en sus mundos, todo el puñetero evo se lo ha pasado rascándose sus
malolientes cojones y gritando desaforado a la legión de chiquillas que
despiojaban con saña su hirsuta cabellera. Pocas veces he visto una horda más
guarra ni un malandrín más grosero.
Comerciaban con todo, desde milagros a crímenes, sus
carros eran desvanes de inmensos revoltijos, lo mismo encontrabas en ellos el
himen virginal disecado de la hija de un dios primitivo, que arena sacrosanta
de un desierto regado por sangre de remotos redentores. Todo lo vendían y todo
lo compraban; de mi taller se han llevado un paquete de brisas huracanadas
pavonadas para matar y un redentor tercero de un mundo que se deshizo durante
la hégira del segundo. Y me han dejado a cambio un chiquilla sucia y mocosa, de
ojos muy grandes y tristes que se llama Core. El apestoso jefe me la ha vendido
por hija suya y como muy buena para creaciones de mundos donde se quiera poner
agricultura, pero supongo que es la típica mentira de buhonero. Yo me la he
quedado porque es muy bella (y doncella, cosa rara en la tribu de la que
viene).
La flauta maravilla
Del libro Cuadernos del
Vegano.
El tipo más humano que me topé en mis viajes fue un
viejo luthier con el que tuve trato bastante para poder llegar a considerarme
su amigo.
Fabricaba zanfoñas con tripas y maderas, todo de
desecho, las vendía por las ferias obteniendo tan sólo escasas monedas. Vivía
pobremente, iba de pueblo en pueblo siguiendo los festejos, su agosto era
diciembre cuando en la noche vieja los mozos se emborrachan al ritmo del zumba
zumba.
Sabía de la música tanto como de la vida; lo último
no me extrañaba pues recorría el mundo, pero sí me asombraba lo primero un
poco, ¡artesano tan pobre y de técnica tan rudimentaria!... Distinguía matices
en composiciones eruditas, a veces tan finos que no parecían salir de su boca;
recuerdo muy bien uno que me dejó estupefacto: cierto comentario matemático
preciso sobre el esquema estructural de una fuga de Johan Sebastian ¡y mientras
tanto vendía una zambomba hecha con corteza de pino y tripa podrida!
Pero era hombre encantador, de silencios expresivos,
de comentarios sagaces, atento a compartir generoso y alegre lo poco que tenía,
nunca apresurado pero siempre efectivo, ameno, ocurrente, sabio, amistoso,
frugal, erudito, bueno en la entraña de sus cien corazones.
Me atrevo a suponer que al final me quería y se
consideraba mi amigo como yo lo era suyo por cierto detalle que sucedió una
noche y no podré olvidar a pesar de llevar todo el tiempo en mi saco. Se
levantó de pronto de junto a la fogata cuando ya despachábamos hacia el sueño
la charla nocturna y con febriles pero ungidos ademanes misteriosos, se alejó
de donde estábamos en un silencio raro... Aunque un tanto asombrado, supuse lo
obvio: últimos desagües antes del descanso, pero no mucho después escuché los
chasquidos de que partía ramas, o juncos, o tallos como fuesen de algunos
vegetales y casi al instante se acercó a mí de nuevo con los brazos llenos de
cañas muy secas de calibres estrechos. Sacó una navaja de corte afiladísimo que
yo no conocía y que desenvolvió de un paño escondido e ‘importante’, y empezó a
trabajar con gestos tan precisos, eficientes, rigurosos, habilísimos, técnicos,
que mi sueño quedó desvanecido del todo y, sin parpadear ni respirar, seguí su
tarea. Cortando las cañas a medidas exactas que algún metro íntimo de su alma
sabía, horadando y puliendo, ahora dos ahora uno agujeros precisos, uniendo con
nudos de bellísima y compleja estructura mágica, terminó sin pausa un caramillo
múltiple cuya sola apariencia simbolizaba la esencia de todas las melodías. Y
sin mediar palabra ni explicación alguna, lo acercó a sus labios y produjo los
sonidos más bellos que hayan salido nunca del artificio del hombre. Callaron
por completo los sonidos del bosque, humillados sin duda por tan egregia
belleza, ascendió la melodía por sobre las altas copas a cielos y estrellas que
escuchaban absortos rezumando respeto, admiración y aplauso silencioso, y muy
luego de luego que callase el prodigio, todavía las notas dominaban el aire, no
atreviéndose el viento a romper tal hechizo...
