DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS

29-EL CÍRCULO DE LA EXISTENCIA HUMANA

Miguel Cobaleda
01-07-2023


§ I
El paisaje que nos rodea

Un círculo de horizonte rodea y limita nuestra mirada, apartándola de posibles destinos infinitos. En ésta mi tierra castellana es posible ponerse en el centro de un paisaje llano y girar sobre uno mismo para trazar con la tiza de los ojos, en la pizarra circular del fondo, la línea que separa a la vez, por un lado, la mancha azul de los cielos de la mancha dorada y siena de la campiña, por otro lado la realidad que eres de la irrealidad que no te alcanza.
Microbios en el interior de una burbuja, comprendemos con facilidad la idea leibniziana de la mónadaA095 pues, aunque nada nos impida deambular por ese paisaje y tratar de acercarnos al horizonte, lo cierto es que ese centro que somos, si se desplaza en el espacio, no se desplaza en la categoría ontológica, siempre es el centro del mismo círculo el cual, si se desliza sobre el terreno, no se desliza en el predicamento metafísico, siempre es nuestra burbuja existencial.
Como nuestra fantasía –aunque se nutre principalmente de los datos que le suministra el ojo– fabrica por sí misma composiciones y puzzles añadiendo piezas de unos a otros y extrapolando las dimensiones de lo real, podemos imaginar fantasmata variados de gran dimensiónA088, desde la inmensa bóveda celestial a la profundidad del tiempo infinito, y por ello no nos sentimos prisioneros en lo íntimo de nuestra cabeza; se abre en ese interior, tan cerrado, una estancia vagamente ilimitada que redime y consuela la prisión efectiva que los ojos y el paisaje cierran a nuestro alrededor. Imaginamos la anchurosa planicie de la mar, la hondura aterradora del escenario en que se mueven las constelaciones, y esos abismos presentidos por la fantasía nos tranquilizan y nos permiten dormir sosegados porque esperamos que se desenvuelvan como forillos transparentes y nos permitan ir y venir a nuestro antojo por un espacio onírico sin fronteras. Para todos los efectos prácticos de la cordura –para los efectos de la cordura práctica– que son los requisitos de nuestra existencia social, esas fantasías medio visuales medio mágicas son suficientes. Pero es indiscutible el hecho de que mis ojos me encierran en el círculo de un paisaje acotado que va conmigo como va conmigo mi sombra; más: como va conmigo mi piel.
Irresistible, irrenunciable y otros ‘irre’ similares, esa esfera espacial que nos circunda constituye la efectiva patria a la que pertenecemos: como que en ella nacemos, vivimos y morimos, y ni siquiera es tan extensa que no pueda recorrerse, entera, ahora mismo. Su inmediatez es lo que la constituye, su absoluta cercanía, su ser referido al mí mismo, al mí solo que es el único ente del universo del que no puedo separarme, cuya compañía me es esencial. Si cualquiera próximo –que pareciendo ocupar a mi lado la misma patria territorial que yo, no sea sin embargo yo mismo– se desplaza siquiera un paso desde mi posición central, su centro se marcha con él y crea una diferencia entre su círculo y el mío que bastan para hacerme comprender que nuestras patrias no pueden ser la misma, porque se está llevando la suya que se desdobla de la mía y se fuga con él.
Quien contemple en la mente las distancias ¿exactas? entre nosotros y las distantes estrellas y, en lugar de la imagen de alguien centrado en un campo dorado de la ancha Castilla, tenga la de quien contempla por la noche la bóveda estrellada del firmamento, discutirá la inmediatez de ese globo que nos ciñe. ¿Cómo puede ser inmediato y ceñirnos algo que se aleja hasta miles de millones de años luz y de lo cual no puede expresarse cuerdamente su distancia?... Pero el ojo no ve distancias semejantes, ni capta la ‘real’ presencia abrumadora de Betelgeuse en su ardiente enormidad: ve una contigua –inmediata– bóveda negra en la que diminutos luminálculos se abren a millones, alcanzados por la vista que los registra según parecida impresión de cercanía con que durante la vigilia diurna registraba la suave ondulación de la colina que igualmente tan a mano –a mano del ojo– le quedaba.
Que podamos llevar con nosotros esta esfera, trasladando al trasladarnos su centro a ras de tierra, es lo que la hace, a la vez que inmediata, diminuta; no tanto en el tamaño mismo o en la impresión que ese tamaño en el ánimo nos procure, cuanto en el concepto: toda prisión es, por ello mismo, mínima, diminuta, ceñida, ínfima; como ya supo Parménides, a pesar de sí mismo y aunque le corrigiera –mal corregido – Meliso, todo círculo es finitoA012, no importa hasta dónde se desmarque el concepto infinito que lo promueva.
Como se nos condenaba a mazmorra tan miserable y sombría (Platón opinaba más o menos lo mismoA022), en un alarde de magnánima misericordia se nos permitía vislumbrar otras luminarias y otras libertades en el seno de la nebulosa fantasía o de la imprecisa memoria, a la vez que se nos convencía de que los muros de la melancólica prisión eran caricias y los carceleros amables camaradas. Los propios jueces que nos condenaban al círculo cerrado de esa frontera mezquina –los ojos– nos eran presentados como reputadas maravillas, milagros sensoriales que nos abrían ¿ilimitados? horizontes. Aprendamos desde ya con esta lección primera que nuestras peores mutilaciones se nos muestran siempre como dádivas generosas, que existe una conspiración incesante para vendernos el terror y la tortura en formato de portento y que esta lección es siempre útil a quien nos engaña, que nunca nos sirve a nosotros para nada, que sólo con feroz resistencia nos liberamos de su magia falaz, que habernos salvado de ella una vez a base de heroico esfuerzo no nos garantiza una victoria ulterior en la siguiente batalla, que siempre tenemos que volver a empezar, que comprender finalmente –desgarrado el corazón ingenuo y candoroso– que los ojos son verdugos y no amigos no nos facilita comprender, por ejemplo, que la razón es carcelera más rencorosa que camarada y aliada y cómplice.
Arrastramos con nosotros, pues, ese círculo inmediato de nuestro paisaje sobre la desnuda piel de la tierra, si es que la hay. En mi opinión la hay: se trata de una pelota lisa, plomiza, lo de plomiza es más una metáfora que un color o una densidad; algo sin relieve físico ni psicológico, algo que los dioses no se han molestado en moldear, como no se molesta el artista en pintar frescos grandiosos en las paredes si piensa luego enteramente cubrirlas con tapices y trampantojos que las retiren de toda contemplación. Sobre esa pelada grisalla anodina deslizan los ojos de cada criatura humana su propio decorado; cuando en medio de mi bella y anchurosa Castilla contemplo un atardecer de fuegos y girones crepuscularmente encendidos en la frontera de los campos derramados como oro fundido en el inmenso plato que me circunda, todo: crepúsculo, sol, girones, doradas besanas, el propio concepto de ancha Castilla, todo mis ojos lo ponen; si me desplazo hacia la luz unos pasos llevado por el afán ambulatorio de la belleza poniente, tal hermosura mis ojos la trasladan esos mismos pasos en la misma dirección. ¿Qué otro motivo habría, qué otra explicación fantástica –científica– para que nunca llegásemos andando hasta el horizonte si no lo arrastrasen nuestros ojos como el payaso que pretende coger la pelota que sus propios zapatones empujan cada vez que a ella se acerca?
Sea el que sea el delito que hayamos cometido, lo cierto es que hemos sido condenados a nosotros mismos, a que nuestros ojos creen los forillos del paisaje y los cuelguen de los varales de nuestro escenario interior simulando un exterior que no existe; a que no podamos dar la función por terminada y marcharnos a casa a descansar del teatro, del público, del montaje, del texto, sino que constantemente seamos a la vez autores, actores y espectadores de una representación incesante que nos sigue, escenario incluido, a todas partes durante todo el tiempo. El tiempo... ya nos ocuparemos de él también más adelante: igualmente nos circunda, hálito respirado y expelido por el mismo pulmón que exuda los recuerdos y los ritmos de un vivir que no consiste en vivir sino solamente en fabricar recuerdos.
No sé si por desidia inadvertida, por ineficiencia creativa, o acaso por la propia rugosidad de lo impreciso, consustancial a la creación de andamios y subyacencias, a veces esa piel de colores que llamamos paisaje, en fin, el círculo envolvente del que vengo hablando, se engancha en salientes –que no deberían existir, faltas son del debido pulimento– del no tan liso pellejo ‘real’ del mundo, y al arrastre mecánico del deambular se desgarra un pellizco de rededor, de paisaje, entre surco y surco se abre una grieta, o entre la línea del horizonte y la pelota del sol (Valle-Inclán) se estría una fisura. Muchas veces no la damos por advertida (quién nota siempre todas las fallas de la existencia...), otras son los próximos, más vigilantes de nuestra envoltura que nosotros mismos, los que hacen que nos percatemos de su presencia o que no nos percatemos.
El tema es importante. Como sabemos que no somos capaces de crear-alterar los parámetros de la existencia (es decir: sabemos que no podemos, así por nosotros mismos y sin mayor esfuerzo, crear o transformar el universo), pues normalmente no le damos importancia a esos desgarrones existenciales del paisaje. En efecto, si nos pusiésemos tercos en declarar o reclamar por la impericia o el desgaste y se nos respondiera con un encogimiento de hombros (acostumbrados como estamos a que los dioses usen los hombros en ese sentido) ¿podríamos acaso, gallitos envalentonados, corregir por nuestra cuenta el desajuste? No, así que. Pero ello no quita para que las roturas o descosidos estén ahí mismo enmedio, tan flagrantes, y que incluso, si el enganchón es contumaz, se abran más a cada paso que damos (hay quien ha roto al fin totalmente por la herida y al caminar no lleva ya paisaje tras de sí) hasta desatarse abismos como mares de grandes, capaces de tragarse el círculo mismo entero de nuestra realidad. Miramos entonces serenos por encima de la resquebrajadura como si no estuviera, nos damos por satisfechos con la ‘ausente’ continuidad del entorno, fingimos círculo completo lo que acaso sea ya sólo porción exigua del anterior queso vital y al andar tenemos cuidado de dónde asentamos el pie. Admirables son los que, acaso reducidos a la minúscula isleta de un solitario ladrillo vivencial, caminan de todos modos como si el paisaje estuviese completo, más aún: como si fuese real. Intrépidas criaturas que honran a toda la especie.
Pero mucho más importante que el trivial pellizco que rasga la realidad a causa de las rebabas de un fundamento mal pulido, es en este asunto el encuentro –a veces solapamiento gentil, en ocasiones confrontación abrupta– entre los círculos visuales de los distintos seres humanos cuando convivimos unos con otrosA161. En ese repetido ejemplo de la escena crepuscular en medio de la besana dorada de Castilla supongamos ahora que se me acerca algún desconocido cuyo propio paisaje es –hermoso también, qué duda cabe– el perfil más hirsuto y verdoso, ni dorado ni siena, de la montaña cántabra, sus cielos umbríos no celestes, su ocaso más bien aurora, venus –por vespertino en lugar de matutino– en otro cuartel distinto de la bóveda... ¿qué hacemos entonces, qué concilio de paisajes y vivencias es posible? ¿Cómo podemos entablar puente, conversación, sobre qué base contemplar juntos –“juntos”– los sucesos geocósmicos del distinto alrededor?
Damos por supuesto: es la respuesta. Creer sin más ceremonia que los otros son vecinos también del mismo ámbito es truco sin cuya potencia la vida humana fuera acaso imposible. Por eso el truco se completa con nunca comprobar si estamos en lo cierto. Dar por supuesto es dar por supuesto, no es dudar, tener la mosca en la oreja, andar con remilgos: estas variantes son gravísimas, de lesa Humanidad peca quien las acaricia, el escepticismo es bueno sobre el amor de los amantes, la fidelidad de los amigos, la justicia de los jueces, la benevolencia de los dioses, la necesidad de los gobernantes, pero jamás, jamás sobre si el paisaje de este contertulio y mi paisaje son el mismo. Por supuesto que lo son, paisaje sólo hay uno, el mío, todo el mundo lo sabe.
No quiero ser pedante, pero a mí también se me ha ocurrido la objeción: ¿qué pasa si uno, inseguro de la rosa de los vientos de su propio entorno, le pregunta al otro que dónde está tal o cual punto cardinal, que por dónde se va a tal o cual destino, pueblo, lugarejo, valle o región? ¿Qué sucede cuando uno pregunta por un hito de su mapa y el otro tiene otro mapa en donde ese hito no existe? ¿Cuando el segundo responde con una cota de su propia carta que no remite –no puede– a ninguna cota del plano del primero?
