ANÁLISIS SIMBÓLICO Y MITOLÓGICO

DEL ARTE PRIMITIVO AUSTRALIANO

 

Miguel Cobaleda

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Registro de la Propiedad Intelectual: nº 619 de 4-9-1997

 


La obra original contiene ilustraciones con varias pinturas rupestres australianas y varias obras plásticas de aborígenes actuales.

 

INTRODUCCIÓN

 

La expresión “ARTE PRIMITIVO AUSTRALIANO” podría hacer pensar que se trata en este texto del arte rupestre del continente australiano, y únicamente de él, cosa que no es exacta, y que en caso de serlo me ceñiría a las muestras, ricas pero no abundantes, de las impresiones plásticas en las cavernas, de antigüedades enormes, algunas quizá de más de 12.000 años (aunque la más reciente solamente tiene tres decenas), de cuya continuidad en el tiempo parece haber alguna duda. Que la continuidad en el tiempo de muestras rupestres de tanta antigüedad sea dudosa, resultaría observación absurda por evidente en la historia del arte europeo, pero hay que decirlo de forma clara en el arte australiano porque hasta finales del siglo XVIII aproximadamente [o si se pretende ser completamente preciso en términos de descubrimiento histórico, entonces hasta el año 1605 en que el español Fernández de Quirós arribó a las costas orientales del continente] esta cultura había tenido una continuidad varias decenas milenaria, cosa que no se ha dado en ninguna otra cultura humana, de ningún tiempo, de ningún lugar, por lo que destacar y analizar el hecho de su “discontinuidad” artística es obligado en cualquier estudio sobre el arte de los aborígenes australianos. Si he puesto entrecomillado el término es, como se verá más adelante, por el planteamiento aparentemente contradictorio de esta cuestión, en la que una será la tesis que pueda mantener el observador ‘externo’, otra la que mantienen los propios artistas aborígenes por motivos que deberemos tratar de explicar, hallando tal vez al hacerlo el núcleo más hondo del significado simbólico y mitológico de su extraordinaria actividad creadora.

Creemos algunos que hay una absoluta continuidad en la cultura australiana aborigen hasta el mismo día de hoy, incluso en medio del inmenso corte acultarador que ha supuesto la irrupción del bárbaro y rapaz hombre blanco, con sus cambios, algunos brutales como el de la desaparición, casi extinción, de la población aborigen, o el avasallador oleaje con que la ‘cultura’ blanca ha cubierto la cultura ancestral hasta el punto de que sus muestras se vuelven cada vez más ocultas y difíciles de perseguir. En este sentido se citan siempre tímidos intentos de la administración australiana por sacar de la vía de desaparición a sus escasos restos (los ‘Settlements’ o poblados de ‘reinserción’), para paliar u ocultar la suplantación destructiva de la cultura ancestral, pero ni siquiera notan la paradoja de que esos intentos de integrar a los aborígenes en la moderna sociedad no son los que rescatarán del pasado (si acaso ya se puede) la antigua cultura, sino que le darán el golpe de gracia; amén de que esa incorporación, que no se libra de las lacras de la discriminación, el racismo, etc., está conduciendo a muchos de los aborígenes urbanos a situaciones de lumpen y marginalidad. Y sean cuales sean los intentos de la administración australiana para ‘defender’ y ‘propagar’ la cultura aborigen, es lo cierto que para quien vive fuera de Australia y está interesado en su cultura autóctona, es casi imposible encontrar documentación gráfica y bibliográfica [ejemplo el pabellón australiano de la EXPO 92 de Sevilla, donde se nos mostraba a los españoles la arquitectura australiana actual, cosas como la famosa Ópera de Sydney... ¿Cree el gobierno australiano que los europeos no tenemos ciudades urbanizadas, arquitectura, grupos de música moderna, cine que imita al americano, y que por ello necesitamos ser ilustrados?... Arte aborigen australiano es lo que los europeos no tenemos, pero sus muestras no se encontraban allí. El hombre blanco australiano va olvidando a los que poblaban ese continente antes de que él llegase, lo que no es extraño, dado el ritmo al que se les está haciendo desaparecer...].

No obstante, lo que queda de esa cultura parece tener un aire de familia tan inmediato con las muestras y las leyendas (vivas las unas y las otras en cuanto signos incorporados, desde el tiempo del sueño a la realidad actual), que no se puede por menos que mostrar esa continuidad.

¿De dónde, pues, su negación que he recalcado? De que los actuales aborígenes australianos no se reconocen herederos de esa tradición, sino que, por el contrario, creen autores de las muestras maravillosas del arte rupestre, de las leyendas que narran la cosmogonía y la historia del hombre, a espíritus no humanos, anteriores al hombre, habitantes del lejano, remoto, legendario tiempo del sueño.

Nos encontramos aquí en la disyuntiva, pues, de mantener una continuidad que nuestros ojos profanos nos muestran como evidente y, al tiempo, negarla siguiendo la inspiración del propio aborigen. Pero es que esta disyuntiva es precisamente el cauce y el hilo conductor de nuestra breve indagación, y lo que ha suscitado a la vez la cuestión terminológica de que nos estamos ocupando. Será una fascinante navegación por el tiempo, tal vez a contracorriente y hacia las fuentes, como los peces de Yirrkalla que citaremos más de una vez en estas páginas, y de los que hemos incluído un anticipo en la propia página inicial, para que guíen con su ‘vuelo’ el de la flecha de una inspiración que pretende interpretar su sentido.

‘Primitivo’ engloba así, en este contexto, y usando una forma muy libre de presente histórico, la continuidad que no reconocen los aborígenes, pero que sí entiendo yo que hay, para entroncar el arte de los ‘primitivos actuales’ con el ancestral que las cuevas nos han preservado, y estudiar su mitología al tiempo que me acerco a la constitución de su estructura simbólica en un todo conceptual y sistemático.

De ninguna manera puede entenderse esto como un desprecio y abandono (que sería insensato) de lo que los propios artistas entienden, interpretación que acepto y respeto, sino precisamente que mi trabajo se basa en la negación que ellos hacen de esa continuidad cultural, por lo que su testimonio está en la base de la misma, pues mi trabajo se propone ahondar en la ruptura simbólica que separa de estos actuales el tiempo del sueño, precisamente a través de muestras pictóricas que manifiestan, a la vez, esa no ruptura y desencadenan ‘hacia sus fuentes’ una catarata de explicaciones, sentidos, signos y significados por la que nuestros conceptos ‘ascienden’ como acabamos de decir.

Es por creer que los artistas aborígenes australianos de hoy son todavía los creadores sobrehumanos del tiempo del sueño, por lo que entendemos que ellos lo nieguen, y le damos a esta negación el valor doble de un acatamiento a lo supremo y de una trascendencia mistérica que se plasma a la vez en continuidad y ocultación, en claridad y opacidad, pero siempre como el misterio a plena luz que otro creador (G. Marcel) del tiempo del sueño ha sabido describir.

 

 

A TRAVÉS DE LO OPACO

 

Muchas muestras pictóricas del arte aborigen australiano pertenecen a un estilo, llamado radiográfico, que pretende presentar la estructura interna de la anatomía del animal, o incluso de sus vísceras, al menos las más importantes.

Una denodada y minuciosa intención de pasar más allá de lo que el ojo percibe. Pero si la interpretación sencilla y nada alambicada que acabamos de ver es cierta, o no, o es toda la explicación que ese estilo admite, cuestión es ésta algo más discutible. ¿Sólo una realidad más exacta? ¿Tenemos únicamente anátomo-zoólogos prolijos y rigurosos, científicos de algún instituto de investigaciones que se proponen editar láminas correctas en las que no falte nada? Me parece que estamos olvidando que los animales, además de animales y presas de caza, son o pueden ser mucho más, muchísimo más: símbolos de un clan (el Clan Canguro, el clan Emu, el clan Foca...); disfraces transitorios de las fuerzas supremas creadoras que hicieron el mundo y lo siguen conservando haciendo acto de presencia con formas animales; ‘rutas’ de las líneas de canto, o hitos de las mismas y no se queda el tema meramente en una descriptiva anatómica, que por lo demás podría haber sido muchísimo más completa por parte de cazadores pintores que demuestran conocer ambos mundos casi a la perfección, usando una habilidad técnica para lo uno y para lo otro que ha asombrado con frecuencia al hombre blanco.

