EL CAMINO DE LA SALUD
Las muchas muestras plásticas y narraciones
orales que recoge el libro Anangu Way,
están referidas a un tema que resulta particularmente vinculado a la impresión
que los aborígenes australianos tienen de su encuentro con el hombre blanco, de
la ruptura brutal que eso produjo en el camino milenario de su cultura
ancestral: la salud, la pérdida de la salud, la recuperación de la salud.
Sabemos que prácticamente todas las tribus primitivas que se han encontrado con
el hombre blanco (éste con ellas) han perdido, entre otras muchas cosas, la
salud, pues los microorganismos que el hombre blanco lleva consigo y contra los
que no están defendidos estos primitivos, son causa de enorme morbilidad y
mortandad. Pero la conciencia que tienen los anangu
de que la ruptura ha significado precisamente eso, es especialmente aguda, y la
conciben como la felicidad perdida por la salud perdida (el equilibrio, la
continuidad perdidos), quizá recuperable again.
En el presente capítulo vamos a tener en cuenta
algunas obras pictóricas en este sentido, incluyendo también alguna de las
narraciones orales que las acompañan, para sacar conclusiones de ellas en
función del camino investigador que llevamos, procurando dar con ello otro paso
adelante. Las figuras representan explicaciones intuitivas, pero insertas en el
continuum, de esa visión
particular y al mismo tiempo del proyecto que significan.
Quizá sean pocas las cosas sobre las que se
haya escrito más que sobre el tema de la salud, pero sigue siendo esquiva una
definición precisa. Sin entrar en los detalles de esta milenaria discusión
atengámonos a una declaración sencilla, que ya la escuela hipocrática predicaba
en consonancia con el pitagorismo, la salud como un equilibrio de las funciones
y órganos del cuerpo. Sería posible incorporar esta definición a la explicación
que el aborigen australiano usa en el tema, pero con un añadido esencial, y
diferenciador además, de su respuesta global a la cuestión: se rompe la línea,
se sueltan nudos de la malla, se quiebra la continuidad.
Así, la pérdida de la salud representa al mismo
tiempo un suceso individual y una catástrofe colectiva, cada enfermedad individual es una epidemia.
Que los nativos hayan pensado así podría tal
vez explicarse en el sentido de que las enfermedades blancas les han atacado a
ellos de forma epidémica y arrasadora [también a los propios blancos, como las
fiebres tifoideas de finales de la década de los sesenta en el siglo XIX], pero
va mucho más allá de la mera cuantificación demográfica de la enfermedad, y no
se trata del concepto de epidemia según la O.M.S.
Uno de los relatos de Anangu Way, el primero, sobre ser de
una belleza sencilla, directa, esencial, nos hace a la vez el doble servicio de
explicarnos lo que ha pasado y lo que pasa, y de servirnos también de guión
sobre la iconografía de estas pinturas, el significado de los corrillos de
gente, adultos y niños. Estremecedor en su triste descripción de lo que fue y
lo que es, resulta terrible la facilidad con que pasa, sin solución de
continuidad, de aquel tiempo remoto a la destrucción del nativo urbano actual,
(y del blanco) con drogas, ‘marihuana’ y ‘pegamento’ incluidos. La sencillez
del lenguaje le da además un tono de acta testimonial que resulta sobrecogedor.
Al menos en una ocasión oír la propia voz de los nativos, y qué voz, por
cierto, qué acentos directos y tremendos.
Long ago
our ancestors were there. Fathers, mothers, grandfathers, grandmothers and
children lived together like this (top right roundel).
Young men
stayed here (top middle roundel) and uninitiated young fellas going through
their rites of passage stayed here (top left roundel). They were really happy
living in this way and were able to do the things they had to do. They huntead
meat and gathered food, men danced in traditional stamping step, and the people
handed down stories to the children. This is how they were. This is what our
culture was like. Our ancestors had a strong culture.
They
didn’t see what was to happen. That culture then was as stable as a mountain
range. They could not have seen beyond it.
Outsiders
came and made cities. They brought other things such as petrol, wine, drugs,
glue. Outsiders know so many things, yet they know so little. They didn’t
understand: what will happen to my sons and daughters and family? While sons
and daugthers, mothers and fathers drink, children sniff petrol or glue, smoke
marijuana, or take drugs. And big brothers keep on drinking. Then, the spirit
dies. And that culture that I spoke of before, that culture line is broken.
I’m not
just talking about Aboriginal people’s experience. I’m talking about outsiders’
experiences, too. Long ago, outsiders must have had a strong culture. At that
time, mothers and fathers must have taken care of their children and shown them
the right way.
We are all
at the point where we’re looking at our histories - traditional Aboriginal
history, urban Aboriginal history and outsiders’ history. And we can look at
those histories together and talk about how we can make it better for our
children.
Perhaps
outsiders will come and listen to us and see how we are beating the problem. In
this way, culture will become strong again.[1]
Pero volvamos a la salud. Es fácil comprender
que snifar pegamento, fumar marihuana, tomar drogas, beber alcohol, no son
cosas saludables para nadie, pero la virtud de este relato es que de golpe nos
pone sobre la mesa la más furibunda extrapolación de los males antihigiénicos
de la sociedad blanca, sin andarse con intermedios blandos como las
enfermedades y las epidemias que han diezmado (justo al revés, diezmar era uno
de cada diez, aquí han sido nueve de cada diez) la población aborigen. Estaban
ellos durante cuarenta mil años conservando la continuidad de una cultura equilibrada.