Anda, que no hay soluciones posibles para esta objeción... La primera consiste en decir, claro, que nadie tiene dudas nunca acerca de los puntos de su propio paisaje: lo estás viendo, caramba, lo tienes delante de ti, a tu alrededor, es tu propio dibujo, tiene las líneas que tus propios ojos trazan. Ergo el problema no existe, nadie pregunta nunca por una dirección que no sabe, una calle que no encuentra, un sendero en la encrucijada que desconoce y que no tiene secretos para su interlocutor. Pero como, muerto Zenón de Elea, nadie ampara ahora a sus maestros con argumentos de piedra, abandonaré esta primera línea de defensa, inseguro de poder persuadir a los ignorantes de que, realmente, no lo son (tarea más ardua aún que persuadirles de que lo son).
Digamos, pues, que, como lo que ves es lo que ves, en lo que ves no tienes dudas. Tienes dudas y necesitas respuestas acerca de lo que no ves. En suma, cuando alguien en una ‘tierra extraña’ pregunta al lugareño por la dirección que no conoce y que –ex definitionis– no está a la vista, no pertenece al círculo, lo que sucede es que pregunta por algo más allá de su propio paisaje, algo que no es, pues, real, sino fantástico. Y le responden con algo que está también más allá del círculo real del que responde, algo quimérico igualmente. Pregunta acerca de una fantasía y le responden acerca de otra. “Traslación del problema”, dirán los objetores, seguimos enfrentando lo ‘uno’ con lo ‘otro’, solapando imposibles. Pero no, ahora no me pillan: la fantasía no es la realidad, no tiene las mismas fronteras, los paisajes reales son distintos pero los mapas irreales se confunden, nadie sabe nunca dónde empiezan y terminan, si sacar una marca de tu realidad para trasladarla a la realidad del vecino no es posible, sacar una sombra de tu sueño para llevarla al sueño del otro es sencillo, hacedero y trivial. Luego cada uno implanta en su propia realidad el dato ficticio, al hacerlo lo convierte en parte de su realidad y, aunque se vuelve diferente del que resulta de la similar operación que el vecino ha hecho en su propio paisaje, aquí de nuevo vale el ‘lo damos por supuesto’ y todos contentos. Esto es hablar, comunicarse, no es otra cosa: extraer de territorios imaginarios mojones vagamente idénticos, plantarlos en realidades diferentes convirtiéndolos en datos distintos y dar por supuesto que son los mismos. Adiós, buenas tardes, muchas gracias, espero que encuentre usted sin dificultades el camino. ¿Crees acaso que, si preguntas por dónde se va a la felicidad, y te responden, y la sitúas en tu mapa, y te diriges a ese lugar, y llegas a él, has llegado al mismo lugar que te dijeron, si es que existe? Vaya...
Otra cosa que ocurre en este asunto es que cuando te cansas del círculo de tu propio paisaje, nunca grande, cierto, pero a veces muy presente, muy firme, muy contundente, demasiado nítido (por eso yo me quito muchas veces las gafas), lo puedes plegar, enrollar, doblarlo y volverlo a doblar hasta convertirlo en un pañuelito minúsculo que luego te puedes guardar en el bolsillo. Se llama cerrar los párpados, no es necesario dormirse para ello. Pero ¡ojo!, entonces se despliega otro y acaso sea peor el remedio que la enfermedad. La realidad parece tener leyes de más riguroso cumplimiento, perfiles de más aristada contundencia, sí; pero la riada de imágenes que pueden desfilar y/o constituir tu paisaje circular cuando interrumpes la vista, aunque más libre y menos terminante, es propensa a desbocarse, a seguir derroteros no siempre gratos (¿no era Kant, el estirado y frío célibe, el que se recomendaba a sí mismo no dejarse acogotar por los demonios nocturnos?); y que ese paisaje fantástico es libre de la realidad y libre de ti, pero ¿eres tú libre de él? En alguna parte (Eros y Civilización A184) dice Marcuse que dice Freud que dicen los dos que la imaginación sale por sus fueros frente al principio de la realidad, estableciendo, más allá del super-yo y más allá del yo, esa íntima conexión con el ello que reivindica un nivel de conocimiento y de efectividad instaurando, reinstaurando, el ancestral poder pre-genital de los instintos, exigiendo para ellos y para la fantasía una territorio de realidad que no sea el de la realidad. Y qué queréis que os diga, si hay que preferir estar sometido, por la razón, al principio de la realidad o, por el instinto, al principio del placer, no lo tengo tan claro; sometimientos son los dos ¡cuántos viejos sabios se han congratulado de haber alcanzado un día la libertad frente al instinto!. En fin.
Lo cierto es que esos paisajes son siempre circulares, al menos si nos molestamos en girar la vista en derredor desde el foco central de lo que en ese momento seamos, bien los ojos de la cara, bien el meollo del sueño, el onírico núcleo del que surgen los fantasmas. Porque también podemos abandonarnos a la desidia pre-arquitectónica de la quietud originaria cuando la ameba primigenia deseaba volver enseguida a la inercia mineral de que emergiera. Digo: esos momentos en que permitimos que se componga un puzzle sin sentido, un collage desordenado, retazos superpuestos cuyos picos mal pegados sobresalen del perímetro de nuestra consciencia. Podemos hacerlo, en el duerme, en el duermevela e incluso en el vela; basta fingir ‘como que estamos a otra cosa, entrecerrada la atención y entrecerrados los ojos’. Eso sí: cuando decretas de nuevo la estabilidad (despiertas, o abres los ojos, o terminas el ensueño, o vuelves a lo que estabas y te pones otra vez a la tarea...) el círculo de tu paisaje se ha venido contigo.
¿Pero no he dicho que, a diferencia de la nítida circularidad del territorio real, la fantasía no tiene límites precisos y sus territorios se solapan, incluso los de varios soñadores diferentes, estableciendo nebulosamente un puente nebuloso entre yoes y túes?... Sí, pero sigue siendo una región, si cerrada no, acotada y atada a su centro; la realidad física está circundada por un cordel tan definido que corta el ser del no-ser; en la realidad ficticia de la imaginación o del sueño, por el contrario, la frontera es un algodonoso boás en torno al cuello de lo impreciso, mas en ambos casos llevamos, sujeto por la traílla inmediata que nos nace desde ‘aquí’ (ver para el tema de los ‘aquíes’ las digresiones de Russell en El Conocimiento humanoA162) y constituye su centro, el paisaje circular que nos envuelve, monadifica, engloba, rodea y esferiza.
Así que vuelvo a repetir la frase primera: un círculo de horizonte rodea y limita nuestra mirada, apartándola de posibles destinos infinitos. Que, dicha de ese modo, y repetida con énfasis, podría dar la impresión de que yo sugiero que sería deseable aspirar a dichos destinos, o acaso alcanzarlos. ¡Quite allá semejante cosa! Bien estamos con la finitud –aunque acaso algo cativa, qué caramba– que nos limita y nos termina, sobre todo termina: ¿quién quiere ser eterno, cocerse para siempre en la gélida fría frialdad helada de una duración sin instantes, idéntica a sí mismaA087?... ¿Y quién desea un paisaje sin fin, ser el centro de una esfera que no tiene límite y, por tanto, no tiene centro ni es esférica, no volumen, no plano, no línea, punto sólo, solo punto hondísimo y atroz para despeñarse en esa in-dimensión absoluta?... Ni hablar, habría que estar cuerdo, como Dios, para desear semejante enormidad. Y aquí todos somos humanos, gentes de orden, cuerdo no estamos ninguno ¿no?
Ahora, ya siendo un círculo el paisaje que nos rodea –y aunque tiene el tamaño que tiene y, pese a juegos más o menos fantásticos ya citados, no podemos cambiarlo– ¿querríamos otro tamaño distinto?... La pregunta parece sensata, esto es, una pregunta que tiene sentido y puede hacerse. Bueno, pues no, no tiene sentido ni puede hacerse, son palabras vacías entre dos signos de interrogación, pero pregunta verdadera no la hay. Para el centro de un círculo, el ‘tamaño’ de la cónica es irrelevante, es siempre el mismo, el que es. Al centro le importa la equidistancia de todos los puntos del perímetro, la indistinción de los mismos en cuanto a su relación con él, que se los lleva cuando cambia de sitio, que nunca se modifica la estructura que define todo el conjunto. No es un asunto de metros o kilómetros, sino de configuración, por eso dije antes que nuestro paisaje nos es inmediato, absolutamente cercano. No importa si a veces se ‘termina’ ahí mismo donde se pone la pelota solar, al final de la besana dorada; o a veces se extiende hasta los alfileres de luz que se abren por la noche en la piel oscura de los cielos; no importa si en medio de la mar el ojo encuentra tanta anchurosidad que naufraga sin alcanzar inexistentes orillas, mientras que la proximidad de la costa le relaja y tranquiliza saturando las desmesuras con cercanías: siempre son inmediatos los extremos del círculo. El paisaje humano es un redondel cuyo borde es al tiempo la propia piel del punto central.
Pero pasemos ahora a desarrollar el otro punto, la coincidencia mayor o menor, y en todo caso la proximidad, entre los derredores de varios concurrentes que miran a la vez ‘el mismo paisaje’. Tengo una buena metáfora para explicar la superposición de círculos de color con que los humanos revestimos la desnuda pelota plomiza de este planeta que soñamos. Y el cuento es el siguiente: imaginemos un estanque de aguas tan limpias que, al nivel de la superficie, ni la más leve mota de polvo surca las mínimas ondas y la claridad solar se refleja como sobre azogue, no dejando a su paso arruga, ni señal, ni entrevero de sombra. Pero entonces, naciendo desde el fondo como estallidos que emergen y se extienden por esa bruñida y húmeda piel, un enjambre de nenúfares revienta surgiendo cada uno desde su raíz enterrada en el limo; cada tallo crece y se eleva hasta aparecer a ras de la superficie y, en llegando a ella, explota y se despliega en un recipiente circular de esmeraldina perfección geométrica que tiñe de verde un redondel de la antes pulida e incolora planicie líquida. Cuando los nenúfares emergentes son muchos –todos, cuando son todos– el estanque entero desaparece bajo la verde alfombra y tendrían las plantas la impresión (si los nenúfares pensasen) de que el lago –el universo– ha sido diseñado constitutivamente con esos colores que el lago sabe, sin embargo, que no le pertenecen. Bueno, pues lo mismo: cada uno de nosotros extiende sobre el desnudo pellejo gris de esta pelota planetaria, el estallido cromático de su propio paisaje circular interior, el efluvio de su ánima en formato cubre-nadas, pero todos a la vez, todos los seres humanos estallando decorados interiores sobre la grisalla, cada quien a semejanza de las paredes interiores de su propio almario: éste por tranquilo paseante sosegadas colinas, aquél por esforzado trepador abruptas montañas, el otro por aventurado navegante inmensos océanos, el de más allá por visionario poeta ristras de constelaciones... hasta darle a la esfera del ser un aspecto totalmente humano hecho de espacio y de tiempo, de esperanza y tristeza, de color y alegría, de proyectos, recuerdos, sueños, luminosas claridades y sombrías desesperaciones...
Y no olvidemos anotar que esa inmediatez del círculo-paisaje que nos rodea y define, también nos constituye. Somos nuestros límites, sin ellos no nos diferenciaríamos del aire que respiramos, del suelo que nos soporta, del tiempo que nos atraviesa, del amor que nos redime. Visitantes curiosos de nuestra propia historia, turistas de nuestro propio recorrido existencial, somos como aquél que sabe que esto es Roma porque hoy es jueves: porque estoy aquí soy éste, el de allí es aquél, es otro, un no-yo que tiene otro paisaje porque tiene otro centro y no me es próximo sino lejano. Por eso el amor nos amplía, porque somos lo contiguo frente a lo distante y el amor convierte –transmuta, alquimista hacedor de milagros– lo remoto en inmediato. (No deseo ahora entrar en ese inmenso tema, ya lo veremos en otro momento).
Antes de finalizar, quiero insistir en que el círculo que nuestros ojos trazan con el compás de su creativa mirada, desde el centro se funda, a partir del centro se erige. Es el centro lo que cuenta; la propia inmediatez que tanto he citado ha sido traída a colación por referirse a esa centricidad absoluta desde la cual el paisaje nace y se dibuja. Nadie viene hasta sí mismo desde el lejano horizonte, sino que vamos hasta el horizonte –del terreno, del futuro, de la memoria, de la vida– desde el aquí incondicional que somos y el ahora inmutable que nos ancla. Para que pueda desplegarse –simular que se despliega– la centrazón cerril que somos, se nos han dado los ojos pintores de lejanías, la memoria escritora de recuerdos, el amor orfebre de otreidades, la esperanza escultora de futuros.

