8 La presa
El águila me vio mucho antes que yo a ella,
claro está, supongo que anduvo girando y girando en la insondable altura, confundida
a mis ojos con la inmensidad, indistinguible del destino.
Era el único depredador y yo era la única
presa, estábamos en medio de la nada jugando sin trampas al juego de quién
sobrevive o muere, quién caza, quién es cazado.
A esas alturas de la historia el resultado era
irrelevante, la sangre de la víctima, fuere quien fuere, poco podía prolongar
la agonía sedienta del cazador, unas gotas de líquido, unas gotas de tiempo.
Uno de los dos acabaría siendo la tumba del otro. La última tumba sería una
mortaja de cielo y desierto para el que tardase en morir unos instantes más.
Así que me entregué sin condiciones, me tumbé
de cara al sol, abiertos los brazos, abrasada la espalda por la ardiente arena,
dejé que la luz infinita me quemara las pupilas, me fundiese el cristalino, me
carbonizara la retina, hecho el cerebro un estallido de fulgor. Y esperé que el
afilado pico se hundiera en mi pecho.
El águila había resuelto lo mismo que yo al
mismo tiempo que yo, se dejaba mecer y lentamente ir bajando por la tardanza
con que su breve peso escapaba a las garras de las corrientes térmicas
ascendentes, que asaban el aire desde la arena. Finalmente, como un copo de
negra y acerada pluma, descansó a mi lado, era desde el principio una paz
inevitable, qué gota de sangre puede haber en dos criaturas tan sedientas,
presas las dos del cazador solar que se alimenta matando.
Uno de los dos aguantó el infinito horno del
mediodía, la inacabable tarde, el misericordioso crepúsculo y sollozó sobre el
cadáver del otro a la luz de la luna, jurando venganza. Nunca más volvió a
salir el odioso astro, tan feroz fue el juramento, tanto miedo le infundió la
maldición. Sin auroras, sin ocasos, sin destino, uno de nosotros vaga por la
sombra buscando tercamente una estrella cobarde. Para matarla y beberse su
sangre.