Me miró a los ojos como nadie me ha mirado, depositó
en mi mano la flauta maravilla y desapareció en la noche con su hermosa
sonrisa... Ni siquiera pude decirle que no sé de instrumentos y que qué más
dará que yo sepa o no sepa, el caramillo toca él solo cuando bien le parece,
inundando la nada de una luz que no cesa.
La doncella
Del libro Tarot de Salamanca.
Yo no la eduqué para esto, año tras año, desde el
desengaño al amor, desde la despreocupación al desvelo.
Cuando las mujeres salieron de la habitación de su
madre, que ya no se quejaba, oí su llanto por primera vez y entonces lo supe,
ignoro cómo: no era un varón, y decidí que era bueno el nombre de Alira. Sus
ojos miraban entendiendo, pero la odié por no ser el heredero esperado. La
mujer murió entonces, tal vez Alira lo sabía. No me importaba nada. Ya no
recuerdo cómo era.
Volví a ver a Alira a través de sus juegos en
contadas ocasiones, con los ojos azules y negros en mis ojos, en mis manos, en
mi rostro, rasgo a rasgo, grabando huellas en su memoria. Estaba tan sola y tan
triste que no pude volverla a olvidar.
La siguiente campaña pasó sin que yo viviese
plenamente sus momentos felices, la emoción de los proyectos, la tensión de la
espera, la sinfonía de la sangre, el delirio de la victoria. Su rostro azul y
negro era el dibujo constante en cada nube, en cada paisaje, en cada sueño. Y
volví a su lado sin perder un momento. Ya no jugaba, ni siquiera pudo decirme
dónde había quedado rota la última muñeca. Era alta, grave, azul y negra,
blanca, dorada, transparente, hermosa. Y me reventaba el corazón de un amor
incalculable, mayor aún que el triunfo, mayor que el placer. Dejó su mano entre
la mía y su sonrisa también, y paseamos juntos por los jardines y me llamó
‘padre’.
Su enfermedad, cuando estuvo dormida sin descanso,
azul y negra, noche a noche en las aguas de la muerte, sin que yo supiera si
podría otra vez alcanzar la orilla, me hizo viejo para siempre, no ya solamente
mi pelo, mis ojos errabundos, mi pulso tembloroso, mi cobardía incesante;
igualmente mi esperanza, en adelante quebrantada, incierta.
Volvimos a pasear los jardines del mundo, reía para
mí, cantaba para mí, hablaba conmigo, me llamaba padre, me llamaba. Yo sé bien
que la felicidad puede hacer que el corazón duela como si lo estuviera mirando
desde la noche la furia impersonal del tiempo. Pero es un dolor feliz que gusta
sentir cómo va doliendo. Era tan hermosa, blanca, transparente, azul y negra...
Luego llegó mi hora y me buscó la muerte, ya no
recuerdo bien si en medio de alguna batalla o en mi propia cama, o en otro
asunto baladí de reinos o príncipes. Es lo mismo. Mis ojos y recuerdos y mis
manos estaban siempre llenos de ella y entre sus brazos pasé la orilla. La vi
llorar desde azules y negros atravesando la dorada piel, y acribillar a lutos
su belleza, y pasear días y días y solitarios días todos los jardines amados.
Lentamente fueron desfilando ante ella los esperados
y normales sucesos de la vida: el joven entre todos que tocó su corazón, la
dulce aventura del amor, la fiesta de su boda interminable y bella... Pero no
llegó al tálamo, o al menos no fue su sangre la que se derramó en ese instante.