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§ II
La estirpe a la que pertenecemos

La más dilatada longevidad, la más poderosa memoria no consienten al individuo humano concreto más horizonte familiar que dos o tres generaciones por encima y otras dos o tres por debajo de su concreta existencia, en lo que se refiere al dilatado proceso de su entera estirpe. Dichoso el que, habiendo conocido a sus padres, abuelos y bisabuelos, conoce a sus hijos, nietos y bisnietos. Pueden citarse casos de quienes llegan a conocer incluso a sus tataranietos y hasta habría algún ejemplo de bis-tataranietos, aunque sería sumamente raro el que los susodichos hubiesen, también, conocido al mismo número de antecedentes. En semejante improbable caso –quizá hasta ahora nunca dado–, quien hubiera disfrutado de este raro privilegio vital habría conocido su generación y otras cinco por encima y cinco por debajo, un total de once generaciones, sin duda todo lo más que entendemos como posible –¿posible?–.
Y estaríamos tomando el término ‘generaciones’ en un sentido especial, no desde luego en cuanto al cómputo habitual de 30 años por cada una, pues en dicho supuesto los años totales serían 330, que ningún ser humano ha alcanzado a vivir jamás y no parece probable que consiga vivirlos nunca por grandes que sean los avances que esperamos de las ciencias bio-médicas. Nuestro uso del término supone que se darían al tiempo dos circunstancias: el hecho de una procreación muy temprana y la regularidad de ese comportamiento a lo largo de toda la serie, unidas además a la conveniente longevidad de los miembros de las distintas generaciones. Si imaginamos a cada mujer pariendo su primera hija a los 11 años, la cual a su vez tenga a su hija cuando alcance esa misma edad, podemos contar con una bis-tatarabuela de 55 años cuando la protagonista central de la serie nazca, la cual tendrá 55 cuando nazca su bis-tataranieta. En tiempos históricos no se conocen tales casos, pues las circunstancias físicas de la genética y de la condición humana lo han impedido hasta el presente. En estos momentos la menarquía de las mujeres se presenta sobre los 11 años, incluso se observa la continuación de la tendencia a la baja y se espera que no tarde en estar en los 10 años para la mayor parte de la población femenina. Pero hace menos de cincuenta años la menarquía estaba en los 14, y en siglos pasados se atrasaba, al parecer, más aún. Con un factor de tres años que aumentemos cada escalón del proceso, la primera mujer del experimento tendría que tener ya 70 años para conocer a su bis-tataranieta, edad de muy improbable alcance antes de los adelantos médicos y sociales del siglo XX. Actualmente serían posibles a la vez la pronta fecundación y la gran longevidad, pero causas sociales complejas hacen que, precisamente en las colectividades donde esos dos avances son posibles, razones culturales retrasen los primeros embarazos más allá de los 25, incluso de los 30 años, y al tiempo interrumpan estirpes con frecuencia por la esterilidad ‘práctica’ de muchas hembras de la especie.
Si queremos atenernos a un modelo plausible, lo mejor es que pensemos en tres generaciones antecesoras y tres generaciones sucesoras, siete en total contando con la generación del centro: ése es el horizonte vital que rodea la vida humana, el círculo del ‘paisaje de sangre’ que un individuo de la especie puede tener ‘al tiempo ante su vista’, el minúsculo lago purpúreo que momentáneamente se remansa del río ancestral de su estirpe.
Más allá, pues, de nuestros bisabuelos y de nuestros bisnietos se puede decir, en resumen, que no hemos existido. En efecto, es como si, en medio de la niebla espesa y general de la existencia humana, un grumo de esa masa informe cobrase poco a poco configuración, sustancia, perfil diseñado y reconocible, hasta hacerse –entresacado del oscuro medio que lo circunda– nuestro propio rostro que se va concretando en las líneas de los antepasados que nos prefiguran. Ese proceso acaba produciendo, ya ahora de modo firme, contundente, nítido, este ser concreto que nosotros somos y que dura un breve instante para enseguida comenzar a desleírse, a desdibujarse en los ángulos de los descendientes que nos desfiguran hasta volver poco a poco a la niebla general de que saliera. Vano sería pedirle a poder ninguno del tiempo anterior o del posterior a episodio tan efímero que lo anticipe o lo recuerde. Y como incesantemente, infinitamente, esos vagos fantasmas están de continuo apareciendo y desapareciendo a miles, a millones, a miles de millones, ni memoria ni registro se guarda de esa –acaso soñada– secuencia de fugacidades. Existimos ahora, si existimos. Ayer, mañana: ni siquiera ellos mismos existen. Cerrado círculo es también en el tiempo el que circunscribe la vida del hombre individual y concreto.
Es la fantasía, como siempre, la que nos procura cierta salida mental para que no nos agobie la claustrofobia de una prisión generacional tan reducida. Imaginamos una continuidad con remotas gentes de épocas pasadas de cuya existencia sabemos por la historia y a cuya ‘estirpe’ nos adherimos como si realmente todos los antepasados fuesen nuestros antepasados. Igualmente pensamos en el futuro estableciendo entre los millones de hipotéticos posibles y nosotros la continuidad segura de una descendencia directa. Cuando la conciencia nos remuerde por los destrozos que estamos haciendo en la piel delicada del planeta, pensamos en esos seres humanos del futuro como nuestros hijos, todos son nuestros hijos, y la conciencia nos abruma precisamente porque es a ellos a quienes vamos a dejar un planeta hecho harapos, pues de otro modo ¿qué nos importaría ese destrozo si sus herederos no tuviesen nada que ver con nosotros? Me preocupa que se caiga la casa que heredarán mis hijos, pero si es la casa del vecino y la van a heredar los hijos del vecino, por mí, que se caiga en buena hora. Sí que –a nuestro lado, aquí en el ahora del presente vivencial– comprendemos la enorme cantidad de líneas genéticas diferentes de la nuestra y somos muy conscientes de su diferencia, pero según la fantasía nos adelanta hacia el futuro o nos hace retroceder hacia el pasado, esos hilos sueltos se van como trenzando en una única cuerda que desde los ancestros más antiguos nos prefigura y hasta los descendientes más remotos nos preserva. Nos sentimos un destino necesario, no un suceso contingente, la historia se ha pasado la historia preparándonos y el futuro consistirá en una glosa eterna sobre nuestra existencia. Desazona comprender de pronto lo cerrado que es el horizonte, lo cercano de su perfil, en la estirpe que nos contiene, observar que los bisabuelos no supieron jamás de nosotros, que los bisnietos no nos recordarán y acaso ni siquiera conozcan nuestro nombre.
¿Qué es lo que importa, lo que nos importa? ¿El largo y poderoso río de la sangre, esto es, el conjunto de genes y su inmensa cantidad de posibles combinaciones, las múltiples dimensiones encerradas en su potencialidad? ¿O solamente esta combinación concreta, irrepetible y única que es el nosotros individual? ¿La partida entera o la precisa jugada que nos define? ¿La línea infinita sin principio ni fin o el punto que la corta, divide, condensa y resume?
Otro misterio –trampa de la naturaleza que ha inventado la especie pero que no ha inventado el individuo, corolario despreciable al que no le presta atención– es que el inmenso amor que se le puede tener a un hijo, ya sea real, ya sea imaginado, presentido, deseado, pueda irse convirtiendo en el cariño –fuerte, sí, pero otra cosa– que se le tiene a un nieto; y luego en el afecto borroso de esa extraño bisnieto que perturba en raras ocasiones nuestra atención a los achaques. Los tataranietos, por definición, no existen. ¿Dónde, en qué arenales del desierto emocional, se han derramado y secado y perdido los sentimientos que fueron tan hondos en las fuentes de este río, sin embargo continuo? Además, si se han de secar esas aguas del amor a los tuyos ¿qué sentido tienen incluso en su origen cuando tan caudalosas fueron?
La potencia en amor y en pasión que la naturaleza ha depositado en nosotros no es un capital inmenso con el que piense acometer duradera empresa de largos vuelos: es la pequeña cantidad que se separa –en exigua cuenta transitoria– para los gastos corrientes de viaje y que se agota comprando los billetes y pagando al primer taxista que nos acerca al hotel. No quiere con nosotros protagonizar su principal aventura, simplemente desea alcanzar la inadvertida comodidad que se consigue con una propina. Ese inmenso amor con que amo a mi hijo es la gota –de todas las que contiene el gigantesco océano– que se seca inadvertida sobre el ala de un alcatraz moribundo. Pero, eso sí, la efímera gota se siente ser el océano entero, gracias sean dadas por la empeñosa fantasía que nos redime de la futilidad y nos hace entrever el infinito.
Y así como el paisaje circular que nuestra mirada dibuja sobre la gris pelota plomiza del planeta es un continuo, un inmediato indistinguible del centro en que el ojo lo perfila, así esas cuatro generaciones, esas cinco, por nuestro amor son dibujadas en el río incesante de la raza y se condensan, se son, en un único ser que ese amor construye para superponerlo encima de la desnuda piel del tiempo, pelada del hombre, inhumana, transparente duración sin contenido hasta que la ternura de los hombres la maquilla de carne palpitante y entrelazada. Dice Marcel en un hermoso apéndiceA178 que alarga y a la vez mitiga los conceptos de su Diario Metafísico, que la existencia es la continuidad de mi cuerpo con los otros cuerpos. Es cierto, claro, puesto que él lo dice, y es cierto además porque lo digo yo: sea lo que sea este yo que soy yo, un trozo de carne soy, contiguo al trozo de mis padres y mis hijos, almado por los mismos códigos, trenzado por las mismas fibras; cuando mueve mi voluntad el músculo del alma, mis ancestros y mis vástagos hacen el gesto; con su amor propio yo les amo, yo no me amaría si ellos no me amasen, cuando me olvidan me olvido, me desdibujo, me transparento, a mi través se trasluce de nuevo la pelada piel del tiempo.
Y los seres que te ayudan a desplegar la obra de amor de tu linaje ¿de qué otra materia están hechos sino del amor mismo que te fecunda? Sin olvidarme ahora del místico africanoA040 (Plotino) que argumenta a favor de esta sencilla y verídica tesis, reconozco que no sé si hemos empezado siendo uno o hemos llegado a serlo: superponer lo humano sobre la trama calva de la duración no puede hacerse sin que el amor uno se haga dos y el amor dos se haga uno, sucesos que son el mismo y en los cuales consiste la aventura del hombre sobre-a-través de los tejidos de la historia.
A mí no me importa. En lo que me concierne, el todo de la Humanidad es el amor que me constituye, y luego y desde él, el conjunto de mi gente, las tres generaciones inmediatas que el amor conmigo y desde mí dibuja, interpreta, tañe, y estos míos a mi lado que mi cuerpo toca y son, pues, mi cuerpo (¿está claro ahora por qué soy tan táctil, queridos?), mi substancia, mi historia, mi futuro y mi memoria. Los anteriores de siglos y milenios lejanos son producto de mi fantasía no menos que los posteriores de milenios y siglos remotos, no han existido, no van a existir; más allá del círculo de paisaje que mi amor perfila nada hay salvo la desnuda –ya lo he dicho– pelleja del tiempo.
¿Y qué?: En esta burbuja mínima a salvo de la eternidad yo estoy cómodo y caliente.

