LÍNEAS EN LA PIEDRA

 

Ahora sí que estamos en tjukurpa.

No se trata de que hayamos llegado al final de nuestro camino, cuando nos preguntemos por el tiempo del sueño, pero si las huellas en la roca han sido dejadas por ancestrales seres de aquel período, éste es el lugar de enfrentarnos al tema, las líneas en la roca.

Antes de nada debe quedar claro que ha habido intentos de no interrumpir la serie de muestras rupestres, y tan tarde como en los años sesenta de este siglo XX, artistas aborígenes han dejado en la roca pinturas que estilística y técnicamente se insertan, o quieren insertarse, en esa milenaria tradición. Toda interpretación tiene, pues, sus excepciones, y quizá la enseñanza que se sacaría de un análisis de esta fervorosa (e ingenua) actitud, fuese muy útil.

Si nos remontamos a la antigüedad en que se produjeron las pinturas rupestres, quizá queramos identificar, simplificando, estas muestras con cualesquiera otras, dando al conjunto una sola interpretación, que, en sencillo resumen, deriva a un ritual sagrado de propiciación de la caza, manifestando el respeto al animal, la súplica de su perdón, la ‘cuota’ a pagar para asegurar su supervivencia, y en cuanto a las figuras humanas, representaciones de la actividad.

Pero casi todos los estudiosos coinciden en diferenciar de otros el arte rupestre australiano, que atraviesa con facilidad inmensas zonas de tiempo, y parece remontarse, tan antiguo como es su remoto origen, a tiempos más remotos aún, más antiguos, que su propia datación real, como si verdaderamente seres del tiempo del sueño hubiesen abandonado la dimensión temporal para flotar sin barreras por una tierra de todos y de nadie.

Siguen ahí esas huellas en la roca, a veces conservadas por la firmeza de su técnica y por la clemencia de los microclimas y su equilibrio espeleotérmico, a veces retocadas, año tras año, época tras época, para una conservación ‘continuada’ que es en sí misma un milagro cultural y hasta físico. Y que sigan ahí quiere decir muy otra cosa que cuando decimos ‘siguen ahí’ las pinturas de Altamira, por ejemplo. Quiere decir que siguen estando integradas, no son un hito para visitas turísticas o lugar de asombro para eruditos, son vida y forman parte de la vida (cuidado: no para el aborigen embrutecido por el alcohol o por snifar glue, como nos cuenta Alec Minutjukur; cuando hablamos del artista aborigen australiano, o en general del aborigen australiano, hablamos de aquellos muy pocos entre los pocos miles que quedan, que tienen conciencia de que son quienes son). Recordando con respeto (la palabra ‘recordar’ tiene aquí varias dimensiones superpuestas) las pinturas conservadas, visitando con frecuencia esos lugares, preservando su retiro, a veces su ocultación y misterio, agregando humildemente alguna contribución (negativos de manos, por ejemplo), ciertos nativos se remontan, como por un río en el que flotar hacia sus fuentes sea posible y rápido, al pasado más antiguo en que esas huellas fueron sembradas en la piedra.

Y es que son las leyes, (y pongo la palabra en itálicas porque quiero distinguir su sentido habitual del que aquí me propongo darle), es una taquigrafía de los cauces, de las reglas, de las costumbres, por los que la acción se vuelve posible, contiene sentido. Marcan la pauta, explican y, al explicar, crean las condiciones de la posibilidad (si se me permite el atrevido expediente de usar terminología kantiana) de los actos, hacen y proponen, troquelan y a la vez enseñan. Los seres del tiempo del sueño han cantado creando, en la roca está la ‘partitura’ de su diseño, que, mientras siga, mostrará lo que se hizo, cómo se hizo, cómo puede seguirse haciendo. No estoy, pues, de acuerdo en este punto con las afirmaciones, me parece que un poco superficiales, que se hacen en ‘Las religiones en los pueblos sin tradición escrita’, porque el salto cultural, tanto en un sentido ascendente como descendente (no me pronuncio yo por cuál es cuál), es tan grande que no autoriza la comparación y además la usa para encubrir el sentido verdadero.

El aborigen australiano tiene en sus ‘santuarios’ (la palabra misma es ya quizá inconveniente, pero sigamos con ésa y otras que metaforicen el sentido) la presencia viviente, aunque oculta, del diseñador, del cartógrafo, los planos del diseño, los mapas de la ruta, la tjuringa que relata y memoriza la taquigrafía del mito, y mezclo los términos en un intento de trascender sus limitaciones.

Porque los tiempos del sueño fueron el semillero y la fábrica, el período de la creación y de la animación hacia el futuro de todo lo creado, lo viviente que vive y lo viviente que participa.

Sabemos, pues, la importancia global de las líneas en la piedra, pero todavía no hemos hablado del contenido cultural que todo eso pueda representar, de la riqueza informativa misma que esos guardianes rupestres guardan (o explican, o promulgan, o realizan). Porque estamos diciendo su esencial categorial en términos formales, pero no de contenidos materiales o argumentales, como quien dice ‘ese baúl es importante porque guarda todo lo que tengo’, pero debe pasar luego a hacer el inventario mismo del contenido del baúl. A la postre, si es muy pobre y perecedero, quizá su trivialidad repercuta hacia atrás y deje al contenedor como carente de valor por serlo de poco valioso contenido.

