DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS

Miguel Cobaleda
01-05-2023

27-EL MONOTEÍSMO ES POLITEÍSTA

Pongamos el caso del Dios de los cristianos, que es UNO, unísimo, sí, pero también es triple o, como dicen los teólogos, Uno y Trino. Mas no se trata de discutir la unicidad del Dios Supremo ni tampoco de entrar en análisis teológicos del misterio de la Trinidad, sino de anotar la inmensa cantidad de “dioses menores” o subsidiarios, delegados, intercesores, o santos. Y de la necesidad psicológica de acudir a todos estos intermediarios en lugar de acudir a la fuente misma de los favores que se solicitan o de las ayudas que se necesitan.

Las advocaciones de la Madre de Dios, la Virgen María –advocaciones que los teólogos no consideran distinciones pero que para los fieles de a pie son determinantes hasta el punto de que los devotos de la Virgen del Pilar no rezarían a una imagen de la Virgen Macarena, pongamos por caso–, son, y solamente las coronadas por diversos pontífices, más de 600. Las advocaciones populares en España, coronadas o no, seguramente pasan de las diez mil. Insisto en que los teólogos –y la doctrina autorizada de la Iglesia Católica– dictaminan que la Madre de Dios, la Virgen María es, por supuesto, solamente una, y que las diferentes advocaciones son simples manifestaciones de la piedad de los fieles y de la protección mística que la Madre de Dios dispensa a multitud de lugares, ciudades, pueblos, caminos, etc.

El número de los santos es imposible de dictaminar, ya que aunque las autoridades eclesiásticas pretendiesen hacer un catálogo, habrían de señalar la fecha del mismo, toda vez que con cierta frecuencia publican listas de ¿cómo llamarlas? de “des-santificación”, lo que no quiere decir arrojar a ciertos santos verdaderos de los altares por contumacia de los diferentes procuradores de la fe (abogados del diablo), sino porque muchos otros resultan ser figuras inexistentes, invenciones y mixtificaciones surgidas no se sabe de dónde a lo largo de los siglos. Pero no es exagerado decir que tal vez se acerque el número de santos a los cien mil o más.

Por otra parte, y a similitud de los romanos, los fieles somos propensos a rezarle a nuestros penates, es decir, a aquél pariente que fue muy bueno, un verdadero santo, y que murió con el crucifijo en los labios; o a aquél que, en ésta, aquélla o esotra guerra, sufrió martirio; o al inocente muerto en los primeros días de vida y que, ya bautizado, es santo por definición. Éstos no están en el santoral, ni tienen imágenes veneradas, pero en nuestra familia sabemos positivamente de su gran santidad y de su poderosa intercesión. Así que.

¿Y dioses lares, seguimos teniendo dioses lares?... Bueno, no en cuanto tales, pero sí que tenemos aquí o allí, en esta repisa o en aquella alacena, una imagen del Santo Niño de Las Azucenas, muy milagroso, de la Virgen de las Penalidades, intercesora en asuntos de enfermedad y tristeza, del Santo Mártir Degollado, bueno para dolores y espasmos y, por supuesto, del Sagrado Corazón de Jesús.

La obsesión por las reliquias que estuvo tan extendida en otro tiempo, se convirtió más recientemente en una santificación... no sé cómo llamarla... de las Santas Vísceras. Siempre ha habido una fuerte tendencia –no sólo barroca– a las imágenes cruentas del Crucificado, con las espinas bien clavadas y regueros de sangre por cara y barbilla, las heridas de manos y pies abiertas y la del costado en grieta de ancha boca mostrando carne interior magullada. Pero el troceamiento de la Vera Cruz, más la proliferación de toda clase de menudillos de santos y santas en infinitas reliquias, acabaron por producir ese fenómeno extraño, raro de verdad, que es el Corazón de Jesucristo. Los atrevidos que se atrevieron a esto, no se atrevieron a más, de forma que no hay –al menos que yo sepa– devoción al Santísimo Hígado de Jesús o al Santísimo Páncreas de Jesucristo, pero con el Sagrado Corazón ya tenemos ejemplo bastante como para que, sumado a los otros, podamos sostener la tesis del título o, al menos, una alternativa menos contundente, según la cual, si acaso el monoteísmo estricto no sea politeísmo, los feligreses del monoteísmo somos todos politeístas.