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§ III
Los sentimientos que nos enternecen

El círculo de los sentimientos puede llegar a tener verdaderamente mínimo diámetro, porque depende, claro está, del mayor o menor grado de egoísmo del sujeto que constituya su centro.
Pero, hablando de centro, este tema está bien relacionado con los dos anteriores, por modo de parecido dinámico con el primero, por modo de parecido estático con el segundo, porque ahora vamos a conciliar opuestos en una sola síntesis y recogeremos los dos planteamientos que ya hemos encontrado antes. En el paisaje, en efecto, veíamos cómo la traslación del sujeto –que era el centro del círculo visual y lo estructuraba– trasladaba el propio paisaje, esto es, el sujeto se llevaba al irse su horizonte como el nenúfar se lleva la verde y redonda piel del estanque cuando la brisa lo hace derivar. Pero en el círculo constituido por las generaciones que son el horizonte vital del sujeto, el centro estaba anclado a la relación y no se movía ni se trasladaba por el tiempo, situada su existencia concreta en la precisa operación aritmética que es la resta del año del nacimiento del de la muerte, arrojando el saldo total de días de su vida; atado estaba, pues, a esa concreta estancia del devenir histórico. Si puedes cambiar según vas y vienes el perfil del horizonte que cierra tu paisaje, no puedes cambiar los rostros conocidos (borrarlos) o desconocidos (dibujarlos) de los ancestros y vástagos que constituyen el horizonte que perfila la línea de tu estirpe.
Pero en este círculo de los sentimientos a la vez veremos que la circunferencia se traslada y, sin embargo, observaremos que el centro permanece. Habremos de resolver esa contradicción, o, al menos, habremos de afrontarla y ponerla de manifiesto.
Es ahora, además, cuando tenemos que introducir el elemento fantástico en este tema antropológico con el que estamos, la mónada globular esférica en que consiste la existencia humana. Pero sucede –y será habitual dilema de las divagaciones ilógicas– que podemos dejarnos llevar por una imaginación egocéntrica o por una fantasía descentrada, debiendo elegir, o no debiendo, entre ambas para marcar la derrota de nuestra singladura.
Si el centro de estos ruedos fuese como el tapón de un estanque gigantesco, podríamos imaginar que alguien, desde abajo, desde el interior del propio agujero, abre la espita de los centros y permite que el círculo entero se insuma por el desagüe, arrastrando hasta las ignotas cañerías de la nada la cáscara entera del paisaje y trayendo desde el horizonte los cordones de esa bolsa redonda, que se traga finalmente entera el sumidero central que la destruye. La fantasía última sería el propio agujero tragándose a sí mismo y dejando limpia otra vez la ya citada piel grisácea y desnuda de la plomiza pelota planetaria, o (si hablamos de la sucesión de las generaciones) monda la duración del tiempo de la carnadura que la humanifica. Hacerse todo, pues, centro, centrificándose la totalidad de lo humano hasta volverse punto sin dimensión, yoidad absoluta, si-mismidad incondicional, un solipsismo más que fichteanoA111 y que ni siquiera es solipsismo, sino puro nihilismo, porque concluye en la nada.
Pero podemos tomar el rumbo opuesto, irnos desde el centro hasta el horizonte, desde el sujeto a sus ancestros, y cortar la cuerda de la bolsa, la línea del perfil que cierra la mirada, abriendo ese círculo, rompiendo la línea curva y finita en recta infinitaA059, para dejar que se derrame hacia afuera, hacia más allá del más allá, el territorio acotado, y salga de sí mismo, desborde sus propios límites y... se vuelva nada otra vez, la nada por encima, la nada por debajo y en el centro la Quimera. Porque, claro, nuestros límites nos limitan, sí, pero nos constituyen. Yerra quien imagina que sólo hacen lo primero y que bueno fuese, para la libertad, eliminarlos. Quien corta y derriba sus muros, se anega en la nada, se borra, se desdibuja, se destruye. Quien no traza ninguna raya para no situarse en dependencia con ella, en ninguna parte se encuentra, quien desobedece toda regla, a ningún juego juega. Si no tengo límites, si diluyo mi perfil, desde luego no me acabo, claro, pero tampoco me distingo del aire que me envuelve, del suelo que me sostiene, del fluyente ríoA009 en que floto –y que es el tiempo–.
Por eso desde hace mucho venimos tratando de no permitir a los filósofos atrevimientos exagerados: que abran el tapón del esférico estanque que es la mónada humana, que corten la piel de la burbuja con el afilado bisturí de su ansia de infinitos. Ni lo uno ni lo otro, nada de extremosidades, tenemos celosos vigilantes impedidores de suicidios y nihilismos, mantengamos un prudente término medio y, si acaso la tiniebla nos acecha por todos los derredores del espacio, del tiempo y del significado, al menos que nos sintamos defendidos en el interior de esa burbuja existencial, finita, centrada y sólida, que acaso flote en la nada pero es un grumo de algo, un algo latiente y cálido que aspira a permanecer.
Es en este asunto de los sentimientos donde mejor podemos defender tan precavida posición táctica y desde donde con mayor esperanza podemos avanzar una estrategia de sólidos fundamentos. Se trata ahora de un círculo cuyo borde se traslada con nosotros cuando nosotros nos trasladamos, como sucedía en el primer caso que estudiamos; pero cuyo centro es fijo, inamovible, sólidamente anclado a fondos inmutables, como vimos que pasaba en el segundo ejemplo investigado. Y las dos caras de este jano salvífico nos aseguran defensa a vanguardia y a retaguardia, quedando sólo los flancos para que la muerte nos horade la coraza (que por algún sitio habrá de herirnos, supongo, quién quiere ser eterno...).
Y es que los afectos cambian de contorno según nos van trayendo y llevando los vientos de la vida por entre los remolinos de las emociones, de las amistades, de los amores vagabundos. Pero es un círculo pequeño, desde luego, siempre lo es, no hagáis caso de lo que cuenten los amadores hiperbólicos –da lo mismo que se trate de donjuanes debeladores de todas las doncellas o apóstoles abnegados que aman por igual a todos los habitantes de los terceros y cuartos mundos–, son exagerados como pescadores aficionados, siempre se refieren a su capacidad de amar como si el amor o el semen fuesen inagotables, surgidos de manantiales redondos. ¿Cuántos ama el que más ame? ¿Dos o tres esposas, dos o tres hijos, dos o tres amigos, dos o tres recuerdos? ¿Una docena tan siquiera?... Y no los ama a la vez, los ama por turnos, no sólo a las esposas: a los amigos, a los hijos, a los recuerdos (en fin, si es mujer lo admito: acaso ame a tres o cuatro esposos, tres o cuatro hijos, ni amigos ni recuerdos, las mujeres no los tienen, no suelen perder tontamente el tiempo). Conviviendo siempre, por cierto, todos los amores con el amor a sí mismo, que ya se sabe que el que parte y reparte... No estoy ofendiendo a nadie ni minimizando la heroicidad de nadie: estoy diciendo una verdad palmaria y demostrable. Amar es un constructo laborioso, una empresa de titanes, no una frase, ni una difusa sensación de bordes imprecisos. Amar es una tarea que requiere dedicación, estrategia, paciencia, resistencia, propósito, entrega, eficiencia. Amar requiere tiempo y el tiempo, en la existencia humana, es limitado, es un círculo tan definido como el deseo de amar de todos los corazones de los hombres. ¿Amarlo todo y a todos? Para eso hay que estar loco, como Dios, y los seres humanos estamos todos cuerdos.
Pero el centro de nuestros sentimientos es fijo, absolutamente inmutable, está anclado a los instintos más imperturbables: el que nos hace amarnos a nosotros mismos por sobre todas las cosas y seres, y el que nos hace amar a los nuestros, los de nuestra sangre. [Este parrafillo ha sido autorizado a aparecer porque tengo en este momento el cinismo algo desganado y mirando para otro lado]. No sé si en otras coyunturas estaré tan seguro de que nos amamos a nosotros “mismos” y de que amamos a los “nuestros”. Acaso el truco estribe en el análisis semántico de los dos términos entrecomillados, quiénes sean ese “mismos” y ese “nuestros”, qué quieran decir, qué mismo es el nuestro mismo más mismo, qué nuestros son los nuestros más nuestros, y si lo son inmutablemente, si no se desplazan también como se desplaza el centro del paisaje. Yo conozco al menos... pero éste es otro asunto. De todos modos no quiero –por mucho que ahora esté el pobre desprevenido y adormilado– machacar sin duelo mi cinismo tan fiel: cuando digo “amarnos a nosotros mismos por sobre todas las cosas”, y cuando digo “no sé si estaré tan seguro de que nos amamos a nosotros mismos”, las dudas vienen no por si amaremos alguna cosa o ser más de lo que podamos amarnos a nosotros, sino por si no habrá momentos en los que apagamos el interruptor general de todos los amores, algo así como para limpiar el filtro global de sentir los sentimientos y, mientras soplamos su mugre y aceite sucio –sólo mientras tanto, claro–, pues entonces no sentimos nada por nadie, ni siquiera ese acicate a conservar organizada nuestra sufriente carne. Que hay momentos de zafarrancho de combate en que se vuelve necesaria una epojé trascendentalA153 de todo sentimiento para hacer el arqueo de la contaduría amorosa, para limpiar las canillas por donde circulan los cariños y quitar el sobrante colesterol sensiblero que los muchos hidratos del afecto les van adhiriendo a las paredes...
En esto del amar, incluso dejarse ir por los cauces bajantes es fatigoso. No lo entiende así quien nunca ama a nadie y tapona las lagunas con frases hechas y tópicos vulgares. O el que piensa que amar es como echarse la siesta: ponerse cómodo y cerrar los ojos. Pero quien ama, siquiera sea un poco –incluso a sus propios propios, incluso a sí propio mismo– ése sabe que el verbo amar es un verbo de llana y mortero, de andamio y ladrillo, de cavar hondo y edificar alto; y esos verbos cansan, incluso conjugarlos. Así que nadie se extrañe demasiado si he soltado la especie –cautelosa, precavidamente– de que a lo mejor a veces hay que apagar el interruptor del arquetipo gramatical de la primera conjugación, los terminados en ‘ar’, como sufrir y vivir, que son del mismo grupo.
Pero volvamos al tema: sí, nos llevamos con nosotros nuestros afectos pero ese afecto íntimo es el ancla que nos retiene ¿a qué?... ¿No es lo mismo decir que, al irnos por las veredas de afectos nuevos, es ese amor propio el que se va? ¿No estamos en lo mismo que decíamos cuando analizábamos la transitoria veleidad del paisaje? ¿Nos quedamos y nos vamos, es ésta la contradicción anunciada?... La cosa no es sin embargo tan difícil, o tal vez mis expresiones la hayan complicado en demasía: se trata sencillamente de reconocer que hay siempre algún afecto que es la esencia, el origen, la fuente de todos los demás, y que acaso no pueda serlo el amor propio... Ese amor, sea el que sea, es más aún que la fontana de donde los otros amores nacen: la esencia de que se hacen, el diseño, el que... ¿cómo expresarlo?... la materia y la forma que los conforman; ese amor-centro, amor-núcleo, amor-yoidad completa, es al tiempo el dios dibujante que se inventa –ex nihilo– esos “algos” que luego resultan ser sentimiento, que luego resultan ser amor, y también es el que define el tablero donde se juegan, las fichas y los tanteos, las reglas que delimitan el juego porque, en este asunto más que en ninguno, las reglas del juego son el juego. Ese amorA163 es origen, pues, pero también substancia, consistencia, dibujo original que nutre y hace que los otros sean lo que son. Si yo fuese medieval os inundaría de teologías y sabríais que estoy hablando de Dios, pero ni lo uno ni lo otro, pues no soy tan moderno ni “estoy ahora tan teológico”, aunque dejadme que os cite al viejo DunsA055 porque quiero que me dé la razón, ya que ese centro amoroso de que os hablo no es efecto de ninguno, sino causa de todos, tal vez porque no es finito–o no quiero yo que lo sea, que aquí en mi mundo viene a ser lo mismo–.
He sembrado con esas palabrillas una multitud de problemas filosófico-metafísicos a cuya sazón y germinatura no pienso esperar, no sea que salgan de entre las grietas de la tierra con las zarpas en ristre y las garras abiertas, pero que sí puedo inventariar para que vosotros, lectores inexistentes, hagáis ejercicio de reflexión como trabajos de clase:
∙ Si el amor-magister (voy a llamarlo así) es el primero, se entiende que sea maestro y diseñador de los siguientes, pero ¿cómo es que es amor él mismo, en vista a qué modelo anterior inexistente? Siento al espíritu de Platón a mi lado, riéndose de mí...A020
∙ ¿O eso anterior y primero no es amor antes definido, pues que él lo inventa, y lo que él resulte ser, resulta luego ser el amor mismo?... ¿Lo que él sea, un sentimiento cualquiera no concreto, un recuerdo, un proyecto, una nadedad?...
∙ Si no es el primero, sino el más perfecto, entrañado, importante... ¿Cómo son entonces amores los anteriores a él, cuando él no existía ni había inventado lo que hubiere de ser luego el amor?
∙ Si alguien no lo siente ¿nunca siente nada?
∙ ¿Es posible no tener sentimiento ninguno?
∙ Aunque ese tal no sienta nunca nada ¿qué impide que se convierta en magister amoris su primera sensación táctil, o visual, su primer sonido, el calostro materno, la luz del amanecer, su propio primer vagido?...
Como el tema es suculento, ganas me dan de entrar a sistema... pero no, que esto es un tratado de antropología fantástica enemigo del rigor y de las formas cuadradas; si me envicio con el dichoso rigor, no podré soltar sin prueba lo primero que me venga al magín; lo dicho, ejercitáos vosotros y mañana me traéis un ensayo de seis mil palabras sobre qué es el amor y en qué se funda.
Yo sigo, pues, la errática senda por la que andaba perdido. Me gusta pensar –o decidir– que hay cierto momento, cierto asunto, cierto suceso, evento, acontecer, en la mayoría de las almas, que de repente se erige en substancia de vivencias ulteriores, las define y las hace posibles, las enmarca y sub-substancia, las densifica e interpenetra, las siembra, las riega, las germina, las crece, las cosecha, las muele, las panifica y se las come. Puede luego, y acaso suceda con frecuencia –hay mucho tío mierda–, llegar a desnaturalizarse, desaparecer, irse diluyendo, deshacerse, dejando ya sembrada la posibilidad de otros sentimientos herederos; puede luego ausentarse de la propia memoria, y en este sentido abona la condición errática que era uno de los aspectos que se perfilaban. Pero –y atención a este pero– nunca se desnaturaliza, desaparece, se va, se diluye, se deshace del todo, en tanto que su primer fruto “es fabricar al propio yo”. Sí, ése es el asunto: creo que el ‘yo’ no existe hasta que ese suceso sucede, lo que hay antes es una vaga asamblea de lugares comunes, de tópicos, de palabras universales y de sensaciones primarias. Algunos irán por la vida con ese bagaje único, sin sentimiento y sin alma. Llamamos ‘yo’ a esa camada de naderías, la mayoría de la gente llama ‘yo’ a eso, pero el ‘yo’ verdadero nace –si nace– cuando el evento que he denominado magister amoris tiene lugar y arraiga en el alma, mejor dicho: “arraiga el alma al suelo del ser”, hace al alma al tiempo que la hace sentirA185. Ese amor es más “anterior” al alma que el alma misma, que diría –perdón, africano, por la licencia– el poeta del tiempoA041. Y este nuevo sentido abona la condición fija que era el otro aspecto de la aparente contradicción. Porque la substancia de donde nacen todos los amores que vas sintiendo y dejando de sentir, la esencia que los explica, el dibujo que los perfila, es el yo nuclear que centra el sentimiento; pero ese yo ha nacido del amor arquetipo, del amor magister amoris, y te hace lo que eres para siempre, incluso si él mismo se transmuta en otra esencia diferente.
También se comprende ahora que ese amor no puede ser el amor propio; ¿lo sería de un ‘yo’ que no existe todavía?... Aunque imagino que quizá pueda a veces responderse afirmativamente a esta pregunta: sé de algunos capaces de amarse a sí mismos incluso tratándose de un sí mismos que no es sí y no es mismo. Pero ya he tocado este asunto.
Repetiré, para terminar el parágrafo, la idea de la estrechez –mínimo radio, minúscula circunferencia– del círculo de nuestros sentimientos: amamos a dos o tres presencias vagamente íntimas, que “lo son mientras lo van siendo”, hasta que se diluyen en transparencias cabe las cuales se descubren otras dos tres que se intimizan en la misma medida y con parecido ritmo con que se desintimizan las anteriores; algún amigo que te llena la presencia del alma hasta que su dintorno se adelgaza, se transparenta –el tiempo, la distancia, la circunstancia, le dejadez, la rutina...– y deja paso a otro dintorno diferente. Si no eres tú, lector analfabeto y no ente, de ésos, sino que tus amores permanecen como las montañas impávidas a través del tiempo, recuerda que aquí más bien hablamos de lo estrecho que es el círculo y díme ¿a cuántos has amado contándote a ti mismo?... Si el número es plural, date por satisfecho y corrige el verbo: no “has amado”, sino “amas” (la conjugación en español está equivocada, es un verbo que sólo tiene presente, los otros tiempos están para fastidiar a los niños y que aprendan lo que deben, es decir, mentiras).

