Le concedió el destino al
sabio mago
una vista excelente;
por eso vivió en la sombra
hasta muy avanzada edad
en que, finalmente, se
volvió ciego.
Entonces vio.
1 El saco del
buhonero
En el parque de la Estrella, con la mirada
melancólicamente perdida sobrenadando las ondas del estanque, esperaba una vez
más la llegada tardía de mi amada (el amor siempre es tardío, si llega es lo último
que llega, tras él la vida se vuelve otra cosa), cuando le vi venir con su saco
a cuestas, esa pinta indefinible de buhonero eterno, andador de todos los
caminos que no pueden ser andados, alcanzador de todos los horizontes
transparentes e inalcanzables.
Se sentó a mi lado y acompañó mi vista por su
nostálgico recorrido sobre las ondas inquietas. Dejó el saco en el pretil y con
las manos se borró de los ojos tanto cansancio polvoriento, de ése que nunca
puede borrarse con las manos del día. Las almas se miraron tranquilas y acaso
se sintieron gemelas.
Luego me propuso el trato: comprarme o
cambiarme los trozos de tiempo perdidos.
Tal vez las aguas plateadas y negras del
estanque, tal vez los recovecos más antiguos de la memoria (si no son la misma
cosa) me hicieron interesarme por cálculo tan complejo: ¿Quién puede contar, e
ir sumando, los transcursos de la espera?... Cuando los brazos descansan y el
alma de las tediosas rutinas; cuando entre jadeo y jadeo la nada destila
goteando sin rumbo como espita perdida; cuando luego del proyecto esperas
irresoluto que comience la acción, nunca tal vez, o nunca; cuando dejas la
mirada vagar sobre el estanque... En fin, toda esa duración en que consiste la
vida si descuentas la media docena de pavorosos y culminantes latidos.
Pero él sí sabía la suma, parece que va sumando
cuando recorre los caminos del mundo y conoce exacto -es su oficio ¿su deseo?-
la cuenta de cada todos. De mis cincuenta años de vida he vivido, parece, doce
horas, treinta y siete minutos y veinte segundos. Por el resto me ofrecía, no
le escuché, me distraje, no sé qué me ofrecía, qué podía en todo caso salir yo
perdiendo, le dije que sí, se marchó con su saco, espero que mis años
aprovechen a otros más felices que yo, cuando llegó mi amor al borde del
estanque no pudimos perder ni siquiera un momento, nos besamos, amamos, siendo
dichosos, desdichados, celosos, abnegados, egoístas, espléndidos, todo junto,
fundido, en un abrazo mismo se amalgamaron el amor y el deseo, el hastío, la
calma, el rencor, el olvido, allí sobre el estanque nacieron nuestros hijos, se
decantó un destino difuso y perfilado de nietos y herederos, de vidas y de
azares, la historia galopando por encima del tiempo, ya sé qué maravilla, ahora
lo recuerdo, me dejó el buhonero cuando marchó de mi lado con mi tiempo en su
saco, era una flor de luz que se llamaba muerte, salí ganando con el trueque,
para qué vivir instantes que dilatan los años como sarmientos negros que están
secos por dentro.
Es un hombre cansado, de borrosa mirada, con un
saco sin fondo, si le ves, hazle caso.