O bien no nos fiamos lo bastante de la oración directa [a) somos demasiado humildes para dirigirnos con eficacia a las Alturas; b) Dios está demasiado lejos del ser humano, necesitamos intercesores; c) lo que pedimos quizá no lo entienda, tan remoto como ESTÁ y tan distinto como ES, hay que contratar traductores, gentes que puedan hablar su lenguaje, sí, pero que empiecen por hablar el nuestro, por entendernos a nosotros en nuestra humildad]; o bien creemos que hay demasiados asuntos y demasiada gente como para que la atienda un sólo funcionario; o bien LE sentimos más como un adversario que como un amigo –un Juez severo más que un abogado defensor– y nos acogemos al famoso dicho “la unión hace la fuerza”, cuantos más seamos mejor nos defenderemos. Lo cierto es que le rezamos a multitud de dioses, se llamen como se llamen, no sólo a UNO.

Basta de comentar con ironía esa un poco chusca corte celestial tan poblada; la religión no es asunto de broma, y menos aún en sus formas monoteísta y politeísta.

El sentimiento religioso nativo primigenio era el politeísmo naturalista, ni siquiera el panteísmo, ya que éste es una elaboración muy abstracta de teólogos y filósofos de la religión, la cual no concuerda en absoluto con ese sentimiento primitivo, muy pegado al terreno, digamos, muy de tú a tú con fuerzas naturales –desconocidas, poderosas, incluso feroces, pero muy próximas– a las que acudir con la veneración y el miedo que su potencia provoca, sí, pero también con la confianza de la vecindad; al fin y al cabo el trueno y el rayo es en mi valle donde retumban, el río es por mi valle por donde corre, el viento es en mi valle donde sopla y el sol recorre mi valle de este a oeste todos los días.

El politeísmo ofrece la defensa por alianzas compartimentadas, una forma muy eficiente y práctica de la táctica elemental. Si el río se desborda y me amenaza, mi amigo el árbol, a cuya deidad he ofrecido sacrificios jugosos, me sostiene a salvo en sus altas ramas; si el trueno me asusta, el rayo me defiende; si la cosecha es pobre, los dioses de la caza me son propicios. Raro es que todos los dioses estén en mi contra y, si acaso lo están, entonces es por mi culpa y bastará que re-interprete mis alianzas y fomente mis relaciones con sacrificios y ofrendas.

Esa fragmentación del poder, al tiempo que el equilibrio de los poderes, significa que cada uno de ellos, por muy divinos que sean, son “de mi tamaño”, más poderosos que yo, desde luego, más sabios, inmortales, más todo que yo, pero de mi escala, comprensibles por modo de oración, sacrificio y ofrenda; están por encima, pueden aplastarme si quieren, pero su desmesura no es tal que desoigan mis oraciones o se nieguen a pactar. Cierto, cierto, a veces no cumplen los pactos, pero pactan y muchas veces sí que los cumplen. Un sólo poder –si fuese capaz de concebir tal cosa, si mi temor me permitiera imaginar tal espanto– estaría por encima de mí, pero también por encima de mi valle, de mi río, del mismo sol; ni le llegarían mis oraciones ni se avendría a pactar, no acaso por mala voluntad, sino por no ser de mi tamaño, por no entender mi idioma, por no saber distinguirme de las hormigas, de las abejas, de los perros. Y no podría esconderme de ÉL ni aliarme con otros como él en contra de él cuando sea mi adversario, que lo será antes o después porque no sé cómo he de hacer para ser su aliado, para que se aperciba de mi existencia y evite aplastarme cuando camine por aquí.

El politeísmo es la religión del cuerpo material, del hambre y del sueño, de la procreación, de la vida en su transcurso con los problemas menudos de cada día. Toda religión está vinculada, por supuesto, con la temporalidad y con la muerte: si fuésemos eternos e inmortales seríamos nosotros mismos nuestros propios dioses, como he manifestado con toda claridad en la TESIS DESTINO. Pero el monoteísmo es un artificio teologal muy elaborado, muy de la razón y del espíritu, poco corporiento, si se me permite usar este término tan vinculado a mis recuerdos juveniles. Cuando el alma se siente alma y puede prescindir del cuerpo porque sus necesidades están satisfechas, entonces es monoteísta, etérea, teológica, luz inmaterial; cuando el alma nota al cuerpo a su lado, doliente, hambriento, asustado, entonces es politeísta, terrosa, material, barro mojado.