No, trascender lo opaco y penetrar en lo oculto tiene que tener un sentido mucho más polivalente que el simplemente estilístico, o debemos considerar el estilo como cauce de una interpretación más honda, habida cuenta de que es fruto de una realidad cultural y simbólica más profunda. Sabemos que el anangu, a través de una cultura tan larga que da vértigo, ha creado caminos (en la canción que es memoria colectiva y en la que es interpretación y recitación de las reglas; en la estructura de sus mitos; en la red total de sus relaciones y costumbres) que inter-penetran sin discontinuidad el mapa entero de su historia humana, desde los remotos tiempos de tjukurpa (el tiempo del sueño) hasta el momento actual, desde el más anciano al más joven, desde la mujer al hombre, desde la tierra al lenguaje.

Pero es fácil comprender que esos caminos de sentido que todo lo recorren [y unen, y explican, y justifican, y gobiernan y regulan] no podrían ejercer su tránsito unificador y globalizador si algo se opusiese a su marcha, si la piel de las cosas estuviera forjada de modo que repeliese ese viento ‘espiritual’ que todo lo atraviesa y a todo confiere significado. Nosotros no sabríamos que estábamos siendo ‘cantados’, ni nuestro canto atravesaría la frontera de la superficie, no estaríamos dentro de la red que hace comprensible [real] el mundo, ni nuestro sentido se volcaría sobre el mundo tampoco.

Es casi sacrílego aplicar en este análisis conceptos y categorías del pensamiento filosófico europeo, pero habrá que hacerlo a veces para concretar, aproximativamente, ciertas calibraciones conceptuales, ahora mismo por ejemplo. Si en nuestro conocimiento hay una diferenciación entre sujeto y objeto (no entro desde luego en la historia infinita de esta densísima cuestión), pudiéndose sostener que el objeto tiene sentido por sí mismo y el sujeto lo abstrae mediante una operación que refleja especularmente ese sentido; o bien, que el sentido que el objeto posee es el sujeto el que se lo comunica en el acto del conocimiento, los anangu creen que el sentido (algo muy globalizador, trascendente, anterior y posterior a la realidad presente, al menos tan antiguo como las cosas --más, porque las crea-- habitante genuino del tiempo del sueño) es una malla infinita de la que todo-todos somos puntos, nosotros somos parte del sentido de todo, todo forma parte del sentido que nos explica. Pero esto requiere una transparencia original y absoluta que da por supuestas las interferencias constantes de los seres en el ser, los cruces de la realidad consigo misma, es decir, de la realidad ahora, cuando está siendo conservada y cambiada, de la realidad mañana, cuando vuelva a cambiar manteniéndose, de la realidad ayer, cuando estaba siendo creada. Y de todos los puntos que, distinguiéndose, no se distinguen, siendo sí mismos, la son.

Desde luego que no son los aborígenes australianos los únicos primitivos que han encontrado la unión con el todo, expresando en arte (si es que es arte para ellos) esa trascendencia inmanente (nunca he sabido cómo referirme a ese pan-animismo primitivo, a veces difuso). No sólo ellos. Pero quizá sea la muestra australiana, cuarenta mil años solitaria y tomándose su tiempo para recorrer los caminos de la cultura, algo diferente, ‘además’ de también lo que se ha dicho.

La realidad verdadera, que todo lo recorre, todo lo penetra; es el sentido y al hacer las cosas las explica, al definir su explicación las recuerda, al recordarlas las mantiene pero las cambia porque no es estática sino que avanza, sigue caminos que son a la vez los que ya están trazados en la malla general del sentido completo y los senderos de un nuevo mundo que se está creando, que nunca se deja de crear y que se renueva siendo el mismo. Porque lo que se hace a partir de ahí (siempre a partir del principio), sigue las pautas, aumenta el tejido del mundo pero por los cauces del sentido que lo constituye y explica.

Y tenemos ahora el primer apunte, la primera sospecha, de una explicación que vamos buscando. Recuérdese que hemos anotado la contradicción aparente entre la continuidad y la discontinuidad, y hemos hecho del tema el núcleo, el hilo conductor, de nuestra indagación. Todo es desde el principio, el principio es también el fundamento, el diseño original es el único diseño, encierra en sí el germen de la realidad y el desarrollo futuro de la misma... Pues bien, reconozcamos que algo explicará que, siendo continuos con ese origen, queramos no obstante guarecernos con una ruptura. Y eso que los aborígenes australianos actuales saben de rupturas quizá más que nadie, pues han sufrido una que tiene pocos parangones, todos atroces. La ruptura de su tradición milenaria, de su historia y su arte, de su vida, de su supervivencia.

Pero no adelantemos todavía lo que ha de venirnos con mayor fundamento cuando demos los pasos sucesivos de nuestra búsqueda. Baste ahora anotar el dato y volvamos a la ‘mirada penetrante’ que no se detiene en la piel.

El anangu lleva ‘siendo’ su animal clánico algunos milenios, en todas las formas posibles en que se puede ser algo: conviviendo con ello, persiguiéndolo, acechándolo, cazándolo, comiéndolo, respetándolo, amándolo, sintiéndose ser y vivir en la realidad del animal, formando con él (desde él, a través de él) una línea de canto... El término tjukurpa, que ya antes he usado en su sentido de relación con el tiempo del sueño, expresa a la vez la sensación y la intención del que se manifiesta (sea mediante el arte plástico, sea mediante narración oral o de cualquier otra forma) en una forma de unión.

¿Es raro que sepa mirar a través de todos los obstáculos para llegar al punto que en ese momento su mirada necesite? Sin que sea un obstáculo para esa mirada aquello que obstaculice a la propia luz, pues no son los ojos de la cara los que miran (aunque también y con agudeza de observación que refleja minuciosísimamente los más finos matices de las cosas), sino ojos que vienen de lejos y se dirigen más lejos aún, ojos que saben porque sabiendo crean, hacen que lo que ven sea como es y que lo que es lo vean en su ser más auténtico.

La geometría interior de las cosas es el esqueleto del mundo, la red que le confiere a la vez consistencia y significado, cualquiera que explique lo uno encuentra lo otro, si se sigue la mirada se penetra la esencia, no se necesita investigar para saber, como se es, se sabe.

 

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Aunque sigamos en la niebla en muchos sentidos, ya intuimos una senda posible de salida para nuestra indagación. El aborigen se sabe perteneciente a una unidad que trasciende su mera apariencia corpórea, su limitada experiencia personal, incluso su tiempo vital y su espacio local. Sabe también que recibe de ese todo el sentido de su existencia, la realidad de la misma, lo que conoce y entiende, lo que respeta y lo que ama, las reglas que obedece. Igualmente que con su vida nutre esa unidad como él se nutre de ella. Pero mantiene al tiempo que él no ha hecho lo que existe, sino que pertenece a lo que existe y ha sido hecho por lo supremo en tiempo remoto. Es lo supremo perteneciendo a ello, más que siéndolo.

El arte que el artista hace, lo hace porque respira en él el todo, pero el todo, cuando hizo aquel arte sagrado de las cuevas, que expresa mitos y funda en su remota ancestralidad líneas de canto originales, no era el artista aborigen. Dicho de otro modo: el todo es también el artista, el artista no es el todo.

 

 

 

EL CAMINO DE LA SALUD

 

Las muchas muestras plásticas y narraciones orales que recoge el libro Anangu Way, están referidas a un tema que resulta particularmente vinculado a la impresión que los aborígenes australianos tienen de su encuentro con el hombre blanco, de la ruptura brutal que eso produjo en el camino milenario de su cultura ancestral: la salud, la pérdida de la salud, la recuperación de la salud. Sabemos que prácticamente todas las tribus primitivas que se han encontrado con el hombre blanco (éste con ellas) han perdido, entre otras muchas cosas, la salud, pues los microorganismos que el hombre blanco lleva consigo y contra los que no están defendidos estos primitivos, son causa de enorme morbilidad y mortandad. Pero la conciencia que tienen los anangu de que la ruptura ha significado precisamente eso, es especialmente aguda, y la conciben como la felicidad perdida por la salud perdida (el equilibrio, la continuidad perdidos), quizá recuperable again.

