DESARROLLOS DE LOS MICRO ENSAYOS

08-LA LIBERTAD
Miguel Cobaleda


Aunque siento en el alma oponer mi criterio al de los admirados Spinoza y Hume, creo en la existencia de la libertad porque creo en la existencia del mal moral, y hasta sostengo que todo el mal es mal moral, incluso el mal metafísico. Mas no es que el tema de la libertad consista, según yo, en la posibilidad del mal, al contrario, el tema de la libertad consiste en la posibilidad del bien. La libertad no es solamente un tema moral, es cuestión de la psicología, de la sociología, del derecho y, en general, de las humanidades; pero no cabe duda de que entronca con el tema de la justicia porque está en la base del propio proceso humanizador o del camino que debería seguir la Humanidad para ir ascendiendo hasta un estadio superior en la unidad del Ser.

La libertad es una de las estructuras básicas de lo humano, engloba en un tapiz muy bien conjuntado tanto el propósito consciente, como la decisión volitiva, como el acto libre propiamente dicho. En su ejercicio compromete el ser humano individual, y la Humanidad en su conjunto, su propio destino; es la libertad la que lo crea en todos los órdenes del proceso creativo: lo concibe, se lo propone, lo decide y lo ejecuta. Somos autores de la realidad –y deberemos serlo de la absolutidad (ver debajo su definición) si no queremos ser relegados al basurero óntico– gracias a la libertad y por medio de ella. Con la libertad hacemos y con la libertad deshacemos, con la libertad creamos y con la libertad descreamos. El bien y el mal son diseños de la libertad que la libertad elabora luego en su taller de actos para producir la unidad del Ser o la fragmentación de los seres, para constituir el relato metafísico que es nuestro argumento (y que esperamos que termine bien, esto es, que no termine).

[LA ABSOLUTIDAD.- Me he visto obligado a inventar dentro de mi filosofía este término gnoseológico algo extraño, forzado –y su correlo metafísico, LA DOMINENCIA–, para referirme a un estadio superior –quizá definitivo, quizá simplemente otra etapa– en el camino ascendente de la Humanidad. En el presente estado de nuestro sendero humano la inteligencia crea la realidad, lo que no hay, nuestro mundo, convirtiendo los datos absolutos carentes de sentido –los átomos de la nada, lo que hay– en hechos y estructuras mediante esquemas teóricos producidos por la Capacidad Relacional General de dicha inteligencia. Esa realidad, aunque fruto de nuestra CRG y por lo tanto dependiente en su existencia, es independiente en su comportamiento, rebelde, indómita, se comporta como los juegos (se trata de una comparación pedagógica, no hay que tomarla por una explicación completa): aunque nosotros definimos las reglas en que consiste el juego, que solamente consiste en ellas, en cuanto quedan definidas el juego deja de obedecer nuestro capricho y sólo se rige por su propia lógica regular, como saben los jugadores de ajedrez que, conociendo a fondo la totalidad de las reglas, sin embargo el juego les oculta vericuetos y rincones, legales pero ignotos. En este estado LA REALIDAD es gnoseológicamente la realidad y nuestra relación metafísica con ella es LA DEPENDENCIA. Ahora bien, si accedemos a un estadio posterior en nuestro camino ascendente (aunque cabe que descendamos y regresemos hacia nuestro origen animal, hacia la nada), conseguiremos construir una realidad superior que no será independiente ni rebelde, tampoco parcial, sino que será total y totalmente nuestra, la llamo por tanto LA ABSOLUTIDAD, y nuestra relación con ella será de dominio, la llamo LA DOMINENCIA. Todos estos elementos –que resultan tan temerarios y poco convincentes– comienzan a parecer menos arriesgados cuando contemplamos las propias realizaciones, actuales ya, de nuestro proceso operativo humano global: ya es la realidad en parte nuestra dócil obediente y no sólo nuestra rebelde indisciplinada pues, si efectivamente su gravedad sigue imperando gloriosa sobre este planeta, nuestros aviones de muchas toneladas despegan del suelo cargados de mercancías y pasajeros, y si la distancia mata enseguida el sonido más potente, nuestros inventos permiten que hablen entre sí en tiempo real dos sujetos separados por miles de kilómetros, etc., etc.]