Según las enseñanzas de Toynbee, de quien tanto he aprendido, las religiones superiores monoteístas han sido en todos los casos –excepto en dos muy concretos– creadas por lo que llama “proletariado interno”, la gran masa de desheredados y miserables los cuales, abandonados por una clase creadora que ha dejado de serlo y se ha vuelto dominante y opresora, se sienten a la intemperie, desamparados, abocados a una muerte sin esperanza, y desde “lo más profundo” de su desolación, hacen germinar una luz brillante que es una religión monoteísta. Los dos casos excepcionales son –según Toynbee– las religiones de Atón y Viracocha, creadas respectivamente por Amenofis IV en Egipto y por Manco Capac –o, más dudoso, por su hijo Pachacútec, el primer Inca histórico– en Perú, pero podemos dejar de lado el tema del dios peruano, porque su leyenda es confusa y porque su culto se vio ¿propagado, falsificado, mixtificado? por la predicación de los misioneros cristianos, ya que lo usaron como un ejemplo nativo para explicar el monoteísmo del Dios que ellos predicaban y de este modo indirecto contribuyeron a que este viracochaísmo elitista –fuera quien fuera su fundador, acabó siendo el dios de los orejones, la aristocracia– no desapareciera.

Por lo que se refiere a la religión monoteísta de Atón, fue la creación de un sólo hombre, y no precisamente de un paria sino de todo un faraón, Amenofis IV, Akenatón. Aunque éste sería el ejemplo ideal para justificar que el monoteísmo es una realización superior, muy trascendente y, por ello, fruto de un espíritu solitario y excepcional, el resto de las religiones superiores, creadas de forma digamos plebiscitaria y por parte de los más humildes, constituirían ejemplos de lo contrario.

Lo que sucede es que las religiones superiores, precisamente a causa de su monoteísmo, son susceptibles de un “análisis en cadena” que termina por “suplicar” politeísmos y cuyos eslabones principales serían:

* El monoteísmo de las religiones superiores es un producto cultural muy eminente, de gran refinamiento teologal, ya que la unicidad de dios no se presenta a la mente primitiva de buenas a primeras.

* Por lo cual el Dios Único, dogma esencial teológico de todo monoteísmo, es una entidad de gran elevación metafísica, es un Ser Trascendente.

* Por lo cual, los humildes fieles que se dirigen a ÉL –que tienen necesidad de dirigirse a ÉL porque ése es el aspecto esencial antropológico de la religión– no se lo encuentran “a mano”, cerca, sino remoto, no inmanente a los observables aspectos del mundo, sino trascendente a toda realidad corpórea.

* Por lo cual, estos fieles necesitan intermediarios, intercesores o traductores, en suma: sacerdotes.

* Por lo cual, la función sacerdotal es totalmente esencial en la teología de la religión y en la práctica del culto.

* Dado que la función sacerdotal es necesaria y esencial, se vuelve eminente, de tal forma que los sacerdotes se ven obligados –incluso aunque no quisieran, que sí que quieren siempre– a fundamentar de dos maneras las garantías de su oficio:

** En cuanto al aspecto teologal, esto es, en cuanto su función mira hacia la Divinidad, fundamentan su oficio con toda una serie de “verdades” teológicas, nacidas de los análisis profesionales que estos eruditos tienen que hacer constantemente como parte natural de su trabajo, y en tanto en que son “especialistas en Dios” y tienen que comprender –o producir– todas las propiedades teologales de dicho ENTE.

** En cuanto al aspecto ministerial, esto es, en cuanto a su función mira hacia los fieles, fundamentan su cargo unificando el proceso puramente religioso con el comportamiento moral. La moral así unida a la religión tiene que ser condigna de un Dios tan elevado, no puede consistir en naderías o pamplinas, ni puede tener carácter aleatorio o poco profesional. La única manera de conseguir esto consiste en hacer nacer de Dios mismo el catálogo de normas que, además, deben tener contenidos “suficientemente nobles”.