Al dejarla su nuevo dueño en el suelo, arrancó de la pared mi vieja espada y le
pasó el corazón de parte a parte conforme a mis enseñanzas, alguna vez antigua,
cuando éramos los dos. Besó la cruz de mi espada, gritó mi nombre entre
llantos, se refugió bajo el dosel de su cama, blanca, transparente, azul y
negra, intacta.
Visita mi tumba todos los días, mañana y tarde, y
llora con frecuencia, a veces ríe recuerdos amados. Pasea, más solitaria cada
vez, azul y negra, me llama padre.
La red de senderos negros
Cuento independiente.
Narración oral.
No es ‘La Honda’ un arma, aunque pueda parecerlo, y
más en este relato. ‘La Honda’, Gracia ‘La Honda’, era una mujer, la novia de
un minero. Y lo que voy a contaros es su historia.
La madre de Gracia, viuda de minero, no quería de
ninguna manera que su hija sufriese la suerte de tantas y tantas, de ella
misma: perder a su hombre en la flor de la vida, tener que sacar adelante a los
hijos sola y sin apoyo. La mujer sabía por experiencia el duro camino que esa
viudedad significa, y no quería que su hija se viera en la misma circunstancia,
aunque también es cierto que olvidaba su propio joven amor y la fuerza que este
sentimiento llega a tener cuando es verdadero. Por eso, cuando la madre puso
todo su empeño y determinó marchar con la hija fuera de la región, Gracia ‘La
Honda’ y su hombre escaparon. La madre concitó contra ellos todos los
esfuerzos, desde la vigilancia policial a las lágrimas, pero Gracia y el minero
se habían escondido en las galerías de la mina con la complicidad de todos
nosotros. Todos ayudamos. Para que escapasen y pudiesen habitar en su hondo
paraíso, cavamos una serie de túneles, una red de senderos negros que llevaban
y perdían, que desviaban y devolvían, que ocultaban y acogían, que eran refugio
para los amantes y laberinto de los intrusos, hogar de Gracia ‘La Honda’ y
errabunda selva para los enemigos. Y en ello todos fuimos cómplices, amigos y
servidores, recibidos siempre con cariñosa hospitalidad en el hondo palacio,
seguros de encontrar nuestro camino, con Gracia ‘La Honda’ llenando de la luz
de su sonrisa la red de senderos negros.
Un día no aparecieron y nunca volvieron a aparecer.
Mejor será que os ahorre la interminable sucesión de
la búsqueda, la vaciedad de aquel arcón de túneles, el asombroso descubrimiento
de muchos otros que no habíamos cavado, la temerosa conversión del paraíso en
hosca maraña de perdiciones, la soledad de los ecos sin respuesta...
Ahora, pasado ya el tiempo, sentimos de repente,
negros en lo negro, los ojos de Gracia ‘La Honda’ que nos sonríen desde la
roca, o en mitad de la tiniebla. Hemos dejado de buscarla, pero la seguimos
encontrando. Todos los mineros tienen dos mujeres: una les espera fuera, otra
les espera dentro. Así que no tiene mucho sentido que me preguntéis por qué
nunca salgo de la mina.
El crimen
Del libro Por vivir y volver
y olvidar.
Cuando finalmente se publicó el edicto contra
nosotros, fuimos expulsados del último rincón de los rincones. Tuvimos que
coger a nuestros hijos y a nuestros muertos, a nuestros hogares y a nuestros
dioses y marchar en busca de otros universos diferentes.
Nunca se nos explicó cuál era nuestro crimen.
Algunos ancianos dicen que hemos sido pacientes, y
que eso es fatal si quieres convivir con los desesperados. Hay un grupo que
mantiene que se trata de la lucidez, terrible lacra en medio de la ceguera. La
secta de los arrepentidos dice que hemos sido expulsados por nuestra piedad,
por nuestra misericordia, que ellos no comprendían y pensaban ser antinatural y
diabólica.
