DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS

Miguel Cobaleda
01-08-2023

30-LA CULTURA QUE NOS DEFINE

[Este ensayo es el parágrafo V del texto llamado “EL CÍRCULO DE LA EXISTENCIA HUMANA, ya publicado completo en Twitter el Sábado día 1 de Julio de 2023]

La razón de que contemplemos con desprecio a los representantes de las culturas primitivas, nosotros los occidentales del siglo XXI (en MMI escribo), con aires de superioridad, marginando, infravalorando, desdeñando, un médico de Bethesda a un indio navajo, un abogado de Harvard a un hechicero yaqui, un doctor por Salamanca a un aborigen australiano, es que los occidentales modernos somos unos ignorantes y unos estúpidos, no que nuestras respectivas referencias culturales sean superiores a las de los citados nativos, que no lo son, sino muy inferiores –a menos que nos creamos individualmente autores de nuestras culturas...–.

Un artista australiano aborigen, por cuyos ojos mira, por cuya mano se expresa, por cuya imaginación discurre la corriente impetuosa del arte milenario que llega desde los tiempos del sueño, tiene con su cultura una relación completa, de suprema identidad, de amorosa contradanza en que él es lo que su cultura representa y su cultura es lo que él interpreta. Mientras que el cultísimo abogado o el doctor eximio no conocen, ni controlan, ni expresan parte significativa alguna de su cultura nativa. ¿El más sabio y erudito de los estudiosos occidentales domina y conoce el 1/1.000.000.000.000 de nuestros saberes...? Ni siquiera. Hace mucho tiempo que nuestra cultura nos ha dejado tan atrás, que ya la hemos perdido de vista –se ha olvidado por completo de nosotros en su velocísima carrera hacia ninguna parte–. Somos simples apretadores de botones, confiamos en que las leyes de la física se sigan cumpliendo con la misma ingenuidad y mucha menos comprensión con que el antepasado ancestral confiaba ver cumplidos los pactos entre él y sus dioses; pero ese remoto pariente –o su correlato actual en las tribus supervivientes– eran –son– substancia de su propia cultura, que en ellos se concreta y vive, mientras que nosotros solamente tenemos, para relacionarnos con la nuestra, la tosca naturalidad del que vive junto al inmenso lago de abismal profundidad y cree conocerlo porque surca sobre un bote el trozo orillero de la superficie, sin intuir siquiera los misterios y maravillas que encierra en sus honduras.

Todo esto para decir –en fin: para subrayar– que lo que sabe y conoce nuestra inteligencia es un acotado y breve trozo, circular acaso, de todo lo que sería posible saber y que ‘alguien’ sabe. ¿Explicar a estas alturas que es limitada y finita la inteligencia individual de cada ser humano?... ¿Cuando, quien más, quien menos, intuye la abrumadora ignorancia en que se encuentra sobre la mayor parte de los asuntos y que ni siquiera sabe la nómina de los tales ni podría citar el índice de su propia ignoranciaA138?... Pues sí, eso mismo: ha llegado el momento de decir que el conjunto total de saberes a que alcanza en la vida una inteligencia humana, es también limitado, circular, finito, paisaje gris, brumoso y entreverado de nieblas. Porque en este asunto del saber no solamente la esfera de nuestros ejemplo es de radio menor, sino que los elementos que encierra su contorno vagan imprecisos –flotan a la deriva– en un mar desorientado y sin puntos cardinales.

Sin restar lo que el olvido desdibuja de lo que supimos un día y otro día dejamos de saber, al contrario: sumando todo lo que nuestro entendimiento haya comprendido desde que comenzamos a pensar, el conjunto de nuestros saberes es siempre un trozo mínimo de red desgarrada y abierta por la que se escapa constantemente el pez escurridizo de la verdadera sabiduría.

Acabo de decir que los elementos de nuestra sapiencia flotan a la deriva –se entiende, pues, que sueltos– y ahora digo que, aunque rasgada y mínima, forman una red. Las dos cosas son ciertas y las dos definen la pobreza y pequeñez del saber humano en su dimensión personal individual. Sabemos lo poco que nos ha ido llegando y que hemos conseguido entender/asimilar, venido desde instancias diversas, generalmente aislado y sin lazos de conexión que lo integren en una totalidad de sentido coherente; a veces de nuestra enseñanza infantil, dispersa también en materias, libros y maestros diversos; a veces de la oleada de mensajes interesados con que la publicidad mercantil, política y social nos bombardea; a veces –las menos, para mucha gente ninguna– de nuestra propia reflexión y estudio. Mas luego que llegan hasta nosotros, y pues que somos mentes sometidas más o menos a las leyes de la lógica y de la coherencia intelectual, se integran –mejor sería decir ‘se adhieren’– en una red que la propia inteligencia traza para dotar de sentido, de concatenación estructurada, a esas moléculas de saber que de otro modo serían presas solitarias de los feroces depredadores del olvido y la locura.

