EPÍLOGO

 

Hemos llegado al final de la indagación, recorriendo un camino sencillo pero a veces retorcido, pulsando las cuerdas del arte de los aborígenes australianos, mezclando como debe ser el hoy actual y mercantilizado con el ayer rupestre y milenario. Y mezclando el yo del que escribe estas humildes líneas con el yo del nativo, del anangu australiano, pasando sin solución de continuidad de una posición crítica y analítica a un discurso en primera persona, a veces plural, que representa al aborigen.

Como por una escalera de peldaños desiguales, hemos ascendido hasta conclusiones que van mucho más allá del análisis simbólico y mitológico del arte primitivo australiano, que es lo que el título prometía y a lo que se comprometía.

Pero yo no soy un crítico de arte, y si me he acercado al arte australiano, fuere de ésta o de otra época, actual o remoto, ha sido por un enamoramiento súbito la primera vez que vi una reproducción de sus pinturas rupestres. Luego, sin que nadie me dijese de quién, de cuándo, de dónde, he sabido siempre, cuando veía arte australiano, que era arte australiano lo que estaba viendo, y he comprendido, mis ojos me han hecho comprender, que el milagro de la continuidad no se ha roto, aunque los artistas no sepan, no quieran saber, que siguen siendo los mismos seres creadores del tiempo del sueño.

Atrapado por esa fascinación, inmerso y partícipe en la brutal tragedia que ha detenido, destruido, borrado, el portento inimitable de ese pueblo y de esa cultura, he querido hacer una contribución personal a su maravilla, pero no desde las frías y académicas instancias de los estudiosos del arte, ni desde los protocolos científicos del antropólogo o del etnólogo, externizantes, ajenos, contagiados de la barbarie que destruye, pertenecientes a ella, sino desde un humilde arrobamiento ante la increíble andadura de este pueblo extraordinario, de su destino triste que quizá sea el nuestro.

Entre la bibliografía que he manejado tengo volúmenes de críticos de arte, podría haberme enfrascado en un estudio estilístico, decir las oquedades que sobre los creadores dicen los que no saben ni pueden (ni quieren, claro, es cuestión de valentía, no de talento) crear. Repetir los manidos tópicos sobre la plástica, la figuración, la representación sagrada, la incorporación de elementos ‘civilizados’, etc., etc. Pero no se trataba de eso, no era ése el tema.

El porqué de su postura, la reflexión sobre una paradoja que me ha saltado a los ojos desde el primer momento: que siendo como es tan evidentemente continua la trayectoria cultural y artística del aborigen australiano,  los actuales nativos nieguen ser los mismos, no reconozcan (iba a decir no sepan, pero saber sí saben, claro que saben) ser los propios creadores del tiempo del sueño.

Pero hemos dado respuestas a esta paradoja en todos los niveles en que se nos ha ido presentando. Mala expresión ‘dado’:  las respuestas nos han venido a las manos desde el corazón de la propia paradoja, desde el inglete de la misma alternativa, hasta que no hemos tenido más remedio que reconocer la evidencia, terrible y desazonadora evidencia...

Pero ¿no es acaso comprensible que los dioses no quieran reconocerse dioses cuando su olimpo ha sido pisoteado, humillado y destruido por bárbaros ateos de otro mundo, de otro color, de otro cielo y de otro mar? ¿No se entiende su prudente sacrificio, la renuncia a su deidad, cuando aferrarse a pasadas glorias sólo puede servir para que la creación sea igualmente mancillada?

Esos dioses no pueden saber (ni creo que quieran) si los bárbaros tienen a su vez historia, cultura, sociedad y vida. Seamos serios: si las tienen, no pueden ser la historia, la cultura, la sociedad, la vida, no ya sólo por el hecho de que ni saben ni entienden ni razonan, sino porque su propósito es destruir, su tarea es descrear.