En el presente capítulo vamos a tener en cuenta algunas obras pictóricas en este sentido, incluyendo también alguna de las narraciones orales que las acompañan, para sacar conclusiones de ellas en función del camino investigador que llevamos, procurando dar con ello otro paso adelante. Las figuras representan explicaciones intuitivas, pero insertas en el continuum, de esa visión particular y al mismo tiempo del proyecto que significan.

Quizá sean pocas las cosas sobre las que se haya escrito más que sobre el tema de la salud, pero sigue siendo esquiva una definición precisa. Sin entrar en los detalles de esta milenaria discusión atengámonos a una declaración sencilla, que ya la escuela hipocrática predicaba en consonancia con el pitagorismo, la salud como un equilibrio de las funciones y órganos del cuerpo. Sería posible incorporar esta definición a la explicación que el aborigen australiano usa en el tema, pero con un añadido esencial, y diferenciador además, de su respuesta global a la cuestión: se rompe la línea, se sueltan nudos de la malla, se quiebra la continuidad.

Así, la pérdida de la salud representa al mismo tiempo un suceso individual y una catástrofe colectiva, cada enfermedad individual es una epidemia.

Que los nativos hayan pensado así podría tal vez explicarse en el sentido de que las enfermedades blancas les han atacado a ellos de forma epidémica y arrasadora [también a los propios blancos, como las fiebres tifoideas de finales de la década de los sesenta en el siglo XIX], pero va mucho más allá de la mera cuantificación demográfica de la enfermedad, y no se trata del concepto de epidemia según la O.M.S.

Uno de los relatos de Anangu Way, el primero, sobre ser de una belleza sencilla, directa, esencial, nos hace a la vez el doble servicio de explicarnos lo que ha pasado y lo que pasa, y de servirnos también de guión sobre la iconografía de estas pinturas, el significado de los corrillos de gente, adultos y niños. Estremecedor en su triste descripción de lo que fue y lo que es, resulta terrible la facilidad con que pasa, sin solución de continuidad, de aquel tiempo remoto a la destrucción del nativo urbano actual, (y del blanco) con drogas, ‘marihuana’ y ‘pegamento’ incluidos. La sencillez del lenguaje le da además un tono de acta testimonial que resulta sobrecogedor. Al menos en una ocasión oír la propia voz de los nativos, y qué voz, por cierto, qué acentos directos y tremendos.

 

Long ago our ancestors were there. Fathers, mothers, grandfathers, grandmothers and children lived together like this (top right roundel).

Young men stayed here (top middle roundel) and uninitiated young fellas going through their rites of passage stayed here (top left roundel). They were really happy living in this way and were able to do the things they had to do. They huntead meat and gathered food, men danced in traditional stamping step, and the people handed down stories to the children. This is how they were. This is what our culture was like. Our ancestors had a strong culture.

They didn’t see what was to happen. That culture then was as stable as a mountain range. They could not have seen beyond it.

Outsiders came and made cities. They brought other things such as petrol, wine, drugs, glue. Outsiders know so many things, yet they know so little. They didn’t understand: what will happen to my sons and daughters and family? While sons and daugthers, mothers and fathers drink, children sniff petrol or glue, smoke marijuana, or take drugs. And big brothers keep on drinking. Then, the spirit dies. And that culture that I spoke of before, that culture line is broken.

I’m not just talking about Aboriginal people’s experience. I’m talking about outsiders’ experiences, too. Long ago, outsiders must have had a strong culture. At that time, mothers and fathers must have taken care of their children and shown them the right way.

We are all at the point where we’re looking at our histories - traditional Aboriginal history, urban Aboriginal history and outsiders’ history. And we can look at those histories together and talk about how we can make it better for our children.

Perhaps outsiders will come and listen to us and see how we are beating the problem. In this way, culture will become strong again.[1]

 

Pero volvamos a la salud. Es fácil comprender que snifar pegamento, fumar marihuana, tomar drogas, beber alcohol, no son cosas saludables para nadie, pero la virtud de este relato es que de golpe nos pone sobre la mesa la más furibunda extrapolación de los males antihigiénicos de la sociedad blanca, sin andarse con intermedios blandos como las enfermedades y las epidemias que han diezmado (justo al revés, diezmar era uno de cada diez, aquí han sido nueve de cada diez) la población aborigen. Estaban ellos durante cuarenta mil años conservando la continuidad de una cultura equilibrada. Un golpe. Y ahora tenemos a los niños snifando pegamento y pinchándose drogas, y a los adultos alcoholizados formando parte del lumpen urbano. Así que what will happen to my sons and daugthers and family?

La salud, su pérdida, como ruptura de la continuidad: la red se ha roto, estamos a la intemperie. Porque la quiebra de un proyecto individual de vida nunca es esencial, salvo excepciones, en el todo de una cultura, porque no pone en peligro la continuidad de la raza, del grupo, del sentido. Pero aquí estamos justamente en la excepción, porque la enfermedad se contempla más como una grieta en la facies moral del continuo, que como un acontecimiento individual concreto, pues rasga el orden moral; no sólo, no principalmente el orden físico corporal.

Tiene entonces sentido la frase antedicha de que la enfermedad individual es una epidemia, en una dimensión más honda y diferente de la trivial cuantitativa que supone el término en su referencia habitual. Puesto que tjukurpa nos inunda ‘desde hasta’, cualquier nudo suelto en la red hace peligrar la red, su eficacia (su sentido), su misma supervivencia. Quizá estemos al final del final, si las cosas han llegado tan lejos, son tan extrañas, si la enfermedad se ha vuelto un horizonte completamente cerrado, si estamos desapareciendo y todo nuestro ser desaparece con nosotros.¿Cómo luchar contra esto? Sabemos por la historia de la colonia que los nativos intentaron diversas formas de lucha a partir del momento en que la marea blanca inundó y erradicó su cultura, desde la lucha física mediante la fuerza y la violencia (en la que, naturalmente, no tenían la más mínima apariencia de posibilidad, ni siquiera la que comparativamente disfrutaron las tribus indias de América del Norte, arqueros a caballo), hasta la resignación y el propio degradamiento [sostengo que entre los aborígenes de Australia ha sido ésta una forma de reacción; no son mis razones menos poderosas que las que mantienen aquellos historiadores y antropólogos sobre que las danzas de los espíritus de 1870 y 1890, con Tavibo y Wovoka entre los paiutes, fueron formas pacifistas pero auténticas de respuesta frente a la aculturación]. Los fenómenos de desintegración cultural nos han acostumbrado a respuestas muy creadoras en el terreno del arte, de la lírica, de la expresión estética en general, aunque nunca, claro, respuestas creadoras en planos sociales, políticos, económicos o (y en ese supuesto no habría cuestión) militares. Fallidos intentos de los Totanka Wotanka o los Cochise confluyen finalmente en cantos como el que hemos leído de Alec Minutjukur o pinturas como las que estamos investigando.

Pero estas formas de lucha, que lo son y en grado mucho más auténtico (dejan su legado al total de la raza humana, mientras que la batalla más justamente ganada tan sólo restituiría los derechos conculcados... que no me obliguen a mí a decidir qué prefiero...) por lo que tienen de elevación espiritual, de victoria del alma sobre la materia, están irremediablemente cargadas de derrota y tristeza, de soledad y de muerte.

En cuanto a las muestras que nos ocupan ¿son en cierto modo una victoria, un grado más alto en la escala de un combate contra las fuerzas de la sombra? ¿Cómo lo serían, dándose en las condiciones en que se dan?