No pretendo en este trabajo breve analizar las bases de la cultura aborigen que, por otro lado, necesitan muestras más densas que las simplemente artísticas para ser analizadas de forma completa; por ello eludo referirme tanto a los elementos de su cultura técnica, como a los sistemas de reglas que entrelazan y consolidan la convivencia social en forma compleja. Pretendo solamente introducir un instrumento agudo, pero concreto, en un punto (el arte) especial, para calar hasta un meollo que dé satisfacción a una cuestión global, la de la continuidad o discontinuidad, la del origen y destino. Un texto contundente y preciso nos lo aclara, y no sólo en lo que se refiere al tema en que estamos, sino también a otro ya apuntado, pero que se abre aquí con mayor franqueza, el a dónde, después de haber ocupado nuestra atención más tiempo con el de dónde.

 

Así como el recién nacido procede de las potencias creadoras asociadas a un lugar, esas mismas potencias derivan de una potencia superior o tienen en ella su razón de ser. Esta potencia, localizada en el cielo y generalmente asociada al trueno, al relámpago, a la lluvia, a las inundaciones y al arco iris –asociados a su vez a la serpiente, al falo, a los vapores y al esperma- es la fuente de todas las cosas. Así como el ser que nace procede, o se separa, de las potencias divinas del ‘tiempo del sueño’ y hace su entrada en el dominio creciente del ser moral, así también el que muere abandona su ser moral y se reincorpora a las potencias del ‘tiempo del sueño’. En el intervalo, la vida moral y sensible es considerada como el reflejo transitorio y deformado de esta forma de existencia de la cual ha surgido el hombre y a la cual debe finalmente volver.[1]

 

Ésa es la continuidad que entrelaza el ayer remoto y global, el hoy presente e individual, el mañana universalizador y definitivo: hemos encontrado las fuentes de ese optimismo que anteriormente nos había extrañado, y vamos comprendiendo mejor la paradoja que perseguimos.

Si hemos de volver al sueño, si hablamos por él incluso cuando estamos siendo esta transitoria apariencia sensible, si pertenecemos al sueño sin dejar de pertenecerle, si nos es aunque no le seamos, y vamos a serle más tarde, entonces el optimismo es simplemente el modo natural de contemplar, con mirada que pasa por encima de la superficialidad de las apariencias, el paisaje global que somos y al que pertenecemos.

Por eso las pinturas rupestres, con sus ojos abiertos a la transparencia de las cosas (recordemos lo dicho en el primer capítulo sobre la mirada que contempla a través de lo opaco), nos escrutan como desde un espejo en el que la imagen reflejada también nos ve y desde ella nos vemos. Debo decir aquí que esta sensación tan sorprendente fue la que en su día me hizo interesarme en el arte primitivo australiano, a partir de las muestras de sus pinturas rupestres. Los rostros de ojos redondos levemente delineados y abiertos a una inmensidad que está más allá de toda palabra, no solamente te miran y sabes que te miran, lo cual ya asombra al tratarse de una línea en la piedra, sino que pronto comprendes que desde la piedra tú mismo, con esos ojos redondos, te estás mirando, desde el pasado te contemplas, desde el tiempo del sueño te envías un mensaje de misterio y de claridad que sobrepasa la maravilla. Y yo no soy australiano ni estoy inserto en esa cultura milenaria, no formo parte de la malla que da sentido a las cosas y las hace al explicarlas.

No se va a una cueva a visitar sus pinturas en modo turista  (quizá ir así sea sacrilegio, como escupir sobre los signos que dan nombre esencial a las cosas), se va a verse verse, a mirarse mirarse, a preguntarse a sí mismo por el sí mismo, es una visita al más remoto pasado propio, al más lejano futuro propio, para preguntar al ayer (o al mañana) qué se es, para decirle al mañana (o al ayer) lo que se será, para decirle al hoy y preguntarle al hoy lo que se es, qué se es.

Nadie tendría mejores mentores que sí mismo, si pudiese consultar con un sí mismo milenario, conversar con él, oír de sus ojos el mapa de los sentidos y las claves de los deseos, quedarse en la roca para descansar los ojos de la cruda luz del sol, salir de la roca a la cruda luz del sol después de milenios de haber estado en ella.

Porque quien visita esas pinturas en la cueva sufre una transmutación crono-real, no es el mismo quien sale, que viene de la piedra y del tiempo pasado, que quien entra, que se queda en la piedra y en el tiempo futuro.

Otro peldaño más en nuestra investigación, guiados por líneas que no tienen edad, y ha sido en esta ocasión un viaje al interior de nosotros mismos, un viaje al interior más allá de nosotros mismos.

 

 

 



[1]  LAS RELIGIONES EN LOS PUEBLOS SIN TRADICIÓN ESCRITA, de H-CH. Puech.