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§ IV
La memoria que nos olvida

Incluso tu memoria es reducida, parcial, de estrecho horizonte, cercana, limitada, redonda; no sólo la mía, cuyo diseño ha sido llevado a cabo por alguien con mala idea, y resulta borrosa, aturullada, confusa, escasamente fiable, muy susceptible y pagada de sí –con ese prurito crecedero de todos los bajitos–, con un rinconcillo trastero que mejor no llamamos almacén porque apenas si caben cuatro bártulos, sin luz que medianamente alegre la tiniebla, sin cartel que oriente ni hilo que guíe. Aunque no debería quejarme tanto, porque a la postre, comparados con los libros, con el ADN, con cualquier chisme electrónico, todos somos parecidos: el más afortunado memorión que ‘se resobra’ de datos por las costuras y la confunde con inteligencia, ni ése recuerda tanto como su agenda.
La esfera de la memoria es como una flor de fuego y color de las que admiran a los adultos y aburren a los niños en cualquier festejo popular, si levantino más, es decir, como un rosetón luminoso de fuegos artificiales. Las chispas irradian –estallan, también la memoria es constantemente un milagroso estallido– desde un centro interior, abierto en este caso a todos los vientos de la noche (los fuegos artificiales y la memoria se encienden siempre en la tiniebla; en pleno fulgor de la luz solar y de la inteligencia se anulan, a la vez dan risa y no se repara en ellos). Pero eso sí: cada chispa de luz –cada recuerdo– tiene un radio diferente, unas se alejan mucho de ese centro y parecen querer convertirse en meteoritos libres, capaces de escapar de todas las gravitaciones y recorrer los espacios –los tiempos– sobrenadando o ‘entrenadando’ las más profundas lontananzas-longevidades; otras se chamuscan, con bello cromatismo pero efímera carrera, nada más salir desde su origen y el ojo ni las ve en su distinta individualidad, todo lo más como armónicos acompañantes de las otras fogalias, en su derredor global pero no en su intransferible ardor propio, tan sí mismo no obstante, tan insustituible, tan... [aquí me entran ahora ganas de llorar por los recuerdos humildes que nadie –ni el protagonista – recuerda, los que son la huella de sucesos que efectivamente sucedieron pero de los cuales no existe –carbonizado ya el átomo de azufre que los hizo luz amarilla un instante – memoria ni registro ni... y efectivamente se me van los ojos en lágrimas, lo cual me recuerda que debo advertirte, lector no-ente, que soy muy llorón, lo mismo por el final feliz de un melodrama que ¡ay Dios mío! por un desfile marcial de tropas derrotadas en alguna victoria confusa; me emociona casi todo, pero luego resulta que no me emocionada nada, porque yo los melodramas los prefiero como la vida, que si terminan bien es que no se han terminado todavía, y los ejércitos los prefiero romanos, legiones, en suma: desaparecidos; no habría que hacerle, pues, mucho caso a mis llantinas emotivas y, si se tratase ahora de que todos esos sucesos –que caramba, en fin, componen la historia del mundo– estuviesen atiborrando la memoria de mi ordenador, tranquilo los borraba sin que me temblase la mano... ¿Hay un ordenador universal que colecciona en su registro infinito todos los sucesos?... ¿También los que no han sucedido?... Déjame, no-ente, derramar otra lagrimilla por estos últimos...] Y ya no sé de qué estaba hablando, es lo bueno de no tener lectores.
De modo que, en primer lugar, se trata de una esfera, o cuasi, un montón de radios en cuyos extremos titilan fugaces y coloridas luminarias, dirigidos en todas las direcciones del espacio, unos más largos, inmensos, otros más cortos, mínimos. En segundo lugar, componen en su conjunto una bola de fuego que parece tener entidad propia, carácter individual, ser separable y distinta de otras hermanas que fugazmente iluminan la noche a su lado; cabe suponer que los ojos de los espectadores se dirigen unos hacia unas y otros hacia otras, que ninguna de esas esferas de lumbre vive y se agita sin que nadie la mire, ocupados todos en otras. Hoy me han dicho en la iglesia que sí, que hay un dios que mira directamente hacia mí, hacia mi propia realidad individual de fuego artificial concreto, que toma nota de todo mí, de mis pensamientos, emociones, proyectos, y cuenta minucioso cada uno de mis cabellos, y células, y minutos (los que me quedan, los que ya no me quedan); es un dios contable y me alegro de que me esté asignado; cuando lleve a mis nietos a ver los fuegos artificiales la próxima vez, voy a repartir entre ellos los cuarteles del cielo y las rosas de fuego, que cada ojo mire su flor, que cada flor tenga su ojo, atentos todos a verlas bien y a recordarlas siempre, porque si no, no viven...
Si existieras, lector no-ente, comprobarías que mis imágenes me empujan más allá de sí mismas y se acaban haciendo sus propias caricaturas. Me ocurre prácticamente siempre, y sería acaso necesario hacer un análisis meta-lógico de este fenómeno, al menos para sacarle toda su substancia filosófica, pero esto no es un tratado, gracias a dios (al dios contable que me anota ahora) y el tratado no será tratado.
En efecto, pues, y volviendo al tema: algunos recuerdos llegan muy lejos, esto es, no se pierden nunca mientras dura la vida del que los tiene. Otros son tan breves –aunque a la vez puedan ser muy hermosos– que más bien parecen no haber existido, espejismos que nunca acaban de constatarse. Y ahora que centro el asunto: ¿han existido los sucesos de los cuales no existen los recuerdos?... Porque ya antes ha asomado la oreja el tema y por mucho que yo salga huyendo de casi todos los planteamientos sistemáticos, aquí hay cuestión honda y arraigada que no puedo soslayar.
Digámoslo de otro modo más literario: ¿existió lo que se ha borrado? Existió –acaso, discutiblemente, pero en fin...(¿no dice alguien que sin ente no hay ser?A190)– aquello cuyo registro no se ha borrado, y lo recuerdan los libros, las piedras, los cerebros, los sentimientos, las variadas huellas que dan fe ‘del pasado en el presente’ –embrollo duro de pelar, aunque admisible–, démoslo por bueno; pero ¿existió lo que se ha borrado?...
Debo advertir honestamente que las dos respuestas –existió; no existió– además de ser imposibles de comprobar, significan lo mismo y carecen de sentido. Me voy a consentir un poquitín de sistema, lo echo en falta:
∙ Son imposibles de comprobar por definición, ya que el supuesto es que todo registro se ha borrado, nada ni nadie guarda nota, huella, memoria, y, por lo tanto, no son demostrables ni la existencia ni la inexistencia.
∙ Significan lo mismo, en caso de que no haya memoria, porque:
∙ Existir quiere decir ‘estar fuera de las causas’, por lo cual haber existido será sin duda ‘haber estado fuera de las causas’, pero si los sucesos no han dejado memoria ni huella ninguna, es que tampoco sus causas están presentes –ni lo estuvieron–, y es lo mismo decir –si no hay círculo alguno trazado a tu alrededor– que estás dentro como decir que estás fuera.
∙ Si no hay un círculo que te rodea, carece de sentido decir que estás dentro y carece de sentido decir que estás fuera.
Además, como hemos visto, el segundo punto nos lleva directamente al otro sinsentido, el de la serie infinita de las causas, que Tomás de Aquino nos ha hecho ya la merced de recusarA052, aunque en un capítulo posterior yo me permitiré pensar de otro modo.
No nos extrañemos mucho de todo esto y respondámonos con franqueza: cuando se han acabado los fuegos artificiales ¿alguien se cree realmente que los haya habido?... Pues eso. La pirotecnia es como la vida, al final se tiene la vaga sensación de haberse uno imaginado algo que realmente no ha ocurrido, por la simple razón de tener un cierto rastro de humo en el olfato del alma.
Por esto precisamente me fastidia la metafísica: que estás viendo fuegos artificiales en las fiestas de tu barrio y te sale al paso con alguna cuestión de fundamentos. Acabas tratando de atrapar luciérnagas de fuego con las manos y cerrando los ojos a la fugaz maravilla que –exista o no– es el único argumento de tu historia.
Pero quiero ocuparme también de los recuerdos que sí se recuerdan, los que duran por ejemplo hasta que te mueres; los que quedan grabados en muchas memorias sucesivas de generaciones diferentes, o en los libros, en las piedras, en el infatigable mensajero de la vida. ¿Qué pasa con ellos? ¿Han sucedido efectivamente?... La verdad es que con ese poquito de sistema de antes he tenido ya más que suficiente y no quisiera de nuevo insistir en una temática similar, pero lo cierto es que, el que los recordemos o ‘se recuerden’ no autoriza a suponer que hayan existido, no hace distinto el hecho de que hayan existido o no, y tanto la posible existencia del suceso que originó el recuerdo, como su inexistencia, carecen de sentido.
¿Cómo así?... Puede que si ya está borrado no podamos discernir si ha estado escrito. ¡Pero si no está borrado es que está escrito! Bien... no quiero llevar mi escepticismo hasta el lugar donde dicen los dogmáticos que estamos siempre los escépticos, la estupidez, así que reconoceré que, si está escrito, está escrito, venga. Pero también están escritas las aventuras de D. Quijote y el bueno de Alonso Quijano no existió ni corrió, por tanto, aventura ninguna...
Vivimos en nuestra memoria, somos nuestra memoria; mientras estamos protagonizando los sucesos que luego vamos a recordar, lo que hacemos es escribir ese registro más que vivir esas vivencias, ver es grabar que estamos viendo, oír es labrar que estamos oyendo, amar es arañar el recuerdo de nuestro amor sobre la piel del tiempo.
Por eso es tan contradictorio este parágrafo del círculo que significa nuestra memoria. Por eso soy tan contradictorio yo cuando pienso en ella, que la envidio y la repudio, la echo en falta y no la quiero, la pospongo a la inteligencia pero a veces la cambiaría pieza por pieza, hasta la estupidez mineral de un registro infinito que, aunque no comprende, todo lo tiene presente, dios opuesto al Dios cristiano, alguien que todo lo recuerda y nada lo entiende frente al dios que todo lo comprende y nada lo recuerda. Mas descenderé a tierra otra vez, porque me elevo a la nube tanto como la caña del petardo luminoso que me está sirviendo de imagen.
Dada la curva que limita la vida individual, el recuerdo más longevo y hondo solamente puede alargarse hasta la muerte; si hablamos de cada individuo, entonces la memoria no puede llegar más allá. Por lo cual los recuerdos conscientes propios son siempre más cortos que la propia vida pues, aunque haya sensaciones fetales –tan remotas– marcadas en nosotros, no pueden considerarse recuerdos en el sentido en que estamos usando aquí el término y el concepto. Pero son el envoltorio brillante, el halo luminoso que nos acompaña, ya he dicho que somos nuestros recuerdos, consistimos en ellos, son nuestra substancia y nuestra vivencia.
La verdad es que la imagen del fuego artificial nos asiste también en otro aspecto: que los recuerdos se van haciendo más ralos –menos espesos– según nos vamos alejando del centro, lo cual, a la postre, no es tan raro. El centro es el origen de nuestras vivencias y de la memoria que de ellas guardamos; todas las que de alguna manera tienen presencia en la esfera de fuego, del centro han nacido, por eso cerca de él están más juntas –más densas– y, según se van alejando, van estando cada vez más separadas y dispersas hasta que, en una imprecisa lejanía que no es posible demarcar con frontera rigurosa, la nada de sombra nos envuelve y ya no hay memoria, no somos nosotros. En el limes nebuloso en que se diluyen las luminarias de nuestros recuerdos, nos vamos deshaciendo, el nosotros que fuimos va dando paso a un ser diferente, el nosotros que ahora vamos siendo, enganchado al de ayer por esas luces fugaces que cada vez son menos numerosas y menos brillantes, y al final de la vida solamente hay un hilo morse de luces y sombras que vagamente hilvana una brumosa continuidad personal de varios entes sucesivos, que se dicen a sí mismos ser uno solo porque no pueden señalar con el dedo la frontera que los divideA032.
Ninguno de nosotros sabe lo que durará esta fiesta del pueblo de los dioses en que se entretienen contemplando los fugaces fuegos artificiales de nuestras historias humanas. En el borde de la constelación de luminarias, una pelota de fuego que ya estalló hace tiempo comienza a apagarse poco a poco y, salvo alguna chispa perezosa que en el centro mantiene aún porciúncula de luz, grises y tenues nubecillas de humo es todo lo que queda de su/mi memoria y mi personal aventura.

