A TRAVÉS DE LO OPACO

 

Muchas muestras pictóricas del arte aborigen australiano pertenecen a un estilo, llamado radiográfico, que pretende presentar la estructura interna de la anatomía del animal, o incluso de sus vísceras, al menos las más importantes.

Una denodada y minuciosa intención de pasar más allá de lo que el ojo percibe. Pero si la interpretación sencilla y nada alambicada que acabamos de ver es cierta, o no, o es toda la explicación que ese estilo admite, cuestión es ésta algo más discutible. ¿Sólo una realidad más exacta? ¿Tenemos únicamente anátomo-zoólogos prolijos y rigurosos, científicos de algún instituto de investigaciones que se proponen editar láminas correctas en las que no falte nada? Me parece que estamos olvidando que los animales, además de animales y presas de caza, son o pueden ser mucho más, muchísimo más: símbolos de un clan (el Clan Canguro, el clan Emu, el clan Foca...); disfraces transitorios de las fuerzas supremas creadoras que hicieron el mundo y lo siguen conservando haciendo acto de presencia con formas animales; ‘rutas’ de las líneas de canto, o hitos de las mismas y no se queda el tema meramente en una descriptiva anatómica, que por lo demás podría haber sido muchísimo más completa por parte de cazadores pintores que demuestran conocer ambos mundos casi a la perfección, usando una habilidad técnica para lo uno y para lo otro que ha asombrado con frecuencia al hombre blanco.

No, trascender lo opaco y penetrar en lo oculto tiene que tener un sentido mucho más polivalente que el simplemente estilístico, o debemos considerar el estilo como cauce de una interpretación más honda, habida cuenta de que es fruto de una realidad cultural y simbólica más profunda. Sabemos que el anangu, a través de una cultura tan larga que da vértigo, ha creado caminos (en la canción que es memoria colectiva y en la que es interpretación y recitación de las reglas; en la estructura de sus mitos; en la red total de sus relaciones y costumbres) que inter-penetran sin discontinuidad el mapa entero de su historia humana, desde los remotos tiempos de tjukurpa (el tiempo del sueño) hasta el momento actual, desde el más anciano al más joven, desde la mujer al hombre, desde la tierra al lenguaje.

Pero es fácil comprender que esos caminos de sentido que todo lo recorren [y unen, y explican, y justifican, y gobiernan y regulan] no podrían ejercer su tránsito unificador y globalizador si algo se opusiese a su marcha, si la piel de las cosas estuviera forjada de modo que repeliese ese viento ‘espiritual’ que todo lo atraviesa y a todo confiere significado. Nosotros no sabríamos que estábamos siendo ‘cantados’, ni nuestro canto atravesaría la frontera de la superficie, no estaríamos dentro de la red que hace comprensible [real] el mundo, ni nuestro sentido se volcaría sobre el mundo tampoco.

Es casi sacrílego aplicar en este análisis conceptos y categorías del pensamiento filosófico europeo, pero habrá que hacerlo a veces para concretar, aproximativamente, ciertas calibraciones conceptuales, ahora mismo por ejemplo. Si en nuestro conocimiento hay una diferenciación entre sujeto y objeto (no entro desde luego en la historia infinita de esta densísima cuestión), pudiéndose sostener que el objeto tiene sentido por sí mismo y el sujeto lo abstrae mediante una operación que refleja especularmente ese sentido; o bien, que el sentido que el objeto posee es el sujeto el que se lo comunica en el acto del conocimiento, los anangu creen que el sentido (algo muy globalizador, trascendente, anterior y posterior a la realidad presente, al menos tan antiguo como las cosas --más, porque las crea-- habitante genuino del tiempo del sueño) es una malla infinita de la que todo-todos somos puntos, nosotros somos parte del sentido de todo, todo forma parte del sentido que nos explica. Pero esto requiere una transparencia original y absoluta que da por supuestas las interferencias constantes de los seres en el ser, los cruces de la realidad consigo misma, es decir, de la realidad ahora, cuando está siendo conservada y cambiada, de la realidad mañana, cuando vuelva a cambiar manteniéndose, de la realidad ayer, cuando estaba siendo creada. Y de todos los puntos que, distinguiéndose, no se distinguen, siendo sí mismos, la son.