Y no faltan los que sostienen que no ha habido razón
alguna, que simplemente se les antojó expulsarnos y lo hicieron como lo hacen
todo, con inconsecuencia, maldad y estupidez.
Mi esposa dice que es por haber blasfemado de sus
dioses de barro. Dice mi hijo que es por no haber violado a sus doncellas. Mi
hija, que por gemir a destiempo, cuando ellos reían.
Ahora no sé adónde llevar a mi gente, con los dioses
a cuestas y sin saber qué crimen hemos cometido, ni contra quién. Lo único
cierto es que no queremos volver con los seres humanos.
El samurai sin amo
Del libro Archivo Jamás.
Te has ido sin mí,
Ashita Isoku, te advertí que me esperases, sabes que me pierdo si camino yo
solo por caminos de sombra sin estar a tu espalda. Confundí las cosas, pensé
que aquel lancero era nuestro penúltimo, te esperé para matarlo, no supe
distinguir que el destino ha dispuesto de otro modo las cosas, sin contar
conmigo. Me parece que no sabe que voy a perseguirle por la eternidad sin
descanso, no puede quebrantar sin mayor compromiso la palabra empeñada por
Tasida Ogoda, aprenderá el destino a respetar otra vez la promesa que un
samurai ha hecho a su señor. Y el lancero era tu última pelea, te mató sin mí,
sin que yo estuviera junto a ti en la muerte [le saqué los ojos por ese
sacrilegio, a ver si encuentra ahora la luz que le guíe en ese reino tenebroso
adonde le mandó mi espada].
Ya que la insolencia
de poderes extraños que nada respetan, ni palabras sagradas ni el leal
compromiso que te hice un día, me han convertido en un ronin sin amo, te
suplico que avances lentamente en la sombra, mi señor Ashita, que no te
apresures. Voy a ocuparme de pocos asuntos, los más graves, los más serios, los
más acuciantes que hacen referencia al honor de tu casa, a tu descendencia que,
ahora sin Ogoda, queda más desamparada que lo estuvo nunca. Cimentar con
alianzas la fuerza de tu hijo, el joven Yanagima que no tiene experiencia,
buscar mi sustituto y troquelar en su alma la fidelidad que Ogoda profesó
siempre a Isoku, rematar enemigos de tu frontera norte, recomendar a ese joven
la mujer que le conviene... No te apresures, Ashita, camina paso a paso que
enseguida te busco, rápido te sigo por este reino nuevo de niebla que visitas.
Ya tengo mi espada
preparada para el ritual, he pintado en mi vientre con yodo la señal para que
esta vez la muerte no me burle ni engañe, no podré equivocarme con este mapa
preciso, el rito está esperando que termine de ocuparme de los pocos asuntos
que todavía me aguardan.
Y si quieres hacer un
favor a tu fiel samurai mientras esperas mi llegada en ese umbral de sombra,
búscame una espada de luz que sustituya este acero amigo que no puedo llevarme.
Si hay en ese mundo lanceros, aunque ciegos, no quiero que me encuentren con
las manos vacías.
Sequía
Del Libro de los Sueños del
Destierro.
Yo he perdido a mis hijos, muertos todos ellos a
manos del enemigo invisible. Muertos uno tras otro en mis brazos o en el regazo
de su madre. He perdido a su madre, no sé dónde perdida, perdida en el remolino
del enemigo invisible, cuando sus ojos ciegos que el enemigo cegó, engañaron su
rumbo y confundieron mi voz que la llamaba para salvarla. Yo he perdido a mi
pueblo, que se fue tras el norte del enemigo invisible escuchando su canto de
voces falseadas que se escapan siseantes por las grietas del suelo. Mi pueblo
que era alegre y era feliz y rico, pescando en el crepúsculo con sus barcas de
vela que el terral empujaba suave y silencioso. He perdido a mis dioses que
quizá se han pasado, cuando yo trabajaba y no podía verlos, al bando victorioso
del enemigo invisible. Todo lo he perdido, incluso el espacio y el tiempo,
traidores tal vez como todos los otros, pues no sé qué lugar es éste ni conozco
este tiempo cuyas horas son iguales.