Como elemento moral, la libertad consiste en la posibilidad del bien que, a su vez, no es otra cosa que el establecimiento de la justicia (si se quiere una formulación más exótica, podemos decir que la libertad aspira a dejar cesantes a la caridad, la solidaridad, la filantropía, la compasión y demás vicarias de la equidad). Digo establecimiento y no restablecimiento porque no se sabe de ninguna época posterior a la inocencia pre-humana, ni de ningún lugar de este planeta, donde la justicia haya reinado ni siquiera breve tiempo; ráfagas, sí, de justicia de cuando en cuando, pero tan efímeras y volanderas que no constituyen ejemplo ni sustancia argumental. La libertad existe para proponerse la justicia, que es otra forma de decir lo mismo cuando afirmamos que “somos autores de la realidad –y deberemos serlo de la absolutidad si no queremos ser relegados al basurero óntico– gracias a la libertad y por medio de ella”.

Uno de los resultados de releer una y otra vez los fragmentos del Poema de Parménides (y los textos de Plotino, de Espinosa, de Hegel...) es que unifica uno mucho todos los conceptos y todas las realidades, pretendiendo llevar siempre el agua al hondo remanso metafísico esencial. Será, pues, menester tomarme con precaución y leerme con recelo, pero en mi opinión la justicia es el trasunto moral de la absolutidad, no son distintas; y precisamente por lo distantes que estamos de conseguir la absolutidad, es por lo que estamos tan distantes de ejercitar la justicia. Tendremos que usar la libertad para determinarnos a nosotros mismos en el sentido de la absolutidad y prohibirnos el despilfarro de la fragmentación ontológica, y el camino es implementar una justicia que, de no existir, pase a existir; y, de existir solamente, pase a consistir, esto es, a serlo todo y a organizarlo todo. Cuanto más lejos esté el horizonte de la justicia, más lejos estará ese estadio final de nuestro camino humano (o no tan final, pero sólo si llegamos a esa cumbre podremos saber si hay otras cumbres detrás más esplendorosas y brillantes), ese destino de verdadera libertad.

En efecto, un hipotético nivel supremo de humanidad absoluta sólo puede tener un sentido moral absoluto; no sólo es una contradicción, sino algo patético, imaginar un estadio perfecto de la Humanidad en el cual se comentan crímenes, genocidios y desmanes de todo tipo. Si no llegamos a ese nivel, si no estamos caminando hacia él, entonces ya estamos en la quiebra moral, porque matar es un acto absoluto y, aunque es posible matar a más cantidad de personas que a menos, y a más todavía y a más todavía, no es posible un más en el matar; matar es matar y no tiene más ni tiene menos. Si se mata, se comete el delito universal y toda la humanidad queda contaminada.

La libertad tiene que convertirse solamente en el instrumento de la equidad y de la justicia. La libertad supone que no podemos ser determinados desde fuera en un sentido moral, ni por Dios, ni por la naturaleza, ni por el destino o cosa similar; solamente podemos ser determinados por nosotros mismos, eso significa ser libre. Pero la libertad encierra su propia paradoja, porque si se determina en el sentido del mal –de la fragmentación del Ser– se despoja a sí misma de su propio poder determinante, deja de ser libertad porque ese sendero conduce a la nada y sobre la nada no es posible el dominio. Solamente si se determina a sí misma en el sentido de la unidad del Ser –en el sentido del bien– potencia su propio albedrío.

O hacemos la absolutidad y sobre ella somos dueños, somos justos y somos libres, o deshacemos el ser, y entonces nosotros y nuestra libertad naufragaremos en la sombra. No hay justicia porque no queremos ser libres. No hay justicia porque no queremos.

 

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