Desde luego que no son los aborígenes australianos los únicos primitivos que han encontrado la unión con el todo, expresando en arte (si es que es arte para ellos) esa trascendencia inmanente (nunca he sabido cómo referirme a ese pan-animismo primitivo, a veces difuso). No sólo ellos. Pero quizá sea la muestra australiana, cuarenta mil años solitaria y tomándose su tiempo para recorrer los caminos de la cultura, algo diferente, ‘además’ de también lo que se ha dicho.

La realidad verdadera, que todo lo recorre, todo lo penetra; es el sentido y al hacer las cosas las explica, al definir su explicación las recuerda, al recordarlas las mantiene pero las cambia porque no es estática sino que avanza, sigue caminos que son a la vez los que ya están trazados en la malla general del sentido completo y los senderos de un nuevo mundo que se está creando, que nunca se deja de crear y que se renueva siendo el mismo. Porque lo que se hace a partir de ahí (siempre a partir del principio), sigue las pautas, aumenta el tejido del mundo pero por los cauces del sentido que lo constituye y explica.

Y tenemos ahora el primer apunte, la primera sospecha, de una explicación que vamos buscando. Recuérdese que hemos anotado la contradicción aparente entre la continuidad y la discontinuidad, y hemos hecho del tema el núcleo, el hilo conductor, de nuestra indagación. Todo es desde el principio, el principio es también el fundamento, el diseño original es el único diseño, encierra en sí el germen de la realidad y el desarrollo futuro de la misma... Pues bien, reconozcamos que algo explicará que, siendo continuos con ese origen, queramos no obstante guarecernos con una ruptura. Y eso que los aborígenes australianos actuales saben de rupturas quizá más que nadie, pues han sufrido una que tiene pocos parangones, todos atroces. La ruptura de su tradición milenaria, de su historia y su arte, de su vida, de su supervivencia.

Pero no adelantemos todavía lo que ha de venirnos con mayor fundamento cuando demos los pasos sucesivos de nuestra búsqueda. Baste ahora anotar el dato y volvamos a la ‘mirada penetrante’ que no se detiene en la piel.

El anangu lleva ‘siendo’ su animal clánico algunos milenios, en todas las formas posibles en que se puede ser algo: conviviendo con ello, persiguiéndolo, acechándolo, cazándolo, comiéndolo, respetándolo, amándolo, sintiéndose ser y vivir en la realidad del animal, formando con él (desde él, a través de él) una línea de canto... El término tjukurpa, que ya antes he usado en su sentido de relación con el tiempo del sueño, expresa a la vez la sensación y la intención del que se manifiesta (sea mediante el arte plástico, sea mediante narración oral o de cualquier otra forma) en una forma de unión.

¿Es raro que sepa mirar a través de todos los obstáculos para llegar al punto que en ese momento su mirada necesite? Sin que sea un obstáculo para esa mirada aquello que obstaculice a la propia luz, pues no son los ojos de la cara los que miran (aunque también y con agudeza de observación que refleja minuciosísimamente los más finos matices de las cosas), sino ojos que vienen de lejos y se dirigen más lejos aún, ojos que saben porque sabiendo crean, hacen que lo que ven sea como es y que lo que es lo vean en su ser más auténtico.

La geometría interior de las cosas es el esqueleto del mundo, la red que le confiere a la vez consistencia y significado, cualquiera que explique lo uno encuentra lo otro, si se sigue la mirada se penetra la esencia, no se necesita investigar para saber, como se es, se sabe.

 

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Aunque sigamos en la niebla en muchos sentidos, ya intuimos una senda posible de salida para nuestra indagación. El aborigen se sabe perteneciente a una unidad que trasciende su mera apariencia corpórea, su limitada experiencia personal, incluso su tiempo vital y su espacio local. Sabe también que recibe de ese todo el sentido de su existencia, la realidad de la misma, lo que conoce y entiende, lo que respeta y lo que ama, las reglas que obedece. Igualmente que con su vida nutre esa unidad como él se nutre de ella. Pero mantiene al tiempo que él no ha hecho lo que existe, sino que pertenece a lo que existe y ha sido hecho por lo supremo en tiempo remoto. Es lo supremo perteneciendo a ello, más que siéndolo.

El arte que el artista hace, lo hace porque respira en él el todo, pero el todo, cuando hizo aquel arte sagrado de las cuevas, que expresa mitos y funda en su remota ancestralidad líneas de canto originales, no era el artista aborigen. Dicho de otro modo: el todo es también el artista, el artista no es el todo.