Mi espacio era un vergel a la orilla de un lago cuyo
remoto borde era el horizonte, de aguas azules y de aguas vivientes, repleto de
escamas, sosegado y eterno, pues era más antiguo que el recuerdo de mis mayores
y ésa es la eternidad que me han enseñado. Se alimentaba a sí mismo, saciaba su
propia sed y, generoso, saciaba la sed de nuestro pueblo, nos procuraba
sustento y nos dejaba vivir en sus orillas de fresca, verde y húmeda fragancia.
Y mi tiempo era un tiempo en que había pájaros y la
tierra hablaba y no estaba muerta. Los hijos recordaban a los padres de sus
padres, y el recuerdo subía hasta los primeros hombres y los primeros pájaros y
las primeras aguas. Era un tiempo distinto de este tiempo: era un tiempo de vida
y no era un tiempo de muerte.
En mi espacio y mi tiempo yo sabía qué pasaba al
morir un hombre, lo sabían sus hijos que entregaban su cuerpo a los dioses del
lago, todos lo sabían y por eso no se cortaba el lazo que siempre le había
unido a los suyos. Pero ahora no sé qué pasa con los muertos, cuando son los
hijos y no son los padres, cuando el lago no existe y sus dioses se han ido.
Mis hijos se han muerto y el lazo se ha cortado, el enemigo invisible, que no
está cuando mata, se los ha llevado a un sitio ignorado que no podré encontrar,
pues no hay escamas que me guíen ni pájaros que señalen la ruta.
Con mi hijo pequeño en los brazos caminé en busca de
la orilla del lago que se había encogido hasta juntarse con el horizonte. Pero
mi hijo se deshizo como el polvo y se me fue escurriendo por entre los dedos
antes de que yo alcanzase un lago que ya no existe. No estoy en ninguna orilla,
no estoy en ningún sitio y no podré encontrar a mi hijo, pues su cuerpo está
sembrado en las grietas sedientas que se abren en la nada. El agua azul y verde
que fue tumba de mi padre y del padre de mi padre ya no está aquí, y tampoco
podré, pues, seguir ese perdido rastro.
¿Quién soy y dónde estoy, solitario y ciego, si no
puedo encontrar el lazo que me une a mi padre y a mi hijo? ¿Quién soy y adónde
me encamino, si mi paisaje ha muerto, mi espacio se ha agrietado, mi tiempo se
ha secado y mis dioses han huido?
Cuando venga la noche de este día sin noche y sin
piadosa sombra, rogaré por mi alma al enemigo invisible, para que la lleve
consigo donde haya llevado a los muertos restantes, donde estén mis mayores y
se junten mis hijos, en la orilla del lago en que habiten ahora mis dioses,
pues no quiero vagar solo, enloquecido y ciego, por este desierto infinito que
no es mi hogar ni es mi pueblo.
El abanico rojo
Del libro Siete cuentos
pequeños.
El abanico rojo planeó matarme (lo sé ahora,
entonces no lo sabía) una tarde de marzo, cuando los primeros olores se
enfrentaban todavía con las últimas nieves. La madera es resuelta, la seda no
digamos, y me buscó la yugular el abanico rojo con tanta maldad e intención tan
directa que solamente la suerte decidió salvarme, pero tengo todavía una herida
profunda. Más tarde quiso cegarme y hasta rasgó el tejido que duro y
transparente se llenó de sangre es la puerta del ojo no sé si era sangre del
propio abanico. La nieve también, y también de sangre, o era nieve roja, ya no
sé qué me digo. ¿Y todo por qué?... Si yo la amaba, yo amaba a su dueña, o
quizá era eso, celos de mis manos tocando las suyas que dejaban en la sombra la
madera y la seda. ¡Qué vengativo es, pensé que le bastaría haberla matado a
ella, y a mí que me gustaba cuando aún era blanco!...