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§ V
La cultura que nos define


[Este parágrafo, extraído y separado del resto del texto, constituyó él solo el ensayo número 30, publicado en Twitter el Lunes día 01-08-2023].

La razón de que contemplemos con desprecio a los representantes de las culturas primitivas, nosotros los occidentales del siglo XXI (en MMI escribo), con aires de superioridad, marginando, infravalorando, desdeñando, un médico de Bethesda a un indio navajo, un abogado de Harvard a un hechicero yaqui, un doctor por Salamanca a un aborigen australiano, es que los occidentales modernos somos unos ignorantes y unos estúpidos, no que nuestras respectivas referencias culturales sean superiores a las de los citados nativos, que no lo son, sino muy inferiores –a menos que nos creamos individualmente autores de nuestras culturas...–.
Un artista australiano aborigen, por cuyos ojos mira, por cuya mano se expresa, por cuya imaginación discurre la corriente impetuosa del arte milenario que llega desde los tiempos del sueño, tiene con su cultura una relación completa, de suprema identidad, de amorosa contradanza en que él es lo que su cultura representa y su cultura es lo que él interpreta. Mientras que el cultísimo abogado o el doctor eximio no conocen, ni controlan, ni expresan parte significativa alguna de su cultura nativa. ¿El más sabio y erudito de los estudiosos occidentales domina y conoce el 1/1.000.000.000.000 de nuestros saberes...? Ni siquiera. Hace mucho tiempo que nuestra cultura nos ha dejado tan atrás, que ya la hemos perdido de vista –se ha olvidado por completo de nosotros en su velocísima carrera hacia ninguna parte–. Somos simples apretadores de botones, confiamos en que las leyes de la física se sigan cumpliendo con la misma ingenuidad y mucha menos comprensión con que el antepasado ancestral confiaba ver cumplidos los pactos entre él y sus dioses; pero ese remoto pariente –o su correlato actual en las tribus supervivientes– eran –son– substancia de su propia cultura, que en ellos se concreta y vive, mientras que nosotros solamente tenemos, para relacionarnos con la nuestra, la tosca naturalidad del que vive junto al inmenso lago de abismal profundidad y cree conocerlo porque surca sobre un bote el trozo orillero de la superficie, sin intuir siquiera los misterios y maravillas que encierra en sus honduras.
Todo esto para decir –en fin: para subrayar– que lo que sabe y conoce nuestra inteligencia es un acotado y breve trozo, circular acaso, de todo lo que sería posible saber y que ‘alguien’ sabe. ¿Explicar a estas alturas que es limitada y finita la inteligencia individual de cada ser humano?... ¿Cuando, quien más, quien menos, intuye la abrumadora ignorancia en que se encuentra sobre la mayor parte de los asuntos y que ni siquiera sabe la nómina de los tales ni podría citar el índice de su propia ignoranciaA138?... Pues sí, eso mismo: ha llegado el momento de decir que el conjunto total de saberes a que alcanza en la vida una inteligencia humana, es también limitado, circular, finito, paisaje gris, brumoso y entreverado de nieblas. Porque en este asunto del saber no solamente la esfera de nuestros ejemplo es de radio menor, sino que los elementos que encierra su contorno vagan imprecisos –flotan a la deriva– en un mar desorientado y sin puntos cardinales.
Sin restar lo que el olvido desdibuja de lo que supimos un día y otro día dejamos de saber, al contrario: sumando todo lo que nuestro entendimiento haya comprendido desde que comenzamos a pensar, el conjunto de nuestros saberes es siempre un trozo mínimo de red desgarrada y abierta por la que se escapa constantemente el pez escurridizo de la verdadera sabiduría.
Acabo de decir que los elementos de nuestra sapiencia flotan a la deriva –se entiende, pues, que sueltos– y ahora digo que, aunque rasgada y mínima, forman una red. Las dos cosas son ciertas y las dos definen la pobreza y pequeñez del saber humano en su dimensión personal individual. Sabemos lo poco que nos ha ido llegando y que hemos conseguido entender/asimilar, venido desde instancias diversas, generalmente aislado y sin lazos de conexión que lo integren en una totalidad de sentido coherente; a veces de nuestra enseñanza infantil, dispersa también en materias, libros y maestros diversos; a veces de la oleada de mensajes interesados con que la publicidad mercantil, política y social nos bombardea; a veces –las menos, para mucha gente ninguna– de nuestra propia reflexión y estudio. Mas luego que llegan hasta nosotros, y pues que somos mentes sometidas más o menos a las leyes de la lógica y de la coherencia intelectual, se integran –mejor sería decir ‘se adhieren’– en una red que la propia inteligencia traza para dotar de sentido, de concatenación estructurada, a esas moléculas de saber que de otro modo serían presas solitarias de los feroces depredadores del olvido y la locura.
La red misma es algo artificial y extrínseco a los propios elementos, pero al menos constituye para el sujeto una globalidad de coherencia en la que se reconoce, con la que ‘puede pensar’ y a la cual puede referirse para situar los nuevos recursos que le vayan llegando. Que, por cierto, venidos del medio social y cronológico que comparte con otros, esos recursos y la red que forman, por muy personales e intransferibles que en cada caso sean, no dejan de tener un cierto parecido ‘generacional’ que hace que los miembros de un mismo clan de edad y región se reconozcan, al tiempo que alejan y extranjerizan a los que pertenecen a otras generaciones o países. Al respecto: cuando viejos profesores hallan a sus jóvenes alumnos ignorantes, incultos y hasta estúpidos en mayor medida que los discentes de su juventud profesoral, lo que sucede es que las referencias culturales ya han tenido tiempo de cambiar lo bastante como para que esas ‘redes de coherencia sapiencial’ no tengan ya ninguna parcela común, o casi ninguna, y los hitos que marcan las principales direcciones sean intraducibles de una red a otra, de una edad a otra, pareciéndole al viejo que el joven es ignorante, pareciéndole al joven que el viejo es viejo.
¿En qué consistiría una de esas redes –alguien de mi generación, por ejemplo–, si quisiéramos hacer el retrato robot de la vida mental de un occidental ‘culto’ de finales del siglo XX?... Podemos empezar con los estudios infantiles, la mayor parte de los cuales no cuentan aquí porque son vagamente instrumentales: saber leer y escribir, las cuatro reglas que no constituyen un saber sino una habilidad mecánica de la lógica personal... Pero digamos que algunos (no más de 30) teoremas de matemáticas y de física, de los cuales como mucho habrá comprendido la demostración de la mitad; un par de docenas de ideas generales extraídas de las asignaturas de filosofía, lógica, literatura, lengua, historia (instrumentales también en su mayor parte); otra docena de saberes de las restantes ciencias en general, química, botánica, zoología... Luego su carrera profesional, supongamos que es médico: pues un conjunto de nociones de anatomía, fisiología, histología... la mayor parte de las cuales tampoco las deberíamos incluir porque son datos de su memoria y no son ya referencias, comprensiones, de su inteligencia; pero incluyámoslas porque lo fueron, o debemos suponer que lo fueron. Y lo que de economía, política, religión, psicología... le haya ido viniendo desde la lectura, la conversación, la pantalla... No mucho más, en ningún caso. Adornado el panorama con un conjunto de reglas-normas-leyes que mamó en su infancia y que determinan los perfiles de su comportamiento porque son las directrices básicas de su conciencia (tampoco deberíamos ponerlas pues –en general– no conoce su sentido moral verdadero ni las ha hecho materia de reflexión personal comprometida). Y todo envuelto en ‘los valores’ de su tiempoA163, aún más nebulosamente implantados en su ánima que las propias reglas prácticas de conducta moral. Y no hay más. ¿Limitado? Muy limitado.
Con esa pobre almadía toscamente amarrada por las lianas del ir viviendo debe el hombre moderno sobrevivir en el océano de la enorme cultura acumulada, de la cual únicamente nota los embates furiosos que la misma mole inmensa promueve por su sola presencia masiva. ¿Qué puede hacer para que el oleaje no le destruya en un naufragio de oscuridad y pecios sueltos de quebrada cordura?... ¿Imaginar que cada cresta del desmedido maremoto que le envuelve es orilla y puerto y bita segura a la que atracar su navecilla?... ¿Dejarse ir a sabiendas de que “sólo sabe que no sabe nada”?... ¿Resignarse a coleccionar los pocos memes que le lleguen y a pegarlos por orden cronológico en el álbum escuálido de su memoria?... Los mejores de nosotros somos niños hambrientos con un hambre que nunca puede ser saciada, porque sigue un camino inverso y consiste en el deseo de las infinitas viandas que ante nosotros se despliegan, cuando la capacidad de nuestro estómago es tan limitada y pequeña. Y los peores ni siquiera tenemos hambre, pasamos ante el inacabable alimento con eructos de hastío y el regusto de acabar de masticar ahora mismo la nada de nuestra ignorancia.

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§ VI
Los intereses ¿intelectuales?