La red misma es algo artificial y extrínseco a los propios elementos, pero al menos constituye para el sujeto una globalidad de coherencia en la que se reconoce, con la que ‘puede pensar’ y a la cual puede referirse para situar los nuevos recursos que le vayan llegando. Que, por cierto, venidos del medio social y cronológico que comparte con otros, esos recursos y la red que forman, por muy personales e intransferibles que en cada caso sean, no dejan de tener un cierto parecido ‘generacional’ que hace que los miembros de un mismo clan de edad y región se reconozcan, al tiempo que alejan y extranjerizan a los que pertenecen a otras generaciones o países. Al respecto: cuando viejos profesores hallan a sus jóvenes alumnos ignorantes, incultos y hasta estúpidos en mayor medida que los discentes de su juventud profesoral, lo que sucede es que las referencias culturales ya han tenido tiempo de cambiar lo bastante como para que esas ‘redes de coherencia sapiencial’ no tengan ya ninguna parcela común, o casi ninguna, y los hitos que marcan las principales direcciones sean intraducibles de una red a otra, de una edad a otra, pareciéndole al viejo que el joven es ignorante, pareciéndole al joven que el viejo es viejo.

¿En qué consistiría una de esas redes –alguien de mi generación, por ejemplo–, si quisiéramos hacer el retrato robot de la vida mental de un occidental ‘culto’ de finales del siglo XX?... Podemos empezar con los estudios infantiles, la mayor parte de los cuales no cuentan aquí porque son vagamente instrumentales: saber leer y escribir, las cuatro reglas que no constituyen un saber sino una habilidad mecánica de la lógica personal... Pero digamos que algunos (no más de 30) teoremas de matemáticas y de física, de los cuales como mucho habrá comprendido la demostración de la mitad; un par de docenas de ideas generales extraídas de las asignaturas de filosofía, lógica, literatura, lengua, historia (instrumentales también en su mayor parte); otra docena de saberes de las restantes ciencias en general, química, botánica, zoología... Luego su carrera profesional, supongamos que es médico: pues un conjunto de nociones de anatomía, fisiología, histología... la mayor parte de las cuales tampoco las deberíamos incluir porque son datos de su memoria y no son ya referencias, comprensiones, de su inteligencia; pero incluyámoslas porque lo fueron, o debemos suponer que lo fueron. Y lo que de economía, política, religión, psicología... le haya ido viniendo desde la lectura, la conversación, la pantalla... No mucho más, en ningún caso. Adornado el panorama con un conjunto de reglas-normas-leyes que mamó en su infancia y que determinan los perfiles de su comportamiento porque son las directrices básicas de su conciencia (tampoco deberíamos ponerlas pues –en general– no conoce su sentido moral verdadero ni las ha hecho materia de reflexión personal comprometida). Y todo envuelto en ‘los valores’ de su tiempoA163, aún más nebulosamente implantados en su ánima que las propias reglas prácticas de conducta moral.

Y no hay más. ¿Limitado? Muy limitado.

Con esa pobre almadía toscamente amarrada por las lianas del ir viviendo debe el hombre moderno sobrevivir en el océano de la enorme cultura acumulada, de la cual únicamente nota los embates furiosos que la misma mole inmensa promueve por su sola presencia masiva. ¿Qué puede hacer para que el oleaje no le destruya en un naufragio de oscuridad y pecios sueltos de quebrada cordura?... ¿Imaginar que cada cresta del desmedido maremoto que le envuelve es orilla y puerto y bita segura a la que atracar su navecilla?... ¿Dejarse ir a sabiendas de que “sólo sabe que no sabe nada”?... ¿Resignarse a coleccionar los pocos memes que le lleguen y a pegarlos por orden cronológico en el álbum escuálido de su memoria?...

Los mejores de nosotros somos niños hambrientos con un hambre que nunca puede ser saciada, porque sigue un camino inverso y consiste en el deseo de las infinitas viandas que ante nosotros se despliegan, cuando la capacidad de nuestro estómago es tan limitada y pequeña. Y los peores ni siquiera tenemos hambre, pasamos ante el inacabable alimento con eructos de hastío y el regusto de acabar de masticar ahora mismo la nada de nuestra ignorancia.

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