Para responder a estas preguntas hay que admitir antes una nueva paradoja, o más bien otra dimensión de la misma. Y sería: el aborigen australiano, que sabe y dice haber perdido en todos los frentes, es últimamente optimista. Nada más que planteamos el nuevo nivel de nuestro mismo dilema, comprendemos de inmediato parte del tema que se investiga, pues se hace la luz al menos sobre uno de sus aspectos: por eso no reconoce, por eso niega el aborigen su continuidad artística y creadora con las fuerzas ancestrales del tiempo del sueño en el sentido no de pertenecer (sí se siente pertenecer) sino de ser (no se reconoce digamos mismo), porque la ruptura que esta derrota significa pretende mantenerse en el nivel de lo concreto, que quien haya perdido la batalla sea el hombre de esta hora, no la realidad trascendente-inmanente que habita desde-hasta el tiempo del sueño-el futuro. Tjukurpa.

Mal lo tiene el aborigen, paradógico e inestable, pero claramente definido (cuando se define bien una paradoja, cuanto más clara sea la definición, más contradictoria es la paradoja, claro). Y sin embargo se entiende bien el motivo y las razones que obligan a plantearlo así: si tjukurpa ha perdido, todo está perdido, no así si la pérdida es solitaria; si la línea de canto se quiebra, todo se quiebra, no tanto si es una grieta única y transitoria; si la malla se desteje, todo se desteje, no en cambio si simplemente se suelta un nudo en la red. Lo que sabemos y hacemos nos viene de lo alto, en ello no hay derrota ni ruptura, aunque nuestra voz sea mala y perjudique, en este punto concreto la sucesión del tema.

Porque pertenecemos, pero no somos, (o con mayor precisión: nos es, pero no le somos).

 

 

LÍNEAS EN LA PIEDRA

 

Ahora sí que estamos en tjukurpa.

No se trata de que hayamos llegado al final de nuestro camino, cuando nos preguntemos por el tiempo del sueño, pero si las huellas en la roca han sido dejadas por ancestrales seres de aquel período, éste es el lugar de enfrentarnos al tema, las líneas en la roca.

Antes de nada debe quedar claro que ha habido intentos de no interrumpir la serie de muestras rupestres, y tan tarde como en los años sesenta de este siglo XX, artistas aborígenes han dejado en la roca pinturas que estilística y técnicamente se insertan, o quieren insertarse, en esa milenaria tradición. Toda interpretación tiene, pues, sus excepciones, y quizá la enseñanza que se sacaría de un análisis de esta fervorosa (e ingenua) actitud, fuese muy útil.

Si nos remontamos a la antigüedad en que se produjeron las pinturas rupestres, quizá queramos identificar, simplificando, estas muestras con cualesquiera otras, dando al conjunto una sola interpretación, que, en sencillo resumen, deriva a un ritual sagrado de propiciación de la caza, manifestando el respeto al animal, la súplica de su perdón, la ‘cuota’ a pagar para asegurar su supervivencia, y en cuanto a las figuras humanas, representaciones de la actividad.

Pero casi todos los estudiosos coinciden en diferenciar de otros el arte rupestre australiano, que atraviesa con facilidad inmensas zonas de tiempo, y parece remontarse, tan antiguo como es su remoto origen, a tiempos más remotos aún, más antiguos, que su propia datación real, como si verdaderamente seres del tiempo del sueño hubiesen abandonado la dimensión temporal para flotar sin barreras por una tierra de todos y de nadie.

Siguen ahí esas huellas en la roca, a veces conservadas por la firmeza de su técnica y por la clemencia de los microclimas y su equilibrio espeleotérmico, a veces retocadas, año tras año, época tras época, para una conservación ‘continuada’ que es en sí misma un milagro cultural y hasta físico. Y que sigan ahí quiere decir muy otra cosa que cuando decimos ‘siguen ahí’ las pinturas de Altamira, por ejemplo. Quiere decir que siguen estando integradas, no son un hito para visitas turísticas o lugar de asombro para eruditos, son vida y forman parte de la vida (cuidado: no para el aborigen embrutecido por el alcohol o por snifar glue, como nos cuenta Alec Minutjukur; cuando hablamos del artista aborigen australiano, o en general del aborigen australiano, hablamos de aquellos muy pocos entre los pocos miles que quedan, que tienen conciencia de que son quienes son). Recordando con respeto (la palabra ‘recordar’ tiene aquí varias dimensiones superpuestas) las pinturas conservadas, visitando con frecuencia esos lugares, preservando su retiro, a veces su ocultación y misterio, agregando humildemente alguna contribución (negativos de manos, por ejemplo), ciertos nativos se remontan, como por un río en el que flotar hacia sus fuentes sea posible y rápido, al pasado más antiguo en que esas huellas fueron sembradas en la piedra.

Y es que son las leyes, (y pongo la palabra en itálicas porque quiero distinguir su sentido habitual del que aquí me propongo darle), es una taquigrafía de los cauces, de las reglas, de las costumbres, por los que la acción se vuelve posible, contiene sentido. Marcan la pauta, explican y, al explicar, crean las condiciones de la posibilidad (si se me permite el atrevido expediente de usar terminología kantiana) de los actos, hacen y proponen, troquelan y a la vez enseñan. Los seres del tiempo del sueño han cantado creando, en la roca está la ‘partitura’ de su diseño, que, mientras siga, mostrará lo que se hizo, cómo se hizo, cómo puede seguirse haciendo. No estoy, pues, de acuerdo en este punto con las afirmaciones, me parece que un poco superficiales, que se hacen en ‘Las religiones en los pueblos sin tradición escrita’, porque el salto cultural, tanto en un sentido ascendente como descendente (no me pronuncio yo por cuál es cuál), es tan grande que no autoriza la comparación y además la usa para encubrir el sentido verdadero.

El aborigen australiano tiene en sus ‘santuarios’ (la palabra misma es ya quizá inconveniente, pero sigamos con ésa y otras que metaforicen el sentido) la presencia viviente, aunque oculta, del diseñador, del cartógrafo, los planos del diseño, los mapas de la ruta, la tjuringa que relata y memoriza la taquigrafía del mito, y mezclo los términos en un intento de trascender sus limitaciones.

Porque los tiempos del sueño fueron el semillero y la fábrica, el período de la creación y de la animación hacia el futuro de todo lo creado, lo viviente que vive y lo viviente que participa.

Sabemos, pues, la importancia global de las líneas en la piedra, pero todavía no hemos hablado del contenido cultural que todo eso pueda representar, de la riqueza informativa misma que esos guardianes rupestres guardan (o explican, o promulgan, o realizan). Porque estamos diciendo su esencial categorial en términos formales, pero no de contenidos materiales o argumentales, como quien dice ‘ese baúl es importante porque guarda todo lo que tengo’, pero debe pasar luego a hacer el inventario mismo del contenido del baúl. A la postre, si es muy pobre y perecedero, quizá su trivialidad repercuta hacia atrás y deje al contenedor como carente de valor por serlo de poco valioso contenido.

No pretendo en este trabajo breve analizar las bases de la cultura aborigen que, por otro lado, necesitan muestras más densas que las simplemente artísticas para ser analizadas de forma completa; por ello eludo referirme tanto a los elementos de su cultura técnica, como a los sistemas de reglas que entrelazan y consolidan la convivencia social en forma compleja. Pretendo solamente introducir un instrumento agudo, pero concreto, en un punto (el arte) especial, para calar hasta un meollo que dé satisfacción a una cuestión global, la de la continuidad o discontinuidad, la del origen y destino. Un texto contundente y preciso nos lo aclara, y no sólo en lo que se refiere al tema en que estamos, sino también a otro ya apuntado, pero que se abre aquí con mayor franqueza, el a dónde, después de haber ocupado nuestra atención más tiempo con el de dónde.