No en todas las épocas la curiosidad, el interés intelectual, el asombro, el gusto por las cosas, han estado tan bajo mínimos como en la nuestra, en donde los hobbies de la gente no van más allá de perderse en inmensas pantallas que reflejan solamente el rostro vacío de la nadedad más estúpida.
Ruidos que a Napoleón le habrían parecido música; deportes masivos con ídolos necios por cuyas necedades se pagan cantidades astronómicas; conversaciones fotocopiadas cuyo argumento único, universal y vacío es lo que hacen o dejan de hacer “héroes y heroínas” de revistas coloreadas, héroes cuya principal heroicidad es el tamaño de su pene, heroínas cuyo mérito máximo es haber visitado más camas que las demás colegas; astros de un arte musical que se fabrica en máquinas que lo hacen todo ellas solas, y dejan simplemente que el títere de turno ponga el gesto –ni siquiera propio, diseñado por asesores de imagen–, los cuales han inventado, pues, un producto musicalmente inexistente, pero atiborrado de marketing y de publicidad en torrente; un cine basado en técnicas de tanta sofisticación, que la capacidad del arte para intervenir en el proceso se ha vuelto nula y el arte mismo ha desaparecido, transmutado en admiraciones vacías por rostros y nombres que sólo son bellas muecas en una pantalla infinita; “comunicadores” que nada comunican, pues la palabra se ha inventado para ensalzar precisamente una oquedad comunicativa, para hacer pensar que los discursos volátiles hueros de contenido son algo y dicen algo, cuando únicamente son la repetición indefinida de términos sin conceptos, de proposiciones sin juicios, de esquemas sin argumentos; y políticos que son políticos, perdón por la obscenidad: no hay otra forma de llamarlos.
En cuanto a leer ¿qué decís que era eso?
El círculo de los hobbies es, pues, más reducido incluso que los que hemos estado analizando antes. Desde esos orígenes citados nacen, en esos asuntos consisten, por ellos se constituyen y normalizan, desde ellos reciben el escaso “sentido” que tienen. Muchas son las gentes que solamente viven para dedicar sus ocios –el tiempo único en que se sienten felices y se consideran a sí mismos personas– a la práctica del deporte, no como actividad complementaria de salud e higiene, no como vacación muscular de las preocupaciones de la mente, sino como obsesión mimética de remedar al ídolo cuyas patadas valen un millón de $ cada una, un billón de € cada tanda. Y quienes no se sienten en condiciones de imitar, al menos rugen y mugen en manadas enormes de mugidores y rugientes, como seguidores fanatizados de los “astros” que “sobresalen” en todas esas actividades sin argumento.
Mas no quiero mezclar el asunto de este parágrafo con el de otros capítulos futuros en donde analizaré los “mitos” y los “héroes” de nuestro tiempo. Ahora sólo voy al asunto de la longitud del radio en este círculo de los intereses intelectuales y artísticos, deportivos, sociales... los llamados hobbies con chusca palabra inglesa porque a nosotros no se nos ha ocurrido otra mejor que “pasatiempos”, que tanto le hubiese gustado a SénecaA037.
Lo más asombroso de este círculo, es que su centro no sólo es excéntrico, sino que es exterior al área misma del propio círculo. Estos hobbies no nacen del interior del sujeto, de su forma de ser, personalidad, gustos peculiares intransferibles y personalísimos, no, qué va, todo lo contrario: nacen de una actividad mimética globalizada en cuyo seno el sujeto deja de ser individual y deja de ser persona para convertirse únicamente en repetidor de un berrido unánime. Millones de círculos van perdidos en busca de sus centros hacia regiones remotas allende su propio territorio; ahora sí que vendría bien toda la terminología pre-renacentista del hombre centrado en lo otro, o la más técnica marxista de la alienación, aunque yo prefiero el argumento ontológico en su formulación cartesianaA081, todo es lo mismo y valgan cañonazos así de recios para este tema-mosquito: si tenemos unos intereses tan estúpidos que sobrepasan con mucho nuestra propia estupidez, es que un ser infinitamente estúpido los ha puesto en nosotros, ¿quién?... La estupidez colectiva que de la nuestra se nutre y a la cual le devuelve luego el ciento por uno.
Mi pregunta es un dilema, parte pues de una proposición disyuntiva y bicorne: en este asunto de los –¡ay, Señor!– “pasatiempos”, o somos tan insubstanciales que necesitamos que se nos nutra desde fuera, o el nutriente exterior necesita diluir nuestra substancia, raerla, para depositarse en su lugar y nutrirnos desde fuera. Por lo tanto, si bien es un asombro, desde luego lo he dicho mal y no es una pregunta, pues el tal dilema se ha convertido en un argumento simple que aparenta dos caminos y sólo tiene una conclusión: se nos nutre desde fuera, no decidimos ni escogemos nosotros nuestros pasatiempos. Además de que nos decidan el nacer, el morir, el tiempo en que existimos, nuestro idioma nativo, el color de nuestros ojos, la precisa estatura... nos deciden también qué diversión nos gusta, cómo, cuándo y dónde. TrasímacoA017 se habría sorprendido de este alargamiento del poder, más allá de la justicia, hasta el centro mismo de lo más individual del hombre que, ahora, se ha convertido en lo menos individual y menos centro, su modo personal de divertirse, lo que le gusta y le deja de gustar.
Atraillarnos con una correa universal desde la fosforescente pantalla infinita les ahorra a los que mandan un montón de trabajos y problemas. Y en este asunto querría yo explicarme bien para que tú, lector imaginario e irreal, sepas con exactitud a qué me refiero.
∙ Hagamos en primer lugar un catálogo jerarquizado de los temas que un amo feudal de horca y alma querría controlar en sus esclavosA193; por orden el catálogo principal de mayor a menor importancia intrínseca (aunque de menor a mayor importancia en vistas al beneficio extrínseco del amo mismo):
∙ Los sentimientos del esclavo hacia el amo.
∙ Los pensamientos del esclavo.
∙ Los propósitos del esclavo.
∙ Los deseos del esclavo.
∙ Los actos del esclavo:
∙ Los actos del esclavo en cuanto proporcionan bienes al amo.
∙ Los actos del esclavo en cuanto proporcionan bienes al esclavo.
∙ Los actos del esclavo que proporcionan diversión al amo.
∙ Los actos del esclavo que proporcionan simple diversión al esclavo.
∙ Reflexionemos ahora sobre la importancia que el amo dará a cada elemento de esa jerarquía en orden a obtener del mismo el rendimiento que desee:
∙ Buscará aquellos actos que redunden en beneficio del amo, los actos del esclavo que le proporcionen bienes y diversión al amo.
∙ Se ocupará de los métodos que le aseguren buenos sentimientos por parte del esclavo,
∙ y para ello deberá controlar los pensamientos,
∙ los propósitos,
∙ y los deseos del esclavo.
∙ Pero sólo como medios para sus fines, dejando, pues, al margen, sin control, sin intervención, aquellos remotos, últimos elementos que sólo proporcionan diversión al esclavo, salvo que sea conveniente promover esa diversión para mantener tranquilo el establo.
∙ Es aquí donde se inserta un aprendizaje que los amos realizan siempre acerca de las simples diversiones de los esclavos: “Amo, aunque creas a priori que basta con que el esclavo te quiera y obtengas por ello de buen grado los bienes que su trabajo pueda proporcionarte, marginando lo demás como sin importancia para este propósito –que consigan los propios esclavos la diversión que puedan, a ti qué se te da de este asunto–, lo cierto es que te equivocas, porque si le procuras al esclavo el último eslabón de esa cadena, entonces tendrás en la mano el control del eslabón primero sin haberte tomado el trabajo de conseguirlo”.
∙ De esta forma se cierra el asunto: dándole diversión a la masa, los amos consiguen lo que quieren sin tener que hacer ninguna otra cosa. (Ver Cap. IX).
∙ Y en el siglo XX han descubierto, además, que proporcionar diversión a la masa puede ser el sistema más directo para obtener beneficio, no sólo el más seguro.
∙ Antiguamente, en efecto, era a través de las tareas del esclavo, incentivado por la diversión, como el amo conseguía rendimientos –de la tierra, de la industria, del trabajo–.
∙ Mientras que ahora es la vacación misma, la propia diversión masiva y masificada la que da rendimientos netos por sí sola. Deporte, cine, música, TV, drogas... se cuentan ahora mismo entre los negocios más pingües y más rápidos.
Pero no tienen –acaso ni siquiera necesitan– demasiada imaginación. Y al llegar aquí no sé, estoy en otra disyuntiva y no me decido por ninguna solución: o bien tienen poca imaginación porque la masa tiene poquísima, por lo que no necesitan más, pues les resultaría sobrante y estorbadora habida cuenta de que no se puede meter en un continente más líquido del que cabe; o bien reducen la capacidad imaginativa de la masa para que se contente con la corta imaginación que les dan... No sé, pueden ser ambas cosas a la vez, re–alimentándose la una a la otra.
Lo cierto es que ahora el tema se ha convertido en una pelea de gallos, los señoritos del corral, pero el pulso es a quién más bestia, no a quién más inteligente y creativo. Da lo mismo que se trate de capos de la droga o polancos de la información: mascan mierda y la regurgitan en forma de plasta insalivada que se pasan los unos a los otros de fauces en fauces cuando se dan de dentelladas para quedarse con la mayor parte del pastel mercantil del ocio. Y si a uno se le ocurre –valga decir al esbirro guionista asalariado– algún argumento, a la misma hora en que en su pantalla proyecta la cagada, en otras mil se proyectan cagadas similares; con otros rostros bello–bobos y otras gallinas bobo–feas, pero las cagadas idénticas. Curiosamente culto, uno de esos asalariados guionistas ha tenido la idea de llamar “Gran Hermano” a la última boñiga masticada del pasado siglo.
Y así estamos.
Nos divierten los bodrios infectos de la TV, la Liga de Fútbol, los programas de chismes marujiles sobre las putas y los chulos de relumbrón, el decibelio rugiente y llenarnos el cerebro de mierda vía óptica, vía auricular o vía intravenosa.
Así que repregunto, amigo lector imposible porque estás viendo “realities shows”, los libros: ¿qué me has dicho que eran?

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§ VII
Los instintos, tan fuertes

