184           Tierra

 

Me dice ella, y suena como música celestial en mis oídos:

–Iré contigo a tu tierra por muy lejos que esté de la mía.

Es una tarea muy muy larga, acaso la más larga tarea que pueda ser realizada. Consta de muchos pasos esforzados y lentos. Primero hay que picar las piedras más grandes.

–No me dolerá dejar ni mi casa ni mi gente.

A veces se pueden convertir en pequeños guijarros con el pico, otras veces hay que agrietarlas y llenar esas grietas de agua, para que el hielo del invierno las quiebre.

–Se trata de seguirte a ti, de quien estoy tan enamorada, ¿cómo podría dudarlo?

Luego es necesario que esos guijarros se vayan haciendo polvo, con un mazo pesado lo consigo a golpes, un guijarro, otro guijarro, otro guijarro, otro guijarro... No estoy siendo pesado, es que son millones.

–Mi corazón te sigue con el pensamiento hasta el valle donde vives.

Esa grava fina ya puede ser manejada por la pala y cargada en los serones. Tengo cuatro serones, es el número justo.

–Lo imagino hermoso, como tú me lo describes. No puedo negarte que de vez en cuando añoraré a mis padres, pero es ley de vida, grata ley de vida, que la mujer abandone padre y madre para fundar su propio hogar.

He calculado que cada capazo hará como unos cinco kilos. Son pequeños, pero no podría manejarlos de otra forma. Cuatro capazos, veinte kilos de grava.

–En tu valle seré feliz, acostumbraré mis ojos a otras flores, a otros colores.

Los engancho con unas cinchas dos a dos, de forma que puedo luego acomodar un par en cada hombro, un poco como si fuesen albardas, colgando dos por delante y dos por detrás.

–Acaso, solamente, eche de menos un poquito mi querida montaña...

Y los ato a las rodillas para que no se bamboleen a cada paso y no me golpeen las espinillas. Al ser tanto camino, si me golpearan, no sólo me harían grandes escaras,  acabarían por romperme algún hueso. Pero, sujetas, no son peligrosas.

–¿Dices que desde tu valle liso no se alcanza a verla?

Y a caminar se ha dicho con los cuatro serones. Es un largo paseo para acarrear veinte kilos de grava. Los hombros y las piernas parecen lo peor. Lo son sí, pero...

–Es mucha distancia, lo sé, no me importa. Seré feliz.

Cuando es tanto camino y tanto peso, al final te duelen cosas que ni siquiera recordabas tener. Los brazos, que en este asunto parece que no trabajan, se cansan tanto como la espalda, no entiendo muy bien por qué. A medio camino ya te sientes muerto. Bueno, es igual, yo tengo que hacerlo, así que...

–Además, una pequeña mota de nostalgia en el fondo inmaculado y perfecto de mi felicidad, hará que ese blanco sea más radiante.

Al llegar hay que descargar con cuidado, que el montón anterior no se resienta. Esperar luego un tiempo para que los músculos dejen de tiritar incontrolados y vuelvan a responder obedientes. A veces tardan tanto, que da la sensación de que ya nunca dejarán de estremecerse.

–Imaginaré mi montaña, me bastará con eso.

Finalmente, cementar la nueva carga para que forme masa con todo lo anterior. Cuanto más alto hay que subir, más trabajo cuesta, eso es natural. Y conforme van pasando los años va haciéndose tan alta, que ya interrumpe el liso horizonte del valle.

–Recordaré mi montaña, eso me hará feliz.

Pero ya estoy terminando. Mil viajes más y le habré traído su montaña.