 

Así como el recién nacido procede de las potencias creadoras asociadas a un lugar, esas mismas potencias derivan de una potencia superior o tienen en ella su razón de ser. Esta potencia, localizada en el cielo y generalmente asociada al trueno, al relámpago, a la lluvia, a las inundaciones y al arco iris –asociados a su vez a la serpiente, al falo, a los vapores y al esperma- es la fuente de todas las cosas. Así como el ser que nace procede, o se separa, de las potencias divinas del ‘tiempo del sueño’ y hace su entrada en el dominio creciente del ser moral, así también el que muere abandona su ser moral y se reincorpora a las potencias del ‘tiempo del sueño’. En el intervalo, la vida moral y sensible es considerada como el reflejo transitorio y deformado de esta forma de existencia de la cual ha surgido el hombre y a la cual debe finalmente volver.[2]

 

Ésa es la continuidad que entrelaza el ayer remoto y global, el hoy presente e individual, el mañana universalizador y definitivo: hemos encontrado las fuentes de ese optimismo que anteriormente nos había extrañado, y vamos comprendiendo mejor la paradoja que perseguimos.

Si hemos de volver al sueño, si hablamos por él incluso cuando estamos siendo esta transitoria apariencia sensible, si pertenecemos al sueño sin dejar de pertenecerle, si nos es aunque no le seamos, y vamos a serle más tarde, entonces el optimismo es simplemente el modo natural de contemplar, con mirada que pasa por encima de la superficialidad de las apariencias, el paisaje global que somos y al que pertenecemos.

Por eso las pinturas rupestres, con sus ojos abiertos a la transparencia de las cosas (recordemos lo dicho en el primer capítulo sobre la mirada que contempla a través de lo opaco), nos escrutan como desde un espejo en el que la imagen reflejada también nos ve y desde ella nos vemos. Debo decir aquí que esta sensación tan sorprendente fue la que en su día me hizo interesarme en el arte primitivo australiano, a partir de las muestras de sus pinturas rupestres. Los rostros de ojos redondos levemente delineados y abiertos a una inmensidad que está más allá de toda palabra, no solamente te miran y sabes que te miran, lo cual ya asombra al tratarse de una línea en la piedra, sino que pronto comprendes que desde la piedra tú mismo, con esos ojos redondos, te estás mirando, desde el pasado te contemplas, desde el tiempo del sueño te envías un mensaje de misterio y de claridad que sobrepasa la maravilla. Y yo no soy australiano ni estoy inserto en esa cultura milenaria, no formo parte de la malla que da sentido a las cosas y las hace al explicarlas.

No se va a una cueva a visitar sus pinturas en modo turista  (quizá ir así sea sacrilegio, como escupir sobre los signos que dan nombre esencial a las cosas), se va a verse verse, a mirarse mirarse, a preguntarse a sí mismo por el sí mismo, es una visita al más remoto pasado propio, al más lejano futuro propio, para preguntar al ayer (o al mañana) qué se es, para decirle al mañana (o al ayer) lo que se será, para decirle al hoy y preguntarle al hoy lo que se es, qué se es.

Nadie tendría mejores mentores que sí mismo, si pudiese consultar con un sí mismo milenario, conversar con él, oír de sus ojos el mapa de los sentidos y las claves de los deseos, quedarse en la roca para descansar los ojos de la cruda luz del sol, salir de la roca a la cruda luz del sol después de milenios de haber estado en ella.

Porque quien visita esas pinturas en la cueva sufre una transmutación crono-real, no es el mismo quien sale, que viene de la piedra y del tiempo pasado, que quien entra, que se queda en la piedra y en el tiempo futuro.

Otro peldaño más en nuestra investigación, guiados por líneas que no tienen edad, y ha sido en esta ocasión un viaje al interior de nosotros mismos, un viaje al interior más allá de nosotros mismos.

 

 

LÍNEA DE CANTO

 

Las líneas de canto son cauces del sentido, pero son también las dimensiones de creación y realización de las cosas. No olvidemos lo ya sabido, que tienen su origen en el tiempo del sueño y que se entrecruzan formando la malla de la realidad general de todo lo que existe. Los seres de ese tiempo original han creado el mundo iniciando y continuando líneas de canto que se concretan, por un lado en la existencia real de las cosas, de forma que tienen una apariencia material, pero por otro lado en el significado esencial de las cosas, con lo cual su verdadera ‘personalidad’ es espiritual, inmaterial, trasciende los tiempos concretos para devenir desde el origen en el tiempo del sueño y perpetuarse hasta un futuro impreciso.

Varios son los aspectos, pues, que las conforman. En primer lugar tenemos su peculiar carácter de sendas de creación de los seres; luego su manifestación como instrumentos de conservación de los mismos; pero sobre todo su presencia constante como donadoras del sentido que es la realidad, de la realidad que es el sentido. Aparte está el hecho, igualmente importante, de que cada ser está inscrito en alguna (o algunas) de esas líneas, lo cual explica y define su esencia y su posición en el mapa general de todo lo existente.

Si la red física de la geografía australiana está entrecruzada de líneas de canto en el sentido de identificaciones materiales de lugares sagrados, la red social de su antropología lo está en medida mucho mayor (aunque no sea la palabra ‘medida’ la más afortunada) por todas las formas de explicación-creación que significan y hacen la realidad verdadera del todo.

Hilvana, venidas desde el tiempo del sueño, las piezas de una cadena sin fin que nutre de sentido y de realidad la organización completa de la vida aborigen, sea la explicación de su nacimiento (que tendrá su inserción en procesos que trascienden la paternidad y que se vinculan a lo sagrado), sea la estructuración de sus relaciones sociales, o la incardinación en el esquema general del grupo, ya la participación en el ritual del mito, ya en la recepción-donación de sentido de lo que existe, ora en la pertenencia a una comunidad y a un lugar concretos, ora en la inmersión en la comunidad global.

Cantar’ es crear, pertenecer a una línea de canto es ser, romper una línea de canto es destruir, consistir en una línea de canto es tener sentido, poder ser entendido, poder entender.

La ‘longitud’ de una línea de canto, que por supuesto no se extiende en el espacio, tampoco se extiende solamente en el tiempo, pues el tiempo del sueño, además de una datación ancestral, es un origen de esencias y presencias, por lo que esa dimensión son varias dimensiones y ninguna, se prolonga en la duración pero se hunde en la profundidad, se dilata en la universalidad, pero se intensifica en el sentido.

Las reglas del comportamiento, el diseño de las costumbres, los contenidos y hasta matices de los ritos, la estructura de las relaciones, el significado de los mitos (y su concreto relato), la jerarquización de los lugares sagrados y de su respectiva sacralidad, los lazos concretos que, dentro de la malla general, unen cada parte del conjunto... Todo está inervado por las líneas de canto, manifestaciones del espíritu en dimensiones múltiples.

Pero hay testigos de los diferentes aspectos. En lo que se refiere a la ‘paternidad verdadera’. En lo que atañe a la relación línea de canto-creación, es decir, el sentido realizador y el hacer como explicar. Pero si queremos una profundización más antropológica y filosófica en estos contextos, nos la ofrecen las palabras de Leroi-Gourhan sobre la densidad ‘dramática’ y ‘figurativa’ trascendiendo los elementos estéticos, constituyendo líneas de sentido (lo que venimos llamando líneas de canto):

 

Donde nosotros tendemos a ver objetos estéticamente analizables, el primitivo siente ante todo el ritmo de la dramatización figurativa, lo que explica que no se le pueda hacer ejecutar casi nunca una ‘obra de arte’ fuera del conjunto rítmico en que se encuadra. En otros términos, el objeto de arte es instrumento, es decir elemento eficaz y momentáneo, que participa en la construcción de una estructura figurativa.[3]

 

Pero la profundización de estos eminentes testigos no me parece en el presente tema suficiente, las últimas palabras nos remiten tan sólo a la estructura figurativa, bien que en su conjunto, globalizada. Pero esa estructura (meta final de la investigación de Leroi-Gourhan) no puede ser la meta final de la nuestra, porque hemos identificado un nivel más radical que nos espera. Esas líneas de canto que se concretan en realizaciones de profundidad entitativa y significativa trascendentes, conllevan una dimensión que hasta ahora no hemos ajustado a términos de completo rigor filosófico, pero que es hora ya de ajustar:

 

...el arte trata de construir la realidad como fantasía, pues el arte es siempre en alguna medida arte religado, si bien no en cuanto a los elementos absolutos, sí en cuanto a cumplimentar diversas partes de una programación global, o en cuanto a involucrar en cierta medida a la misma capacidad relacional general haciendo parcialmente suyo el propósito primigenio u horizonte ultraúltimo de la realidad como universo.[4]