Un golpe. Y ahora tenemos a los niños snifando pegamento y pinchándose drogas,
y a los adultos alcoholizados formando parte del lumpen urbano. Así que what will
happen to my sons and daugthers and family?
La salud, su pérdida, como ruptura de la
continuidad: la red se ha roto, estamos a la intemperie. Porque la quiebra de
un proyecto individual de vida nunca es esencial, salvo excepciones, en el todo
de una cultura, porque no pone en peligro la continuidad de la raza, del grupo,
del sentido. Pero aquí estamos justamente en la excepción, porque la enfermedad
se contempla más como una grieta en la facies moral del continuo, que como un
acontecimiento individual concreto, pues rasga el orden moral; no sólo, no
principalmente el orden físico corporal.
Tiene entonces sentido la frase antedicha de
que la enfermedad individual es una epidemia, en una dimensión más honda y
diferente de la trivial cuantitativa que supone el término en su referencia
habitual. Puesto que tjukurpa nos
inunda ‘desde hasta’, cualquier nudo suelto en la red hace peligrar la red, su
eficacia (su sentido), su misma supervivencia. Quizá estemos al final del
final, si las cosas han llegado tan lejos, son tan extrañas, si la enfermedad
se ha vuelto un horizonte completamente cerrado, si estamos desapareciendo y
todo nuestro ser desaparece con nosotros.¿Cómo luchar contra esto? Sabemos por
la historia de la colonia que los nativos intentaron diversas formas de lucha a
partir del momento en que la marea blanca inundó y erradicó su cultura, desde
la lucha física mediante la fuerza y la violencia (en la que, naturalmente, no
tenían la más mínima apariencia de posibilidad, ni siquiera la que
comparativamente disfrutaron las tribus indias de América del Norte, arqueros a
caballo), hasta la resignación y el propio degradamiento [sostengo que entre
los aborígenes de Australia ha sido ésta una forma de reacción; no son mis
razones menos poderosas que las que mantienen aquellos historiadores y
antropólogos sobre que las danzas de los
espíritus de 1870 y 1890, con Tavibo y Wovoka entre los paiutes,
fueron formas pacifistas pero auténticas de respuesta frente a la
aculturación]. Los fenómenos de desintegración cultural nos han acostumbrado a
respuestas muy creadoras en el terreno del arte, de la lírica, de la expresión
estética en general, aunque nunca, claro, respuestas creadoras en planos
sociales, políticos, económicos o (y en ese supuesto no habría cuestión)
militares. Fallidos intentos de los Totanka Wotanka o los Cochise confluyen
finalmente en cantos como el que hemos leído de Alec Minutjukur o pinturas como
las que estamos investigando.
Pero estas formas de lucha, que lo son y en
grado mucho más auténtico (dejan su legado al total de la raza humana, mientras
que la batalla más justamente ganada tan sólo restituiría los derechos
conculcados... que no me obliguen a mí a decidir qué prefiero...) por lo que
tienen de elevación espiritual, de victoria del alma sobre la materia, están
irremediablemente cargadas de derrota y tristeza, de soledad y de muerte.
En cuanto a las muestras que nos ocupan ¿son en
cierto modo una victoria, un grado más alto en la escala de un combate contra
las fuerzas de la sombra? ¿Cómo lo serían, dándose en las condiciones en que se
dan?
Para responder a estas preguntas hay que
admitir antes una nueva paradoja, o más bien otra dimensión de la misma. Y
sería: el aborigen australiano, que sabe y dice haber perdido en todos los
frentes, es últimamente optimista. Nada más que planteamos el nuevo nivel de
nuestro mismo dilema, comprendemos de inmediato parte del tema que se
investiga, pues se hace la luz al menos sobre uno de sus aspectos: por eso no
reconoce, por eso niega el aborigen su continuidad artística y creadora con las
fuerzas ancestrales del tiempo del sueño en el sentido no de pertenecer (sí se
siente pertenecer) sino de ser (no se reconoce digamos mismo), porque la ruptura que esta derrota
significa pretende mantenerse en el nivel de lo concreto, que quien haya
perdido la batalla sea el hombre de esta hora, no la realidad
trascendente-inmanente que habita desde-hasta el tiempo del sueño-el futuro. Tjukurpa.
Mal lo tiene el aborigen, paradógico e
inestable, pero claramente definido (cuando se define bien una paradoja, cuanto
más clara sea la definición, más contradictoria es la paradoja, claro). Y sin
embargo se entiende bien el motivo y las razones que obligan a plantearlo así:
si tjukurpa ha perdido, todo está
perdido, no así si la pérdida es solitaria; si la línea de canto se quiebra,
todo se quiebra, no tanto si es una grieta única y transitoria; si la malla se
desteje, todo se desteje, no en cambio si simplemente se suelta un nudo en la
red. Lo que sabemos y hacemos nos viene de lo alto, en ello no hay derrota ni
ruptura, aunque nuestra voz sea mala y perjudique, en este punto concreto
la sucesión del tema.
Porque pertenecemos, pero no somos, (o con
mayor precisión: nos es, pero no le somos).