Durante mucho tiempo yo, iluso e ingenuo bien pensante muchachito tonto, creí que en la rueda de los instintos estaba la salvación/solución de esta cárcel/problema.
Imaginaba que el cordel que delimita cada círculo, la pelleja que encierra cada esfera (el limes de la mónada), se rasgaba, quemaba, cortaba, abría, en este rodal del instinto, dejando escapar al infinito una dimensión, al menos una, de la existencia humana.
Razonaba yo –y era un razonamiento contradictorio e irracional– que el instinto, por su carácter tierra, su potencia fuerza, su diseño piedra, su barro fundamental de sudor y cuerpo y supervivencia, estaría capacitado para romper todo posible barrote, escapar de cualquier prisión, no humillarse a la cultura ni restringirse por tanto a límites. Y en lo más determinado que nos forma, ponía mi esperanza la mayor indeterminación, que de tan absurda manera razona a veces mi lógica chiflada.
Pero no, el instinto tampoco se libra del cordel que cierra la rueda, tampoco logra escapar del círculo de la existencia humana.
¿Ni siquiera el sexo?... Ni siquiera el sexo. Si me pongo, y no hay otro remedio, en el lugar de mi lector ficticio y lo concreto, pues, masculino, y le obligo a recordar un remoto día de playa en los dorados arenales de levante, cabe pinos cuyos arraigos contienen las dunas, se me plantean las siguientes consideraciones (finjo que son recuerdos): ¡Qué emoción sagrada, diría Camus, ante tanta nalga femenina joven y hermosa, ante tanto culo respingón y tanto pecho entreverado de piel dorada y blancos pezones!... Día esplendoroso, juventud pujante, cuerpos hermosos aunque diversos, banquete para la vista y para el placer, siglo liberal que permite desnudos y los deja abandonados al sol y al agua azul... Podría seguir en este plan mucho rato porque ahora soy viejo y más que nada lo que tengo son recuerdos, tan pródigos en literatura, los pobres. Pero si voy a lo que voy y transcribo la verdad, debo decir que a la centésima nalga suculenta mi instinto se declaró en derrota, hastiado de tanto cuerpo deseable, y dejé de interesarme por las nalgas suculentas, de las que, realmente, no recuerdo ahora mismo ninguna. Sí recuerdo, en cambio, una mujer muy joven completamente deforme, salida sin duda de un grave accidente acaso de automóvil, con las piernas desgarradas por cicatrices feroces, pero rescatada de la atrofia por algún milagro de rehabilitaciones, cirugías y fuerza de voluntad, que paseaba despacio sobre la arena de oro, muy despacio, como tanteando insegura la piel arenosa del milagro, pero sostenida y llevada por sus propias piernas, y también recuerdo haber pensado que, en todo la inmensa playa rebosante de magnífica juventud, aquellas piernas eran las más hermosas piernas sin posible comparación.
¿Así que el instinto se hastía?... Se hastía, sí, se cansa, se diluye, se duerme, a veces te interesan más los crucigramas. Nadie se puede comer todos los pasteles, ni follar con toda la belleza, ni beber toda la hidromiel en los cráneos de todos los enemigos. Los más intrépidos libertinos acaban casados con su ama de llaves, y los más glotones gurmet terminan tomando su tazón de leche y cereales antes de meterse en la cama con el gorrito de dormir sobre el pelado cráneo.
Me temo, además, que hemos ido de más a menos en este viaje analítico sobre la forma circular de la existencia humana, pues si el simple paisaje geográfico y físico que nos rodea es un círculo al menos tan ancho como el propio horizonte, la dimensión de nuestros “libres” instintos es mezquina, no llega más allá de nuestras narices, se propone tan sólo el bien de la especie y ni siquiera finge interesarse por el propio individuo. Aunque eso de ser un asunto específico, no individual, ¿no agranda el círculo mismo, no lo amplía por el carácter globalizador de cosas tales como el sexo o la supervivencia?... Puede, acaso, si aquí nos interesase contemplarlo desde el punto de vista colectivo del todo humano a través de los milenios, pero no, desde luego, considerado en su pura concreción individual. La especie nos inserta el instinto dentro de la piel del ¿alma? (yo iba a decir “cuerpo”, lo del “alma” ha salido por casualidadA046) para conseguir fines propios suyos ajenos a nosotros (otro día discutiré si ni siquiera la supervivencia nos interesa realmente de modo individual, porque, de ser así, no moriríamos pues, como todo el mundo sabe, morimos porque queremos...) para los cuales fines no cuenta con nosotros, no nos deja el libre arbitrio de sí colaborar o no colaborar; y de resultas de este mecánico proceder específico, la función reproductora se gratifica con un simple espasmo nervioso de escasísima duración, como si semejante moneda fuese suficiente para compensar la tarea enorme de engendrar, soportar la preñez, parir, amamantar, educar y hasta amar ¡que ya es demasía y abuso! a los retoños portadores de ¿nuestros? genes. Que qué nos importará, ya nacido el organismo concreto que somos, que sigan naciendo otros parecidos, o qué nos importaría si el instinto no nos obligara a entrar por el aro.
Así que deseas la cópula sexual en la medida en que la especie te constriñe a desearla, y finges que te amas a ti mismo lo bastante como para querer seguir en la existencia al menos el tiempo suficiente para practicar dicha cópula hasta que dejes de ser efectivo. Ése es todo el horizonte, toda la amplitud de esta rueda de instintos que borra los objetos sobrantes del deseo cuando comprende que ya no son posibles o quedan fuera de cualquier alcance.
Pero el sultán rijoso que dispone de una libido poderosa y de un harén inmenso y copula cada día con tres o cuatro de sus esclavas ¿no tiene un horizonte sexual de mucho mayor tamaño que el monógamo y avejentado garañoncillo provinciano, sultán de nadie y tullido sexual incluso en sus sueños? ¿Y el héroe generoso que con facilidad entrega su vida por el bien de una idea, no tiene un deseo instintivo de supervivencia algo menor que el cobarde atrincherado en sus propios terrores? Porque a lo mejor los horizontes –en esto de los instintos, o quizá en todo lo demás...– no son siempre iguales y difieren de unos individuos a otros: algunos tienen más vista, más sabiduría, más memoria, más instinto... Desde luego, pero no por esa mayor amplitud del diámetro dejará de ser círculo el círculo, cerrado redil la recluida circunferencia y abrupta finitud la pared que nos clausura el horizonte. Aunque dispusiésemos de un tiempo inacabableA069, un instinto sin límite e innumerables objetos con los que satisfacer nuestros deseos, no por eso se abriría –como yo había supuesto llevado por la irracional quimera de mi lógica fallida– la cuerda que nos ata a la noria de los afanes: cada apetito tendría marcado su número y dimensión, cada complacencia sería una mónada encerrada en sí misma, pues al fin y al cabo no hay cosa más cerrada, más intraducible y más solitaria que el placer.
Ya para terminar, no podemos olvidarnos en este tema del instinto –y por lo que se refiere a la libido– del compañero sexual que es parte esencial de la cópula, bien que pueda no serlo de las fantasías y onanismos. Aunque de forma muy distinta, vuelve a resonar ahora el mismo tema del parágrafo I de este primer capítulo: la superposición, solapamiento o coincidencia parcial entre los paisajes de seres humanos diferentes, sólo que ahora referido a una experiencia mucho más íntima, mucho más densa y –pocas veces tan oportunamente dicho– mucho más inter-penetrada.
Los compañeros sexuales en la ejecución de una cópula concreta ¿conviven en la misma experiencia psicológica y sensorial? ¿En la misma sensorial pero en distinta psicológica? ¿En la misma psicológica pero en distinta sensorial? ¿En experiencias radicalmente diferentes tanto en lo sensorial como en lo psicológico?...
He dicho antes que “no hay cosa más cerrada, más intraducible y más solitaria que el placer”, y lo creo así, pues:
∙ su posibilidad nace en estructuras hondas e intransferibles de la personalidad;
∙ circula por cauces que tienen que ver con dichas estructuras personalísimas;
∙ se dirige a objetos cuya constitución –nunca ‘real’, siempre ficticia, imaginaria, creada en función de diseños peculiares del protagonista– está marcada y determinada por la propia personalidad del sujeto;
∙ dispone de mecanismos de control, re-alimentación y retribución que sólo al sujeto conciernen;
∙ se expresa en un lenguaje de símbolos-sensaciones-fantasías que únicamente el sujeto puede traducirse a sí mismo;
∙ las impresiones concomitantes son armónicos del suceso que solamente resuenan en el ámbito vital del propio sujeto;
∙ la marca que deja cada episodio en la memoria tiene –si bien, quizá, parecidos perfiles en individuos distintos–, un “aroma” intransferible y personalísimo que no podría ni explicarse ni traducirse a ninguna otra consciencia humana.
Ahora bien: ¿somos también mónadas cerradas sin puertas ni ventanas en estos episodios del sexo en que la con-vivencia con el otro es un elemento esencial de nuestra propia vivencia? ¿Nada se comunica, aparte de la simple y mecánica fisiología de la transferencia de fluídos?
¿No se solapan de alguna manera los latidos de uno y otro placer, a cada lado de la frontera que a los dos individuos separa?...
La intuición colectiva no siempre se ha concretado en la misma respuesta a estas preguntas, lo que no deja de ser bien sospechoso, como el hecho mismo de que el instinto pueda estar –que lo está– sujeto a modas.
Ha habido épocas y sociedades en que el acto sexual definía la substancia de la relación amorosa, la concretaba y determinaba a su ser real. Puede que muchas veces se tratara simplemente de asegurar la herencia genética masculina, hasta finales del siglo XX, con las pruebas de ADN, siempre insegura y ‘temible’, lo cual quizá revestía todo el asunto de una sacralización que solamente estaba requerida por ese temor del macho. Pero lo cierto es que el acto sexual demarcaba entonces tanto los límites mismos del amor, como los cimientos que determinaban su consistencia, a la vez que simbolizaba en un signo real, físico, el alcance y esencia de una pasión muy... “volátil”.
Pero estamos ahora en otra época y en otra sociedad, que da al sexo una importancia mínima, meramente transitoria y coyuntural. Ya no significa definición de nada, no marca los cauces de ninguna relación, ni explica o traduce sentimientos. El compañero de coito, devenido mero objeto, no necesita tener rostro, ni nombre, ni siquiera un ente complejo del mundo real: bastan los atributos sexuales vagamente reconocibles por nebulosos parecidos con fotocopias que operan en el sujeto como simples desencadenantes de una mecánica trivial. Si la imagen es más o menos corpórea, contiene un pene o un coño oscuramente similares a los que operan en las fantasías del sujeto, y todo ello está rodeado por ciertos emblemas sexuales secundarios, unas nalgas, unas tetas, un culo... basta y sobra, no se necesita rostro, no se precisan ojos, palabras ni emociones.
Con este tipo de protocolo que la moderna sociedad ha adoptado, la pregunta por el encuentro entre las vivencias propias y las vivencias del otro carece de sentido: el otro no existe, es un muñeco hinchable de plástico sin identidad, se cambia o no se cambia cuando... ¿cuando qué?... ¿cuando se gasta?... Nunca se gasta porque no está ahí... En fin, es una especie de masturbación ante la fotocopia borrosa de un original que acaso ni siquiera existe.
Pero no quiero hurtarme del problema auténtico cuando el problema se plantea de verdad, cuando la cópula se realiza impulsada por un instinto sexual “a la antigua usanza” y entre dos sujetos que son el uno para el otro máximamente reales, absolutamente verdaderos. Bien, yo creo que entonces, por un instante [que no sé bien dónde ubicar: si en la deseable sincronía del orgasmo –que no, porque eso es pura fisiología–; si en la sincronía de la primera mirada cómplice; si en la chispa de la primera caricia; si en la colisión de las dos “emociones sagradas”...], los dos territorios vivenciales son un sólo territorio porque los dos centros se convierten en un único centro.
Y ahora tengo que reconocer con honestidad que se me plantean varios elementos de problema:
∙ No sé si esta conclusión verdaderamente la creo o sólo quiero creerla.
∙ No sé si es cierta en la doble dimensión de que:
∙ tiene sentido,
∙ es posible.
∙ No sé cómo responder a la pregunta: ¿invalida todo esto lo de que “no hay cosa más cerrada, más intraducible y más solitaria que el placer”?... A mí me parece que tengo respuesta, y que esa respuesta es que no, que no lo invalida y que sí, que sí lo invalida...
∙ Sí, porque entonces el placer es mío porque es el del otro, es del otro porque es mío, ya no es intraducible sino transitivo.
∙ No, porque significa que, por ese instante, el otro se hace yo y yo me hago el otro, es decir, la otreidad desaparece en el acto sexual amoroso, el yo se densifica y es más verdad que nunca que ese placer es intransferible e íntimo.
Deberemos, tal vez, acogernos al término segundo que titula estas páginas, antropología fantástica, y echar a volar la imaginación en busca de las explicaciones que la razón no nos proporcionaA184. Cuando estrechas entre tus brazos a la persona amada, boca con boca y lengua con lengua, vientre con vientre y pecho con pecho, penetrados por el mismo miembro que se reparte indiviso entre dos cuerpos a los que hace uno, es como si la realidad general en que todo consiste se diera la vuelta sobre sí misma, lo de dentro hacia fuera, lo de fuera hacia dentro, y entonces la intimidad cerrada –envuelta siempre por el contorno global que es el ‘fuera’ del universo mismo–, se convirtiese en envolvente y exterior de un universo que se vuelve íntimo, encerrado y hondo. Le damos la vuelta a la ‘funda’ en que consisten las cosas, de ser contenidos por el universo pasamos a contenerlo, de ser una microscópica molécula en el infinito, pasamos a contener el infinito convertido en íntima vivencia personal.
Y esto lo hemos hecho los seres humanos a contracorriente del propio impulso natural, a despecho de que la especie nos use sólo para sus propios fines. Es una hazaña metafísica, psicológica y moral que nos convierte en poseedores de un talismán contra el tiempo porque, en el seno de esa experiencia única y dual, el tiempo se detiene, más aún: se condensa en un instante su entera duración, algo que los castrados dioses ni siquiera son capaces de entender.

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§ VIII
Recapitulación

Pero en fin ¿lo que quiero decir con todo esto del “círculo de la existencia humana” es que somos finitos?... ¿Más de 15.000 palabras para llegar a la conclusión de que los seres humanos no somos inmensos, inconmensurables, ilimitados ni eternos?... La verdad es que no se necesita ser filósofo –ni siquiera conspicuo representante de la nueva ciencia “antropología fantástica”– para tener idea de nuestro carácter circunscrito y mínimo: casi todo el mundo lo sabe.
¿O es una novedad “geométrica”? ¿Se trata de averiguar, por fín, ahora que ha llegado al tema el más ilustre cerebro, que nuestra demarcación tiene exteriormente la figura de un círculo y no se trata de un rectángulo, de un triángulo, ni siquiera de un dodecágono?...
Si tengo realmente que responder a esos sarcasmos que yo mismo me dirijo, honestamente he de decir que no lo sé. Acaso sea solamente repetir como ‘novedoso’ lo sabido... Pero he creído siempre que había algo más, “una sensación de más”, la percepción de que, al irme y venirme por el paisaje exterior de la geografía, por el ámbito interior del recuerdo, por el espacio abstracto del pensamiento, por la rampa extraña del deseo, por la escalera entrañable de la estirpe, me llevaba sobre los hombros del alma la piel misma que es ese paisaje, rasgada de la superficie del mundo; el perfil mismo de ese ámbito, recortado del desván de las memorias; el esquema mismo de ese espacio, deshuesado del cristal de la razón; la propia inclinación de esa pendiente, desmontada de la substancia de todos los declives; la trabazón misma de la sangre, grabada gen a gen en mi esencia y mi existencia. Como niño que se levanta de madrugada a una estancia solitaria y, aterido por el aire glacial de todas las auroras, arrebata cobertores y mantas que acumula sobre sus hombros estremecidos para acercarse hacia el nebuloso cristal de la ventana, dejando el lecho desnudo, desollado, aunque sudoroso y húmedo. Porque la existencia humana es un camino redondo entre el lecho vacío del pasado y el cristal borroso del futuro.


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