 

La belleza es la realización, pero la de la estructura suprema, es decir, es la realidad como universo.[5]

 

El arte ha sido el conocimiento y el conocimiento el arte, cuando el arte era arte religado; ahora el arte es el arte y el conocimiento el conocimiento.[6]

 

Pero podemos quizá entender más cabalmente lo sagrado que manejamos si lo reducimos a términos reales desde el punto de vista del aborigen, pues lo sagrado para él es la realidad inmediata y en su inmediatez se siente tranquilo, no asustado, como quizá hemos supuesto:

 

Sin embargo es preciso devolver a la cuotidianeidad lo que hemos sacralizado en extremo... Se elabora el indeleble fresco con la misma naturalidad con que se es moreno, se lleva una configuración pictórica sobre la piel con el mismo talante con que se portan cinco dedos en la mano; no plegándose a un destino que es imponente por carecer de sentido, sino cooperando con él porque sentido tiene, aunque no para nosotros, del mismo que cooperamos con la naturaleza sin esclavitudes...[7]

 

Porque el nativo cuando emite arte, lo que hace es seguir simplemente el ritmo tradicional del diseño vital que ‘naturalmente’ vive cada día. Somos nosotros, los que estamos en situación de espectadores ‘civilizados’ de su comportamiento, los que tenemos como cosas diferenciadas el arte y el conocimiento, y ambas cosas separadas de lo sagrado y todo ello ajeno a la realidad de la vida corriente. Incluso aquél que profesionalmente se dedica a la ciencia (a crearla), o aquél que frecuenta alguna forma de arte, no confunden estas actividades con lo sagrado por un extremo, la vida digamos familiar por otro. Pero el aborigen no entendería tales distinciones, especialmente la que diferencia al arte de otra forma de comprender y tampoco la que separa esa actividad única de la vida restante. Y, por supuesto, si pretendemos dejar esas actividades al lado, no entenderá qué queda para ser considerado ‘lo sagrado’.

Porque las líneas de canto son líneas de continuidad, de indistinción, aunque nuevamente se nos abra en este punto la paradoja que constantemente nos acompaña. Ya sabemos, no obstante, que cada vez que en un nuevo nivel otra vez se nos plantea, es para que podamos escalar un peldaño más alto de nuestra investigación.

Cuando la ruptura supuesta por el hombre blanco señala con su asombro las realizaciones nativas (por ejemplo, las pinturas en las cuevas, el recitado de los mitos y su complejísima y cuantiosísima factura), y lo hace con grandes aspavientos de “cómo estos salvajes incultos pueden haber sido autores de algo así... Una raza diferente que ha degenerado hasta límites enormes, pero que en su origen fue civilizada o superior o más capaz o más hábil... ellos, bueno, pero éstos ¡qué va, imposible!”, el nativo se contempla a sí mismo con una distancia que nunca había sentido, con la perspectiva del extraño (recordad cómo suena outsiders -piranpa en su lengua- en boca de Alec Minutjukur), no con la cercanía del residente, se aleja de su propia continuidad y quizá, quizá, duda sobre su propia interpretación de sí mismo, de su paisaje, de su historia... Porque uno de los más terribles resultados de la aculturación es que el aborigen reniega y sospecha de su propio legado... En su corazón se mira (lo que el hombre blanco ha acabado haciendo de él) y se pregunta cómo es posible que antepasados de su raza hayan sido... no, han sido seres sobrehumanos del tiempo del sueño, la continuidad es pertenencia (inmerecida) pero no esencia, nos es, pero no le somos...

Esta ruptura reciente por la cuña brutal de otra sociedad más poderosa, alarga hasta lo impalpable las líneas de canto, muchas se rompen (recordemos, el mundo se va descreando...), muchas se deshacen como en una niebla en que la realidad y el sentido adelgazan hasta no ser, hasta que las cosas no son y no necesitan ser explicadas, hasta que dejan de tener explicación y no necesitan ser. Ya la simple demografía ha decretado quiebras que no pueden ser subsanadas, no somos bastantes para mantener la malla útil en una parte apreciable de la inmensidad que llegó a ser su mapa en tiempos antiguos, tantos nudos han desaparecido, tantas hebras han sido desgastadas, tantas lagunas se han ido abriendo, como boquetes por los que la ganancia de realidad y significado ha ido cayendo hacia el abismo, que no cabe lo sagrado en lo poco que queda, resbala hacia la nada, se nos va de las manos...

Las líneas de canto... ¿quizá mejor las soltamos, de modo que no las arrastremos en nuestra caída? ¿Dejamos de ser [aunque sigamos viviendo] dejando de tener sentido, ajenos, extraños en lo que ha sido nuestra propia canción, para que ellas se mantengan, allá en su remoto origen, sueltas de nosotros, sueltas del futuro, pero intactas?

Quítale a un pueblo su tierra, hombre blanco, quítale su libertad, sus hijos, su futuro, pero si no eres el más brutal de los necios, no le quites sus líneas de canto. Mas qué sabes tú de lo sagrado.

 

 

EL TIEMPO DEL SUEÑO

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En diferentes textos hemos visto distintas referencias del término aborigen tjukurpa, a veces en sentido de relación con el tiempo del sueño, a veces con las líneas de canto y de sentido, con lugares sagrados... Más frecuentemente viene a significar cuento, o relato, o historia, o la estirpe de relatores en que un relator individual se inserta, o el fluente contenido de esos argumentos en que uno concreto tiene su origen, enraíza su esencia o su sentido.

Tjukurpa es, así, el que cuenta y lo que cuenta, el cuento como suceso y el cuento como relato. Hegel lo habría entendido, pero quizá nosotros, que separamos tanto los sucesos históricos que llamamos HISTORIA, del relato que los narra, que llamamos ciencia histórica o Historia con minúsculas, nos vemos dificultados de entender la unidad, continuidad, identidad entre quien cuenta, el cuento y lo que el cuento cuenta. Y más todavía si añadimos que somos (vamos siendo) lo que el cuento, según lo vamos contando, nos va haciendo, como si el cuento, al contarlo nosotros, nos fuese contando él y se hiciese el nosotros que el cuento va contando.

Esta red de ríos y arroyos que riega (invade) nuestro territorio social y moral, no desde una fuente nace y a un océano se dirige: desde un océano nace y a otro-el-mismo se encamina. Por eso nos suenan tan escasamente convincentes, tan lejos de la comprensión del nativo aborigen australiano, tan ignorantes de la peculiaridad de su ancestro en medio de otros primitivos, palabras como éstas:

 

Tras este sistema de encantamientos para las necesidades de la vida práctica, vienen los relacionados con el mundo de los sueños. Hay realidades inexplicables, mundos fantasmales que acechan al hombre cuando duerme y que pueden más tarde desasosegarlo. Cuando estos sueños son interpretados plásticamente, cree el nativo entrar en posesión de su misterio y defenderse así de cualquier mal que esas fuerzas incontroladas puedan acarrearle. Cabría decir que con esas pinturas realiza psicoterapia, aunque no haya podido percatarse de ello.[8]

 

Difícil sería hallar texto menos conocedor del tema de que habla. Este ‘erudito’, cumpliendo a como dé lugar el encargo de escribir dos palabritas para una exposición de arte aborigen australiano, ni siquiera sabe que ‘sueño’ en este contexto no es lo que ocurre cuando cenas mucho y duermes con pesada digestión.

¿Sistema de encantamientos?... Como no se ajustan a los esquemas del outsider europeo, a los cánones que le han enseñado en la universidad de su provincia, llama encantamientos a los procesos por los cuales se hace viable la realidad y el sentido de las cosas. Nunca llamaría el anangu australiano encantamientos a los manidos protocolos de la ‘ciencia’ del erudito.