* Por lo cual, la religión monoteísta se ve inevitablemente vinculada, por un lado, a toda una serie de normas que son indiscutibles –en cuanto emanadas de la propia divinidad–; y por otro lado a dogmas teológicos igualmente indiscutibles que son los cimientos de la creencia auténtica.

* Por lo cual, los fieles humildes, muy alejados en su condición y en su preparación de la casta sacerdotal, “se defienden”, digámoslo así, con un doble método:

** Por un lado le vuelven la espalda a las dificultades dogmáticas sin despreciarlas, pero obviándolas sin discutirlas. “La Santa Madre Iglesia tiene doctores que te sabrán responder” es una forma de hurtarse de la controversia sin necesidad de prestarle asentimiento, aunque dando por supuesto que el asentimiento sí se produce. Y luego, ya a salvo de la posible heterodoxia, con formas de creencia popular que, si fuesen expuestas coram populo y analizadas a fondo, se verían como herejías flagrantes, porque tratan al cristo de palo de la iglesia de su pueblo como al Cristo mismo (no como a una imagen de Cristo), porque deifican a la Madre de Dios al mismo nivel que al propio Dios, porque distinguen lo indistinto y confunden lo distinto en unas explicaciones de la Trinidad que mejor que nadie entre a analizarlas...

** Por otro lado “interpretan” las normas de forma que se pueda convivir con ellas, que el humilde pueblo llano pueda convivir con ellas creyendo a la vez que las respeta y, desde luego, sin respetarlas. Por lo que hace a este punto, nada mejor que la anécdota de las putas de cierto importante puerto español: En la procesión del Santo Patrón de la ciudad, alguien le susurró al Sr. Obispo que las prostitutas del puerto se habían unido muy fervorosas al final de la fila. Asombrado, incluso algo asustado, llamó secretamente a la que parecía más devota, y le hizo ver que, dada su pecaminosa procesión, no debían formar parte del cortejo, además de que no entendía tan contradictorio comportamiento. La respuesta de la mujer fue sencilla: “Será como usted dice, Sr. Obispo, que sabe más que yo de todo esto. Pero mire vuestra ‘inminencia’, estábamos tan mal que pensábamos cerrar el burdel y volvernos cada una a nuestro pueblo y a la vida miserable que allí nos esperaba; entonces le rezamos al Santo Patrón y le prometimos venir en la procesión si nos ayudaba. Bueno, pues esa semana atracó en el puerto la escuadra americana y hasta hemos podido comprar colchones nuevos”. Seguramente el Santo Patrón, desde su sitio en la corte celestial, miraba con ternura a sus putas, llenas de fervor y penitencia.

* Por lo cual, el pueblo llano feligrés no teólogo, esto es, la gente, respetando, sí, los dogmas de suprema verdad, obedeciendo, sí, las normas de estricta exigencia, pero tratando a la vez de resolver sus problemas que esos dogmas y esas normas ni resuelven ni consuelan, se comporta en la práctica de forma politeísta, ya que, como al Dios Supremo no se le puede suplicar que mande a la escuadra americana para que sus marinos y marines vengan a follar pagando y nos saquen del hambre, se dirigen a un “dios menor” que acepta compromisos, que negocia, que pacta y que, en general, cumple lo pactado.

Mientras sigamos siendo humanos, los monoteísmos irán degradándose a politeísmos. Mientras el cuerpo sea, además de mortal, mórbido, susceptible de dolores y achaques. Mientras el tiempo contenga futuros inciertos. Mientras el azar sea tan poderoso, al menos, como el Señor de los Cielos. Mientras la luz siga entreverada de sombras. Porque el forro corporal del alma le está adherido con un pegamento tan fuerte que, incluso cuando se sublima y –ascética, mística– levita en comunión espiritual con el UNO, la terrosa naturaleza de su compañero suena como el barro seco cuando se resquebraja.

Por otra parte, no creo que al Dios Verdadero, el Señor Celestial, autor del barro corporal y no sólo del alma inmaterial, le incomode que tengamos –a la vez que una indiscutible tendencia hacia la luz suprema– necesidades concretas de más baja estofa y que, reservando para ÉL nuestro fervor más puro, compremos no obstante en la reventa las entradas para la función algo pícara de la noche. Los teólogos puede que no lo sepan, los moralistas prefieren no saberlo, pero EL sí sabe cómo nos ha hecho.

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