Qué les impulse a semejante locura, de dónde nazca tamaño desatino, es algo que ningún aborigen de ninguna tribu de ningún continente ha comprendido jamás, anangu, navajo, esquimal, o pigmeo, pues la conservación de los equilibrios ancestrales del orden natural es cosa tan sensata, tan puesta en la cabal razón, que ese aspecto destructor, descreador, del hombre blanco, nunca ha sido entendido (no puede serlo, es, literalmente, la cosa menos comprensible de todo lo que ocurre en este planeta) por nadie que tenga la cabeza en su sitio. Poco a poco los diferentes nativos han ido comprendiendo una verdad que la evidencia sanciona: que el hombre blanco está loco. ¡Ah, pero se trata de un loco poderoso! Los dioses, las potencias divinas, quién sabe por qué extraña y sanguinaria razón, le han creado como una némesis destructura. ¿Se trata de acabar con el Sueño? ¿Se trata de empezar otra vez a partir de cero? En medio de nostalgias y tristezas, la mayor parte de las tribus primitivas han interpretado la locura del bárbaro blanco de esta sencilla manera: los dioses han decidido acabar con el mundo, estos pálidos fantasmas son los guerreros de la muerte que aniquilarán las cosas.

Pero se da la circunstancia en el continente australiano, única, me parece, a todos los efectos, de que los nativos son los dioses, y ellos saben que no han tomado semejante decisión, emitido tan espantoso decreto. ¿De dónde sale pues la furia demente de los destructores? ¿Quién es su señor, quién les manda, a qué les obliga, qué pretende? Puede que además del mundo haya otro mundo, puede que además del Sueño haya otro sueño, pero sea como sea, el Sueño no debe ser destruido, los dioses no han decidido tal cosa, no hemos decidido así, se dice en su corazón el aborigen de Australia.

Y a partir de ahí cualquier conjetura es buena, cualquiera sirve para explicar lo inexplicable y justificar el caos (defenderse de él).

Mundos paralelos, cuerdo y loco, el loco queriendo borrar al cuerdo. Mundos alternativos, que se suceden destruyéndose. Mundos opuestos como el anverso y el reverso, luz y sombra de las cosas y de los tiempos. Mundos enemigos que libran eternas batallas que no se decidirán hasta el final o no se decidirán nunca... ¿Qué más da?

Es entonces cuando los dioses hacen algo que tal vez sea lo más original, lo más hermoso, lo más creativo, su mejor obra de arte, su más rica línea de canto, su mejor rito, su mito más anclado en el tiempo del sueño: dejan de ser dioses para salvar su obra, declinan hacia la humanidad para redimir el mundo, no de su pecado, sino de la locura que descrea.

Cuando el bárbaro blanco llegó al continente australiano, ¡qué diferencia con aquellos torpes aztecas que creyeron ver dioses!, los propios dioses se rinden y aceptan su derrota para salvar su victoria, reniegan de sí mismos, rompen la continuidad, se sacan los ojos y se queman la razón, esperando la muerte fuera de lo sagrado, que los mastines extranjeros no puedan hallar el rastro.

Pero su arte habla por ellos, la mano no les obedece, cada nativo que entra en la cueva allí se queda como guardián de la realidad y del tiempo, cada potencia del Sueño atrapada en la roca, sale al sol del continente conquistado a renunciar también a su divinidad. Si fuésemos lo bastante perspicaces y los nativos fuesen para nosotros algo más que rostros similares en parecida negritud, podríamos haber ido identificando a todos los retratados en las pinturas rupestres según han ido saliendo de sus muros, de sus rocas, de sus montañas, para tomar de nuevo la forma de los hombres y cortar los lazos con la realidad que hay que salvar a toda costa. Uno a uno, renuncia a renuncia, dimisión tras dimisión, dios a dios.

Nos debería sonar conocido: los dioses australianos se han ido haciendo hombres.

Pero claro, algunos de nosotros sabemos lo que son.