¿Realidades inexplicables y fantasmales?... La realidad es explicación de la realidad, para el anangu la realidad no puede ser inexplicable porque si es inexplicable no es real, pero a saber qué llama realidad el erudito... En cuanto a fantasmas, los seres del tiempo del sueño que están fotografiados en la roca no son fantasmas, en ninguno de los sentidos de la expresión, ni en la rigurosa y precisa acepción aristotélica (que no es, claro, la que al erudito le suena), ni en la más vulgar de sábanas con cadenas (que sí será). Son genuinamente reales, auténticos, son lo auténtico.

¿Desasosegar al hombre?... Al hombre le desasosiega que se quiebre la continuidad con ellos, que se rompa la línea de canto, que nos abandone el tiempo del sueño, que se descree el mundo si el Sueño termina (y este desasosiego, que también a mí y a cualquiera que no sea necio nos desasosiega, quizá no sepa en qué consiste el erudito).

El hombre cuando duerme... No es el dormir de echar un sueño, es el recuerdo-unidad con el tiempo de la creación, o para que el erudito lo entienda mejor: no es una siesta, es metafísica.

Psicoterapia... En fin, si alguien no está cuerdo y en su actividad cultural lo demuestra (no estar integrado en la propia referencia social, estar en contra del proceso natural y sus leyes, desconocer los contenidos profundos, los vínculos reales, de-con la globalidad de la estructura a que se pertenece, etc., etc.), es el erudito y no el aborigen. Cualquier occidental moderno está mucho menos cuerdo que cualquier aborigen prehistórico, salvo que éste haya tenido el honor de ser curado de su locura con la psicoterapia del hombre blanco.

Interpretar plásticamente... Con este despropósito finalizamos. La palabra adverbial que ahí se usa no tiene con el arte primitivo australiano la más mínima relación, sobre todo si se usa de forma directa y sin metáfora (que sería admisible como complemento lingüístico y expresivo). El anangu no está haciendo expresión plástica, como no está haciendo expresión oral, en el sentido que se le da a estas palabras en su contexto europeo, está haciendo, está explicando, la realidad mientras se hace y explica a sí mismo dentro del fluido del significado común.

Y que nos perdone el erudito haber usado su texto como excusa para profundizar en el tema mientras negábamos pieza a pieza las referencias contenidas en él, era tan invitador...

Pero volvamos al cauce con otro texto, lapidario, cargado de un sentido real:

 

El arte, en la perspectiva del historiador, es ante todo la obra de arte; en la del australiano, es la inclusión de la personalidad en un proceso figurativo.[9]

 

Sustituyamos la palabra ‘figurativo’ por el término ‘realizador’, y tendremos una concisa sentencia, y verdadera, que resume lo que estamos diciendo aquí. Para el australiano, lo que nosotros llamamos su obra de arte, es la inclusión de su propia realidad en un proceso realizador; es sencillamente ser, estarse siendo.

El tiempo del sueño, pues, tjukurpa, es la realidad y el principio de la realidad. Quiero volver ahora a la terminología que me es familiar y, aun violentando los contenidos, decir que ese tiempo del sueño es la fuente ontológica a la vez trascendente e inmanente de donde surge y en donde se constituye la realidad de lo real. No es un creador en el sentido del dios omnipotente de los monoteísmos europeos, porque no es UNA persona, sino varias potencias, pero entiendo que no se trata de varios poderes, sino de UN poder que inerva y energiza a todas esas potencias. Siempre he creído que todos los politeísmos, especialmente los animismos primitivos, son monoteísmos: cuando las cosas vienen en serio, en serio de verdad, cuando se trata no ya de triviales cuestiones como la vida y la muerte, sino del sentido real de lo que hay, en suma, cuando estamos hablando de metafísica sin andarnos por las ramas, entonces el hombre habla con un solo responsable y se dirige a él y a él le pide cuentas (forma auténtica -la única- de toda religación) de lo que pasa, de por qué pasa y de por qué tiene que pasar (el hombre, cuando hace metafísica en serio, nunca se cree esas tonterías del inevitable destino).Y debo dejar claro ya mismo que el aborigen, metafísico natural y por ello más auténtico, lo mismo que es herbolario natural y por ello más profesional, distingue claramente la definición de su problema (mejor: de su tema) y conoce los límites y la ‘calidad’ de su inserción en el todo:

 

Los mitos de los aborígenes australianos formulados oralmente, con la intención de informar sin ser necesariamente didácticos, revelan la manera de llegar a la redención. Porque, aunque un mito sea capaz de enumerar en sus más ínfimos detalles las variedades de alimentos y los recursos naturales propios de determinadas localidades y pueda exponer las consecuencias de su empleo, sigue siendo discretamente ambiguo en lo que concierne a la forma concreta en que un hombre debe usarlos... Al oír el relato de un mito y tomar así conciencia de un mundo de entidades objetivas que existen fuera de él pero son semejantes a él, un hombre se ve obligado a decidir su forma de actuación a la luz de su propia experiencia pragmática y del conocimiento que posee de sus semejantes y de las reglas de su comunidad. Al tomar parte en la representación dramática del mito con ocasión de un ritual, en el transcurso de un corroboree o de las ceremonias iniciáticas, él mismo forma parte del mito, no sólo representando un ser del tiempo del sueño, sino también convirtiéndose, mientras dura el espectáculo, en ese mismo ser.[10]

 

Si la cosa es fácil de comprender, si no se trata de nada extraño... (Aunque tal vez haya que ponerse en lugar de gentes que, luego de 40.000 años de continuidad sin desastres, ven cómo un furioso, bárbaro e ignorante huracán, barre por completo creencias, sistemas, costumbres, líneas de sentido, mitos, ritos...) Por lo demás es muy sencillo: estoy al borde de un abismo sin fin, la flecha que se dirige a mi corazón ya ha sido lanzada, mi muerte aguarda sentada a mi lado a que la flecha llegue, hablamos los dos tranquila, suavemente; y de la mano-en la mano-sobre la mano sostengo la hebra que en lo remoto originó el tapiz de la realidad de las cosas. Si no la suelto, se hundirá en el abismo conmigo. Así que la suelto, signifique esa renuncia lo que signifique (casi nada: que yo me quedo ciego, sordo, mudo, insensible, que dejo de tener sentido, que no existo, que no he existido, que no habrá, no habrá habido, memoria de mí en la historia de las cosas), porque si no lo hago así, nada existirá, nada tendrá sentido, nada habrá existido.

Mi arte está cargado de la infinita densidad de todo ello, de la tristeza casi insoportable de este incomprensible atentado contra la realidad del mundo; de la nostalgia del tiempo del sueño que ya nunca podré recuperar, luego de haber soltado la hebra que de él me manaba; de los recuerdos que, pese a todo, nadie podrá arrebatarme y que son el único tema de la conversación que, mientras aguardo, mantengo con la muerte; de los futuros que no serán, o serán sin que yo sea con ellos, porque yo ya no soy...

Pero que el bárbaro extranjero blanco, el piranpa, no sepa jamás que yo era-soy-seré (hasta mi renuncia) el poder del tiempo del sueño que ha hecho el mundo y su realidad, cantando el sentido y empezando así las líneas de una continuidad sin fisuras. Que no lo sepa, que no lo sepa nunca, porque el piranpa ha venido a descrear el mundo.

 

 

EPÍLOGO

 

Hemos llegado al final de la indagación, recorriendo un camino sencillo pero a veces retorcido, pulsando las cuerdas del arte de los aborígenes australianos, mezclando como debe ser el hoy actual y mercantilizado con el ayer rupestre y milenario. Y mezclando el yo del que escribe estas humildes líneas con el yo del nativo, del anangu australiano, pasando sin solución de continuidad de una posición crítica y analítica a un discurso en primera persona, a veces plural, que representa al aborigen.

Como por una escalera de peldaños desiguales, hemos ascendido hasta conclusiones que van mucho más allá del análisis simbólico y mitológico del arte primitivo australiano, que es lo que el título prometía y a lo que se comprometía.

Pero yo no soy un crítico de arte, y si me he acercado al arte australiano, fuere de ésta o de otra época, actual o remoto, ha sido por un enamoramiento súbito la primera vez que vi una reproducción de sus pinturas rupestres. Luego, sin que nadie me dijese de quién, de cuándo, de dónde, he sabido siempre, cuando veía arte australiano, que era arte australiano lo que estaba viendo, y he comprendido, mis ojos me han hecho comprender, que el milagro de la continuidad no se ha roto, aunque los artistas no sepan, no quieran saber, que siguen siendo los mismos seres creadores del tiempo del sueño.

Atrapado por esa fascinación, inmerso y partícipe en la brutal tragedia que ha detenido, destruido, borrado, el portento inimitable de ese pueblo y de esa cultura, he querido hacer una contribución personal a su maravilla, pero no desde las frías y académicas instancias de los estudiosos del arte, ni desde los protocolos científicos del antropólogo o del etnólogo, externizantes, ajenos, contagiados de la barbarie que destruye, pertenecientes a ella, sino desde un humilde arrobamiento ante la increíble andadura de este pueblo extraordinario, de su destino triste que quizá sea el nuestro.

Entre la bibliografía que he manejado tengo volúmenes de críticos de arte, podría haberme enfrascado en un estudio estilístico, decir las oquedades que sobre los creadores dicen los que no saben ni pueden (ni quieren, claro, es cuestión de valentía, no de talento) crear. Repetir los manidos tópicos sobre la plástica, la figuración, la representación sagrada, la incorporación de elementos ‘civilizados’, etc., etc. Pero no se trataba de eso, no era ése el tema.

El porqué de su postura, la reflexión sobre una paradoja que me ha saltado a los ojos desde el primer momento: que siendo como es tan evidentemente continua la trayectoria cultural y artística del aborigen australiano,  los actuales nativos nieguen ser los mismos, no reconozcan (iba a decir no sepan, pero saber sí saben, claro que saben) ser los propios creadores del tiempo del sueño.

Pero hemos dado respuestas a esta paradoja en todos los niveles en que se nos ha ido presentando. Mala expresión ‘dado’:  las respuestas nos han venido a las manos desde el corazón de la propia paradoja, desde el inglete de la misma alternativa, hasta que no hemos tenido más remedio que reconocer la evidencia, terrible y desazonadora evidencia...

Pero ¿no es acaso comprensible que los dioses no quieran reconocerse dioses cuando su olimpo ha sido pisoteado, humillado y destruido por bárbaros ateos de otro mundo, de otro color, de otro cielo y de otro mar? ¿No se entiende su prudente sacrificio, la renuncia a su deidad, cuando aferrarse a pasadas glorias sólo puede servir para que la creación sea igualmente mancillada?

Esos dioses no pueden saber (ni creo que quieran) si los bárbaros tienen a su vez historia, cultura, sociedad y vida. Seamos serios: si las tienen, no pueden ser la historia, la cultura, la sociedad, la vida, no ya sólo por el hecho de que ni saben ni entienden ni razonan, sino porque su propósito es destruir, su tarea es descrear.

Qué les impulse a semejante locura, de dónde nazca tamaño desatino, es algo que ningún aborigen de ninguna tribu de ningún continente ha comprendido jamás, anangu, navajo, esquimal, o pigmeo, pues la conservación de los equilibrios ancestrales del orden natural es cosa tan sensata, tan puesta en la cabal razón, que ese aspecto destructor, descreador, del hombre blanco, nunca ha sido entendido (no puede serlo, es, literalmente, la cosa menos comprensible de todo lo que ocurre en este planeta) por nadie que tenga la cabeza en su sitio. Poco a poco los diferentes nativos han ido comprendiendo una verdad que la evidencia sanciona: que el hombre blanco está loco. ¡Ah, pero se trata de un loco poderoso! Los dioses, las potencias divinas, quién sabe por qué extraña y sanguinaria razón, le han creado como una némesis destructura. ¿Se trata de acabar con el Sueño? ¿Se trata de empezar otra vez a partir de cero? En medio de nostalgias y tristezas, la mayor parte de las tribus primitivas han interpretado la locura del bárbaro blanco de esta sencilla manera: los dioses han decidido acabar con el mundo, estos pálidos fantasmas son los guerreros de la muerte que aniquilarán las cosas.

Pero se da la circunstancia en el continente australiano, única, me parece, a todos los efectos, de que los nativos son los dioses, y ellos saben que no han tomado semejante decisión, emitido tan espantoso decreto. ¿De dónde sale pues la furia demente de los destructores? ¿Quién es su señor, quién les manda, a qué les obliga, qué pretende? Puede que además del mundo haya otro mundo, puede que además del Sueño haya otro sueño, pero sea como sea, el Sueño no debe ser destruido, los dioses no han decidido tal cosa, no hemos decidido así, se dice en su corazón el aborigen de Australia.

Y a partir de ahí cualquier conjetura es buena, cualquiera sirve para explicar lo inexplicable y justificar el caos (defenderse de él).

Mundos paralelos, cuerdo y loco, el loco queriendo borrar al cuerdo. Mundos alternativos, que se suceden destruyéndose. Mundos opuestos como el anverso y el reverso, luz y sombra de las cosas y de los tiempos. Mundos enemigos que libran eternas batallas que no se decidirán hasta el final o no se decidirán nunca... ¿Qué más da?

Es entonces cuando los dioses hacen algo que tal vez sea lo más original, lo más hermoso, lo más creativo, su mejor obra de arte, su más rica línea de canto, su mejor rito, su mito más anclado en el tiempo del sueño: dejan de ser dioses para salvar su obra, declinan hacia la humanidad para redimir el mundo, no de su pecado, sino de la locura que descrea.

Cuando el bárbaro blanco llegó al continente australiano, ¡qué diferencia con aquellos torpes aztecas que creyeron ver dioses!, los propios dioses se rinden y aceptan su derrota para salvar su victoria, reniegan de sí mismos, rompen la continuidad, se sacan los ojos y se queman la razón, esperando la muerte fuera de lo sagrado, que los mastines extranjeros no puedan hallar el rastro.

Pero su arte habla por ellos, la mano no les obedece, cada nativo que entra en la cueva allí se queda como guardián de la realidad y del tiempo, cada potencia del Sueño atrapada en la roca, sale al sol del continente conquistado a renunciar también a su divinidad. Si fuésemos lo bastante perspicaces y los nativos fuesen para nosotros algo más que rostros similares en parecida negritud, podríamos haber ido identificando a todos los retratados en las pinturas rupestres según han ido saliendo de sus muros, de sus rocas, de sus montañas, para tomar de nuevo la forma de los hombres y cortar los lazos con la realidad que hay que salvar a toda costa. Uno a uno, renuncia a renuncia, dimisión tras dimisión, dios a dios.

Nos debería sonar conocido: los dioses australianos se han ido haciendo hombres.

Pero claro, algunos de nosotros sabemos lo que son.

 

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[1]  Este relato , se llama HISTORY STORY, y es de Alec Minutjukur.

[2]  LAS RELIGIONES EN LOS PUEBLOS SIN TRADICIÓN ESCRITA, de H-CH. Puech.

[3]  EL ARTE DE LOS PRIMITIVOS ACTUALES, de Leroi-Gourhan.

[4]  LA ARQUITECTURA DE LA REALIDAD, de Miguel Cobaleda.

[5]  LA ARQUITECTURA DE LA REALIDAD, de Miguel Cobaleda.

[6]  LA ARQUITECTURA DE LA REALIDAD, de Miguel Cobaleda.

[7]  LA ARQUITECTURA DE LA REALIDAD, de Miguel Cobaleda.

[8]  LAS PINTURAS DE LAS TIERRAS DE ARNHEM, de Carlos Areán.

[9]  EL ARTE DE LOS PRIMITIVOS ACTUALES, de Leroi-Gourhan.

[10] LAS RELIGIONES EN LOS PUEBLOS SIN TRADICIÓN ESCRITA, de H-CH. Puech. Al párrafo sólo le sobra la expresión “mientras dura el espectáculo”, pues el aborigen usa el rito –el corroboree por ejemplo- no para ser durante un momento un ser del tiempo del sueño, sino para convencerse a sí mismo de que no lo es nada más que durante ese instante, propósito que no alcanza, convencimiento que no logra, pues él sabe que es quien es, aunque desearía otro destino.